—Hola Harry.
Sus ojos enfermos evitaban la luz. Llevaba una chaqueta de pana encima de una camisa vaquera, unos pantalones claros de lona con amplios bolsillos en las rodillas y el trasero, las perneras demasiado largas y los dobladillos deshilachados. Tanto ese hombre como esa ropa habían conocido tiempos mejores. Harry siempre se había vestido bien, según decían; incluso usaban la palabra elegante. Pero ahora el caballo y su propio corazón errante habían acabado con él.
—¿Cari?
Su voz era un susurro enfisematoso. Aun así, el cigarrillo le colgaba en un extremo de la boca. Se balanceaba arriba y abajo cuando hablaba.
—Tengo el dinero, macho. El trato de siempre, ¿vale? Como tú dijiste.
Una tos estruendosa salió de lo más profundo de su pecho.
—No te apresures, Harry. Tranquilo, lo que sobra es tiempo. Para el carro un poco, disfruta de la vida.
Las luces del patio me iluminaban desde atrás y Harry entrecerró los ojos para ver mejor la sombra que se le acercaba. No es que le sirviera de mucho. Me podía confundir con el gobernador Earl Long.
—Y además, primero quiero contarte un cuento. ¿Te gustan los cuentos, Harry?
Detrás de nosotros, las torres petrolíferas extraían y descansaban, extraían y descansaban.
—Calle Magazine. Las diez y cuarto, sábado por la noche, hace más o menos un mes. Una chica de Misisipi, Harry. Y una juerga. Y tú. ¿Te suena de algo todo esto?
Sus ojos parpadearon en la oscuridad.
—Llevo mucho tiempo buscándote, Harry. Me ha costado mucho dar contigo. Un hombre como tú, con tus necesidades, no debería ser tan difícil de encontrar.
Se sacó el cigarrillo de los labios y lo tiró. La colilla se quedó allí como un ojo medio ciego. Salí de la contraluz y, cuando me vio, se sobresaltó por primera vez, se sobresaltó de verdad. Los viejos miedos nunca mueren.
—Sólo es un cuento, claro. Los cuentos nos ayudan a seguir viviendo. Los cuentos no hacen daño a nadie, ¿verdad, Harry?
Entonces le dejé ver el cuchillo que empuñaba, un cuchillo de curtidor.
—El Coco Negro ha venido a por ti, Harry. El negrazo te va a rajar como hiciste con ella. No va a quedar nada para los cerdos ni los pollos, ni siquiera para una merienda de negros.
Sus ojos se agitaron. Pensaba que había alguna escapatoria. Pero también temía que, como todo lo demás en su vida, se le escurriría entre los dedos.
—Mira, macho, no sé quién eres, pero te equivocas. Escúchame bien, yo no tuve la culpa. Yo sólo arreglo cosas… las apaño como quien dice… es lo único que he hecho siempre. Fueron esos chalados, macho. Malditos melenudos y su furgo alemana. Ellos se cargaron a la chica.
La parrafada era confusa, como debió de serlo el mundo en el momento de la creación: erupciones intermitentes, inconexas y, por debajo, cada elemento fundiéndose en un todo.
Levanté el cuchillo y la curvada hoja despidió un destello de luz.
—Ya, lo sé, Harry. Chalados adictos al jaco y al chute pasando el mono, chalados enganchados a las anfetas y la priva y el caballo y la euforia de los doscientos dólares que habían mangado rompiendo la hucha de papá y mamá. Pero ¿quién les consiguió la mercancía, Harry? ¿Quién la entregó y dio comienzo a la juerga? ¿Qué parte del botín se gastaron en eso? ¿Y de quién fue la idea de llevar a la chica?
El miedo le encendió los ojos como una antorcha. Alrededor, las torres petroleras suspiraban: los últimos suspiros de unas viejas cansadas.
Se volvió para echar a correr pero el miedo le enredó las piernas. Se cayó. Dejé que se arrastrara unos metros. Sollozaba. Se ahogaba.
—Ni siquiera sabías su nombre, Harry.
Me acerqué lentamente por detrás, le metí un pie por debajo del cuerpo y le di la vuelta como un fardo. Le rodaban los ojos. Dejé que me mirara a la cara cuanto quisiera, que viera todas las cosas que allí se reflejaban.
—Dime que este cuento de hadas te ha dado sueño, Harry.
La sangre le brotó de la garganta y empapó la camisa vaquera, la pana y el suelo. Ya no quedaba luz tras esos ojos. No había luz en ninguna parte.
Le registré los bolsillos y cogí el dinero… para la chica. Luego me agaché y lo abrí en canal.
—Esto va por Angie —dije.
Detrás de nosotros, las torres de extracción absorbieron cualquier panegírico.