CAPÍTULO I

DEL PRINCIPIO DE LA APROBACIÓN REPROBACIÓN DE SÍ MISMO

EN LAS dos partes precedentes de esta disertación he considerado principalmente el origen y fundamentación de nuestros juicios respecto de los sentimientos y conducta ajenos. Paso ahora a considerar con más particularidad el origen de aquellos respecto de los nuestros.

El principio por el cual aprobamos o reprobamos naturalmente nuestra propia conducta, parece ser en tocio el mismo por el cual nos formamos parecidos juicios respecto de la conducta de las demás gentes. Aprobamos o reprobamos la conducta de otro, según que sintamos que, al hacer nuestro su caso, nos es posible o no simpatizar cabalmente con los sentimientos y motivos que la normaron. Y, del mismo modo, aprobamos o reprobamos nuestra propia conducta, según que sintamos que, al ponernos en el lugar de otro y como quien dice mirar con su ojos, y desde su punto de vista, nos es posible o no, simpatizar cabalmente con los sentimientos y motivos que la determinaron. No podemos nunca inspeccionar nuestros propios sentimientos y motivos; no podemos nunca formar juicio alguno respecto de ellos, a no ser que nos salgamos de nuestro natural asiento, y procuremos visualizarlos como si estuviesen a cierta distancia de nosotros. Mas la única manera como podemos hacer esto es intentando contemplarlos a través de los ojos de otras gentes, o, mejor dicho, al modo en que otras gentes probablemente los verían. Todo juicio que nos formemos sobre ellos, de consiguiente, necesariamente deberá guardar alguna secreta relación, ya sea con lo que son o con lo que —bajo ciertas condiciones— serían, o con lo que imaginamos debieran ser los juicio de los otros. Pugnamos por examinar la conducta propia al modo que imaginamos lo haría cualquier espectador honrado e imparcial. Si, poniéndonos en su lugar, logramos concienzudamente penetrar en todas las pasiones y motivos que la determinaron, la aprobamos, por simpatía con el sentimiento aprobatorio de ese supuesto tan equitativo juez. Si, por el contrario, participamos de su reprobación, es que la condenamos.

De ser posible que un hombre viviese en algún lugar solitario hasta llegar a la edad viril, sin que tuviese comunicación alguna con otros hombres, tan imposible le sería pensar en su propia índole, en la propiedad o el demérito de sus sentimientos y de su conducta, en la belleza o deformidad de su propia mente como en la belleza o deformidad de su propio rostro. Todos éstos son objetos que no puede fácilmente ver, que naturalmente no mira y respecto de los que carece de espejo que sirva para presentárselos a su vista. Incorporadlo a la sociedad, e inmediatamente estará provisto del espejo de que antes carecía. Es colocado frente al juicio y comportamiento de aquellos con quienes vive —que siempre registran cuando comparten o reprueban sus sentimientos—, es ahí donde por primera vez verá la conveniencia o inconveniencia de sus propias pasiones, la belleza o deformidad de su propia mente. Para un hombre que desde su nacimiento fuese extraño a la sociedad, los objetos de sus pasiones, los cuerpos externos que le agradasen o molestasen ocuparían el total de su atención. Las pasiones mismas, los deseos y las aversiones, los goces y los pesares que tales objeto excitasen, aun cuando fueran, de todas las cosas, lo más inmediatamente presente para él, difícilmente serían objeto de sus reflexiones. El pensar en ellos nunca podría interesarle lo bastante como para ocupar su atenta consideración. La consideración de su alegría no podría excitar internamente una nueva alegría, ni la de su aflicción una nueva aflicción, aun cuando la consideración de las causas de esas pasiones puede muy a menudo excitar ambas. Incorporadlo a la sociedad, y todas sus pasiones se convertirán inmediatamente en causas de nuevas pasiones. Advertirá que los hombres aprueban algunas y repugnan otras. En un caso se sentirá exaltado, deprimido en el otro; sus deseos y aversiones, sus alegrías y pesares, con frecuencia se convertirán en causa de nuevos deseos y nuevas aversiones, nuevas alegrías y nuevos pesares, y por ello, ahora le interesarán profundamente y con frecuencia ocuparán su más atenta consideración.

Las primeras ideas sobre la belleza y deformidad de las personas las sacamos de la figura y apariencia de los otros, no de las nuestras. Sin embargo, pronto advertimos que los otros también se forman un juicio de esa naturaleza acerca de nosotros. Nos complace que nuestra figura les agrade y nos desplace cuando les disgusta. Ansiamos saber hasta qué punto nuestra apariencia merece su censura o bien su aprobación. Examinamos miembro por miembro nuestra persona, y colocándonos ante un espejo o por otro medio semejante, procuramos, hasta donde es posible, contemplarlos a distancia y con ojos ajenos. Si después de esta inspección quedamos satisfechos con nuestra apariencia, nos es más fácil soportar los juicios más adversos de los otros; si, por lo contrario, tenemos conciencia de que somos el natural objeto de la aversión, toda muestra de su desaprobación nos causa una mortificación sin límites. Un hombre que sea medianamente hermoso permitirá que se rían de cualquier insignificante deformación de su persona; pero tales bromas resultan comúnmente insoportables para quien realmente es deformado. De todos modos, lo que es evidente es que nuestra propia belleza o deformidad nos preocupan solamente a causa de sus efectos sobre los otros. De estar completamente desligados de la sociedad, ambas cosas nos serían totalmente indiferentes.

Del mismo modo, nuestros primeros juicios morales se refieren a la índole y conducta de los otros, y con gran desenvoltura observamos la manera cómo la una y la otra nos afectan. Pero pronto aprendemos que las demás gentes se toman iguales libertades respecto de nosotros. Ansiamos saber hasta qué punto merecemos su censura o bien su aplauso, y si ante ellas necesariamente aparecemos tan agradables o desagradables como ellas ante nosotros. Comenzamos, pues, a examinar nuestras propias pasiones y conducta, y a considerar lo que puedan parecer pensando lo que a nosotros nos parecerían si estuviésemos en su lugar. Fingimos ser espectadores de nuestro propio comportamiento, y procuramos imaginar el efecto que, bajo esta luz, produciría sobre nosotros. Tal es el único espejo con el que, en cierta medida, podemos a través de los ojos ajenos escudriñar la conveniencia de nuestra conducta. Si desde este punto de vista no nos desagrada, quedamos pasaderamente satisfechos. Podemos ser más indiferentes respecto del aplauso y, en cierta medida, despreciar la censura de todo el mundo, con tal de que estemos convencidos de ser, por mucho que se nos malentienda o malinterprete, el natural y adecuado objeto de aprobación. Por lo contrario, si carecemos de ese convencimiento, a menudo y precisamente por ese motivo estamos más ansiosos de obtener la aprobación ajena, y a condición de que, como se dice, no hayamos estrechado la mano a la infamia, nos pone fuera de nosotros mismos la sola idea de la censura de los otros, que de este modo nos hiere con redoblado rigor.

Cuando me esfuerzo por examinar mi propia conducta, cuando me esfuerzo por pronunciar sentencia sobre ella, ya sea para aprobarla o para condenarla, es evidente que, en tales casos, es como si me dividiera en dos distintas personas, y que yo, el examinador y juez, encarno un hombre distinto al otro yo, la persona cuya conducta se examina y juzga. El primero es el espectador, de cuyos sentimientos respecto a mi conducta procuro hacerme partícipe, poniéndome en su lugar y considerando lo que a mí me parecería si la examinara desde ese punto de vista. El segundo es el agente, la persona que con propiedad designo como a mí mismo, y de cuya conducta trataba de formarme una opinión, como si fuese la de un espectador. El primero es el juez, el segundo la persona de quien se juzga. Pero que el juez sea, en todo y por todo, el mismo que la persona de quien se juzga, es algo tan imposible como que la causa fuese en todo y por todo lo mismo que el efecto.

Ser amable y ser meritoria, es decir, ser digna de amor y de recompensa, son los dos grandes rasgos de la virtud; y ser odioso y acreedor al castigo, lo son del vicio. Pero estos rasgos tienen una inmediata referencia a los sentimientos ajenos. De la virtud no se dice que es amable o meritoria, porque sea el objeto de su propio amor o de su propia gratitud, sino porque provoca dichos sentimientos en los otros hombres. La conciencia de saberse objeto de tan favorable consideración, es lo que origina esa tranquilidad interior y propia satisfacción con que naturalmente va acompañada, así como la sospecha de lo contrario, ocasiona los tormentos del vicio. ¿Qué mayor felicidad que la de ser amado, y saber que merecemos el amor? ¿Qué mayor desdicha que la de ser odiado, y saber que merecemos el odio?

CAPÍTULO IV

SOBRE LA NATURALEZA DEL ENGAÑO DE SI MISMO, Y DEL ORIGEN Y UTILIDAD DE LAS REGLAS GENERALES

DOS SON las ocasiones en que examinamos la propia conducta y nos esforzamos por verla a la luz con que el imparcial espectador la vería. Primero, cuando estamos a punto de actuar; segundo, después de haber actuado. En ambos casos es muy fácil que nuestros juicios sean parciales; pero mucho más propenderán a serlo cuando más importa que sean dé otro modo.

Cuando estamos a punto de actuar, la avidez de la pasión raramente nos permitirá considerar lo que hacemos con el desapasionamiento de una persona indiferente. Las emociones violentas que en esos momentos nos agitan, nublan nuestros juicios sobre las cosas, aun cuando nos esforcemos por ocupar el lugar de otro y considerar los objetos de nuestro interés a la luz en que él naturalmente los consideraría. El ímpetu de nuestras pasiones nos hace volver repetidamente a nuestro propio sitio, donde a causa del amor propio, todo aparece amplificado y desfigurado. Del modo como aquellos objetos serían vistos por otra persona, de los juicios que sobre ellos se formaría, solamente podemos ofrecer, si se nos permite la expresión, atisbos fugaces que en un momento desaparecen y que, aun mientras perduran, no son del todo justos. No nos es posible, ni por esos momentos, despojarnos completamente del calor y vehemencia que nos inspira nuestra peculiar situación, ni tampoco considerar con la imparcialidad de un juez recto lo que estamos a punto de hacer. Por este motivo las pasiones, como dice el P. Malebranche, siempre se justifican a sí mismas, y parecen razonables y proporcionadas a sus objetos mientras continuemos experimentándolas.

Una vez agotada la acción y una vez que las pasiones que la instigaron se han apaciguado, podemos, ciertamente, penetrar con mayor frialdad los sentimientos del espectador indiferente. Lo que antes tanto nos interesó, se ha convertido en algo tan indiferente para nosotros como siempre lo fue para él, y podemos entonces examinar nuestra conducta con su mismo desapasionamiento e imparcialidad. El hombre de hoy ya no está agitado por las mismas pasiones que perturbaron al hombre de ayer; y no bien ha pasado el paroxismo de la emoción —así como el paroxismo de la aflicción— cuando, como quien dice, podemos ya identificarnos con ese hombre ideal que el pecho encierra, y, por nuestra cuenta, ver, así como en un caso nuestra situación, en el otro, nuestra conducta, con la severa mirada del más imparcial espectador. Mas ahora nuestros juicios son por lo general de escasa importancia en comparación con lo que antes fueron, y con frecuencia no acarrean sino vanos remordimientos e inútil compunción, sin que esto nos asegure de no incurrir en iguales errores en lo porvenir.

Así son de parciales los juicios de los hombres en lo que se refiere a la conveniencia de su propia conducta, tanto en el momento de actuar como después; y así de difícil es que la juzguen a la luz bajo la que cualquier espectador indiferente la consideraría. Pero si fuese por una facultad especial, tal como se supone que es el sentido moral, por la que juzgasen de su propia conducta, si estuviesen dotados de un especial poder de percepción que sirviese para distinguir entre la belleza y la deformidad de las pasiones y afectos, como sus propias pasiones estarían más inmediatamente expuestas a la vista de esa facultad, resultaría que las juzgaría con más precisión que las de los otros hombres, de las que sólo tendría una más lejana perspectiva.

Este engaño de sí mismo, esta fatal flaqueza de los hombres, es causa de más de la mitad de los desórdenes de la vida humana. Si pudiéramos vernos al modo que nos ven los otros o al modo como nos verían si lo supieran todo, sería inevitable una reforma general. De otro modo no podríamos sostener la lucha.

Sin embargo, la Naturaleza no ha dejado esa humana flaqueza, que es de tanta importancia, sin algún remedio, y tampoco nos ha abandonado por completo a los engaños del amor propio. Nuestra constante observación de la conducta ajena, insensiblemente nos lleva a la formación de ciertas reglas generales relativas a lo que es debido y conveniente ya sea hacer o evitar. Algunas acciones de los otros escandalizan todos nuestros sentimientos naturales. Advertimos que todos los que nos rodean manifiestan igual aversión por tales actos. Esto, de nuevo confirma y hasta agrava nuestro natural sentido de su deformidad. Quedamos satisfechos de haberlos juzgado de un modo conveniente cuando advertimos que las otras gentes los juzgan del mismo modo. Tomamos la resolución de no hacernos culpables de semejantes actos, ni, de ese modo, convertirnos jamás, por ningún motivo, en objeto de universal reprobación. De esta manera es como naturalmente nos proponemos la regla general de que todos los tales actos deben evitarse en cuanto que tienden a hacernos odiosos despreciables o acreedores al castigo, y objeto de todos aquellos sentimientos que nos inspiran el mayor temor y aversión. Otros actos, por lo contrario, provocan nuestra aprobación, y de todos cuantos nos rodean oímos la misma favorable opinión respecto a ellos. Todo el mundo está deseoso de honrarlos y premiarlos. Estimulan todos aquellos sentimientos que por naturaleza más deseamos: el amor, la gratitud, la admiración del prójimo. Surge en nosotros la ambición de emularlos, y así es como naturalmente sentamos una regla general distinta: que toda oportunidad de obrar de ese modo debe cuidadosamente buscarse.

Así es como se forman las reglas generales de la moralidad. Están en última instancia fundadas en la experiencia de lo que, en casos particulares, aprueban o reprueban nuestras facultades morales o nuestro sentido del mérito y de la conveniencia. Originariamente no aprobamos o condenamos los actos en particular porque al examinarlos resulten estar de acuerdo o no con alguna regla general. Por lo contrario, la regla general se forma a través de la experiencia, lo cual nos descubre que se aprueban o reprueban todos los actos de determinada especie o circunstanciados en cierta manera. El hombre que por vez primera presenció un asesinato inhumano cometido por avaricia, envidia o por un injusto resentimiento, siendo la víctima alguien que amaba y confiaba en el asesino; que además contempló la postrera agonía del moribundo, y que oyó cómo con su último aliento se dolía más bien de la perfidia e ingratitud del falso amigo que de la violencia cometida en su persona; para ese espectador no habría necesidad de advertir, a fin de concebir el horror de ese acto, que una de las más sagradas reglas de conducta es la que prohíbe privar de la vida a un inocente, que en el caso hubo una flagrante violación de la regla y que, por consiguiente, se trata de una acción altamente reprobable. Es evidente que su aborrecimiento por este crimen, surgiría instantáneamente y con anterioridad a que el espectador se formulase semejante regla general. Por lo contrario, la regla general que pudiera después formularse, estaría fundada en el aborrecimiento que necesariamente sentiría en su pecho al pensar en éste y en cualquier otro caso de la misma especie.

Ciertamente, cuando ya están formadas estas reglas generales, cuando universalmente están aceptadas y establecidas por la concurrencia de los sentimientos de todos los hombres, es frecuente que apelemos a ellas como normas de juicio para determinar el grado de encomio o de reproche que merecen ciertos actos complicados o dudosos. En casos como éstos, se las cita como última fundamentación de lo que es justo e injusto en la conducta humana, y que este hecho parece haber descarriado a varios muy eminentes autores, al erigir sus sistemas bajo el supuesto de que originariamente los juicios humanos respecto al bien y al mal, se formaban como las sentencias judiciales, es decir, considerando primero la regla general y después, en segundo lugar, si el acto particular que se examina queda dentro de su comprensión.

Esas reglas generales de conducta, una vez fijadas en nuestra mente por una reflexión habitual, son de gran utilidad para corregir las tergiversaciones del amor propio, respecto a lo que adecuada y convenientemente debe hacerse en nuestra particular situación. El hombre de violento resentimiento, si escuchase los dictados de esa pasión, probablemente consideraría la muerte de su enemigo como escasa compensación del daño que se imagina haber recibido, el que, sin embargo, quizá no pase de ser una leve provocación. Pero su observación sobre la conducta de los otros le ha enseñado lo horrible que son las venganzas sanguinarias. A no ser que su educación haya sido muy especial, se ha propuesto a sí mismo, como ley inviolable, la total abstención de tales venganzas. Esta regla ejerce su autoridad sobre él y lo incapacita para hacerse culpable de esa violencia. Sin embargo, la furia de su temperamento puede ser tanta, que de haber sido ésa la primera vez que meditaba la ejecución de tal acto, es indudable que lo habría calificado de muy justo y apropiado y digno de la aprobación de todo espectador imparcial. Mas el acato a la regla que la experiencia pasada le ha inculcado, detiene la impetuosidad de su pasión y le ayuda a corregir los juicios demasiado parciales que de otro modo le habría sugerido el amor propio, respecto de lo que sería conveniente hacer en su situación.