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Nueva Orleans se achicharraba. No había llovido en dos semanas y la temperatura rondaba los cuarenta y tres grados. Los niños abrían las bocas de agua para incendios —supongo que lo aprenderían viendo las noticias de la tarde— y a los barrios antiguos de la ciudad no les llegaba agua suficiente para llenar las cisternas de los lavabos. También había una huelga de basureros y toda mosca que se considerara americana se había venido al sur.

Sentado en mi nueva oficina con aire acondicionado, leía Pinktoes, un libro publicado por Olimpia Press en París hacía unos años. Lo había encontrado entre las revistas femeninas para adolescentes, en el quiosco abierto toda la noche que había a la vuelta de Canal Street, al terminar Royal. Me recordaba los dos años que dediqué a la Universidad de Nueva Orleans y me hacía pensar, sobre todo, en Black No More.

Ni que decir que el aire acondicionado no era muy útil. La ciudad sufría últimamente apagones constantes y el alcalde recomendaba el ahorro energético y que fuéramos responsables. Lo que usted diga, señor mío. Pero no podía dejar de preguntarme a qué temperatura tenía programado su termostato el alcalde.

Había regresado hacía dos días de un viaje a Arkansas. Mamá lo llevaba bastante bien; por supuesto, había necesitado cierto tiempo para superarlo, para adaptarse. Tal vez no lograría estar más adaptada que eso. Mi hermana Francy había ido a vivir con ella y parecían llevarse bastante bien, para variar. Mamá había engordado un poco y Francy salía con un perito mercantil. Las cosas mejoraban en todos los frentes.

De modo que allí me encontraba yo, listo para trabajar, con una secretaria contratada en la escuela de secretarias de la misma calle para atender el correo mientras yo estaba de viaje. Tenía cinco o seis mil dólares ahorrados, una cuenta corriente solvente, una o dos tarjetas de crédito y un Volkswagen cuyas cuotas casi había terminado de pagar. Lo único que necesitaba ahora era un caso.

Encendí la radio, que me informó que estábamos a treinta y siete grados. La apagué. No me hacían falta ese tipo de noticias. El sudor ya me empapaba el cuello de la camisa y se me acumulaba en la región lumbar. Y eso, antes de enterarme del calor que hacía.

Miré el reloj. Las diez y cuarto. No iba a refrescar, ni por casualidad.

Cogí el Times-Picayune del día anterior y lo hojeé. Todos los titulares trataban de la ola de calor o los apagones o el viaje del presidente a no sé dónde, pero allí mismo, menos destacados, estaban los acostumbrados robos, violaciones y asesinatos que hacían girar el mundo. Magnífica ciudad, Nueva Orleans. Había estado en otros lugares. Seguía siendo mi favorita. No me pregunten por qué.

Estaba de nuevo en el libro, sumergido como un caimán, con el morro y los ojos asomando apenas sobre el agua, viviendo a medias la historia de Mamie Masón, la anfitriona de Harlem; del líder de la raza negra Wallace Wright (sesenta y cuatro por ciento de sangre negra); de un periodista negro, Moe Miller, que al final tiene que abandonar tanto «la causa negra» como su casa cuando una rata (que tiene la costumbre de desplazar las trampas de tal modo que él mismo acaba rompiéndose los dedos de los pies con ellas) gana la batalla y de un novelista, también negro, Julius Masón, el yerno de Mamie:

—¿Quién es? —preguntó Lou.

—Es un escritor también.

—Dios mío, otro. ¿Quién va a quedar para cortar el algodón y cantar «Old Man River»?

Art se echó a reír.

—Tú y yo.

Un diálogo entre blancos. Me propuse buscar otro libro del mismo autor, que se mencionaba en la contraportada, titulado The Primitive.

Me di cuenta de que había oído —o me había parecido oír— una llamada a la puerta.

Esperé pero no ocurrió nada más.

Al final me levanté, me dirigí a la puerta con el libro en la mano y la abrí.

Había un hombre con su esposa; ninguna duda sobre esto. Negros y cansados (¿una tautología?). Él llevaba un traje negro que no era de su talla y ella, un vestido negro sencillo. Sus mejores ropas eran unos tristes trapos.

—¿Puedo ayudarles? —pregunté.

—Ojalá —dijo la mujer—. Estamos… —dijo.

Miró a su marido. Supongo que para cederle el turno.

—Estamos tratando de encontrar a nuestra hija —explicó él.

—Entiendo. Se ha fugado de casa, ¿no?

Asintieron al mismo tiempo.

—¿Han ido a la policía?

El hombre miró a su esposa y luego a mí.

—Nos dijeron que no podían hacer gran cosa. Dijeron que investigarían en los hospitales y otros lugares por el estilo. Nos pidieron que nos mantuviésemos en contacto. Rellenamos unos papeles.

—Pero también nos advirtieron… —intervino ella.

—Nos advirtieron de que hay muchos hijos que se fugan de casa —terminó él—. Nos dijeron que nos volviéramos al pueblo, que ya aparecería, probablemente.

—¿Al pueblo? ¿No son de aquí?

Él asintió. Parecía como si no atinara a hacer otra cosa.

—Clarksdale —dijo él.

—Misisipi —contestó ella.

Donde se cargaron a Bessie Smith.

—¿Y qué les hace pensar que su hija vino a Nueva Orleans?

—Que siempre hablaba de ello, que bajaría en verano en cuanto pudiera.

—Entonces, probablemente tengan razón. ¿Cuánto tiempo lleva ausente?

—Tres semanas. Anteayer se cumplieron.

—Se puede llegar muy lejos de casa en tres semanas.

—Pero estamos… —dijo ella.

—Estamos seguros de que está aquí, señor Griffin.

—Me refería a otras cosas.

Juntos, miraron al suelo.

—Lo sabemos, señor Griffin. Sabemos qué puede pasar en cuanto se han ido. Vi lo que le pasaba a mi hermana en McComb.

—Pero sólo tiene dieciséis años —insistió la mujer—. No es posible que se haya metido en algo demasiado malo, ¿no? Somos bautistas, señor Griffin —prosiguió—, no bautistas como Dios manda, pero bautistas al fin. Hemos estado rezando en cada reunión vespertina, rezando para que no olvide las enseñanzas que le hemos inculcado ni se aparte del buen camino.

Tenía la impresión de que el hombre había visto más mundo que su esposa. No era sólo la manera de hablar de cada uno de ellos; era algo que se le leía en las facciones y las arrugas. Es curioso cómo una persona puede vivir en medio de un campo de minas, caminar por encima de cadáveres y no ver nunca lo que sucede alrededor, mientras que otra va a la tienda de la esquina a comprar pan y con cien imágenes recónditas, las sombras que acechan en un umbral, y la luz que se filtra por un edificio abandonado, lo percibe todo.

—Eso espero —dije—. ¿Su hija lleva dinero encima?

Él meneó la cabeza.

—Unos dólares. No somos ricos, supongo que salta a la vista.

Por un momento nos quedamos todos mirando varias paredes.

—¿Puede encontrárnosla, señor Griffin? —preguntó por fin el hombre—. No tenemos mucho, pero pagaremos lo que nos pida.

—Pagamos nuestras deudas —agregó la mujer.

—Estoy convencido —dije—. Bueno, qué tal si para empezar me dicen sus nombres.

—Lo siento —se disculpó el hombre—. No sabemos en dónde… no sabemos dónde tenemos la cabeza. Clayson, Thomas Clayson. Mi hija se llama Cordelia. Ésta es Martha.

—Cuénteme un poco cómo es su hija, señor Clayson.

—Callada, algo tímida. Una buena chica. Nunca tuvo muchos amigos, como otras. Siempre leía mucho, desde siempre, que yo recuerde. Le encantaba el cine.

—Era la niña de nuestros ojos, señor Griffin —apostilló la mujer.

Me dije: Cuando los callados por fin se lanzan… Sacudí la cabeza para ahuyentar el pensamiento. La mujer seguía hablando.

—… tantas esperanzas de que fuera a la universidad, se convirtiera en alguien… Ahorramos toda la vida para esto. Nos sacrificamos, pasamos privaciones. Y ahora…

Calló. Él la miró como si fuera a añadir algo, pero no lo hizo.

—¿Qué aspecto tiene? —pregunté.

—Bueno —dijo él—. Es una chica guapa. Sobre, no sé, un metro sesenta y cinco, por ahí. Crecen rápido, ya lo sabe.

—Lleva el pelo corto con flequillo —agregó su esposa.

—Supongo que tendrán una fotografía, ¿no?

Él buscó en su cartera y me tendió una instantánea.

Era guapa, sí, con unos ojazos alertas y unos labios finos serios. En la foto llevaba vaqueros y un suéter rosa claro. Se parecía mucho a una chica que había conocido en mi pueblo.

—¿Cómo se vestía, cómo se viste normalmente? ¿Con este estilo?

Los dos asintieron.

—Y dicen que ha estado antes en Nueva Orleans. ¿Se les ocurre por dónde le gusta ir o algún sitio al que le tenga un apego especial?

Esta vez los dos negaron con la cabeza.

—Como le dije, no habla mucho —añadió Clayson.

—¿Saben si puede tener algún amigo en la ciudad?

—Dijo algo de una chica llamada Willona. Una actriz, si le puede servir de ayuda.

—¿Qué clase de actriz?

—Una actriz, es todo lo que sabemos.

—¿No saben dónde vive?

Él negó con la cabeza.

—Bien —dije—. Haré cuanto esté en mi mano, pero no puedo alimentar falsas esperanzas. Ésta es una ciudad grande y sucia. Es facilísimo desaparecer aquí, como en los pantanos y las ciénagas cercanas. Y a la ciudad le importa un bledo el destino de cada uno de nosotros, y menos aún el de una chica de dieciséis años recién llegada de Clarksdale. ¿Dónde se alojan?

—Con la familia de mi hermano en la avenida Jackson —dijo Clayson. Me dio una dirección y la apunté. Cerca de los muelles y del Hospital General de Nueva Orleans, a juzgar por el número—. No hay teléfono —dijo.

—De acuerdo, me mantendré en contacto. Hay varias pesquisas que puedo hacer. A lo mejor sale algo. Les mantendré al corriente.

Se volvieron y se dirigieron hacia la puerta. Se les veía aún más cansados ahora y me pregunté por un momento si lograrían llegar al final de todo esto y cómo.

Miré de nuevo la foto y yo mismo recé una oración… por el señor y la señora Clayson.