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Como no quería pelearme con el tráfico, tomé un taxi para volver al centro y ordené al conductor que me dejara en Canal Street.

Un tropel de curiosos se agolpaba en la acera frente al escaparate de Werlein’s, duplicado por su reflejo en el cristal, entre pianos negros y trompas de cobre brillante. Al acercarme, me rodeó un galimatías de comentarios, preguntas e invectivas.

—Ni me enteré de lo que pasaba.

—Lo vi, lo vi todo.

—Un mal rollo entre ellos, tuvo que ser.

—Así por las buenas y se acabó.

—¿Alguien ha llamado a la policía ya?

Había un hombre tumbado en la acera en una piscina brillante de sangre y orina. En el pecho, donde había impactado la bala, la herida succionaba; cada vez que trataba de respirar, la tela alrededor, propulsada por la sangre, se agitaba. Luego se le fue la luz de los ojos y la camisa se quedó quieta. Había terminado con todo.

Otro hombre, más o menos de la misma edad, estaba de pie sobre él, con la pistola colgando de su brazo claudicado y decía una y otra vez para sí mismo algo así como: «Traté de advertirle, traté de advertirle». Como si hubiera estado (pensé, al dirigirme al Barrio Francés), sin palabras y mudo durante años, y hubiera encontrado por fin una manera de hablar, de decir las cosas que quería.

Años después, cuando me encontraba en Beaucoup Books leyendo un poema en una de las revistas que hojeaba allí de vez en cuando, esa escena, que en todos aquellos años no había rememorado, me volvió con toda su fuerza. Una vez más, vi la tela de la camisa agitándose, el reflejo del gentío en los escaparates, la paz que despedían los ojos de aquellos dos hombres, «Debes aprender a descifrar las señales de tu angustia», decía el poema.