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Así que me largué a la calle.

Dejé el coche en el Pigeonhole, un parking que parecía un columbario, y crucé, mientras, a mis espaldas, una grúa gigantesca y pesada lo alzaba hasta alguno de los nichos como si fuera un trozo de tarta. Bourbon Street, primero. Si nunca había estado en Nueva Orleans, había muchas probabilidades de que se diera una vuelta por allí.

Louie en Pat’s. Barney en The Famous Doors. Jimmi en Three Sisters. Daley en Tujagues. Lo máximo que conseguí fue un: «Bueno, quizá». Hasta ataqué el Preservation Hall y el Gaslight Theatre. Pero no di con el filón hasta que me acerqué al Seven Seas.

—Sí, por supuesto, lleva una semana viniendo, noche sí noche no.

—¿Sola?

—No por mucho rato, pero siempre empezaba sola. —Luego, contestando a mi mirada inquisitiva—: Hacía chapas. Había algo en ella, no sé si me entiendes. Carne fresca. A los tíos les chifla.

—¿Estás seguro de que es la misma mujer?

—¿Seguro? Segurísimo. El peinado es distinto pero es ella, clavada. Se hace llamar Blanche. Muy enganchada, también, a la aguja o a la botella. Es difícil saberlo.

Me pregunté en aquel momento: ¿Por qué una persona emprende la cuesta abajo? Esa larga caída, ¿la llevamos todos nosotros dentro? ¿O es algo que incorporamos a la existencia, creándolo a lo largo del tiempo y sin darnos cuenta de la misma manera que se crea un gesto, la vida, las historias que te mantienen en pie, las que le dan sentido a tu existencia? Me daba la impresión de que debía saberlo. Me había ocurrido en más de una ocasión y era probable que volviera a ocurrirme.

Tal vez antes de lo que pensaba.

—¿Se te ocurre otro sitio donde podría estar trabajando?

—Prueba en Joe’s.

—No ha estado allí.

—Bueno. Un local llamado Blue Door. Está…

—Ya sé dónde está. Gracias.

—De nada. Pero ¿qué tal si te tomas una copa antes de marcharte?

Pedí un bourbon doble, lo despaché en un minuto exacto y dejé diez dólares en la barra.

O sea que Corene se había convertido, o la habían convertido en una buscona blanca, me dije, mientras salía del Barrio Francés para meterme en el embotellamiento del final del día y dirigirme a la zona alta, camino al Blue Door. Cosas más curiosas pasan. A diario.

El barman era Eddie, un exconvicto. Para hacer un favor a Walsh, yo había comparecido como testigo en el juicio que lo metió en chirona la segunda vez. Otra más y se quedaba fuera de combate.

—¿Qué hay, señor Griffin? —dijo cuando entré.

—¿Te estás portando bien, Eddie?

—Como un santo, señor Griffin, pregúnteselo a cualquiera. Escuela dominical, encuentros para plegarias colectivas, así de claro, como el agua. —Miró hacia la ventana—. Hablando de agua —dijo—, ¿ya llueve?

Unas gotas salpicaban el cristal y las nubes se agolpaban.

—Aún no.

—Eso tiene Nueva Orleans. Llueve cada puñetero día. —Fue al otro extremo de la barra para servir a un cliente que acababa de entrar. Luego volvió—. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Griffin?

—Estoy buscando a una chica, Eddie.

—Y quién no.

—Se hace llamar Blanche. Una buscona. ¿La has visto por aquí?

—Blanche. Huuuum, déjeme pensar. ¿Metro setenta más o menos y está buenísima?

Asentí.

—Será la chica de Long John. Ha encontrado clientes aquí un par de veces. Lleva en la calle una semana, dos como máximo. Carne fresca, ¿sabe?

De modo que ahora estaba buscando a dos personas.

—¿Cómo es ese Long John?

—Mala pinta. Chico malo de verdad. Metro noventa y cinco, unos ciento diez kilos. Siempre lleva un traje amarillo. Nunca sintético, siempre de algodón. Dice que el algodón es el patrimonio del negro americano. Muy enganchado.

—¿Y dónde podría encontrarle, si lo buscara?

—En el Café Du Monde o en Joe’s, lo más probable.

—Gracias, Eddie. No metas la nariz donde no debes.

—Acabo de limpiármela, ¿no? Fresca como una rosa.

Salí preguntándome qué tenía Eddie debajo de la barra para los clientes «especiales».