11

Al adentrarme de nuevo en el Barrio Francés, la lluvia era inminente. Apresurando el paso, recorrí Chartres y crucé la Jackson Square, donde flotaba por todas partes el olor de la fábrica de cerveza, hasta el Café du Monde.

Estaba sentado fuera, con uno de sus trajes amarillos, con al menos media docena de tazas vacías de café en la mesa. Tenía las pupilas tan grandes como platillos. Noté en mis tripas que el odio se acumulaba y se hinchaba como la lluvia.

Long John —dije—, Long gone, like a turkey through the horn[1]… como dice, si bien recuerdo, el blues. Lew Griffin. ¿Dónde está Blanche?

Me miró con sus enormes ojos.

—Ahora —dije.

—¿Qué, te van las blancas, macho? —respondió.

—Sólo Blanche. La conocía.

Parecía estar mirando algo muy lejano, muy íntimo.

—Ha cambiado desde entonces —acabó diciendo. Cogió una de las tazas y examinó el fondo como si creyera que todavía quedaba café, como si el vacío fuera sólo una ilusión: interesante, indiscutible, pero pronto superada—. Déjame ofrecerte una linda negrita. Tengo unas buenísimas en la nevera; lo que tú quieras, ellas lo están esperando. Nenitas. Zorras. Boxeadoras.

Meneé la cabeza.

—Blanche o nada.

—Entonces nada —dijo al cabo de un minuto. Se rio y, alzando la voz como para pedir algo, dijo—: Nada para nadie. Hay muchos buscando eso, ¿sabes? Mires donde mires: nada.

—Muy bien. Quizá mi nombre te diga algo, Johnny, por muy ido que estés. Y esa cara guapa que tienes, tan guapa como la de cualquiera de tus chicas… ¿recuerdas? Piensa en los retoques, Johnny. En qué pinta tendrías mañana con una cara nueva, n’est-ce-pas?

Me miró como había hecho con la taza vacía de café.

—Claro, conozco el nombre, Griffin. He oído hablar de ti. Pero el caso es que la chica ya no trabaja para mí.

—Me importa un huevo para quien trabaje. Al igual que me importa un huevo tu cara bonita.

—Ya. —Dejó caer la cabeza. De repente estaba cansado—. Ya, te entiendo. La cuestión es que no sé dónde está. Ni puta idea. —Algo titiló en sus ojos apagados—. A lo mejor sigue en el hospital.

—¿Qué hospital? ¿Qué pasó?

Desvió la mirada hacia el río. En el malecón, un viejo y un chico tocaban muy mal la trompeta y bailaban claqué con una pasable sincronización. Cogí una de las tazas y la rompí contra la mesa. Procedí a aplastar los trozos y de la mano me brotó sangre que se extendió hasta el borde metálico de la mesa, junto a su brazo. Levantó la manga, intacta.

—Me preparo para tu limpieza de cutis —dije—. No tardaré ni un minuto.

—Vale, macho, vale. Ya lo capto.

Sacó un puñado de servilletas del servilletero y las tiró sobre la sangre, sacó otras y me las entregó, sin dejar de mirar hacia el río.

—El sábado por la noche estábamos juntos y se me puso como una moto, macho. Loca, ¿sabes lo que te digo? No puedo tener a una loca trabajando para mí. Así que la llevé a urgencias y allí la dejé. ¿Qué iba a hacer si no? Sabía que allí sabrían qué hacer por ella.

—¿Qué hospital? —dije—. ¿Qué hospital era?

Se lo pensó.

—Vamos a ver. El Baptist. Sí, eso, el Baptist. Porque me paré en el K amp; B de la misma calle para comprar una botella cuando me fui.

—¿Y eso fue el sábado por la noche?

—El sábado por la noche. De verdad que se me puso como una loca, macho. —Me miró de nuevo. Cogió una de las tazas y la inclinó como para beber. Se secó la boca con el dorso de la mano—. A ver, ¿qué clase de chica has dicho que querías?

Quería matarlo. Matar a alguien. Pero me levanté y me alejé. Encontré una cabina a unos pasos, inserté una moneda y, tras llamar al Baptist Memorial, pedí por Ingresos.

—Estoy tratando de encontrar a mi hermana —dije cuando se pusieron—. Se escapó de casa, mamá se muere de angustia y ni siquiera sabemos cómo se hacía llamar aparte de Blanche. Me he enterado de que es posible que se hiriera el sábado por la noche y la llevaran ahí.

—Un momento, señor, lo comprobaré. —Silencio durante dos o tres minutos—. Caballero, nuestros registros indican que una tal Blanche Davis ingresó el sábado por la noche. De raza negra, alrededor de los treinta. ¿Podría ser su hermana?

—Casi con certeza. ¿Podría decirme en qué habitación está?

—Espere un momento. —Un rato más breve esta vez—. Caballero, nuestros registros indican que la señorita Davis ya no es paciente de este hospital.

—¿Puede decirme dónde está?

—¿Es su hermana, dijo?

—Sí.

—Bueno, pues entonces supongo que puedo decírselo sin reparos. La señorita Davis fue transferida de nuestro pabellón psiquiátrico al hospital estatal de Mandeville el lunes.