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Después de pagar la multa en el depósito junto al río (cuarenta y siete dólares con cincuenta; exigían el pago a toca teja pero logré colarles un cheque sin fondos; también me obligaron a fijar la nueva matrícula de 1964 que llevaba en el asiento trasero antes de abandonar el aparcamiento), me dirigí a Joe’s.

Está a poca distancia de Decatur, pero no se encuentra si no se sabe dónde buscar. Las camareras son todas furcias. Emigraron de bar en bar por todo el centro de la ciudad hasta que llegaron a Joe’s y se instalaron allí, como los viejos que se retiran a Florida.

Me senté a la barra y Betty me trajo un bourbon doble. Me quedé allí sentado fumando y vaciando una copa tras otra. El cenicero estaba lleno y la botella de la que servía Betty disminuía a gran velocidad cuando Joe entró. Quería saber qué posibilidades había para los Saints de Nueva Orleans. Se lo dije. Replicó que no era verdad.

Varias putas entraron, me echaron un vistazo y fueron a lo suyo. Betty me contó los últimos problemas que había tenido para lograr ver a sus hijos.

—¿Y qué más? —le pregunté en algún momento.

—Trato de no meterme en líos, pero la gente no me deja —contestó.

Suele ser así, pensé.

A las nueve, me dirigí al rincón donde estaba el teléfono, puse una conferencia al Baptist Memorial de Memphis pidiendo por la señora de Arthur Griffin y la cargué a la oficina. Me sortearon varias operadoras hasta que por fin se puso un hombre que dijo:

—Cuidados Intensivos, quinta planta.

—La señora de Arthur Griffin —indicó la operadora.

—Un momento. Debe de estar con su marido; voy a comprobarlo.

El teléfono se quedó silencioso unos minutos. Los miré pasar como quien cuenta ovejas en el reloj que había encima de la barra de Joe. Al final, se oyó una voz.

—¿Lewis? Lewis, ¿eres tú?

—Adelante —dijo la operadora.

—Mamá. Oye, ¿qué está pasando?

—Es grave, Lewis. ¿Dónde estabas? Llevo toda la santa semana tratando de dar contigo. La cosa está mal. Un ataque al corazón, Lewis. Tuvo un ataque al corazón. Muy grave, dicen los médicos. Espera, déjame que te lo diga como Dios manda. —Probablemente lo leía en un trozo de papel—. Un infarto de miocardio.

De alguna manera, ya lo sabía.

—¿Cómo lo lleva?

—Como puede, Lewis, como puede. Dicen que la crisis viene a los tres días. Si pasa esos tres días, aumentan las posibilidades de salvarse.

La conexión era mala. Podía oír interferencias de otras voces distantes.

—Mamá, escucha, ¿hay algo que pueda hacer yo? ¿Algo que valga la pena?

—No hace más que pedir por ti, Lewis. Quiere ver a su único hijo. Lewis, lo sabe. Sabe que se está muriendo. Quiere verte.

Betty me hizo señas desde la barra para saber si me apetecía otra copa. Asentí con la cabeza.

—No puedo ir, mamá. Ahora no. Estoy en pleno caso. Pero si hay algo que pueda hacer, algo que sirva para algo…

Dejé el resto en el aire. Por supuesto, no había nada que pudiera hacer. Tenía la sensación de que no había nada que nadie pudiera hacer. A lo lejos, en la línea, oí que alguien decía: «Bueno, qué, Harold, ¿cuándo vas a volver a casa?».

Betty me trajo la copa. Tomé un largo trago que me bajó por la garganta como si fuera un cepillo de púas.

—Lewis, tienes que venir como sea.

—No puedo, mamá. La resolución del caso está al caer. Tengo que estar aquí. Pero llamaré… estaremos en contacto. Mantenme al corriente.

—Mañana lo llevan al quirófano, Lewis. Le van a poner una especie de globo en el corazón, un artefacto que en teoría le va a ayudar. Tenía la esperanza de que estuvieras aquí.

—No puedo. De verdad que no puedo. Ahora no. Pero estaremos en contacto.

—Déjame darte este número —dijo ella—. Siempre hay alguien aquí. Uno hace amigos enseguida cuando ocurre algo así. Es una de las salas de espera. Dormimos todos aquí por la noche. Nos cuidamos unos a otros. Así que llama, llama tú. Yo nunca te localizo.

Leyó el número y lo copié en mi libreta, garabateando debajo: papá. Alguien en la línea decía: «Pero no puedo esperar tanto, tengo que saberlo mañana».

—Llamaré yo entonces, mamá —me despedí y colgué.

Me acerqué a la barra y tomé tres dobles sin hielo. ¿Cuántos de éstos habían matado a Dylan Thomas? Luego, recogí el cambio, todo menos un par de dólares y me largué de allí.