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Un titular rotulado de forma rudimentaria se alejó de la pantalla y apareció Sanders, sosteniéndolo en una mano, señalándolo con mímica, con la cara contorsionada por una sonrisa gigantesca. Rezaba: «Última Película».

Dio la espalda a la cámara y caminó lentamente hacia la silla. Cuando se dio la vuelta y se sentó, había adoptado una expresión trágica, tan exagerada como la sonrisa anterior. Simuló que se enjugaba las lágrimas de un ojo, luego del otro. Por un momento dejó caer la cabeza y luego la sacudió con tristeza una y otra vez.

Pero una idea le surgía en la mente y, a medida que ésta se forjaba, la sonrisa se le volvió a dibujar lentamente, más natural ahora, menos exasperada. Tendió la mano y, por arte de magia, apareció en ella una cuarenta y cinco. Mientras decía adiós con una mano, con la otra se metió el cañón de la pistola en la sonrisa.

Y así lo había encontrado yo.

—Dios mío —dijo Don.

Polanski y Verrick se miraron, meneando la cabeza.

—¿La chica y él vivían juntos? —preguntó Don.

Asentí.

—¿Cómo lo sabías?

—Alguien me lo contó —contesté.

—¿Quién te lo contó?

—No me acuerdo.

—¿El que la drogaba era él?

Me encogí de hombros.

Don volvió a mirar hacia la pantalla en blanco.

—Éste es un mundo bien jodido. Y lo único que podemos hacer es desplazar la mierda de un lugar a otro durante un tiempo.

—¿Me necesitas para algo más, Don?

—No. Ve a lo tuyo, Lew. Pero ándate con cuidado.

Bajé los cuatro tramos de escaleras y salí. Un viejo harapiento estaba sentado en la acera con la espalda apoyada en el edificio.

—Enciérreme, agente —me pidió.

Eran un poco más de las nueve y probablemente había oscurecido hacía treinta minutos más o menos. Una neblina de calor y luz titilaba encima de la ciudad. Respirar era como andar en zapatillas de tenis mojadas.

Saqué el coche de la zona de aparcamiento reservada a la policía donde Don lo había dejado y salí de Poydras para ir a Elotel Dieu.

En el mostrador de cuidados intensivos expliqué quién era. Me informaron de que uno de los médicos me atendería en breve y me rogaron que me sentara en la sala de espera. El miedo, el dolor y la esperanza ciega eran palpables. Al final, un joven alto y encorvado con uniforme amarillo vino a la puerta y dijo con voz queda:

—¿Señor Griffith?

—Griffin —contesté.

—¿Para Cordelia Clayson?

—Sí, señor.

—Le ruego que me acompañe.

Volvimos a cuidados intensivos y entramos en una salita al fondo del corredor. Cerró la puerta. A través de ella, seguía oyendo alarmas que se disparaban y una voz que decía: «Necesito ayuda».

—Y dígame, ¿qué relación tiene con la paciente, señor Griffin?

—Como le expliqué a la enfermera, soy un detective privado contratado por los padres de la chica.

—¿Para investigar qué la trajo a nosotros?

Negué con la cabeza.

—Para encontrarla. Mi trabajo está hecho, salvo que ahora tengo que ir a contarles lo que hay. Y necesito saber qué contarles.

—Ya entiendo. Está en contacto con los padres, entonces.

—Sé dónde encontrarlos.

Tenía unos ojos marrones tristes. Te preguntabas si permanecerían así o si transcurridos unos años (no podía tener más de veintiséis o veintisiete) se le endurecerían.

—No puedo dar muchas esperanzas —dijo—. No es por culpa de las drogas en sí, por supuesto; hemos aprendido a tratarlas. Pero Cordelia se inyectó una fuerte dosis de heroína de una pureza poco corriente. Estuvo fuera de sí durante mucho tiempo y lo que sucedió fue que contrajo lo que llamamos el síndrome del pulmón rígido. El corazón se ralentiza considerablemente y sus contracciones pierden fuerza de tal forma que todo da marcha atrás, como si dijéramos. Los pulmones se le llenan de líquido. Les cuesta hincharse, cada respiración es como la primera vez que soplas en un globo, y los niveles de oxígeno en la sangre se reducen de forma crítica. Estamos haciendo lo que podemos. Está conectada a un ventilador que realiza la respiración por ella y está recibiendo el cien por cien de oxígeno a presiones muy altas. Pero no estamos ganando mucho terreno, señor Griffin. Y francamente, las medidas que nos hemos visto obligados a tomar tienen más posibilidades de provocar otras complicaciones que de resolver los problemas originales. Alcanzaremos una especie de espiral descendente, al cabo de un tiempo. Lo siento.

Me levanté.

—Gracias, doctor. ¿Podrán el señor y la señora Clayson ver a su hija si los traigo aquí? ¿Están restringidas las horas de visita?

—En este caso, no, señor Griffin. Dejaré instrucciones en recepción.

Atravesé las puertas batientes hacia el ascensor. En la sala de espera, todos los rostros se volvieron hacia mí.