7

Me pasé el resto del día haciendo llamadas telefónicas y cavilando. A lo mejor debería haberme quedado allí en el Belright y haber llamado a Antivicio. Querían a Sanders; a lo mejor algo en la futura secuencia de sucesos (resultara como resultase) nos habría llevado a Cordelia. Pero el mismo Sanders, como decían en el hipódromo de Jefferson Downs, era un caballo mejor.

Aun así, en realidad no me hacía ilusiones de que acudiera a la cita. Me figuraba que me costaría dos o tres visitas convencerle de que hablaba en serio. Y la próxima vez no sería tan fácil de localizar.

Llevaba razón a medias.

Justo cuando salía de la oficina para dirigirme a Jackson Square, sonó el teléfono.

—¿Griffin? Sanders, Bud Sanders. Me he informado sobre ti por ahí, macho.

No abrí la boca, le dejé seguir.

—Me han dicho que estás de un loco que te cagas. Alguien me contó que mataste a un hombre que ni siquiera conocías cerca de Baton Rouge hace un par de años.

—La chica, Sanders.

—Mira, dame algo de tiempo… un día, ¿vale? Haré lo que pueda.

—Mañana al mediodía, llámame entonces o antes. Y, oye, Sanders.

—¿Sí?

—No desaparezcas.

—¿Desaparecer? ¡Qué más quisiera yo! Cada vez estoy más fácil de localizar. Tengo polis instalados en la salida del callejón dispuestos a hurgar en mi maldita basura, los abogados de mi mujer están encima de mí como moscas y ahora tú te me pegas como una lapa.

—Cosechas lo que sembraste, Sanders.

—¿Y tú qué, macho? No me vas a decir que eres un santo varón, ¿no?

—Mediodía. Mañana.

Colgué.

¿Y yo qué? Tiempo atrás, cuando había encontrado a Corene Davis, pensé que la rabia y el odio se habían ido para siempre. Los tenía controlados desde hacía tiempo. Ahora, incluso había logrado conseguir un asomo de buena vida. Pero era mentira, un cuento que no cuajaba, un pedazo de vida de hombre blanco, no la mía; y ahora la rabia y el odio volvían. Le había dado una patada en el estómago a un tío en el hotel. Me habían entrado ganas de matarlo, matarlos a los dos. El perro infernal de Robert Johnson me estaba mordisqueando los talones.

Traté de dar con LaVerne en un par de números y no la encontré. Deduje que estaba con un cliente. No quería estar solo en aquel momento, solo de veras, pero tampoco con cualquiera, me fui en coche a Joe’s.

El bar estaba en la plena efervescencia de las seis. Un tipo ya estaba completamente ido, boca abajo, sobre una de las mesas del rincón, pero todo el mundo seguía invitándole a rondas y le dejaban las copas en fila frente a él. Corrían las bromas de siempre sobre los huevos duros de Joe. Dos tipos tiraban dardos en el fondo, con una foto sacada del Playboy de Ursula Andrews clavada en el tablón. Le dabas en los pezones y ganabas automáticamente.

Nancy me preguntó qué iba a ser y dije que iba a ser un escocés. Al verla, pensarías que Joe estaba infringiendo las leyes laborales de protección de menores. Le echabas quince años aunque había cumplido los veinticuatro, con tres matrimonios fracasados a sus espaldas y otro en vías de fracasar (me había presentado al tipo; no había nada que hacer).

Trajo el escocés para mí y un zumo de naranja para ella. Que yo supiera, nunca bebía.

—¿Cómo andas, Lew? Hacía tiempo.

Ça va bien, como dicen nuestros amigos de las marismas.

—Sí, estudié francés en el instituto. Tenía un profesor, uno de los tíos más buenos que he visto en mi vida. Se sentaba en la punta de la mesa, se echaba el pelo hacia atrás (largo por la época), y recitaba poemas y cosas por el estilo. Y yo le miraba los pantalones todo el rato, porque los llevaba muy ceñidos, y le veías el bulto reposando allí, sobre la pierna izquierda. Tenía pinta de ser enorme. —Tomó un trago de naranjada—. Me enteré más tarde que era maricón.

C’est la vie.

—¿Cómo está Verne?

—Bien, la última vez que la vi.

—¿Está trabajando?

—Supongo.

Se terminó la naranjada, enjuagó el vaso y lo dejó boca abajo sobre una toalla.

—Salgo a las once, Lew.

No dije nada.

—Claro, bueno, como tú dices: C’est la vie. Ni más ni menos. Si quieres otro, avísame. Ése va a cuenta de la casa.

—Joe no cree en el concepto de «a cuenta de la casa», creo recordar.

—Coño, si Joe viniera por aquí de vez en cuando se enteraría de lo que está pasando. —Se rio—. Se ha echado un nuevo pimpollo.

—¿A su edad?

—El amor no tiene límites de edad, Lew.

—¿Qué tal si digo «con su tamaño», entonces?

—Siempre hay maneras.

—Exacto. Deseos y maneras. ¿Y qué dice Martha a todo esto?

Se encogió de hombros.

—¿Qué dijo Martha de todas las demás? Que sea limpia, que nunca ponga los pies en mi casa, que no te birle el dinero y, cuando todo haya acabado, llama de nuevo a mi puerta.

Después de unos escoceses más, me uní a los lanzadores de dardos y acerté cuatro pezones seguidos. Incitado por éstos, me comí cuatro de los huevos de Joe y atacamos juntos las bebidas acumuladas junto al borracho de la mesa de la esquina. Al cabo de mucho rato, me di cuenta de que Nancy llevaba su bolso y estaba junto a la puerta.

—Eh, ¿te vienes conmigo? —dijo—. ¿O no?

—Contigo.

Daba tumbos camino al coche, el suyo, pero bajé la ventanilla para que me diera el aire en la cara durante todo el trayecto hasta su casa y llegué en un estado de sobriedad precaria.

En su cama, con un colchón apilado encima de otro, nos abrazamos con fuerza y enseguida nos quedamos dormidos.