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El reloj del banco de la esquina de Carrollton y Freret marcaba treinta y nueve grados. Miré las palmeras, que seguían las vías del tranvía en el terreno neutral de enfrente. Las palmeras parecían a gusto.

Fui en coche a ver a Milt para que me hiciera algunas copias de la foto y luego tomé Claiborne Street para volver al centro.

Don no estaba en su despacho. Un subalterno salió a buscarlo y a los diez minutos entró majestuosamente, en mangas de camisa y con unas grandes manchas de sudor debajo de los brazos como los faldones de un guardabarros. Su corbata de clip descansaba en la mesa como una reliquia de museo.

—¿Te has enterado de lo de Eddie González? —preguntó al sentarse—. Está fuera de combate. Pasaba coca en The Green Door.

Se arrellanó en la butaca y soltó un largo suspiro.

—Tienes tres minutos —dijo.

—Tomaré dos y guardaré el otro para más adelante. Tengo una foto. Quiero que circule entre tus hombres.

Capté un destello de desconfianza en su mirada.

—¿Hay algo que debería saber?

—Sólo una chica que sus padres quieren encontrar. Eso es todo.

—El departamento de personas desaparecidas está al final del pasillo a la izquierda, Lew.

—Un favor, Don.

—Llevamos muchos últimamente.

—Venga…

—Vale, vale. Te lo concedo. ¿Eso es todo?

Le entregué las copias.

—Eso es todo. Gracias, Don.

—De nada.

Y ya estaba en la puerta.

Sabía lo que era. Lo había probado yo mismo un tiempo al enrolarme como policía militar. Luego el ejército y yo llegamos a un acuerdo: me librarían de un consejo de guerra y del hospital psiquiátrico si dejaba de romper crismas por ahí y me iba a casa. En aquella época me pareció el mejor trato que me habían propuesto nunca.

Salí discretamente de la comisaría central y me eché a las calles. Primero los albergues del Barrio Francés que, al parecer, atraían a personas de todo el mundo y luego los de la zona alta. Una actriz, no paraba de pensar. Lo único que conocía del teatro de Nueva Orleans era A nadie le gusta un sabiondo, que según todos los indicios llevaba en cartel ininterrumpidamente (y de forma omnipresente) más o menos desde los tiempos en que Bienville fundó la ciudad.

Al final, a eso de las tres de la tarde, fui a Jackson Square armado de un bocadillo del Central Grocery.

Llevaba mucho tiempo sin pasar por allí, pero no había cambiado gran cosa. Un grupo de músicos tocaba blue grass junto a la fuente. A poca distancia, tumbados sobre el césped, había varios hippies o progres o como se llamaran a sí mismos por aquel entonces; sea como fuere, tenían el pelo largo y su propio código de vestir agresivo. Miré a algunas de las chicas en shorts vaqueros y camisetas escuetas y, de repente, me sentí viejo. Viejo y cansado. Dios mío, me dije, acabo de cumplir los treinta y ya me parecen unos críos.

Hice unas rondas con mi foto y me dejé caer en un banco junto a un espécimen particularmente atractivo de infancia tardía y me comí el bocadillo.

Esperé.

Al cabo de una hora, renuncié —un montón de distracciones y la idea machacona de que el mundo al fin y al cabo no estaba tan mal, pero ni rastro de Cordelia— y deambulé hacia la catedral. No sé por qué. En todo caso, cuando estaba por entrar, a la altura de las escalinatas donde empiezan a vender baratijas a los turistas, di media vuelta y me fui.

Más o menos hasta 1850 Jackson Square había sido la Place d’Armes y fue donde, durante los años del dominio español un siglo antes, habían sido ejecutados los cabecillas rebeldes franceses. Unas calles más adentro, en Congo Square, a los esclavos se les permitía interpretar música y seguir tradiciones que el Code Noir proscribía y Marie Laveau, femme de couleur libre, recibía a sus admiradores durante los rituales vudúes que presidía los domingos. Escenas de nuestro rico patrimonio cultural. De Laveau se decía que había tenido comercio carnal con caimanes. Una mujer de armas tomar.

Aquella noche, LaVerne y yo cenamos en el Commander’s Palace. Trucha meuniére porque era la mejor de la ciudad y Mouton-Rothschild porque nos dio la gana. El sumiller parecía un tanto enfurruñado al principio, pero se volvió más simpático a medida que avanzaba la noche y su cara se ponía más colorada.

—¿Conoces a una actriz llamada Willona? —pregunté a LaVerne en un momento dado.

—No me suena, Lew. Pero hay muchas chicas que se llaman a sí mismas actrices.

Volvimos al vino y a los temas triviales.

A eso de las dos de la madrugada, sonó el teléfono de LaVerne y ésta se estiró para cogerlo. Yo oía un vozarrón que casi gruñía al otro lado, pero no podía distinguir las palabras.

—¿Sí corazón? —dijo LaVerne. Más gruñidos—. ¿De veras? Un poco tarde para una chica que trabaja, tienes que llamar con más tiempo… Ya, claro, corazón, comprendo, claro que sí… Ya, sé dónde está… Allí estaré, en serio… Dame treinta o treinta y cinco minutos, ¿de acuerdo?

Colgó.

—Tengo que largarme, Lew —dijo—. Uno de mis habituales. Asentí con la cabeza y saltó de la cama para ir hacia el armario. Tenía más ropa allí dentro que la que tienen en Maison Blanche. Esperé a que se fuera, me levanté, me vestí y me fui a casa.