DE LA BELLEZA QUE LA APARIENCIA DE UTILIDAD CONFIERE A TODAS LAS PRODUCCIONES ARTÍSTICAS, Y DE LA GENERALIZADA INFLUENCIA DE ESTA ESPECIE DE BELLEZA
QUE LA utilidad es una de las principales fuentes de la belleza, es algo que ha sido observado por todo aquél que con cierta atención haya considerado lo que constituye la naturaleza de la belleza. La comodidad de una casa da placer al espectador, así como su regularidad, y asimismo le lastima advertir el defecto contrario, como cuando ve que las correspondientes ventanas son de formas distintas o que la puerta no está colocada exactamente en medio del edificio. Que la idoneidad de cualquier sistema o máquina para alcanzar el fin de su destino, le confiere cierta propiedad y belleza al todo, y hace que su sola imagen y contemplación sean agradables, es algo tan obvio que nadie lo ha dejado de advertir.
También la causa por la que nos agrada lo útil ha sido señalada en últimas fechas por un ingenioso y ameno filósofo, que aúna gran profundidad de pensamiento a la más consumada elegancia de expresión, y que posee el singular y feliz talento de tratar los asuntos más abstrusos, no solamente con la mayor lucidez, sino con la más animada elocuencia. Según él, la utilidad de cualquier objeto agrada al dueño, porque constantemente le sugiere el placer o comodidad que está destinado a procurar. Siempre que lo mira, le viene a la cabeza ese placer y de ese modo el objeto se convierte en fuente de perpetua satisfacción y goce. El espectador comparte por simpatía el sentimiento del dueño, y necesariamente considera al objeto bajo el mismo aspecto de agrado. Cuando visitamos los palacios de los encumbrados, no podemos menos que pensar en la satisfacción que nos daría ser dueños y poseedores de tan artística como ingeniosa traza de comodidades. Igual razón se da para explicar la causa de por qué la sola apariencia de incomodidad convierte a cualquier objeto en desagradable, tanto para su dueño como para el espectador.
Pero, que yo sepa, nadie antes ha reparado en que esa idoneidad, esa feliz disposición de toda producción artificiosa es con frecuencia más estimada que el fin que esos objetos están destinados a procurar; y asimismo que el exacto ajuste de los medios para obtener una comodidad o placer, es con frecuencia más apreciado que la comodidad o placer en cuyo logro parecería que consiste todo su mérito. Sin embargo, que así acontece a menudo, es algo que puede advertirse en mil casos, tanto en los más frívolos como importantes asuntos de la vida humana.
Cuando una persona entra a su recámara y encuentra que todas las sillas están en el centro del cuarto, se enoja con su criado, y antes que seguir viéndolas en ese desorden, se toma el trabajo, quizá, de colocarlas en su sitio con los respaldos contra la pared. La conveniencia de esta situación surge de la mayor comodidad de dejar el cuarto libre y sin estorbos. Para lograr esa comodidad, se impuso voluntariamente más molestias que las que le hubiera ocasionado la falta de ella, puesto que nada era más fácil que sentarse en una de las sillas, que es lo que con toda probabilidad hará una vez terminado el arreglo. Por lo tanto, parece que, en realidad, deseaba, no tanto la comodidad cuanto el arreglo de las cosas que la procuran. Y, sin embargo, es esa comodidad lo que en última instancia recomienda ese arreglo y lo que le comunica su conveniencia y belleza.
Mas no solamente respecto de cosas tan frívolas influye este principio en nuestra conducta: es muy a menudo el motivo secreto de las más serias e importantes ocupaciones de la vida, tanto privada como pública.
El hijo del desheredado, a quien el cielo castigó con la ambición, cuando comienza a mirar en torno suyo admira la condición del rico.
En su imaginación ve la vida de éste como la de un ser superior, y para alcanzarla se consagra en cuerpo y alma y por siempre a perseguir la riqueza y los honores. A fin de poder lograr las comodidades que estas cosas deparan, se sujeta durante el primer año, es más, durante el primer mes de su consagración, a mayores fatigas corporales y a mayor intranquilidad de alma que todas las que pudo sufrir durante su vida entera si no hubiese ambicionado aquéllas. Estudia, a fin de descollar en alguna ardua profesión. Con diligencia sin descanso, trabaja día y noche para adquirir merecimientos superiores a los de sus competidores. Después procura exhibir esos merecimientos a la vista pública, y con la acostumbrada asiduidad solicita toda oportunidad de empleo. Para ese fin le hace la corte a todo el mundo, sirve a los que odia y es obsequioso con los que desprecia. Durante toda su vida persigue la idea de una holgura artificiosa y galana, que quizá jamás logre, y por la que sacrifica una tranquilidad verdadera que en todo tiempo está a su alcance; holgura que, si en su más extrema senectud llega por fin a realizar, descubrirá que en modo alguno es preferible a esa humilde seguridad y contentamiento que por ella abandonó. Es hasta entonces, en los últimos trances de su vida, el cuerpo agotado por la fatiga y la enfermedad y el alma amargada con el recuerdo de mil injurias y desilusiones que se imagina proceden de la injusticia de sus enemigos o de la perfidia e ingratitud de sus amigos, cuando comienza por fin a caer en la cuenta de que las riquezas y los honores son meras chucherías de frívola utilidad, en nada más idóneas para procurar el alivio del cuerpo y la tranquilidad del alma, que puedan serlo las tenacillas de estuche del amante de fruslerías, y que, como ellas, resultan más enfadosas para la persona que las porta, que cómodas por la suma de ventajas que puedan proporcionarle.
Si examinamos, sin embargo, por qué el espectador singulariza con tanta admiración la condición de los ricos y encumbrados, descubriremos que no obedece tanto a la holgura y placer que se supone disfrutan, cuanto a los innumerables artificiosos y galanos medios de que disponen para obtener esa holgura y placer. En realidad, el espectador no piensa que gocen de mayor felicidad que las demás gentes; se imagina que son poseedores de mayor número de medios para alcanzarla. Y la principal causa de su admiración estriba en la ingeniosa y acertada adaptación de esos medios a la finalidad para que fueron creados. Pero en la postración de la enfermedad y en el hastío de la edad provecta, desaparecen los placeres de los vanos y quiméricos sueños de grandeza. Para quien se encuentre en tal situación, esos placeres no tienen ya el suficiente atractivo para recomendar los fatigosos desvelos que con anterioridad lo ocuparon. En el fondo de su alma maldice la ambición y en vano añora la despreocupación e indolencia de la juventud, placeres que insensatamente sacrificó por algo que, cuando lo posee, no le proporciona ninguna satisfacción verdadera. Tal es el lastimoso aspecto que ofrece la grandeza a todo aquel que, ya por tristeza, ya por enfermedad, se ve constreñido a observar atentamente su propia situación y a reflexionar sobre lo que, en realidad, le hace falta para ser feliz. Es entonces cuando el poder y la riqueza se ven tal como en verdad son: gigantescas y laboriosas máquinas destinadas a proporcionar unas cuantas insignificantes comodidades para el cuerpo, que consisten en resortes de lo más sutiles y delicados que deben tenerse en buen estado mediante una atención llena de ansiedades, y que, a pesar de toda nuestra solicitud, pueden en todo momento estallar en mil pedazos y aplastar entre sus ruinas a su desdichado poseedor. Son inmensos edificios que para levantarlos requieren la labor de toda una vida, y que en todo momento agobian a quien los habita y que mientras permanecen en pie, si bien pueden ahorrarle algunas de las más pequeñas incomodidades, en nada pueden protegerlo contra las más severas inclemencias de la estación. Lo defienden del chubasco veraniego, no de la borrasca invernal; pero en todo tiempo lo dejan igualmente y a veces aún más expuesto que antes, a la ansiedad, al temor y al infortunio; a las enfermedades, a los peligros y a la muerte.
Mas aunque esta melancólica filosofía, para nadie extraña en tiempos de enfermedad y desdicha, menosprecia de un modo tan absoluto esos máximos objetos del deseo humano, cuando disfrutamos, en cambio, de mejor salud o de mejor humor, entonces jamás dejamos de considerarlos bajo un aspecto más placentero. Nuestra imaginación, que mientras sufrimos un dolor o una pena parece quedar confinada y encerrada dentro de los límites de nuestra propia persona, en época de holgura y prosperidad se extiende a todo lo que nos rodea. Es entonces cuando nos fascina la belleza de las facilidades y acomodo que reina en los palacios y economía de los encumbrados, y admiramos la manera como todo concurre al fomento de su tranquilidad, a obviar sus necesidades, a complacer sus deseos y a divertir y obsequiar sus más frívolos caprichos. Si consideramos por sí sola la verdadera satisfacción que todas estas cosas son susceptibles de proporcionar, separada de la belleza de disposición calculada para suscitarla, siempre aparecerá en grado eminente despreciable e insignificante. Empero, muy raras son las veces en que la miramos bajo esta abstracta y filosófica luz. De suyo la confundimos en nuestra imaginación con el orden, con el movimiento uniforme y armonioso del sistema, con la máquina o economía por cuyo medio se produce. Los placeres de la riqueza y de los honores, considerados desde este punto de vista ficticio, hieren la imaginación como si se tratase de algo grandioso, bello y noble por cuyo logro bien vale todo el afán y desvelo que tan dispuestos estamos a emplear en ello.
DE LA BELLEZA QUE LA APARIENCIA DE UTILIDAD CONFIERE AL CARÁCTER Y A LOS ACTOS DE LOS HOMBRES; Y HASTA QUE PUNTO LA PERCEPCIÓN DE ESA BELLEZA DEBE CONSIDERARSE COMO UNO DE LOS PRINCIPIOS APROBATORIOS ORIGINALES
LA ÍNDOLE de los hombres, así como los artefactos o las instituciones del gobierno civil, pueden servir o para fomentar o para perturbar la felicidad, tanto del individuo como de la sociedad. El carácter prudente, equitativo, diligente, resuelto y sobrio, promete prosperidad y satisfacción, tanto para la persona como para todos los que están en relación con ella. Por el contrario, la arrebatada, la insolente, la perezosa, afeminada y voluptuosa, presagia la ruina al individuo y la desgracia a todos los que con él tengan tratos. La primera de estas maneras de ser tiene, por lo bajo, toda la belleza que pudiera adornar a la máquina más perfecta que jamás se haya inventado para el fomento del fin más deseable; la segunda, toda la deformidad del más desmañado y torpe artefacto. ¿Acaso puede existir otra institución de gobierno más adecuada para fomentar la felicidad humana que la preponderancia de la sabiduría y de la virtud? Todo gobierno no es sino un remedio imperfecto a la falta de éstas. Por tanto, la belleza que pueda corresponder al gobierno civil a causa de su utilidad, necesariamente deberá corresponder en mucho mayor grado a la sabiduría y a la virtud. Por lo contrario, ¿qué otro sistema político puede ser más ruinoso y destructivo que los vicios de los hombres? La única causa de los efectos fatales que acarrea un mal gobierno, es que no imparte suficiente protección contra los daños a que da lugar la maldad de los hombres.
La belleza y deformidad que los distintos caracteres, por lo visto, derivan de su utilidad o falta de ella, propenden a impresionar de un modo peculiar a quienes en abstracto y filosóficamente consideran los actos y la conducta de los hombres. Cuando un filósofo examina por qué los sentimientos humanitarios reciben nuestra aprobación o por qué condenamos la crueldad, no siempre forma en su mente de un modo claro y preciso el concepto de un acto en particular, ya sea de humanitarismo, ya de crueldad, sino que comúnmente se conforma con la noción vaga e indeterminada que la general designación de esas cualidades le sugiere. Sin embargo, solamente en casos específicamente determinados es donde la propiedad o impropiedad, el merecimiento o desmerecimiento de los actos resultan cosas obvias y discernibles. Únicamente cuando se dan ejemplos particulares podemos percibir con distinción la concordia o la desavenencia entre nuestros propios afectos y los del agente, o bien sentir, en un caso, que brota una gratitud de solidaridad hacia él, o de resentimiento, en el otro. Cuando consideramos a la virtud y al vicio de un modo general y abstracto, aquellas cualidades que provocan esos diversos sentimientos parece que, en buena parte, desaparecen, y los sentimientos mismos se vuelven menos obvios y discernibles. Por lo contrario, los felices efectos, en un caso, y las fatales consecuencias, en el otro, parece que se yerguen ante nuestra mirada, y como quien dice se destacan y separan de todas las demás cualidades de uno y otro.
El mismo ingenioso y ameno autor que por vez primera explicó la causa del agrado de lo útil, se ha impresionado tanto con ese modo de ver las cosas, que ha reducido todo el sentimiento aprobatorio de la virtud a la simple percepción de esa especie de belleza que resulta de la apariencia de la utilidad. Ninguna cualidad espiritual, dice, es aprobada como virtuosa, sino aquéllas que son útiles o placenteras, ya sea para la persona misma, ya para los otros, y ninguna cualidad da lugar a ser reprobada por viciosa, sino aquéllas de contraria tendencia. Y, en verdad, al parecer la Naturaleza ha ajustado tan felizmente nuestros sentimientos de aprobación y reprobación a la conveniencia tanto del individuo como de la sociedad, que, previo el más riguroso examen, se descubrirá, creo yo, que se trata de una regla universal. Sin embargo, afirmo que no es el darse cuenta de la utilidad o perniciosidad aquello en que consiste la primera o principal fuente de nuestra aprobación o reprobación. Sin duda, estos sentimientos están realzados y avivados por la percepción de la belleza o deformidad que resulta de la utilidad o perniciosidad; pero, a pesar de ello, digo que son distintos original y esencialmente de tal percepción.
Ante todo, parece imposible que la aprobación de la virtud sea un sentimiento de la misma especie que aquel por medio del cual aprobamos un cómodo y bien trazado edificio; o que no tengamos otro motivo para encomiar a alguien que no sea el mismo por el cual alabamos un armario.
En segundo lugar, si se reflexiona, se descubrirá que el provecho de cualquier disposición de ánimo rara vez constituye la primera causa de nuestra aprobación, y que el sentimiento aprobatorio siempre implica un sentido de lo propio muy distinto a la percepción de lo útil. Fácil es observar esto en relación con todas aquellas cualidades que, como virtuosas, reciben nuestra aprobación, tanto con las que conforme a esa doctrina se consideran originalmente útiles a nosotros mismos, como con las que se estiman a causa de su utilidad para los otros.
Las cualidades más útiles para nosotros son, en primer lugar, la razón en grado superior y el entendimiento, que nos capacitan para discernir las consecuencias remotas de todos nuestros actos y prever el provecho o perjuicio que con probabilidad pueda resultar de ellos; y, en segundo lugar, el dominio de sí mismo, que permite abstenernos del placer del momento o soportar el dolor de hoy, a fin de obtener un mayor placer o evitar un dolor más grande en lo futuro. En la unión de esas dos cualidades consiste la virtud de la prudencia, de todas las virtudes la más útil al individuo.
En relación a la primera de esas cualidades, ya se ha advertido antes que la razón en grado superior y el entendimiento, motivan, en cuanto tales, nuestra aprobación como cosa justa y debida y exacta, y no meramente como útil y provechosa. Es en las ciencias más abstrusas, particularmente en las altas matemáticas, donde los mayores y más admirables esfuerzos de la razón humana se han desplegado; pero el provecho de esas ciencias, para el individuo o para el público, no es obvio y requiere una demostración que no siempre es fácilmente comprendida. No fue, por tanto, su utilidad lo que primero las hizo acreedoras a la admiración pública. Poco se insistía en esa cualidad, hasta que fue forzoso contestar de algún modo los reproches de quienes, no gustando de tan sublimes especulaciones, se esforzaban en despreciarlas por inútiles.
Y del mismo modo, aprobamos el dominio de sí mismo, que sirve para refrenar nuestros apetitos presentes, a fin de poder satisfacerlos mejor en otra ocasión, tanto bajo el aspecto de propiedad, como bajo el de utilidad. Cuando obramos de ese modo, los sentimientos que dirigen nuestra conducta parece que coinciden exactamente con los del espectador. Éste no experimenta la incitación de nuestros apetitos presentes; para él, el placer que vamos a disfrutar de aquí a una semana o un año, es igualmente importante que el que vamos a disfrutar en este momento. Por lo tanto, cuando acontece que en beneficio del presente sacrificamos el futuro, nuestro comportamiento le parece absurdo y en alto grado extravagante, y queda incapacitado para compartir los principios que lo norman. Por lo contrario, cuando nos abstenemos de gozar un placer presente, a fin de asegurar un mayor placer por venir, cuando nos comportamos como si el objeto remoto nos interesase tanto como el que de un modo inmediato apremia los sentidos, como nuestros afectos corresponden exactamente a los suyos, no puede menos que aprobar nuestro comportamiento, y como sabe por experiencia que muy pocos son capaces de ese dominio de sí mismo, mira nuestra conducta con no poca extrañeza y admiración. De ahí surge esa alta estimación con que los hombres consideran naturalmente la firme perseverancia en el ejercicio de la frugalidad, industria y consagración, aunque no vaya dirigido a otro fin que la adquisición de fortuna. La denodada firmeza de la persona que así se conduce y que, para obtener una grande, aunque remota ventaja, no solamente renuncia a todo placer presente, sino soporta los mayores trabajos tanto mentales como corporales, necesariamente impone nuestra aprobación. La perspectiva de su interés y felicidad que parece ordenar su conducta, cuadra exactamente con la idea que naturalmente nos hemos formado de ella. Existe la más perfecta correspondencia entre sus sentimientos y los nuestros, y, al mismo tiempo, por lo que enseña la experiencia de la común flaqueza de la naturaleza humana, es una correspondencia que razonablemente no era de esperarse. No solamente aprobamos, pues, sino hasta cierto punto admiramos su conducta y la tenemos como merecedora de no escaso aplauso. Es precisamente la consciencia de esta merecida aprobación y estima lo único capaz de sostener al agente en la observancia de una conducta de ese estilo. El placer que hemos de disfrutar de aquí a diez años nos interesa tan poco en comparación con el que podamos saborear hoy, la pasión que el primero despierta es, naturalmente, tan débil en comparación con la violenta emoción que el segundo tiende a provocar, que jamás el uno podría compensar el otro, a no ser por el sustento de ese sentido de propiedad, de esa consciencia de merecer la estimación y aprobación de todo el mundo al conducirnos de un modo, y a no ser porque nos convertimos, al conducirnos del otro, en objetos propios de su desprecio y escarnio.
Humanidad, justicia, generosidad y espíritu público, son las cualidades de mayor utilidad para los demás. Más atrás se ha explicado en qué consiste la propiedad de la humanidad y justicia; ahí se mostró hasta qué punto nuestra estimación y aprobación de esas cualidades dependen de la conformidad entre los afectos del agente y los de los espectadores.
La propiedad de la generosidad y del espíritu público se funda en el mismo principio que en el caso de la justicia. La generosidad es distinta de la humanidad. Esas dos cualidades que a primera vista parecen tan semejantes, no siempre pertenecen a la misma persona. La humanidad es virtud propia de la mujer; la generosidad, del hombre. El bello sexo, que por lo común tiene mucha más ternura que el nuestro, rara vez tiene igual generosidad. La legislación civil sabe que las mujeres pocas veces hacen donaciones de alguna consideración [1]. La humanidad consiste meramente en el exquisito sentimiento hacia el prójimo, que el espectador abriga respecto del sentimiento de las personas principalmente afectadas, de tal modo que llora sus penas, resiente sus injurias y festeja sus éxitos. Los actos más humanos no exigen abnegación ni dominio sobre sí mismo, ni un gran esfuerzo del sentido de lo apropiado. Consisten simplemente en hacer lo que esa exquisita simpatía por sí sola nos incita a llevar a cabo. Otra cosa es la generosidad. Jamás se es generoso sino cuando de algún modo preferimos otra persona a nosotros mismos, y sacrificamos algún grande e importante interés propio a otro igual interés de un amigo o de alguien que es nuestro superior. Quien renuncia a las pretensiones a un empleo, codiciado objeto de su ambición, sólo porque se imagina que los servicios de otro le dan mejor derecho; quien expone la vida para defender la de su amigo que estima más valiosa que la suya, éstos, en ambos casos, no obran por humanidad o porque sientan con mayor exquisitez lo que toca a la otra persona que lo que a ellos concierne. Ambos consideran esos opuestos intereses, no a la luz de lo que a ellos naturalmente pueda parecerles, sino de aquélla en que a los otros aparecen. Para cualquier circunstante, el éxito o conservación de esta otra persona puede, en justicia, ser de mayor interés que el éxito o conservación suyos; pero es imposible que así sea para ellos. Por lo tanto, cuando en interés de esta otra persona sacrifican la propia, es que acomodan sus sentimientos a los del espectador, y por un esfuerzo de magnanimidad actúan de conformidad con la opinión que ellos saben deberá naturalmente ser la de un tercero cualquiera. El soldado que sacrifica su vida para salvar la de su oficial, quizá resultaría muy poco afectado por la muerte de éste si ocurriese sin culpa suya, y cualquier pequeña desgracia que le hubiese acaecido quizá hubiera provocado en él un dolor más vivo. Pero cuando se esfuerza por obrar de tal modo que merezca el aplauso y obligue al espectador imparcial a penetrar en los motivos de su conducta, siente que, para todo el mundo menos para él, su propia vida es una bagatela comparada con la de su oficial, y que al sacrificar la una por la otra, está obrando muy propiamente y conforme a lo que sería la natural comprensión de cualquier circunstante imparcial.
Y acontece lo mismo en los casos en que se hace gala de un excesivo espíritu público. Cuando un joven oficial expone la vida para aumentar los dominios de su soberano en una insignificancia, no es porque, para él, la adquisición de ese nuevo territorio sea algo más deseable que la conservación de su propia vida. Para él, su vida es infinitamente más valiosa que la conquista de un reino entero por el Estado a quien presta sus servicios. Mas al establecer la comparación entre ambas cosas, prescinde del punto de vista normal para él, y acepta el de la nación por la que está guerreando. Para ésta, es de la mayor importancia el éxito de la empresa y de poca consecuencia la muerte de un individuo particular. Cuando el oficial hace suyo este punto de vista, inmediatamente comprende que difícilmente puede ser pródigo en demasía de su propia sangre, si, derramándola, contribuye a tan alto fin. El heroísmo de su conducta consiste, debido al sentido del deber y de lo que es propio, en ahogar el más fuerte de todos los impulsos naturales. Muchos son los honrados ingleses a quienes en lo particular les dolería más la pérdida de una guinea que la pérdida de Menorca, pero que, sin embargo, mil veces preferirían, en caso de estar en su poder la defensa de esa fortaleza, sacrificar la vida antes de verla caer por su culpa en manos del enemigo. Cuando el primer Bruto condujo a sus propios hijos al cadalso porque habían conspirado contra la naciente libertad de Roma, sacrificó lo que, de haberlo consultado tan sólo consigo mismo, resultaría ser el afecto más fuerte en aras del más débil. Normalmente, Bruto debió sentir en mucho mayor grado la muerte de sus hijos que todos los posibles males que habría padecido Roma por falta de tan egregio ejemplo. Pero él los miró, no con los ojos de su padre, sino con los de un ciudadano romano. Tan estrechamente compartió los sentimientos propios de esta condición, que en nada tuvo el lazo que lo unía a sus hijos; y para un ciudadano romano, los hijos de Bruto, puestos en la balanza con el menor de los intereses públicos de Roma, resultaban cosa despreciable. En éste, como en todos los demás casos de la misma especie, nuestra admiración está fundada, no tanto en la utilidad cuanto en lo insólito, y de ahí deriva la grandiosa, noble y sublime propiedad de tales actos. Ciertamente, cuando consideramos esa utilidad comprendemos que les comunica una belleza adicional que nos los hace aún más recomendables a nuestra aprobación; pero tal belleza es principalmente perceptible a los hombres reflexivos y especulativos, y en manera alguna es la cualidad que primero recomienda esos actos a los naturales sentimientos del núcleo de los hombres.
Conviene advertir que la parte en que la aprobación obedece a la percepción de la belleza de lo útil, no tiene relación alguna con los sentimientos ajenos. Por lo tanto, si fuese factible que una persona llegase a la edad adulta en total incomunicación social, sus actos, a pesar de todo, podrían serle agradables o desagradables, según tendiesen hacia su felicidad o desventaja. Podría percibir cierta belleza de esa especie en la prudencia, en la templanza y en la buena conducta, y una deformidad en el comportamiento opuesto; podría, en un caso, considerar su propio temperamento y carácter con esa especie de satisfacción con que acostumbramos ver una bien dispuesta máquina, o, en el otro, con esa especie de disgusto e insatisfacción con que contemplamos un aparato embarazoso y torpe. Sin embargo, como estas percepciones son meramente cuestión de gusto y participan de la debilidad y fragilidad de las percepciones de esa especie —sobre cuya exactitud se funda lo que con propiedad se llama el gusto—, es muy probable que quien se encontrase en su solitaria y desdichada condición, no les prestaría gran atención. Y aun cuando se le ocurriesen, en modo alguno le afectarían de la misma manera antes de su incorporación a la sociedad que a consecuencia de esa incorporación. La sola idea de su propia deformidad no le ocasionaría una interna postración de bochorno, ni la consciencia de la opuesta belleza le produciría la exaltación de un secreto triunfo del alma. La noción de merecer recompensa, en un caso, no lo llenaría de júbilo, ni, en el otro caso, temblaría ante la perspectiva de un merecido castigo. Todos los sentimientos de esa clase implican la noción de otro sujeto que es el juez natural de la persona que los experimenta, y solamente por simpatía con los laudos de este árbitro de su conducta, puede concebir, ya sea el triunfo de la propia alabanza, ya la vergüenza de la condenación de sí mismo.