Un caso, eso les había dicho a mamá y a LaVerne. Pero el caso tenía tales agujeros que podías hacer pasar por ellos un camión entero y la solución que había mencionado estaba tan lejos como la punta de la nariz de Pinocho el Día de los Inocentes. Pensé en los chavales que jugaban a policías y ladrones delante de la oficina. ¿Sería eso lo único que yo estaba haciendo?
Me preparé una taza de café instantáneo, le eché bourbon y me tumbé en el sofá de la casa dividida en dos donde vivía, en Dryades. Eran las cinco de la mañana. La lengua era como un guante sucio y ajeno. Hombrecillos con martillos neumáticos y excavadoras me reconstruían el interior de la cabeza.
Todo había empezado hacía un par de semanas en Joe’s. Acababa de devolver un marido errático a su esposa, a tiempo para almorzar, y fui allí a gastar el cheque. Sólo daba para eso.
En aquella hora del día, el Joe’s estaba lleno de marineros griegos y putas de esas que trajinan día y noche para cubrir los gastos. Había varios hombres de negocios desperdigados procedentes de Canal Street —al fin y al cabo, el local es toda una institución— y en el rincón, un viejo con unos adornos retorcidos alrededor de las muñecas, el cuello y los tobillos. Parecían cucharas viejas, trozos de hilo de cobre, lo primero que pillaba en la calle. Estaba bebiendo una Dixie de botella. Tenía una barba rala mugrienta y unas greñas que le salían por debajo de un gorro de lana como enredaderas. El establecimiento también contaba con un número de moscas superior al normal, atraídas por el almuerzo gratis de Joe, que consistía en huevos duros (demasiado duros) y bocadillos de jamón dispuestos en una bandeja.
Iba por la mitad de mi tercera Jax, sentado solo a un extremo de la barra, cuando alcé la mirada y vi entrar a dos imbéciles. Ambos llevaban atuendos militares tuneados, uniformes de faena y gorras, con botas negras de lona. Uno tenía la tez negra intensa, ébano, y el otro color café. Café con leche.
Registraron con la vista el local y luego fueron a la punta de la barra para hablar con Bobbie. Ella me señaló con la mano y siguieron esa mano.
—¿Lewis Griffin? —preguntó el negro.
Alcé la mano para pedir otra Jax. Bobby asintió con la cabeza.
—¿Les apetece tomar algo?
—No nos contaminamos el cuerpo con bebidas alcohólicas —me comunicó Café au lait.
—Señor Griffin —dijo el negrazo—, requerimos sus servicios profesionales.
Bobbie trajo la cerveza y deslicé un dólar por la barra hacia ella.
—¿Se sientan? —pregunté.
—Seguiremos de pie.
Seguro que también sabían dónde quedaba la puerta trasera.
—Como quieran. —Bobbie trajo el cambio—. Bueno, ¿qué puedo hacer por ustedes?
—Es un asunto que exige cierta discreción. —El negro-negro parecía ser un líder nato. Miró alrededor—. Preferiríamos hablar en un lugar más tranquilo.
—Aquí o en ninguna parte —dije.
Nunca le des ventaja a un cliente; luego cree que eres de su propiedad. Además, tenía sed.
—Llevamos tres días buscándole —dijo el negrazo—. En su oficina, su apartamento. Un hombre con un negocio como el suyo debería ser más fácil de localizar.
—Los que me necesitan normalmente me encuentran, tarde o temprano.
—Supongo que somos la prueba que confirma esta afirmación, ¿no?
Así que a Café au lait no le había comido la lengua el gato.
—Como le decía, es un asunto que exige discreción. Hemos sabido de usted por unos amigos comunes. Y es un asunto que sólo un hermano podría tratar.
Ese «hermano» debería haberme servido de advertencia; debería haberme levantado en aquel preciso instante para irme. Porque si ésos y yo teníamos amigos comunes, debía prepararme para entregar una declaración de la renta que no levantara sospechas al año siguiente.
—Habrá oído hablar, por supuesto, de Corene Davis, ¿no? —terció el negrazo.
Al oír mencionar aquel nombre, Café au lait se llevó la mano abierta a la altura del pecho y la cerró. El viejo de las cucharas miró hacia nuestra dirección y se rio con sorna. No era de extrañar.
—Leo el Time como todo hijo de vecino —apunté.
—Le hemos organizado, me refiero a nuestra asociación, una charla aquí en Nueva Orleans. Fue un asunto muy polémico, como podrá imaginar. Una líder negra, una mujer, el colmo en el sur profundo. —Miró alrededor de nuevo. Los tres éramos las únicas caras negras del bar. Supongo que esto le corroboró algo—. Muchos de sus partidarios pensaron que era una locura.
Bobbie me trajo otra cerveza. A lo mejor se figuró que la necesitaba.
—En todo caso —prosiguió el negrazo—, el acto estaba previsto para el dieciocho de agosto, en el Auditorio Municipal, a las ocho de la tarde. Llegaba temprano aquella mañana para hablar con varias asociaciones de estudiantes en Tulane y Loyola. Solía hacerlo siempre, allí donde iba. Hablar con los estudiantes, me refiero.
—La fuerza del futuro —agregó Café au lait.
Le miré la mano. La tenía quieta.
—A las diez y cuarto de la noche del diecisiete —continuó el negrazo—, Corene Davis embarcó en un vuelo nocturno para Nueva Orleans en Idlewild. Era un vuelo sin escalas y cierto número de partidarios la vieron a bordo. Cuando llegó su avión a Nueva Orleans, fuimos a recibirla, pero no estaba entre el pasaje. Somos una organización local, ¿me entiende? No se ha sabido nada más de ella desde entonces.
—Y temen…
—Que la hayan secuestrado.
—O algo peor —agregó Au lait.
—Tiene muchos enemigos entre la clase dirigente —afirmó el negro—, seguro que se hace usted cargo.
—Desde luego. Pero necesitan a la policía y no a mí.
Los dos se miraron.
—Está de guasa —dijo por fin Au lait.
El negro-negro volvió a mirarme.
—Sabe perfectamente que no se puede sacar nada en claro de ellos, señor Griffin.
—Ya. Ya. Me hago cargo. —Terminé la Jax que tenía delante y pedí otra por señas a Bobbie—. A ver, ¿qué esperan de mí?
—Esperamos de usted que la encuentre, joder.
—O que averigüe qué le ha pasado —apostilló Au lait.
—Entiendo. ¿Ha habido una nota de rescate o algo por el estilo?
—Nada, tío, no ha habido nada. Y mucho.
—¿Y no lo han comunicado a la prensa ni a la policía? ¿Cómo la disculparon cuando no se presentó a la charla?
—La excusamos, amigo, la excusamos. —Sospeché que no le caía del todo bien al negro—. Nadie sabe nada de esto salvo nuestra gente en Nueva York y nosotros. Y ahora usted.
—A lo mejor no quiere que la encuentren. ¿Lo han tenido en cuenta?
—¿Corene? Era abnegada, Griffin. Recta.
Me encogí de hombros.
—Era sólo una idea. Vale, le echaré un vistazo. Necesitaré que me den datos. —Saqué mi libreta y tomé nota del número de vuelo, la hora de salida y la de llegada—. ¿Estuvo alguna vez en Nueva Orleans?
El negrazo sacudió la cabeza.
—¿Por qué quiere saberlo?
—Las personas tienden a repetirse. Se alojan donde se alojaron antes, comen la misma comida. Pero sobre todo estoy tratando de hacerme alguna idea del asunto. Sus costumbres, sus aficiones, las cosas que le gustaban.
—El trabajo era su vida.
—Ni más ni menos —convino Au lait.
Los hombres de negocios habían ido saliendo por la puerta, junto con varios marineros y algunas de las putas. Un chulo de traje amarillo y dos tipos con pinta de pertenecer a la brigada antinarcóticos habían ocupado su lugar. El viejo de las cucharas y los chismes se había quedado dormido con la cabeza hacia atrás, apoyada contra la pared. Las moscas revoloteaban sobre su boca abierta.
—Les llamaré —concluí—. ¿Cómo puedo localizarles?
El negro miró a Au lait y luego a mí. Acto seguido recitó de un tirón una dirección y un número de teléfono.
—Aunque no estoy nunca. Deje el recado.
Los copié en la libreta tras escribir en la parte superior de la página: Corene Davis.
—¿Es todo lo que necesita? —preguntó el negrazo.
—Cobro cincuenta al día más los gastos, sin rendir cuentas. Dos días de anticipo. ¿Alguna objeción?
—Ninguna.
Me entregó un billete de cien dólares que parecía haber estado doblado y embutido en el bolsillo del reloj, y sometido posteriormente a varios lavados.
Se dirigieron a la puerta y que me aspen si no se volvieron a la vez en el último momento y, llevándose la mano a la altura del pecho, la cerraron formando un puño. Parecía una coreografía. Luego salieron. No me explico cómo habían conseguido seguir vivos tanto tiempo. En las calles, si los polis no acaban con uno, lo hacen los matones.
Pero, fuera como fuese, tenía un caso.
El poder para el pueblo.