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Mi casa por aquel entonces era un apartamento de cuatro habitaciones en St. Charles, donde los tranvías pasaban traqueteando a horas intempestivas y siempre se olía el río. Tenía un par de sofás muy mullidos, varias sillas de diseño, una cama enorme y hasta cuadros en la pared. La mayoría impresionistas.

Aparqué el escarabajo en la calle y subí. Me serví un brandy y me senté en uno de los sofás a saborearlo.

Pensaba en Cordelia Clayson y qué había pasado con ella. A lo mejor estaba haciendo la calle en cualquier esquina a estas alturas, cómo saberlo. A lo mejor estaba metida en drogas o en priva. O el viejo rollo del sexo desaforado porque ya era mayorcita. O en Jesús. Cualquier cosa era posible. Pero no tenía muchas esperanzas de que la noticia que tarde o temprano tendría que llevar a sus padres fuera satisfactoria. Había visto demasiadas veces lo que era capaz de hacer la ciudad.

Una actriz, seguía pensando. Actriz. No sabía nada sobre actuar, pero había tenido un profesor en la universidad que había hecho una bibliografía del teatro de Nueva Orleans desde más o menos 1868. Le llamaría al día siguiente. Ya era hora de ir a la cama. Terminé el brandy, me desnudé, puse el despertador a las siete y me metí en el sobre.

El teléfono me despertó a las seis.

—¿Sí? —logré pronunciar.

—¿Lew? Te llamo desde el centro.

—Don. ¿Es que nunca te vas a casa?

—Qué gracia, mi esposa siempre me hace la misma pregunta. ¿Puedes bajar aquí, Lew? Es Antivicio. Creen que tienen a tu chica.

Al dirigirme hacia allí, me imaginaba que hablaría con Cordelia Clayson en una celda. En cambio, me condujeron a una sala de la cuarta planta cubierta de libros y lo que parecían estuches de películas. Don me presentó a los sargentos Polanski y Verrick y se fue.

—No puedo ver esta mierda, Lew. Tengo hijas —dijo.

—Lo pillamos en una fiesta en Explanade —me contó Polanski—. Pensamos que le interesaría.

Mientras hablaba colocó la cinta en un proyector. Cuando alzó la mano, Verrick apagó las luces y allí estábamos en el país de los sueños.

Un imbécil blanco y fornido en calcetines negros hacía guarradas con una adolescente negra. A ratos se la follaba, la chupaba, le pegaba o la sermoneaba sobre la filosofía del catre y la sumisión natural de la mujer. Parecía algo sacado de Sade pasando por los manuales de Eleffner y Masters y Johnson: el significado social redentor, supongo.

La filmación era de muy mala calidad, los encuadres saltaban, las figuras y las caras estaban fuera de foco. Pero la chica era indudablemente Cordelia.

La película duró quizá quince minutos. Nadie dijo ni una palabra en todo el rato.

—¿Su chica? —preguntó Polanski cuando se terminó y las luces estaban encendidas otra vez.

Asentí.

—¿Quién lo hizo… lo saben? —pregunté, un poco después.

—Un tío llamado Sanders. Uno acaba conociéndolos por su estilo al cabo de un tiempo: los ángulos de la cámara, mandangas así. Bud Sanders. Alquila una habitación de motel barato, coloca a una chica con ácido o lo que se tercie y pone a rodar la cámara. Normalmente los hombres son los mismos una y otra vez.

—¿Lo han cogido?

—¿De qué coño serviría? —contestó Polanski—. Estaría otra vez en la calle antes de que empezáramos el papeleo.

—¿Y qué me dice de los principios de la comunidad?

—Me toma el pelo. ¿En Nueva Orleans?

—Podríamos tratar —intervino Verrick— de tenerlo ocupado durante un tiempo. Pero no duraría mucho. Nada cuajaría. Sería machacar en hierro frío. Luego, saldría, alquilaría otra cámara y vuelta a las andadas.

Asentí. Había visto películas porno en otros tiempos, algunas por trabajo, unas pocas por placer, pero ésta se llevaba la palma. Pensaba en el señor y la señora Clayson en Jackson Avenue y en lo que les diría.

—¿Dónde puedo encontrar a este Sanders? —pregunté.

—Vaya usted a saber —replicó Polanski.

—Debajo de la primera piedra —terció Verrick.

—¿Qué se hace con la cinta ahora?

—La retenemos como prueba y luego la archivamos. Pero probablemente correrán unas diez o doce copias en la calle a estas alturas.

—Se nos escapa de las manos —explicó Verrick—. Cierras una fábrica y surgen otras dos. Como los dientes de aquel dragón bíblico o lo que fuera.

Asentí de nuevo.

—Gracias, Polanski —dije—. Verrick… Háganme saber cómo acaba. ¿Qué será de la chica? Si la encuentran.

—La chica no es nada, hombre. Proliferan en todos los rincones como una plaga. Es Sanders al que queremos. Para siempre. La chica es para usted, si damos con ella. Cosa que dudo.

Me dirigí a la puerta.

—Y tienen una sala llena de este material —dije.

—Esto son sólo los casos pendientes. Debería ver los sótanos del Almacén Central —dijo Polanski.

No fue hasta entonces, al salir por la puerta, que me di cuenta de que tenía una erección. Me hizo recordar todas las barbaridades que mi esposa había dicho de mí.