Al despertarme, me sentí como en el interior de un zapato ajeno.
Había un reloj en el suelo junto a la cama que marcaba las 9:42. En la cocina había café, música suave y una nota que decía: «Gracias, Lew». También había, calentándose en el horno, el desayuno.
En la nevera, de un gancho imantado colgaban juntos una cruz y un relicario.
Me terminé la cafetera. Como no me sentía capaz de echarme comida al cuerpo, la arrojé por el retrete y tiré de la cadena para que ella no se enterara. La ducha me quitó el olor amargo del whisky, de su perfume, y un poquito del tembleque y la vergüenza.
A eso de las once estaba en la oficina. Había tres mensajes en el contestador. Uno era de Nancy, que deseaba que no hubiese un pasado, sólo el presente y un futuro. El segundo era de Francy, para contarme que mamá estaba mala, pues tenía lo que llamaban una depresión aguda. El último era de Sanders. Ve a Algiers, decía, Sócrates, 408.
Cuando me dirigía a la puerta, sonó el teléfono.
—¿Lew? —dijo LaVerne cuando contesté—. Deja en paz a Bud Sanders, por favor.
Me quedé callado durante un rato y luego repuse:
—No sé a cuento de qué viene eso. No sé qué me estás diciendo.
—Ni falta que hace. Joder, ¿es que lo tienes que entender todo? —Oí unos cubitos de hielo que chocaban contra un vaso—. Es un buen hombre, Lew. Todo se le está viniendo encima ahora y no sé cuánto va a ser capaz de soportar.
—Me estás diciendo que es un cliente.
—No. —Hielo otra vez—. Te estoy diciendo que es un amigo, Lew. Desde hace mucho tiempo.
—Como yo.
—Exacto.
—¿Y sabes cómo se gana la vida?
—Igual que sé cómo me gano yo la vida. Cómo te ganas tú la tuya. Cómo nos la ganamos todos, de una forma u otra. —Tomó otro trago—. No somos angelitos, Lew. Los angelitos no podrían respirar el aire de aquí abajo. Se morirían.
—Vale, pero necesito cierta información, Verne.
—Él te la dará. Pero Lew…
—¿Qué?
—Creo que está enamorado. No sé si podrá dejarla marchar. Sé delicado con él, trata de comprenderlo.
—¿Por ti?
—Por lo que sea. —El hielo volvió a tintinear en el vaso—. Estoy borracha, Lew. No puedo permitirme estar borracha; éste es uno de mis bares habituales.
—Voy a buscarte, Verne.
—No, se me pasará. Me pondré a beber café y me quedaré un rato aquí sentada. Ve a lo tuyo. Pero ¿Lew?
—¿Qué?
Se quedó callada varios segundos.
—Todo es tan chungo, Lew, tan jodido. No tendría que ser así.
—No sé —le aseguré—. Llevo mucho tiempo tratando de encontrarle una explicación a eso.
—Nadie lo ha logrado nunca. Ni lo logrará.
—¿Seguro que estás bien?
—Claro, claro. Ya me despejaré. Tú ándate con cuidado. No se te da muy bien lo de ir con cuidado, Lew.
—Lo intentaré.
—Y quién no. Adiós, Lew.
—Adiós, nena.
Me disponía a marcharme, pero di media vuelta y me senté a la mesa del despacho, mirando fijamente por la ventana. Sentía que había perdido algo, que lo había perdido para siempre, y ni siquiera sabía qué era, ni siquiera podía nombrarlo. Ésas son las peores pérdidas que sufrimos siempre.