Al cruzar el puente de vuelta, la mente se me arremolinaba como las nubes que seguían soltando una lluvia torrencial. Tenía la sensación de que fluían de mí años de odio, miedo y rabia como una especie de lluvia y sabía que eso lo había producido Corene, verla allí en aquel lugar de reclusión. A ver, ¿qué podía hacer por ella?
Lo que no iba a hacer, de ninguna manera, era contar al negro y a Au lait dónde encontrarla o qué había sucedido. A lo mejor trataría de localizar a sus íntimos en Nueva York y hablaría con ellos, confidencialmente. Corene necesitaba amigos, no discípulos.
La fama, las presiones, la carencia de un tiempo para la intimidad y de una vida privada… ¿qué lo había provocado? ¿O lo llevaría dentro desde el principio, al acecho, esperando? Supongo que nadie lo sabía. A lo mejor nadie lo sabría nunca. Sin darme cuenta, me embarqué en la reconstrucción de lo que había sucedido entre Nueva York y Nueva Orleans, una historia, el plan, la ejecución. La posibilidad de que subiera al avión sabiendo lo que iba a hacer, con su futuro en una maleta a sus pies. Todo parecía tan voluntario… ¿Pero realmente lo controlaba? ¿O la controlaban?
A fin de cuentas, supongo, no era tan diferente de la forma en que todos creamos nuestras vidas con retazos, un trozo de libro por aquí, el título o el texto de una canción por allá, reminiscencias de personas que hemos conocido, fragmentos de películas; imaginándonos a nosotros mismos y viviendo según esa imagen, y luego pasando a otra y luego a otra, improvisando y avanzando día tras día a través de los años que llamamos vida.
Renuncié a encontrarle una explicación y me limité a mirar cómo los limpiaparabrisas barrían la lluvia. Cada cinco kilómetros surgían pequeños puestos de socorro donde podías apartarte a la cuneta y llamar para pedir ayuda. Poca cosa más había, aparte de agua y cielo y lluvia.
Pensé en Harry. Pensé en papá y en Janie, mi mujer durante sólo dos años, y en mi hijo. Por un momento, mientras estallaba un relámpago y la tormenta retumbaba en su corazón lejano, me convertí de nuevo en Corene, como lo había hecho fugazmente allí: juego de luces y sombras en el techo, desaparecidas hasta las palabras que me permitirían decir lo que contemplaba, lo que sentía, lo que había perdido. Pero, a diferencia de Corene, sólo tenía que imaginarme una nueva vida y aferrarme a ella.
En la oficina tenía los acostumbrados recados y la acostumbrada acumulación de correo. Un sobre amarillo destacaba entre el resto. Lo cogí y lo rasgué para abrirlo.
TU PADRE MURIÓ HOY A LAS CINCO DE LA MADRUGADA STOP FUNERAL VIERNES A LAS DIEZ STOP LLÁMAME STOP BESOS MAMÁ.
Me quedé sentado un largo rato sin moverme, pensando en cómo había sido la relación con mi padre: las esperanzas y las desilusiones, las peleas, las recriminaciones, los malentendidos, todo empeorando a medida que transcurría el tiempo. Pero también había cosas buenas por recordar y finalmente alcancé a verlas. Papá y yo trabajando en mi primer coche en el patio trasero, un viejo cupé Ford desvencijado. Desayunando juntos y viendo nacer el día en el bosque que dominaba el pueblo, donde cazábamos ardillas y conejos y tropezábamos con pequeñas balas de cañón de la guerra civil que siempre lo sumían en un silencio reflexivo. La noche que sacó su vieja trompeta y tocó blues para mí aquella primera vez, cuando me di cuenta de que al fin y al cabo había tenido una vida antes de que llegara yo, una vida que nada tenía que ver conmigo y que mi propia pena era, al fin y al cabo, universal.
Encendí un cigarrillo. LaVerne tenía el dinero, yo tenía el tiempo. Sólo me quedaba llamar al negro y decirle que no podía encontrar a Corene. Y sería un hombre libre en más de un sentido. Luego llamar a mamá.
Me terminé el cigarrillo y cogí el teléfono.
Fuera, había dejado de llover. La noche era negra como yo.