11

La brisa se había convertido en un viento mezquino y constante y el aire traía lluvia. Conduje lentamente por Melpomene pensando en padres e hijos, en tantos hogares convertidos últimamente en zona de guerra, en cómo el amor se rompe bajo el peso de los años y de las palabras y de la desilusión, en cómo a medida que nos vamos haciendo mayores, más y más, vemos las caras de nuestros padres en el espejo.

Doblé en St. Charles y subí al Garden District. Allí hay calles enteras donde vas horadando túneles entre el verde, cubierto y rodeado de árboles encorvados, el cielo oculto allá arriba. Te recuerda hasta qué punto Nueva Orleans es puro artificio, una ciudad inventada, dragada del pantano a fuerza de voluntad y trabajo, mordisqueada constantemente por la historia, el río y la boca oscura de la marisma. Durante casi toda la década de 1830, se abrió el New Basin Canal a pico y pala, con la intención de asegurar la autosuficiencia de los americanos con respecto a los criollos (no había dinamita ni forma de impedir que la marisma se filtrase salvo con agotadoras bombas de los tiempos de Arquímedes) con un coste de más de un millón de dólares y al menos ocho mil vidas. Al cabo de cien años la ciudad de Nueva Orleans aprobó rellenarlo.

Era como si la imagen que la ciudad tenía de sí misma y las formas para tratar de vivir de acuerdo con esta imagen no pararan de cambiar. Era española, francesa, italiana, antillana, africana, americana colonial; era ante todo la ciudad de la fiesta y la ilusión, o ante todo el bastión de la cultura en una nueva tierra; era una ciudad construida sobre la espalda de los esclavos y simultáneamente una ciudad cuyos ciudadanos importantes eran, muchos, gens de couleur libres; se adaptaba sin cesar.

Aparqué en Jackson Avenue y encontré la dirección que quería detrás de una hilera de edificios de apartamentos: lo que solían ser las dependencias de los esclavos conectadas a lo que solía ser un garaje por una habitación estrecha como un callejón.

—Estoy buscando a los Clayson —dije al hombre que abrió la puerta.

—Usted debe de ser el señor Griffin, ¿no?

—Sí.

—Pase, por favor.

Se apartó del umbral.

El señor y la señora Clayson estaban sentados en un confidente desgastado y se levantaron para presentarme al hermano de Clayson y a la amiga de su hermano. Conocía a la amiga de verla en las calles, una puta cuya especialidad eran los hombres impotentes y el sexo duro con otras mujeres. Me pregunté si éste era hogar para ella.

Con toda la delicadeza que pude, les conté lo de Cordelia y les pregunté si querían acompañarme. La señora Clayson cerró los ojos y musitó lo que supuse que sería un rezo. El señor Clayson miró hacia la pared como si hubiera acabado de perder toda la fe que tenía hasta entonces. Se pusieron de pie y salimos a la calle. Empezaba a llover.

Cuando llegamos al Hotel Dieu, diluviaba. Dejé a los Clayson frente al vestíbulo de la entrada, les pedí que me esperaran allí y aparqué. Apenas salir del coche, ya estaba empapado hasta los huesos.

Subimos por el ascensor. Los dejé en la sala de espera y atravesé las puertas batientes. El médico con quien había hablado anteriormente alzó la mirada de una pila de gráficos y luego se alejó del mostrador y vino a mi encuentro sacudiendo la cabeza.

—Ha muerto, señor Griffin. Hace sólo unos minutos. Fue el corazón, al final. No pudo aguantar más la tensión, supongo, y tuvo un paro. —Adelantó la mano cerrada, la abrió lentamente—. ¿Quiere que hable con los padres de la chica?

—Yo lo haré, doctor, a menos que me pregunten cosas que no sé. ¿Estará aquí?

—Estaré aquí.

—Gracias.

—No pude hacer gran cosa, señor Griffin.

Atravesé de nuevo las puertas batientes, saqué a los Clayson al vestíbulo y dije lo que tenía que decir. Luego, me quedé esperando a lo largo de su silencio.

—Les llevaré a su casa en cuanto estén listos —dije al final.

La señora Clayson miró a su marido, que contemplaba obstinadamente la lluvia por la ventana. Oíamos la tormenta descargar fuera.

—Diría que estamos listos, señor Griffin —señaló ella.

Estaba entrando en un ascensor detrás de ellos cuando el otro se abrió.

—Vayan delante. Bajo enseguida —les indiqué.

LaVerne acababa de salir del otro ascensor. Esperamos a que ellos desaparecieran.

—Está muerta, ¿verdad, Lew?

Asentí.

—¿Sabes el resto?

—Lo sé. —Miró por la misma ventana por la que había mirado Clayson—. ¿Crees que él sabía que la estaba matando? Dios, la quería tanto… estaba como un crío, ¿sabes?

—No sé, Verne. No creo que la amara.

—¿Has querido alguna vez a alguien así, Lew?

—No.

—¿Crees que algún día lo harás?

Negué con la cabeza.

—Yo tampoco.

—Tengo que irme. Los padres están esperando.

—Lew. —Desvió la vista de la ventana—. ¿Vendrás a pasar la noche conmigo? No quiero quedarme a solas con mis pensamientos esta noche. No quiero pensar en…

Movió la boca pero no le salieron más palabras.

—Iré.

Se limitó a asentir. Algo en su cara me hizo pensar en la primera vez que la vi, lo guapa que me había parecido y todo lo que había sentido por ella aquella noche tan de repente; entonces hubiera hecho cualquier cosa para que se sintiera a salvo y feliz y cuidada… cualquier cosa. Sin embargo, no podía distinguir ya cuánto de lo que quedaba era aún sentimiento y cuánto era sólo recuerdo.