Habían pasado dos semanas y por fin tenía cierta idea del berenjenal en que me había metido, pero no estaba más cerca de encontrar a Corene Davis. Y tal vez ya no podría avanzar más.
Me levanté, me serví los restos del café y encendí un cigarrillo.
Tenía la sensación de que Corene Davis había llegado a Nueva Orleans. Una corazonada. Me había dejado llevar por ellas anteriormente y me habían ayudado tantas veces como en otras me habían fallado.
Había hecho rondas con la foto recortada. Nadie la había visto. Me habían visitado dos veces el negrazo y Au lait. Tampoco la habían visto.
Qué coño, tal vez estaba realmente enferma en Nueva York. O quizás secuestrada. O muerta en un almacén perdido.
Lo máximo que realmente había logrado era saber alguna cosa de Corene Davis. Es curioso lo poco que queda de nuestras vidas cuando se resumen, cuando han empezado a convertirse en historia. Un puñado de hechos, movimientos, conflictos; es todo lo que ve el observador. Un cascarón deshabitado.
Había nacido en Chicago en 1936. Su padre pillaba los trabajos que podía, no gran cosa, siempre duros y mal pagados, su madre era comadrona y posteriormente enfermera auxiliar. Corene fue a la Universidad de Chicago con una beca, se convirtió en una especie de líder del movimiento estudiantil de protesta y luego se trasladó a Columbia para un posgrado, donde continuó sus actividades de protesta, que simultaneaba con su participación activa en la asociación estudiantil (algo poco frecuente en estudiantes de doctorado). Según pretendía, por aquella época, el FBI y, sospechaba, la CIA, la tenían vigilada. Un día los sorprendió interviniendo su teléfono subidos a un poste al final de la calle, se quedó allí contemplándolos y les llevó té helado cuando bajaron. Pero no fue hasta que se publicó una versión revisada de su tesis magistral Encadenados a la ruina, que se convirtió en una líder negra con todas las de la ley. Y fue así como emprendió la ronda de charlas y conferencias, aparecieron artículos sobre ella (tan dispares que era como si los periodistas hubieran entrevistado a mujeres completamente distintas) en todas partes, desde el Ebony al New Republic, y se convirtió en una portavoz de su colectivo, el nuestro, vaya. Trabajaba en un segundo libro, esta vez sobre los derechos de la mujer. Tenía la tez clara («Casi podría pasar por blanca», como escribió un periodista), llevaba el cabello corto, medía metro setenta, pesaba cincuenta kilos, no fumaba ni bebía y era vegetariana.
Y tenía la capacidad, al parecer, de desvanecerse en el aire.
Apagué el cigarrillo en el tiesto de una planta que LaVerne me había regalado y miré la hora. Las tres y diez. A lo mejor las cosas tendrían mejor aspecto por la mañana. A veces ocurría.
Me preparé un baño caliente; me acababa de meter en el agua con una ginebra en la mano cuando sonó el teléfono.
—¿Cómo te sientes, Griffin? —dijo una voz.
—Tío, es un poco tarde para acertijos, ¿no crees?
—Te sientes en plena forma, ¿eh?
—Hasta que me ha llamado un imbécil.
La voz calló. Un chisporroteo apagado en la línea, brujas ardiendo en la distancia.
Luego, al cabo de un momento, la voz dijo:
—Estás buscando a Corene Davis.
—¿Quién eres?
—No lo hagas.
Y se cortó la comunicación.
Hasta la fecha ignoro quién me llamó aquella noche. Pero recuerdo exactamente aquella voz y el escalofrío que me provocó, y recuerdo que me terminé de un trago la ginebra y me serví otra antes de meterme de nuevo en la bañera.