El despertador aún sonaba cuando volví al apartamento. Me serví una taza de café —estaba sobre un temporizador— y llené una pipa. Luego cogí el teléfono.
Localicé al doctor Ropollo en su despacho del Departamento de Inglés y tras contarle lo que había hecho en los últimos diez años (no era demasiado, a fin de cuentas), le pregunté por Sanders.
—Tienes que hablar con Bill Collins. Da clases de cine en Tulane. Pero probablemente esté en su casa o en su estudio a esta hora.
Me dio los dos números y los apunté en mi libreta. Le di las gracias y colgué.
Me serví otra taza de café y probé el primer número. Nada. Marqué el segundo, el número del estudio. Sonó cinco veces.
—Collins —dijo una voz aguda, ligeramente afeminada, aunque al mismo tiempo muy profesional.
Le conté quién era y le pregunté por Sanders.
—¿A Bud Sanders, se refiere? El cabrón ese. Para que luego hablen de vender la primogenitura por un plato de lentejas. Para que luego hablen de despilfarrarlo todo. Sería un cineasta de primera si quisiera. Un derroche espantoso de talento.
Lo dijo como si fuera un hombre que no pudiera tolerar mucho derroche de ninguna clase.
—¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
—Bueno, da un curso de cinematografía en la escuela gratuita. Quizá lo localice allí.
—Gracias, señor Collins —dije—. Le dejo volver ya a su superproducción.
—Superproducción, los cojones. Estoy filmando otro anuncio sobre productos de higiene femenina para la televisión, eso es lo que estoy haciendo.
—Me fijaré.
—Como todo hijo de vecino —contestó, y cortó la conexión.
La escuela gratuita no venía en el listín y en información nunca habían oído hablar de ella. Acabé llamando a una amiga estrafalaria, una azafata que dedicaba su tiempo libre a hacer acopio de causas perdidas, y conseguí la dirección.
Era un edificio destartalado en los confines de Elysian Fields, cerca de la I-10. Por su aspecto, había sido un hotel en otro tiempo. Ahora estaba lleno de chicos melenudos y sudorosos y cubierto de pintadas. No tires mondadientes en el retrete o las ladillas se escaparán saltando a la pértiga, decía en una pared. Dios te está observando, decía encima. Me pregunté si Él (o Ella) estaría observando a Cordelia Clayson también.
Al final localicé los despachos de Administración en la segunda planta y entré. Una chica que no podía tener más de catorce años se levantó de una mesa y vino a mi encuentro.
—Dígame —dijo.
—Le digo. Estoy buscando a Bud Sanders. Tengo un trabajo para él, pero no logro contactar con él. Me preguntaba si usted podría ayudarme.
—Un trabajo, ¿dice?
—Exacto.
—Bueno —consideró—. Me podría dejar el recado, me encargaré de hacérselo llegar.
—Se lo agradezco pero tengo prisa. Tengo que ponerme en contacto con él como sea, hoy mismo. Eso si es que lo contrato a él.
—Bueno. —Miró alrededor por la sala como si estuviera escondido en alguna parte—. Vaya, no sé. —Se llevó las manos a la espalda, alcanzó sus trenzas, las agarró y tiró de ellas—. Le va a suponer dinero, ¿no?
—Sí. Bastante, en realidad.
—Muy bien. Bueno, no creo que le haga gracia que le deje escapar. —Con eso decidido, se soltó las trenzas—. Está rodando. Hotel Belright, en Perdido, cerca de Tulane con Jeff Davis.
—Gracias, señorita.
—No me llame señorita.
—Vale.
—Habitación 408.