La última vez que había estado en el Belright fue en mi luna de miel. Pedimos bocadillos de pollo y una doble ración de patatas fritas y trajeron comida suficiente para montar una fiesta. También nos trajeron champán y una cesta de fruta. Supongo que fuimos bastante felices allí por breve tiempo. Pero ya era el principio de una larga decadencia.
El Belright por aquel entonces era caro y lujoso. La decadencia lo alcanza todo.
Simulé que era de la casa, atravesé el vestíbulo y subí las escaleras, algo que no habría podido hacer sin que me llamaran la atención, apenas unos años antes. Pero ahora no había a la vista ningún mozo ni otra persona del servicio, sólo, en recepción, un tío medio calvo más bien joven, que se hurgaba la nariz con un bolígrafo.
Subí jadeante los cuatro pisos y llamé a la 408, esperé y volví a llamar. Al final alguien abrió la puerta un par de dedos y asomó la nariz por el resquicio.
—Sí.
—¿Eres Bud Sanders?
—No lo conozco.
—A lo mejor te lo podría presentar yo.
En el interior de la habitación, alguien, un hombre, dijo:
—¿Quién es?
—Un negrata que va de listillo.
—¿Interrumpo algo entre vosotros dos, amigos? —pregunté.
Abrió más la puerta y me fulminó con la mirada.
—Mira, amigo —replicó—. Estamos tratando de trabajar un poco. ¿Por qué no te vas y nos dejas seguir?
—Vamos a ver. ¿Qué clase de trabajo podría ser, en una habitación de hotel con todas esas luces deslumbrantes que veo allí detrás de ti? ¿Un publirreportaje para el Belright, quizás? Espero que hayas hecho un buen estudio de mercado.
—Maldita sea.
Era el otro tío. Al cabo de un segundo, la puerta se abrió y apareció junto a Sanders, sudado y desnudo con el mástil a media asta. Le pegué una patada en la rótula, otra en el estómago, y entré.
La mujer de la cama no era Cordelia. Tampoco estaba consciente.
Di media vuelta y agarré a Sanders por el cuello.
—Vale —dije—. Tenía que ver a quién tenías aquí dentro. Ahora escúchame bien. Primero, consigue atención médica para esta mujer. Segundo, encuentra a Cordelia Clayson. Calla y escucha. Y tráemela a la fuente de Jackson Square hoy a las cinco de la tarde. —Como el otro tío estaba empezando a levantarse, le pegué otra patada—. No hagas que tenga que volver a buscarte. A las cinco.
—Macho, no sé dónde está la chica.
—Averigúalo —le solté—. La conversación ha llegado hasta aquí. Será mejor que guardes los bártulos, a éste ya no le va a apetecer mucho follar por hoy.
Salí, bajé las escaleras y atravesé el vestíbulo. Al volver a la calle me dio la impresión de adentrarme en un incendio forestal. El sudor me chorreaba por todos los poros.
Había montones de basura en sacos de plástico en el callejón de al lado. Se oían las moscas que zumbaban dentro, su sonido amplificado por las membranas de plástico tirante.