Los de Nueva Orleans acentuamos la primera sílaba y juntamos las demás en una sola: Só-crates. Sólo Dios sabe lo que haríamos con Esculapio. Sócrates forma parte de un viejo sector de casas divididas en apartamentos y pasillos extraños que en cualquier otra ciudad sería una barriada, pero aquí no es más que el lugar donde viven los pobres. Muchos de ellos, curiosamente, son negros al parecer. Y por supuesto sólo son pobres (así reza el resto del gran cuento de hadas americano) porque por alguna razón eligen serlo.
Me equivoqué de salida en la autopista de peaje y fui a parar a Gretna, un laberinto de calles llamadas Hancock, Madison, Jefferson y Franklin. ¿Por qué, aquí entre todos los lugares, no bautizar una calle con el nombre de Sally Hemmings, la esclava amante de Jefferson?
Retrocedí hasta entrar en Algiers, pasé por delante de patios llenos de coches desvencijados, bidones de gasolina y neveras abandonadas, por delante de iglesias abiertas en locales comerciales, fiadores judiciales, una academia de artes marciales, un restaurante etíope, una floristería cerrada con tablas, diez bloques de viviendas subvencionadas, un parque abandonado, una universidad cristiana y encontré Sócrates.
El 408 estaba al final, una parte que empezaba a subir en el escalafón social. Se trataba de una mansión antigua típica de Nueva Orleans, restaurada en los últimos diez años y dividida (a juzgar por las placas de la portería) en tres apartamentos. Una de las placas rezaba Dr. W. Percy, otra, R. Queneau. La tercera decía sólo B. S. Pulsé ese botón. Nada. Volví a pulsarlo. Tampoco.
La puerta de la entrada, sin embargo, no estaba cerrada con llave y conducía a un vestíbulo con un techo de tres metros y medio y un tragaluz con vitrales. Dos de los apartamentos quedaban a la izquierda de una escalera adornada que describía una curva y llevaba, era de suponer, a un pasillo superior o una terraza, si es que no era sólo para decorar. El tercer apartamento quedaba a la derecha de la escalera y aquella puerta tampoco estaba cerrada. Entré.
Un pasillo estrecho se extendía hasta una cocina bien equipada en un extremo, una salita desocupada, extrañamente abarrotada de antigüedades y muebles metal cromado y cristal, en el otro. En un rincón, una escalera colgada del techo me llevó a una habitación que olía a mujer joven: colorete, perfume, quitaesmalte y desmaquillador Noxzema. Se veía ropa tirada por el suelo junto a la cama. Sobre la mesilla de noche, una Biblia. Había un baño contiguo y luego otra habitación.
Fui hasta la cama. Estaba viva pero no espectacularmente viva, drogadísima, sin reaccionar a un pellizco fuerte, la sangre se tomaba su tiempo en volver. En cuanto deduje que ella se salvaría, me volví hacia el hombre que estaba en la silla, pero nada se podía hacer por él.
Gran parte de lo que había sido su cabeza salpicaba la pared. La mano le había caído sobre el regazo y permanecía allí; la pistola, del cuarenta y cinco, en el suelo entre sus pies. Me llegó el olor a orina y heces, el aroma animal de sangre y tejidos.
Junto a la pared, frente a él, una cámara descansaba en su trípode, todavía filmando. No la toqué. Pero bajé por la escalera hasta el teléfono y llamé a la comisaría.
—Walsh —dije.
—El sargento está con el comisario. ¿Puedo…?
—Llámelo.
—No podría interrum…
—Llámelo, ahora mismo, si no quiere usted que mañana se lo coma vivo con el desayuno.
Una pausa.
—¿Le importa decirme quién pregunta por él?
—Lew Griffin.
Esperé un minuto entero.
—Lew, ¿qué diablos pasa?
—Sócrates, cuatro cero ocho —dije—. Nuestro amigo Sanders acaba de liquidar su cuenta para siempre.
—Veinte minutos —dijo Don—. No te muevas de ahí.