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Lo primero que hice al volver a la oficina, donde encontré la acumulación acostumbrada de correo y mensajes, fue coger un número del Time y recortar una fotografía reciente de Corene Davis. Luego puse una conferencia con United de Idlewild y cuando por fin logré la conexión, me informaron de que, en efecto, la señorita Corene Davis tenía una reserva de clase turista en el vuelo 417 a Nueva Orleans. Había embarcado con el tiempo justo antes del despegue, asiento 15-A. El hombre con quien hablé la recordaba por lo famosa que era. Trabajaba en facturación de equipajes aquel día. Llevaba dos maletas. Me dio el nombre del comandante y de las azafatas del vuelo. Le di las gracias y colgué.

Me quedé allí sentado un rato mientras contemplaba cómo todo a mi alrededor se impregnaba de crepúsculo. El cielo estaba teñido de rojo y todo olía a magnolias y a río.

Al final, llamé a la comisaría y pedí por el sargento Walsh. Tras una larga espera, se puso.

—¿Don? Soy Lew —dije—. Quería preguntarte algo, ¿te suena Corene Davis?

—Esa perra. —Hubo un largo silencio—. Fíjate, tenía a la mitad del cuerpo movilizado por razones de seguridad… ni que hubiera sido el mismísimo presidente quien venía a la ciudad. ¿Y qué pasa? La muy puta no aparece. —Walsh se apartó un momento del teléfono, habló con alguien y luego volvió—. ¿Por qué?

No estaba seguro de hasta dónde podía contarle. La cautela nos había mantenido vivos y más o menos intactos durante mucho tiempo cuando ninguna otra opción lo hubiese hecho.

—Tenía mucho interés en oír su charla —dije al cabo de un momento—. Me pregunto qué pasó.

—Magnífico. Tengo catorce homicidios sin resolver, disturbios raciales en ciernes ni más ni menos que en Gentilly, el comisario y un amplio surtido de concejales pisándome los talones como un enjambre de abejas, abejas enormes, peludas y rabiosas, y tú me llamas para hablar de una negra de mierda, que encima es una perra, una yanqui y una agitadora.

—En este caso, será mejor que vuelvas al trabajo —le dije—, pero sabes, Don, en los tiempos que corren esta forma de hablar es un poquito… démodé, no sé si me entiendes.

Un silencio.

—Entendido, Lew. No es una perra, ¿vale?

—Sabía que me entenderías.

—Lo siento. Tengo un mal día. Bueno, ¿qué necesitas?

—Sólo saber lo que ocurrió.

—Joder, y yo qué sé, ése es el asunto. Se puso mala en Nueva York o algo así, tenemos entendido. A lo mejor cambió de idea. El caso es que no llegó aquí. Mis hombres esperaron al vuelo siguiente, casi dos horas. Al ver que tampoco venía, lo dejaron correr y se fueron a casa.

Tal como se estaban poniendo las cosas, me entraron ganas de hacer lo mismo también.

—¿Algo más? —estaba diciendo Don.

—Una cosa, rápidamente. Una asociación en Chartres llamada La Mano Negra. ¿Puedes enterarte?

—No hace falta. En parte Panteras Negras, en parte política populista. Hay dinero procedente de quién sabe dónde y también influencias. En todas partes. Lo dirige un tipo llamado Will Sansom que ahora se hace llamar Abdullah Abded. Lew, no estarás liado con esa gente, ¿verdad?

—Sólo es curiosidad. Conocí a un par de ellos.

—Bueno. ¿Eso te vale entonces?

—Sí, me vale.

—No olvides que me debes una cena y una copa. Si logro salir alguna vez de este manicomio el tiempo suficiente.

—No lo he olvidado, Don. Llámame. Y, oye, gracias, ¿eh?

La noche acababa de tomar el relevo y las luces se iban encendiendo de manzana en manzana mientras la máscara oscura de la ciudad se acomodaba en su sitio. En las horas siguientes, aquellas calles cambiarían por completo.

Son peces gordos, había dicho Don. Con la mano metida en todas partes. Demasiado gordos para mí. ¿En qué berenjenal me había metido?