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Podía pasar por blanca.

Me desperté a las diez con aquella frase rondándome por la cabeza. Había tenido un sueño en el que me perseguían con cuchillos por callejuelas llenas de recovecos. Un poli irlandés corpulento lo contemplaba todo mientras contaba viejos chistes racistas de pésimo gusto. Las sábanas estaban empapadas de sudor.

Me desnudé, me duché, preparé café, auténtico esta vez, y me senté a la mesa de metal cromado y fórmica roja de la cocina. Encendí un cigarrillo. Podía pasar por blanca. Pero en la fotografía se le veía la piel oscura.

Hay una vieja novela llamada Black No More, sobre un científico que inventa una crema capaz de volver blancas a las personas negras y los trastornos sociales que eso ocasiona, escrita en los años treinta por George Schuyler, un periodista. Cuando era un crío, papá siempre solía sonreír cuando alguno de sus amigos la mencionaba.

Y mamá decía que me azotaría si me pillaba leyéndola alguna vez. Siempre pensé que iba de sexo hasta que la leí.

Me dirigí al otro cuarto llevándome el café y marqué el número de LaVerne, el de casa. No tenía muchas posibilidades, pero merecía la pena intentarlo. Como no contestó nadie, marqué uno de los otros números que me había dado y pregunté por ella. Sabía que frecuentaba ese bar la mayoría de las tardes, donde se anotaba tantos con los clientes que bajaban de los hoteles de lujo de la zona alta hasta el Barrio Francés para después volver a subir. El tipo que contestó dijo:

—Espera un momento, colega, voy a ver.

Me había terminado el café cuando ella cogió el teléfono y ronroneó:

—¿Sí, corazón?

«Corazón» tenía varias sílabas más de lo usual.

—Lew. Oye…

—¿Cómo está tu padre?

—Como puede, dice mamá. Fue un ataque al corazón.

—¿Vas a ir, Lew?

—Quizá más adelante. Oye, tengo que pedirte algo.

—Si está en mis manos…

—Esa crema, la Nadie Ñola: ¿funciona?

—Las chicas dicen que sí. «Más clara, casi blanca, hermana…».

Sentí un calorcillo en la nuca, un cosquilleo como si los nervios de debajo de la piel se abrieran como diminutos paraguas, y supe que todo estaba empezando a encajar.

—Gracias, Verne. Ya hablaremos. Vuelve al trabajo.

—Estoy en el trabajo, Lew. Deberías verlo allí al fondo, observándome ahora y preguntándose con quién estoy hablando. Unos hombros que llegan hasta aquí y un fajo de billetes que ni siquiera la dulce Betty Boop se podría meter en la boca. Es el dueño de una funeraria en Misisipi, dice. Debe de dar mucha pasta la muerte en Misisipi.

—En todas partes.

Al colgar, sentí un peso frío y duro dentro de mí, porque me acordé de Angie, una chica corriente hasta que el caballo, Harry y su propia tristeza abismal se hicieron con ella. Ahora su hija vivía con los abuelos cerca de Jackson. Tendría ya unos dos o tres años, calculaba. Y yo mismo, ¿en qué me había convertido? Sentí que se acumulaba aquel odio desaforado en mi interior.

Hay un tipo que vive en la zona alta, Richard. Más legal que él no hay nadie, pero cada fin de semana sale y se liga a blancos ricos en los bares de los hoteles y similares, para llevárselos a la cama, piensan ellos, y cuando se quedan solos, les da de patadas en la cara. Me pregunté si yo era mejor que él. En opinión de mi mujer, no.

Me serví otra taza de café y me la tomé. Luego, desenchufé la cafetera y me dirigí al coche.

Conozco a un fotógrafo cerca de Lee Circle que trabaja barato, no hace demasiadas preguntas ni tampoco las responde y no le importan las prisas o la dificultad del encargo si le das el dinero que pide. Aparqué el Caddy en un sitio libre frente a su estudio y salí. Lo encontré en la puerta, con las llaves en la mano.

—Vaya, Lew. Cuánto tiempo sin verte, hombre.

—Milt. Tengo algo urgente para ti, si puedes hacerlo.

—Entra. —Abrió la puerta y me indicó por señas que pasara delante—. Puedo hacer lo que sea. El Mago del Flash, me llaman en los círculos elegantes.

—¿Ah, sí? ¿Y cuándo fue la última vez que viste un círculo elegante?

—Déjalo. ¿Qué te trae por aquí?

—Una fotografía que recorté de una revista. Quiero que la cojas, le aclares la piel y le cambies el pelo. Es una chica negra. Cuando termines con ella, quiero que sea blanca. ¿Puedes, mago?

—Veámosla. —La cogió y la acercó a la luz—. Bueno, por lo menos está sobre papel estucado. ¿Para cuándo la quieres?

—Para dentro de una hora.

—Una hora, dice. De acuerdo. ¿Quieres esperar o vas a volver?

—Volveré.

Saqué el Caddy del aparcamiento y me dirigí al Morning Cali. Me tomé tres tazas de achicoria y tres buñuelos. Un hombre sentado frente a mí estaba leyendo el Times-Picayune y vi el titular en una página interior mientras lo doblaba: «Corene Davis: ¿Dónde está?». O sea que por fin era noticia.

A la hora regresé al estudio de Milt. Me tendió una foto de quince por veinte centímetros.

—Se nota mucho el grano pero hice cuanto pude —dijo.

Miré la fotografía. Bingo. La hermana de Barbie.

—¿Puedes cargarlo en mi cuenta, Milt?

—La cuenta está muy poco cargada, Lew.

Saqué un billete de cincuenta y se lo alargué.

—¿Esto lo cubre?

—Y parte de la cuenta, también.

—Gracias, Milt.

—A tu disposición.

Volví al coche y me senté a pensar. Ahora, al menos, sabía a quién o qué buscar. Hasta tenía una fotografía, una buena. ¿Debía darle lo que tenía al negro-negro, perdón, a Abdullah Abded, y pasarle el marrón a partir de entonces? Tenía contactos y recursos de los que yo carecía y podría encontrarla antes. ¿O debería ir a la policía, buscar a Walsh y dejar que terminara el caso? Me acordé del titular del periódico perdido en una página interior; lo de siempre, como si a nadie le importara. Lo cual era bastante cierto, supongo.