Devolvimos a Trifonov su arma y lo dejamos en su cuartel. Seguramente firmó la devolución del arma y a continuación fue a su habitación y cogió el libro para retomarlo en el punto exacto donde lo había dejado. Nosotros nos fuimos y estacionamos el Humvee en el parque móvil de la PM. Regresamos a mi despacho. Summer se dirigió a la copia del registro de la puerta principal. Aún estaba pegada a la pared, al lado del mapa.
—Vassell y Coomer —dijo—. Fueron las otras dos personas que abandonaron la base aquella noche.
—Se dirigieron al norte —observé—. Si usted dice que arrojaron el maletín por la ventanilla, ha de admitir que fueron hacia el norte. No a Columbia.
—De acuerdo. Entonces el asesino de Carbone y el de Brubaker no son la misma persona. No hay relación entre una cosa y otra. Hemos desperdiciado un montón de tiempo.
—Bienvenida al mundo real —dije.
El mundo real empeoró cuando veinte minutos después sonó el teléfono. Era la sargento, la del niño pequeño. Me pasó una llamada de Sánchez, desde Fort Jackson.
—Willard ha estado aquí y ya se ha marchado —dijo—. Increíble.
—Ya te lo dije.
—Ha tenido una rabieta tras otra.
—Pero tú eres invulnerable.
—A Dios gracias.
—¿Le has hablado de mi hombre? —pregunté.
Hubo un breve silencio.
—Me dijiste que lo hiciera. ¿He metido la pata?
—Ha sido un fiasco. Al principio pintaba bien, pero al final nada.
—Pues ahora va hacia ahí a hablar contigo. Salió hace dos horas. Va a sentirse muy decepcionado.
—Pues qué bien —dije.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Summer.
—¿Qué es Willard en esencia? —dije.
—Un arribista —contestó.
—Exacto.
Técnicamente, el ejército tiene un total de veintiséis rangos. Se comienza como soldado raso E-1, y si no cometes ninguna estupidez, al cabo de un año eres ascendido automáticamente a soldado E-2, y al cabo de otro año a soldado de primera E-3, o incluso algo antes si prometes. El escalafón termina en general de cinco estrellas, aunque no me consta que nadie haya llegado tan lejos salvo George Washington y Eisenhower. Si consideramos el rango de brigada E-9 como tres grados distintos para incluir a los sargentos primero y a los simples sargentos, y si contamos los cuatro grados de suboficiales, entonces un comandante como yo tiene siete rangos por encima y dieciocho por debajo. Lo cual brinda a alguien como yo una notable experiencia en cuestiones de insubordinación, en ambos sentidos, hacia arriba y desde abajo, cometiéndolas y sufriéndolas. Con un millón de personas clasificadas en veintiséis peldaños del escalafón, la insubordinación es una auténtica forma de expresión artística que se libra siempre en un mano a mano.
Así que dije a Summer que se fuera y esperé a Willard solo. Ella puso objeciones. Al final conseguí que aceptara que uno de nosotros debía permanecer bajo el radar. Se marchó a cenar ya tarde. La sargento me trajo un bocadillo. Rosbif y queso suizo, pan blanco, mayonesa y mostaza. La carne era sonrosada. Un buen bocata. Luego me trajo café. Estaba a medio tomar la segunda taza cuando llegó Willard.
Entró directamente y dejó la puerta abierta. No me levanté ni saludé. No dejé de tomarme el café. Él lo toleró, como yo sabía que haría. Willard estaba siendo muy táctico. Él creía que yo tenía un sospechoso que podría quitar el caso Brubaker a la policía de Columbia y romper la conexión entre un coronel de elite y ciertos traficantes de droga en un callejón de mala muerte. De modo que estaba preparado para un inicio amable y amistoso. O acaso estaba buscando alguna vinculación afectiva con un oficial a sus órdenes. Se sentó y empezó a enredar con las perneras de los pantalones. Compuso un semblante de franqueza, como si ambos acabáramos de compartir alguna experiencia.
—Magnífico viaje desde Jackson —dijo—. Espléndidas carreteras.
No dije nada.
—Acabo de comprarme un Pontiac GTO —prosiguió—. Excelente coche. Le he colocado tubos de escape cromados, de calibre grande. Es rápido y elegante.
Seguí callado.
—¿Le gustan los coches preparados?
—No. Prefiero coger el autobús.
—Qué aburrido.
—Muy bien, digámoslo de otro modo. Estoy contento con el tamaño de mi pene. No necesito ninguna clase de compensación.
Palideció. Luego enrojeció. El mismo tono que el Corvette de Trifonov. Me fulminó con la mirada, como si fuera un tipo duro de veras.
—Hábleme de sus progresos en el asunto Brubaker —dijo.
—No es un caso mío.
—Sánchez me dijo que ha encontrado al tipo.
—Falsa alarma.
—¿Seguro?
—Totalmente —aseguré.
—¿A quién estaba investigando?
—A su exesposa —contesté.
—¿Qué?
—Alguien me dijo que se acostó con la mitad de los coroneles del ejército. Pensé que Brubaker podía estar incluido en la lista. En todo caso, había un cincuenta por ciento de posibilidades.
Me miró fijamente.
—Es broma —señalé—. No era nadie. Un chasco.
Apartó la mirada, furioso. Me puse en pie y cerré la puerta del despacho. Regresé a la mesa. Lo encaré.
—Su insolencia es inaudita —me espetó.
—Pues formule una queja, Willard. Suba por la cadena de mando y explique que he herido sus sentimientos. A ver si alguien le cree. O a ver si alguien cree que usted no sabe resolver algo así por su propia cuenta. Y procure que esa queja no vaya a parar a su expediente. No sé qué impresión causaría en su comisión de ascenso a general de una estrella.
Se removió en la silla. Miró en derredor y fijó la mirada en el mapa de Summer.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Un mapa.
—¿De qué?
—Del Este de Estados Unidos.
—¿Y las chinchetas?
No contesté. Él se levantó y se acercó al mapa. Tocó las chinchetas con los dedos, una tras otra. D.C., Sperryville y Green Valley. Luego Raleigh, Fort Bird, Cabo del Miedo y Columbia.
—¿Qué significa todo esto? —dijo.
—Sólo chinchetas.
Quitó la chincheta de Green Valley (Virginia).
—La señora Kramer —indicó—. Le dije que dejara ese tema en paz.
Quitó las demás chinchetas. Las arrojó al suelo. Luego reparó en la copia del registro de la entrada. La recorrió con la mirada y se paró al llegar a Vassell y Coomer.
—También le dije que se olvidara de esto.
Arrancó la lista de la pared. La cinta adhesiva se llevó consigo trocitos de pintura. Después hizo lo propio con el mapa. Se desprendió más pintura. Las chinchetas dejaron pequeños agujeros en el yeso. Parecían conformar un mapa por sí mismas. O una constelación.
—Ha estropeado la pared —dijo—. No quiero que las propiedades del ejército sean maltratadas así. No es profesional. ¿Qué van a pensar las visitas?
—Que había un mapa en la pared. Ha sido usted quien ha provocado este desaguisado.
Dejó caer al suelo el papel arrugado.
—¿Quiere que vaya al puesto Delta?
—¿Quiere que le rompa el cuello?
Se quedó muy callado.
—Debería pensar en su próximo ascenso —dijo al cabo—. ¿Cree que mientras yo esté aquí va a llegar a teniente coronel?
—No. La verdad es que no. Pero claro, tampoco espero que usted se quede mucho tiempo.
—Piénselo. Esta es una buena colocación. El ejército siempre necesitará polis.
—Pero no siempre necesitará capullos incompetentes como usted.
—Está hablando con un oficial superior —me recordó.
Miré alrededor.
—No hay testigos.
No respondió.
—Tiene usted un problema de autoridad —proseguí—. Y será divertido ver cómo lo afronta. Quizá podríamos arreglarlo de hombre a hombre, en el gimnasio. ¿Le interesa?
—¿Tiene un fax seguro? —preguntó.
—Por supuesto. Está fuera. Ha tenido que verlo antes de entrar aquí. ¿Es usted ciego además de estúpido?
—Procure estar cerca del fax mañana a las nueve. Le enviaré órdenes escritas.
Me miró airado por última vez. Luego salió y cerró de un portazo, tan fuerte que la pared vibró y la corriente de aire levantó el mapa y la copia del registro dos centímetros del suelo.
Me quedé en la mesa. Llamé a mi hermano a Washington, pero no contestó. Pensé en llamar a mi madre, pero de pronto comprendí que no tenía nada que decirle. Al margen de lo que habláramos, ella sabría que yo había llamado para preguntar: «¿Todavía estás viva?». Sabría que era eso lo que estaba en mi cabeza.
Así que me puse en pie, cogí el mapa y lo alisé. Volví a pegarlo a la pared. Recogí las siete chinchetas y las clavé otra vez en su sitio. Y coloqué la copia del registro junto al mapa. Luego la arranqué de nuevo. No servía para nada. La arrugué en una bola y la arrojé a la papelera. Dejé sólo el mapa. Entró la sargento con más café. Pensé fugazmente en el padre del niño. ¿Dónde estaba? ¿Había sido un esposo maltratador? En ese caso, seguramente estaría enterrado en alguna ciénaga. O hecho pedazos enterrados en varias ciénagas. Sonó el teléfono y contestó ella. Me pasó el auricular.
—El detective Clark —dijo—. Desde Virginia.
Seguí el recorrido del cable alrededor de la mesa y volví a sentarme.
—Ahora sí hemos avanzado —dijo—. La barra de Sperryville es el arma que buscábamos, sin duda. Tenemos una muestra idéntica de la ferretería y nuestro forense las ha comparado.
—Buen trabajo.
—Así que llamo para decirle que he de pararme. Hemos encontrado lo nuestro, pero ya no podemos seguir buscando lo de ustedes. No podría justificar el presupuesto para horas extra.
—Entiendo —dije—. Ya lo teníamos previsto.
—Ahora seguirá solo con ello, amigo. Lo lamento de veras.
No comenté nada.
—¿Algo por su parte? ¿Aún no tiene un nombre para mí?
Sonreí. «Uno puede olvidarse de un nombre —pensé—. Amigo». Si no hay quo, no hay quid. Y es que además nunca hubo ningún nombre.
—Se lo haré saber —dije.
Summer regresó al cabo de media hora y le dije que se tomara libre el resto de la noche. Nos veríamos en el club de oficiales para desayunar, exactamente a las nueve, cuando se esperaban las órdenes de Willard. Calculé que podríamos desayunar tranquilamente y sin prisa, montones de huevos y montones de tazas de café, y que podríamos volver paseando a eso de las diez y cuarto.
—Ha movido el mapa —dijo ella.
—Willard lo arrancó. He vuelto a colocarlo.
—Es un tipo peligroso.
—Quizá —dije—. O quizá no. El tiempo lo dirá.
Regresamos a nuestros respectivos alojamientos. Yo ocupaba una habitación en el sector de los oficiales solteros. Era casi como un motel. Había una calle con el nombre de un antiguo galardonado —fallecido tiempo atrás— con la Medalla de Honor y un sendero que salía de la acera y conducía hasta mi puerta. Cada veinte metros había una farola. La más próxima a mi puerta estaba apagada. Alguien la había roto de una pedrada. Distinguí un trozo de cristal en el camino. Y tres tipos en las sombras. Pasé frente al primero, el sargento delta bronceado y con barba. Dio unos golpecitos en la esfera de su reloj con el índice. El segundo tío hizo lo mismo. El tercero se limitó a sonreír. Entré y cerré la puerta. No les oí marcharse. No dormí bien.
Por la mañana se habían marchado. Llegué al club de oficiales sin novedad. A las nueve el comedor estaba casi vacío, lo que suponía una ventaja. La desventaja era que cualquier comida que quedara habría estado un rato en el aparador. Pero a fin de cuentas pensé que la situación era buena. Yo era más un solitario que un gourmet. Summer y yo nos sentamos uno frente al otro en una mesa del centro de la sala. Entre los dos nos acabamos casi todo lo que quedaba. Summer consumió aproximadamente medio kilo de sémola de maíz y tres cuartos de galletas. Era menuda pero comía como una lima. Vaya si no. Nos tomamos nuestro tiempo con el café y a las diez y veinte fuimos andando a mi despacho. Dentro reinaba el caos. Sonaban todos los teléfonos. El cabo de Luisiana parecía abrumado.
—No conteste al teléfono —dijo—. Es el coronel Willard. Quiere confirmación inmediata de que usted ha recibido sus órdenes. Está que se sube por las paredes.
—¿Dónde están las órdenes?
Se inclinó tras la mesa y sacó una hoja de fax. Los teléfonos no paraban. No cogí el papel. Me limité a leerlo por encima del hombro del cabo. Eran dos párrafos de letra apretada. Willard me ordenaba examinar los albaranes de entradas en Intendencia y su registro de distribución. A partir de ahí yo pondría por escrito qué debería haber exactamente en el almacén. A continuación tenía que verificar mis conclusiones mediante una inspección ocular. Después debía confeccionar una lista de todos los artículos que faltaban y sugerir un plan de acción para localizar su actual paradero. Debía ejecutar la orden deprisa y corriendo. Y llamarle para confirmar la recepción de la misma en cuanto la tuviera en mis manos.
Era el típico castigo de las faenas absurdas. En los viejos tiempos le mandaban a uno pintar el carbón de blanco, o llenar sacos con cucharillas o fregar suelos con cepillos de dientes. Éste de ahora era el equivalente para la PM de los nuevos tiempos. Una tarea estúpida que tardaría dos semanas en acabar. Sonreí.
Los teléfonos sonaban sin parar.
—La orden no ha llegado a mis manos —dije—. No estoy aquí.
—¿Dónde está?
—Dígale que alguien tiró un envoltorio de chicle en el arriate delante de la oficina del comandante de la base. Que no permitiré que se maltraten así las propiedades del ejército. Y que estoy en ello desde mucho antes del alba.
Llevé a Summer a la acera, lejos de los frenéticos teléfonos.
—Gilipollas —mascullé.
—Ahora debería usted desaparecer —sugirió ella—. Estará llamando todo el rato.
Miré alrededor. Tiempo frío, edificios grises, cielo encapotado.
—Tomémonos el día libre —propuse—. Vayamos a algún sitio.
—Tenemos cosas que hacer.
Asentí. «Carbone. Kramer. Brubaker».
—No puedo permanecer aquí —señalé—. Así que no puedo hacer mucho en lo de Carbone.
—¿Quiere ir a Columbia?
—El caso no es nuestro —objeté—. No podemos hacer nada que no esté haciendo Sánchez.
—Hace demasiado frío para ir a la playa —le dijo Summer.
Asentí de nuevo. De pronto lamenté que hiciera demasiado frío para ir a la playa. Me habría gustado ver a Summer en la playa. En biquini. Uno muy pequeño, a ser posible.
—Hemos de trabajar —insistió.
Miré más allá de los edificios. Alcancé a ver los árboles, fríos y sin vida contra el horizonte. Algo más cerca distinguí un pino alto, sombrío y aletargado. Calculé que estaba cerca de donde habíamos hallado a Carbone.
«Carbone».
—Vamos a Green Valley —dije—. A hacer una visita al detective Clark. Podemos pedirle los datos sobre la barra de hierro. Él empezó por nosotros, así que tal vez podríamos terminarlo. Ahora mismo un viaje de cuatro horas podría ser una buena inversión.
—Y cuatro horas de vuelta.
—Podríamos almorzar. O quizá cenar. O ausentarnos sin permiso.
—Nos encontrarían.
Negué con la cabeza.
—Nadie me encontraría —dije—. Nunca.
Me quedé en la acera esperando y Summer volvió al cabo de cinco minutos con el Chevy verde que habíamos utilizado antes. Lo arrimó al bordillo y bajó la ventanilla antes de que yo hiciera movimiento alguno.
—¿Le parece que esto está bien? —preguntó.
—Bueno, es lo que hay —contesté.
—No; me refiero a que usted va a figurar en el registro de la puerta. Hora de salida, diez y media. Willard podría comprobarlo.
No respondí. Summer sonrió.
—Podría esconderse en el maletero hasta que hayamos cruzado la verja —sugirió.
Meneé la cabeza.
—No voy a esconderme. Y menos por culpa de un capullo como Willard. Si él comprueba el registro, le diré que la búsqueda del tipo que arrojó el envoltorio del chicle de pronto se volvió interestatal. O incluso global. Podríamos ir a Tahití.
Subí al coche, eché el asiento hacia atrás todo lo que pude y me puse a pensar otra vez en biquinis. Ella aceleró por la calle principal. Aminoró la marcha y se paró en la puerta. Salió un PM con una tablilla de pinza. Apuntó la matrícula y le enseñamos las credenciales. Anotó los nombres. Miró en el coche, verificó que el asiento de atrás estaba vacío. Luego hizo una señal a su compañero en la garita y la barrera subió ante nosotros muy despacio. Era una barra gruesa con un contrapeso, a franjas blancas y rojas. Summer esperó a que estuviera totalmente vertical y acto seguido pisó el acelerador, levantando una nube de humo azul pagado con fondos públicos procedente del escape del Chevy.
Hacia el norte, el tiempo iba mejorando. Nos salimos de un techo de nubes bajas y grises para encontrarnos con un luminoso sol de invierno. Era un coche del ejército, así que no tenía radio. Tan sólo un panel liso donde un modelo civil habría llevado AM, FM y una pletina. De modo que de vez en cuando hablamos y el resto del tiempo guardábamos silencio sin más. Sentirse libre es una sensación curiosa. Había pasado casi toda mi vida donde el ejército me había dicho, un día tras otro hasta el último minuto. Ahora me sentía como si hiciera novillos. Ahí fuera había todo un mundo ocupado en sus propios asuntos, caótico, desordenado e indisciplinado, y yo, aunque brevemente, ahora formaba parte de él. Me recosté en el asiento y miré a ese mundo desplegarse, brillante y estroboscópico, imágenes al azar que pasaban destellando como el sol en las aguas de un río.
—¿Biquini o una pieza? —inquirí.
—¿Por qué?
—Sólo por saber —dije—. Estaba pensando en la playa.
—Demasiado frío.
—En agosto será mejor.
—¿Cree que en agosto estará aquí?
—No.
—Lástima —soltó—. Así nunca sabrá lo que llevo.
—Podría mandarme una foto por correo electrónico.
—¿Adónde?
—Seguramente a Fort Leavenworth —señalé—. Al ala de máxima seguridad.
—¿Dónde estará? En serio.
—Ni idea —dije—. Para agosto faltan ocho meses.
—¿Cuál es el mejor sitio en que ha servido?
Sonreí. Le di la misma respuesta que doy a todo aquel que me hace esta pregunta.
—Aquí —dije—. Y ahora.
—¿Aun con Willard encima?
—Willard no es nadie. Se irá antes que yo.
—¿Por qué está él aquí?
Me moví en el asiento.
—Mi hermano cree que están imitando a las sociedades anónimas. Los ignorantes no pertenecen al statu quo y por tanto son buenos para aportar perspectivas nuevas.
—Por eso, un tío preparado para crear algoritmos sobre consumo de combustible termina su primera semana con dos soldados muertos. Y no quiere investigar ninguno de los dos.
—Porque eso sería un enfoque anticuado. Hemos de avanzar. Hemos de anticipar la nueva situación.
Summer sonrió y siguió conduciendo. Tomó el acceso de Green Valley casi sin aminorar.
La comisaría de Green Valley estaba situada al norte de la ciudad. Era un edificio más grande de lo que yo pensaba porque el propio Green Valley era más grande de lo que creía. Abarcaba el bonito centro que ya habíamos visto y luego se extendía hacia el norte a lo largo de un territorio en que, por todo el camino hasta Sperryville, se veían principalmente centros comerciales y pequeñas instalaciones industriales. La comisaría era lo bastante grande para albergar a veinte o treinta polis. Era larga y baja y había ido creciendo desordenadamente, con un núcleo central de una planta y dos alas. Éstas estaban dispuestas en ángulo recto, de modo que el edificio tenía forma de U. Las fachadas eran de hormigón, moldeado para que pareciera piedra. Había una extensión de césped en la parte delantera y aparcamientos a ambos lados. Justo en el centro del césped se erguía un mástil. Allá arriba colgaba la bandera norteamericana, deteriorada por la intemperie, fláccida ante la falta de viento. Al pálido sol, el conjunto parecía a la vez solemne y destartalado.
Dejamos el vehículo en el aparcamiento de la derecha, en una plaza entre dos coches patrulla. Salimos y nos dirigimos a las puertas, entramos y preguntamos por el detective Clark. El tipo del mostrador hizo una llamada interna y luego nos indicó el ala de la izquierda. Recorrimos un pasillo desordenado y llegamos a un amplio recinto. Se diría que aquello era como un barracón de detectives. Una balaustrada de madera rodeaba una hilera de cuatro sillas para visitas, y al lado había una puerta cristalera con una mesa de recepcionista. Más allá de la puerta, al fondo de una sala, se veía un despacho de teniente y media docena de escritorios pegados y llenos de teléfonos y papeles. Había archivadores arrimados a las paredes. Las ventanas estaban mugrientas, la mayoría de las persianas, rotas y torcidas.
En la mesa no había ningún recepcionista. En la sala vimos dos detectives, ambos con americanas de tweed y sentados dándonos la espalda. Uno era Clark. Hablaba por teléfono. Llamé al cristal y ambos se volvieron. Clark hizo una breve pausa, sorprendido, y luego nos indicó que entráramos. Cogimos sendas sillas y nos sentamos delante de su mesa. Él siguió hablando. Esperamos. Nos entretuvimos mirando la sala. A partir de un metro del suelo, el despacho del teniente tenía tabiques de vidrio. Dentro vi un escritorio grande, desocupado. Encima había dos escayolas como las de nuestro patólogo. No me levanté para ir a mirarlas. No habría sido educado.
Clark terminó de hablar. Colgó y anotó algo en un bloc amarillo. A continuación suspiró y echó la silla hacia atrás para mirarnos. Sabía que la nuestra no era una visita de cortesía. Aun así, no quiso preguntar de buenas a primeras si ya teníamos un nombre para él. No querría sentirse ridículo si no lo teníamos.
—Sólo pasábamos por aquí —dije.
—Muy bien —dijo.
—Buscando un poco de ayuda —añadí.
—¿Qué clase de ayuda?
—Pensaba que podría darnos sus notas sobre la barra. Ahora que ya no las van a necesitar, puesto que ya han encontrado lo suyo.
—¿Notas?
—Usted hizo una lista de ferreterías. Podríamos ahorrarnos tiempo si seguimos desde donde usted lo dejó.
—Se la podía haber enviado por fax —dijo.
—Seguramente son muchas. No queríamos causarle molestias.
—Yo podía haber estado ausente.
—De todos modos pasábamos por aquí.
—Muy bien —repitió—. Las notas de las barras. —Hizo girar la silla, se levantó y se dirigió a un archivador. Regresó con una carpeta verde de casi dos centímetros de grosor. La dejó caer sobre la mesa.
—Buena suerte —dijo.
Se sentó de nuevo, y yo indiqué a Summer que cogiera la carpeta. La abrió. Estaba llena de papeles. Hojeó. Torció el gesto. Me la pasó. Era una lista larguísima de lugares que iban desde New Jersey a Carolina del Norte. Incluía nombres, direcciones y números de teléfono. Los primeros noventa o así tenían marcas al lado. Y había unos cuatrocientos que no.
—Han de ir con cuidado —observó Clark—. En unos sitios las llaman barras de hierro y en otros barras de derribo. Deben asegurarse de que les entienden.
—¿Tienen diferentes tamaños?
—Muchos. La nuestra es bastante grande.
—¿Me deja verla? ¿O está en su sala de pruebas?
—No es ninguna prueba —aclaró Clark—. No es la verdadera arma, sino una idéntica que nos ha prestado la tienda de Sperryville. No podemos presentarla ante un tribunal.
—Pero encaja en sus moldes de escayola.
—Como un guante —dijo.
Volvió a levantarse, entró en el despacho del teniente y cogió los moldes de la mesa. Los trajo, uno en cada mano, y los dejó sobre su escritorio. Se parecían mucho a los nuestros. También había un positivo y un negativo. En cuanto al diámetro, la cabeza de la señora Kramer era bastante más pequeña que la de Carbone. Por tanto, la barra había alcanzado menos porción de su circunferencia. En consecuencia, la huella de la herida mortal tenía una longitud más corta que la nuestra. No obstante, era igual de profunda y horrible. Clark la cogió y pasó la yema de un dedo por el surco.
—Un golpe muy violento —señaló—. Estamos buscando a un tipo alto, fuerte y diestro. ¿Ha visto a alguien así?
—Cada vez que me miro en el espejo —repuse.
También el molde de la propia arma era más corto que el nuestro. Pero por lo demás se parecían muchísimo. La misma sección terrosa salpicada aquí y allá por imperfecciones microscópicas del yeso; pero básicamente lisa, recta y brutal.
—¿Me deja ver la barra de verdad? —pregunté.
—Claro —dijo Clark. Se inclinó y abrió un cajón del escritorio. Lo dejó abierto a modo de exhibidor. Me estiré hacia delante y vi la misma cosa curva y negra que había visto la mañana anterior. La misma forma, los mismos contornos, el mismo color, el mismo tamaño, las mismas bocas sacaclavos, la misma sección octogonal, el mismo brillo, la misma precisión. Era idéntica a la que habíamos dejado en la oficina del depósito de cadáveres de Fort Bird.
Recorrimos unos quince kilómetros hasta Sperryville. Repasé la lista de Clark buscando la dirección de la ferretería. Estaba allí mismo, en la quinta línea, pues no se encontraba lejos de Green Valley. Sin embargo, junto al número de teléfono no había ninguna señal. Sólo una anotación a lápiz: «No contestan». Supuse que el dueño había estado ocupado con un vidriero y una compañía de seguros. Supuse que los hombres de Clark habían llegado a efectuar una segunda llamada pero habían sido adelantados por la investigación de los de Información sobre Crímenes Nacionales.
Sperryville no era un lugar grande, así que circulamos despacio en busca de las señas. En un trecho corto vimos una serie de tiendas, y tras recorrerlo tres veces encontramos el nombre de la calle en una señal verde. Indicaba hacia un callejón estrecho y sin salida. Pasamos entre dos estructuras de madera y luego el callejón se ensanchaba en un pequeño patio, al fondo del cual se encontraba la ferretería. Era como un pequeño establo de una planta, pintado para parecer más urbano que rural. Un sitio de toda la vida. No había indicación alguna de que formara parte de alguna cadena. Era tan sólo una pequeña tienda americana, sola, sobrellevando los triunfos y las derrotas generación tras generación.
Sin embargo, era un lugar excelente para un robo en plena noche. Tranquilo, aislado, invisible para los transeúntes de la calle principal, sin piso habitado encima. En la fachada había un escaparate y una puerta, separados sólo por el marco de esta última. En el cristal del escaparate se apreciaba un agujero en forma de medialuna, provisionalmente tapado con una lámina de contrachapado recortada hábilmente. Supuse que el agujero había sido hecho por la suela de un zapato. Estaba cerca de la puerta. Un tío alto podía introducir el brazo izquierdo hasta el hombro y alcanzar fácilmente el pestillo. Pero primero habría tenido que meterlo todo y luego doblar el codo despacio y con cuidado para no engancharse la ropa. Me lo representé mentalmente con la mejilla izquierda contra el frío cristal, en la oscuridad, respirando afanosamente, buscando a tientas.
Estacionamos justo delante. Bajamos y nos detuvimos ante el escaparate. Estaba lleno de cosas. Quienquiera que las hubiera puesto allí no tenía intención de ofrecer sus servicios al Saks de la Quinta Avenida, y no sólo por sus famosos y festivos escaparates, sino porque aquí tampoco había ni rastro de intención estética. Ni diseño. Ni ofertas tentadoras. Todo estaba austeramente alineado en estantes hechos a mano. Todo llevaba una etiqueta con su precio. Era como si el escaparate dijese: «Esto es lo que hay. Si lo quiere, entre y cómprelo». En cualquier caso, todo parecía material de calidad. Había algunos artículos raros. Yo no tenía ni idea de para qué servirían. No sabía mucho de herramientas. De hecho, jamás había utilizado ninguna, salvo cuchillos. Sea como fuere, me quedó claro que esa tienda era exigente respecto a sus existencias.
Entramos, haciendo sonar la campanilla de la puerta. Dentro se conservaba la organizada y sencilla pulcritud del escaparate. Había ordenados anaqueles, estantes y compartimentos. Un suelo de madera de tablas anchas. Se apreciaba un ligero olor a aceite lubricante. Era un lugar tranquilo. Sin clientes. Tras el mostrador, un tipo de unos sesenta años, acaso setenta. Alertado por la campanilla, nos estaba mirando. Era de estatura media, delgado y algo cargado de espaldas. Llevaba gafas redondas y un jersey gris de punto. Así parecía inteligente, pero también que no estaba acostumbrado a manejar nada más grande que un destornillador. Parecía que vender herramientas era su sucedáneo de ir a la universidad y dictar un curso sobre diseño, historia y evolución de las herramientas manuales.
—¿En qué puedo ayudarles? —dijo.
—Hemos venido por lo de la barra de derribo robada —respondí—. O barra de hierro sin más, si usted prefiere.
Asintió.
—Barra de hierro —confirmó—. A mi juicio, barra de derribo suena un poco vulgar.
—Muy bien, pues la barra de hierro robada.
Esbozó una fugaz sonrisa.
—Ustedes son del ejército. ¿Se ha implantado la ley marcial?
—Llevamos a cabo una investigación paralela —puntualizó Summer.
—¿Son de la Policía Militar?
—Sí —repuso Summer, y añadió nuestro nombre y rango respectivos.
Él hizo lo propio con su nombre, que se correspondía con el letrero de encima de la puerta.
—Queremos cierta información —expliqué—. Sobre el mercado de barras de hierro.
Puso cara de interés, aunque sin desbordar entusiasmo. Era como preguntar a un forense sobre huellas dactilares y no sobre ADN. Me pareció que la evolución de las barras de hierro había concluido mucho tiempo atrás.
—¿Por dónde empiezo? —preguntó.
—¿De cuántas clases hay?
—Montones. Hay al menos seis fabricantes con los que me interesa hacer negocios. Y muchos más con los que no.
Eché un vistazo a la tienda.
—Porque usted sólo tiene material de primera.
—Exacto —dijo—. No puedo competir en precios con las grandes cadenas, así que he de ofrecer la mejor calidad y el mejor servicio.
—Mercado altamente especializado —dije.
El hombre asintió.
—Las barras de la gama baja vienen de China —explicó—. Producción en masa, hierro fundido, hierro forjado, acero forjado de poca calidad. No me interesa.
—Entonces ¿qué trae?
—De Europa importo algunas barras de titanio —especificó—. Muy caras pero muy resistentes. Y lo más importante, muy livianas. Concebidas para la policía y los bomberos. O para trabajar bajo el agua, donde por lo demás la corrosión del hierro supondría un problema. O para quienquiera que necesite algo pequeño y duradero y de manejo fácil.
—Pero la que robaron no era de ésas.
Meneó la cabeza.
—No, las barras de titanio son para especialistas. Las otras que vendo son más corrientes.
—¿Y cuáles son?
—Esta es una tienda pequeña —dijo—. Tengo que elegir los encargos con mucho cuidado, lo que en cierto modo es una pesadez, pero también un placer, pues la elección es muy gratificante. Son decisiones mías y sólo mías. Así, es evidente que para una barra de hierro escogería acerocromo al carbono. Pero, preguntarán ustedes, ¿con temple sencillo o doble? Sinceramente, prefiero temple doble, por la dureza. Y para mayor eficacia, con bocas sacaclavos muy delgadas, y por tanto, para más seguridad, cementadas. En algunas situaciones son un elemento de seguridad imprescindible. Imaginemos a un hombre encaramado a una viga de un techo alto al que se le rompiera el sacaclavos. Se caería.
—No me cabe duda —dije—. Así, acero de doble temple con sacaclavos cementados. ¿Cuál eligió?
—Bueno, de hecho he transigido con uno de los artículos que vendo. Mi fabricante preferido no hace nada inferior a cuarenta y cinco centímetros. Pero yo necesitaba treinta, como es lógico.
Seguramente me quedé mirando sin entender.
—Para tachuelas y viguetas —aclaró él—. Si uno trabaja en espacios de cuarenta centímetros, no puede utilizar una barra de cuarenta y cinco, ¿verdad?
—Supongo que no —dije.
—Entonces cojo una de treinta centímetros con un grosor de algo más de uno, aunque sólo tenga temple sencillo. De todos modos, creo que puede valer. Me refiero a la solidez. Con sólo treinta centímetros de apalancamiento, la fuerza generada por una persona no va a doblarla.
—Muy bien —dije.
—Aparte de este artículo concreto y de las especialidades en titanio, hago pedidos exclusivamente a una antigua empresa de Pittsburgh, Fortis. Fabrican dos modelos para mí. Una barra de cuarenta y cinco centímetros y otra de noventa. Ambas con un grosor de casi dos centímetros. Acerocromo al carbono de doble temple, bocas sacaclavos cementadas, pintura de muy buena calidad.
—Y la robada era la de noventa centímetros —señalé.
El hombre me miró como si yo fuera clarividente.
—El detective Clark nos ha enseñado la muestra que usted le prestó —añadí.
—Entiendo —dijo.
—Así pues, ¿la Fortis de noventa centímetros y grosor de dos es un artículo raro?
El tipo torció el gesto con cierta amargura.
—Vendo una al año —repuso—. Con mucha suerte, dos. Son caras. Y por desgracia, cada vez se valora menos la calidad. Es echar margaritas a los cerdos, como suelo decir.
—¿Pasa lo mismo en todas partes?
—¿En todas partes? —repitió.
—En otras tiendas. En la región. Lo de las barras Fortis.
—Lo siento —dijo—. Quizá no lo he dejado claro. Las fabrican para mí. Con mi propio diseño. Con mis propias y exactas especificaciones. Se hacen por encargo.
Lo miré fijamente.
—¿Son exclusivas de esta tienda?
Asintió.
—El privilegio de ser independiente.
—¿En el verdadero sentido de la palabra «exclusivo»?
Asintió de nuevo.
—Únicas en el mundo.
—¿Cuándo vendió la última?
—Hace unos nueve meses.
—¿Salta la pintura?
—Sé lo que está preguntando —dijo—. Y la respuesta es sí, desde luego. Si encuentra una que parezca nueva, es la que robaron en Nochevieja.
Para que pudiéramos hacer comparaciones, nos prestó una idéntica, como había hecho con el detective Clark. Estaba rociada de lubricante, y el mango iba envuelto con papel de seda. La dejamos en el asiento de atrás del Chevy a modo de trofeo. Luego comimos algo en el coche. Unas hamburguesas adquiridas en un establecimiento situado a unos cien metros de la tienda de herramientas.
—Dígame tres hechos nuevos —pedí.
—Uno, la señora Kramer y Carbone fueron asesinados con la misma arma. Dos, nos vamos a volver majaras tratando de encontrar una relación entre ellos.
—¿Y tres?
—No sé.
—Tres, el malo conocía Sperryville muy bien. ¿Habría encontrado usted esta tienda en la oscuridad y con prisas a menos que conociera la ciudad?
Miramos por el parabrisas. La entrada del callejón era apenas visible. Pero claro, nosotros sabíamos que estaba allí. Y estábamos a plena luz del día.
Summer cerró los ojos.
—Centrémonos en el arma —sugirió—. Dejemos a un lado todo lo demás. Visualicémosla. La barra de hierro fabricada por encargo. Única en el mundo. Salió de este callejón, de ahí mismo. Luego estuvo en Green Valley a las dos de la madrugada del uno de enero. Y después dentro de Fort Bird a las nueve de la noche del día cuatro. Hizo un viaje. Sabemos dónde empezó y dónde acabó. No estamos seguros de dónde estuvo durante ese tiempo, pero sí sabemos con seguridad que pasó por un punto concreto: la entrada de Fort Bird. Pero no sabemos cuándo.
Abrió los ojos.
—Hemos de regresar a la base —dijo—. Hemos de volver a mirar los libros de registro. Lo más pronto que pudo haber cruzado es a las seis de la mañana del uno de enero, pues Bird se halla a cuatro horas de Green Valley. Lo más tarde sería, pongamos, las ocho de la tarde del día cuatro. En medio quedan ochenta y seis horas. Hemos de revisar los registros y ver quién entró durante ese intervalo. Porque sabemos con seguridad que la barra entró y también que no lo hizo por su propio pie.
No dije nada.
—Lo siento —añadió ella—. Serán un montón de nombres.
La sensación de estar haciendo novillos había desaparecido del todo. Regresamos a la carretera y pusimos rumbo al este, en busca de la I-95. La tomamos y giramos al sur, en dirección a Fort Bird. Hacia Willard al teléfono. Hacia el enfadado cuartel Delta. Nos deslizamos bajo un techo de nubes grises justo antes de llegar a la frontera de Carolina del Norte. El cielo se oscureció. Summer encendió los faros. Pasamos por delante del edificio de la policía estatal, en el arcén del otro lado. Dejamos atrás el lugar donde había sido encontrado el maletín de Kramer. Un par de kilómetros después pasamos por el área de descanso. Tomamos el ramal de la autopista este-oeste y nos salimos en el cruce en trébol que había junto al motel de Kramer. Seguimos adelante y recorrimos los cincuenta kilómetros finales hasta Fort Bird. Los PM de la puerta anotaron nuestra entrada exactamente a las 19.30. Les dije que hicieran una copia de los registros desde las 6.00 del 1 de enero hasta las 20.00 del 4. Y que quería ese fragmento de vida de ochenta y seis horas en mi despacho inmediatamente.
Mi oficina estaba tranquila. El caos de la mañana había acabado hacía rato. Volvía a estar de servicio la sargento del niño pequeño. Parecía cansada. Me di cuenta de que no había dormido mucho. Trabajaba toda la noche y seguramente durante el día se ocupaba de su chaval. Una vida dura. Estaba preparando café. Supuse que el café le interesaba tanto como a mí. O quizá más.
—Los delta están nerviosos —dijo—. Saben que usted detuvo al búlgaro.
—No lo detuve. Sólo le hice unas preguntas.
—Parece que ellos no hacen distinciones. Han venido unas cuantas veces a preguntar por usted.
—¿Iban armados?
—No les hace falta. A ésos al menos no. Debería recluirles en sus dependencias. Puede hacerlo. Ahora está actuando como oficial al mando de la PM.
Meneé la cabeza.
—¿Algo más?
—Ha de llamar al coronel Willard antes de medianoche; si no, redactará un informe declarándolo ausente sin autorización. Dijo que lo prometía.
Asentí. Era el lógico movimiento que iba a hacer Willard a continuación. Una acusación de ASA iría en descrédito de un oficial al mando. Daría la impresión de que había perdido el control de la situación. Sobre el que huía caía siempre una acusación de ASA con todas las de la ley.
—¿Algo más? —repetí.
—Sánchez quiere un diez-dieciséis —explicó—. En Fort Jackson. Y ha vuelto a llamar su hermano.
—¿Algún mensaje?
—No.
—Muy bien —dije.
Entré en el despacho y cogí el teléfono. Summer se acercó al mapa y pasó los dedos por las chinchetas, de D.C. a Sperryville, de Sperryville a Green Valley, de Green Valley a Fort Bird. Marqué el número de Joe. Respondió al segundo tono.
—He llamado a mamá —dijo—. Aún aguanta.
—Dijo pronto, Joe. Eso no significa que tengamos que velarla a diario.
—Seguramente será más pronto de lo que pensamos. Y de lo que deseamos.
—¿Cómo estaba?
—La voz le sonaba temblorosa.
—¿Cómo estás tú?
—Tirando —dijo—. ¿Y tú?
—De momento no está siendo un gran año.
—La próxima vez deberías llamarla tú —señaló.
—Lo haré —prometí—. Dentro de unos días.
—Hazlo mañana —dijo, y colgó.
Me quedé sentado unos instantes. Luego di unos golpecitos en la horquilla del teléfono para despejar la línea y le pedí a la sargento que me pusiera con Sánchez, en Jackson. Mantuve el auricular pegado al oído. Summer me miraba fijamente.
—¿Velarla a diario? —dijo.
—No ve la hora de que le quiten la escayola —expliqué—. Dice que se siente muerta en vida.
Summer me observó con recelo y acto seguido se volvió hacia el mapa. Conecté el altavoz del teléfono y dejé el auricular sobre la mesa. En la línea se oyó un clic y a continuación la voz de Sánchez.
—He estado incordiando a la policía de Columbia sobre el coche de Brubaker —dijo.
—¿Aún no lo han encontrado? —pregunté.
—No. Y no estaban haciendo ningún esfuerzo al respecto. Lo que me parecía inconcebible. Así que seguí dándoles la lata.
—¿Qué más?
—Perdieron el otro zapato.
—¿Y eso qué significa?
—Que Brubaker no fue asesinado en Columbia —dijo—. Aquí sólo se deshicieron del cuerpo.