QUE TODO LO QUE PARECE SER OBJETO PROPIO DE LA GRATITUD, PARECE MERECER RECOMPENSA; Y QUE, DEL MISMO MODO, TODO LO QUE PARECE SER OBJETO PROPIO DE RESENTIMIENTO, PARECE MERECER CASTIGO
A NOSOTROS nos aparecerá, pues, como merecedor de recompensa, aquel acto que se ofrezca como el objeto propio y aceptado de ese sentimiento que más inmediata y directamente nos incita a la recompensa, o sea a hacerle bien a otro. Y del mismo modo, aparecerá como merecedor de castigo aquel acto que se ofrezca como objeto propio y aceptado de ese sentimiento que más inmediata y directamente nos incita al castigo, o sea a infligirle un daño a otro.
El sentimiento que más inmediata y directamente nos incita a la recompensa es la gratitud; el que más inmediata y directamente nos incita al castigo, es el resentimiento.
A nosotros nos aparecerá, pues, como merecedor de recompensa aquel acto que se ofrezca como el objeto propio y aceptado de la gratitud; así como, por la otra parte, aparecerá como merecedor de castigo aquel acto que se ofrezca como el objeto propio y aceptado del resentimiento.
Recompensar es remunerar, devolver el bien por el bien que se ha recibido. Castigar es, también, recompensar, remunerar, aunque de distinto modo; es devolver el mal por el mal que se ha hecho.
Hay otras pasiones, además de la gratitud y del resentimiento, que hacen interesarnos en la felicidad o desgracia ajenas; pero no hay ninguna que, de un modo tan directo, nos mueva a convertirnos en instrumento de una u otra. El amor y estimación producidos por el trato y la habitual aceptación mutua, forzosamente nos llevan a regocijarnos de la buena suerte de quien es objeto de tan agradables emociones, y, en consecuencia, a prestarnos voluntariamente a tomar parte en su fomento. Nuestro amor, sin embargo, está plenamente satisfecho, aunque la buena suerte le venga sin nuestro auxilio. Esta pasión no conoce más deseo que el de verlo feliz, independientemente del autor de su prosperidad. Pero la gratitud no queda satisfecha de la misma manera. Si alguien hace feliz a la persona con quien estamos muy obligados, sin nuestra intervención, aunque esto agrade nuestro amor, no por eso queda satisfecha nuestra gratitud. Hasta que la hayamos recompensado, hasta que hayamos sido instrumentos en el fomento de su felicidad, nos sentimos aún cargados con esa deuda que sus pasados servicios nos ha impuesto.
Y, del mismo modo, el odio y la aversión producidos por la habitual reprobación, con frecuencia pueden conducirnos a sentir un maligno regocijo por la desgracia de ese hombre cuyo comportamiento y carácter produce en nosotros una tan dolorosa pasión. Mas, aunque la aversión y el odio nos impiden toda simpatía y a veces hasta nos predisponen a regocijarnos de la aflicción ajena, sin embargo, no habiendo resentimiento —si ni nosotros ni nuestros amigos han sido en lo personal grandemente provocados—, estas pasiones no nos llevarán, naturalmente, a desear el convertirnos en agentes activos de esa aflicción.
Pero, con el resentimiento, la cosa es muy otra: si la persona que nos infirió un gran agravio porque, por ejemplo, asesinó a nuestro padre o hermano, muriese al poco tiempo de una fiebre, o aun fuese ejecutada a cuenta de algún otro crimen, aunque esto bien pudiera aliviar nuestro odio, no daría plena satisfacción a nuestro resentimiento. El resentimiento nos incitaría a desear, no sólo el castigo, sino que el castigo procediese de nosotros y a cuenta precisamente del agravio de que fuimos víctimas. El resentimiento no se satisface plenamente, a no ser que el ofensor no sólo padezca a su vez, sino que padezca a causa de ese específico agravio que por su culpa sufrimos nosotros. Es necesario que se arrepienta y lamente precisamente de ese acto, a fin de que otros, temerosos de hacerse acreedores a un castigo semejante, se aterroricen de incurrir en igual culpa. La natural satisfacción de esta pasión tiende por cuenta propia a producir las finalidades políticas del castigo: la regeneración del criminal y la ejemplaridad para el público.
La gratitud y el resentimiento son, por lo tanto, los sentimientos que más inmediata y directamente incitan a la recompensa y al castigo. Así, pues, nos aparecerá como merecedor de recompensa, quien aparezca como el objeto propio y acepto de gratitud; y como merecedor de castigo, quien lo sea de resentimiento.
DE LOS OBJETOS PROPIOS DE GRATITUD RESENTIMIENTO
SER EL objeto propio y acepto de gratitud, o bien de resentimiento, no puede significar sino ser objeto de aquella gratitud, y de ese resentimiento que, naturalmente, parece el decoroso y aceptable.
Pero éstas, al igual que todas las demás pasiones de la naturaleza humana, parecen decorosas y aceptadas cuando en el corazón de todo espectador imparcial hay simpatía por ellas, cuando todo circunstante indiferente participa de ellas y las comparte.
Por lo tanto, aparecerá como merecedor de recompensa quien para una persona o personas resulte ser objeto de una gratitud que todo corazón humano esté dispuesto a experimentar, y, por lo tanto, a aplaudir; y, por otra parte, aparecerá como merecedor de castigo quien, del mismo modo, sea para una persona o personas el natural objeto de un resentimiento que el pecho de todo hombre razonable está dispuesto a albergar y a otorgarle su simpatía. A nosotros, sin duda, nos parecerá merecedor de recompensa aquel acto que todos los que lo conocen desearían recompensar, y por ello se alegran de ver premiado; y con la misma seguridad aparecerá digno de castigo aquel acto que enoja a todos los que de él tienen noticia, y por tal motivo les causa regocijo ver su castigo.
1. Así como simpatizamos con la alegría de nuestros compañeros cuando prosperan, así nos aunamos a la complacencia y satisfacción con que, naturalmente, juzgan aquello que es causa de su ventura. Nos entramos en el amor y afecto que por ella conciben, y también empezamos a amarla. Nos causaría pena por su bien si fuese destruida, y hasta si estuviese demasiado distante y fuera del alcance de sus cuidados y protección, aun cuando nada perdiese por su ausencia, salvo el placer de contemplarla. Si es un ente humano el que de ese modo ha sido afortunado instrumento de la felicidad de sus prójimos, el caso es aún más agudo. Cuando vemos que un hombre es socorrido, protegido y remediado por otro, nuestra simpatía con la felicidad de la persona así beneficiada sólo sirve para animar nuestra participación en el sentimiento de gratitud que experimenta hacia el benefactor. Cuando miramos a la persona causante de esa felicidad con los ojos con que imaginamos debe mirarla el otro, el benefactor se nos presenta bajo la más atractiva y amable de las luces. Por lo tanto, prontamente simpatizamos con el agradecido afecto que siente por esa persona con quien está tan obligado, y, en consecuencia, aplaudimos las concesiones que está dispuesto a hacer en devolución de los buenos oficios de que ha sido objeto. Como compartimos sin reserva el afecto que originan esas concesiones, forzosamente se nos figuran muy propias y adecuadas a su objeto.
2. Del mismo modo, así como simpatizamos con la pena de nuestro prójimo cuando presenciamos su aflicción, así también compartimos su aborrecimiento y aversión hacia lo que la motiva. Nuestro corazón, que prohija y palpita al unísono con su pena, también se siente animado por ese espíritu con que pugna por alejar o destruir lo que la ha causado.
La indolente y pasiva condolencia con que lo acompañamos en sus sufrimientos, prontamente se torna en ese más enérgico y activo sentimiento con que participamos en su esfuerzo por ahuyentarlos, o por satisfacer su aversión hacia lo que los ha ocasionado. El caso es mucho más agudo cuando es un ente humano el causante del sufrimiento. Cuando vemos que un hombre es oprimido o agraviado por otro, la simpatía que experimentamos por la aflicción del paciente, tal parece que sólo sirve para animar nuestra condolencia por el resentimiento que tiene hacia el ofensor. Nos regocija verlo agredir a su vez a su adversario, y estamos ansiosos y prontos a concederle nuestro apoyo en su esfuerzo por defenderse, o, dentro de cierto grado, hasta por vengarse. Si por acaso el agraviado pereciese en la reyerta, no sólo simpatizamos con el positivo resentimiento de sus amigos y parientes, sino con el imaginario resentimiento que en nuestra fantasía diputamos al muerto, quien ya no es capaz de sentir ni de experimentar ninguna otra sensación humana.
Los tormentos que se supone obsesionan el sueño del asesino, los fantasmas que la superstición imagina salidos de los sepulcros para exigir la venganza sobre quienes le acarrearon un prematuro fin, todo ello obedece a esa natural simpatía con el resentimiento imaginario de la víctima. Y, por lo menos, respecto a éste, el más execrable de todos los crímenes, la Naturaleza, con prioridad a toda consideración sobre la utilidad del castigo, ha grabado de ese modo en el corazón humano, con caracteres profundos e indelebles, la inmediata e instintiva aprobación de la sagrada y necesaria ley del desagravio.
QUE DONDE NO HAY APROBACIÓN DE LA CONDUCTA DE LA PERSONA QUE CONFIERE UN BENEFICIO, HAY ESCASA SIMPATÍA CON LA GRATITUD DE QUIEN LO RECIBE; Y QUE, POR LO CONTRARIO, DONDE NO HAY REPROBACIÓN DE LOS MOTIVOS DE LA PERSONA QUE HACE EL DAÑO, NO HAY NINGUNA ESPECIE DE SIMPATÍA CON EL RESENTIMIENTO DE QUIEN LO SUFRE
ES DE de advertirse, sin embargo, que no obstante todo lo benéfico, por una parte, o todo lo dañoso, por la otra, que los actos o intenciones de la persona que actúa puedan haber sido para la otra persona sobre quien (si se me permite la expresión) se obra, si, en el primer caso, parece que no hubo propiedad en los motivos del agente, y no podemos compartir los afectos que movieron su conducta, tendremos escasa simpatía con la gratitud de la persona que recibe el beneficio. O si, en el otro caso, parece que no hubo impropiedad en los motivos del agente, y, por el contrario, los afectos que movieron su conducta son tales que forzosamente compartimos, no tendremos ninguna simpatía con el resentimiento de la persona que lo sufre. En el primer caso, parece que es poca la gratitud debida, y todo resentimiento parece injusto en el otro. Uno de los actos parece merecer poca recompensa; el otro, ameritar ningún castigo.
1. Primero, digo que allí donde no podamos simpatizar con los afectos del agente, donde parezca que no hay propiedad en los motivos que movieron su conducta, estamos menos dispuestos a compartir la gratitud de la persona que recibió el beneficio de sus actos. Nos parece que una muy escasa correspondencia se debe a esa insensata y pródiga generosidad, que acarrea los mayores beneficios a causa de los más triviales motivos, y concede una posición a un hombre, simplemente porque acontece que su nombre y apellido son los mismos que los del donador. Servicios de esa clase no parece que exijan una recompensa proporcionada. Nuestro despreció por la insensatez del agente, estorba compartir plenamente la gratitud de la persona beneficiada. Su benefactor nos parece indigno de ese sentimiento. Como al ponernos en el lugar de la persona a quien ha sido hecho el favor sentimos que no podríamos concebir gran veneración por tal benefactor, fácilmente la eximimos de ese sumiso respeto y estimación que nos parecerían debidos a una persona mejor acreditada, y con tal de que siempre trate a sus menos encumbrados amigos con bondad y humanidad, estamos dispuestos a perdonarle la falta de múltiples atenciones y consideraciones que exigiríamos tratándose de un protector más digno. Aquellos príncipes que con la mayor profusión han colmado de riquezas, poder y honores a sus favoritos, pocas veces han provocado ese grado de adhesión a sus personas, que con frecuencia han disfrutado otros que fueron más parcos en sus favores. La bien intencionada, pero poco juiciosa, prodigalidad de Jacobo I de Gran Bretaña, al parecer no atrajo a nadie a su persona, y este príncipe, a pesar de su índole sociable e inocua, por lo visto vivió y murió sin un solo amigo. La clase media toda y la nobleza entera de Inglaterra expusieron la vida y hacienda en la causa de su más moderado y célebre hijo, no obstante la frialdad y distante gravedad de su porte habitual.
2. Segundo, digo que allí donde la conducta del agente parece que obedece del todo a motivos y afectos que compartimos plenamente y aprobamos, no nos es posible tener simpatía con el resentimiento del paciente, no obstante lo crecido que pueda ser el daño que se le haya causado. Cuando dos gentes disputan, si hacemos causa común y adoptamos el resentimiento de una de ellas, es imposible compartir el de la otra. Nuestra simpatía con la persona cuyos motivos prohijamos y que, por lo tanto, pensamos están en lo justo, no puede menos que endurecernos contra todo sentimiento favorable a la otra, a quien por necesidad hemos de considerar como del lado de la sinrazón. Por eso, todo lo que ésta haya sufrido, siempre que no exceda de lo que según nuestro deseo debía sufrir y siempre que no exceda de lo que nuestra indignación por simpatía nos incitara a infligirle, no puede ni desagradarnos ni provocarnos. Cuando un asesino inhumano es llevado al cadalso, aunque sentimos alguna compasión por su desgracia, no podemos tener ninguna simpatía por su resentimiento, caso de que fuera tan absurdo de expresarlo respecto de su acusador o su juez. La natural tendencia de la justa indignación de éstos contra un tan vil criminal es ciertamente de lo más fatal y ruinoso para él. Pero sería imposible que nos desagradase la tendencia de un sentimiento que, poniéndonos en el caso, experimentamos como inevitable en nosotros mismos.
RECAPITULACIÓN DE LOS CAPÍTULOS PRECEDENTES
1. Por lo tanto, no simpatizamos plena y cordialmente con la gratitud de un hombre hacia otro, simplemente porque ha sido el causante de su buena suerte, a no ser que participemos de los motivos que para ello lo impulsaron. Hácese necesario que nuestro corazón prohijé las razones del agente y lo acompañe en los afectos que influyeron en su conducta, antes de que pueda por entero simpatizar y latir a compás con la gratitud de la persona beneficiada por sus actos. Si la conducta del benefactor no aparece como apropiada, pese a lo benéfico de sus efectos, no exige, ni forzosamente requiere, una recompensa proporcionada a ellos.
Empero, cuando a la tendencia benéfica de la acción se une la propiedad del afecto de que procede, cuando por entero simpatizamos y compartimos los motivos del agente, el amor que concebimos por él en cuanto tal, acrecienta y aviva nuestra simpatía por la gratitud de quienes le deben la prosperidad a su buen proceder. Tal parece que sus acciones exigen, y, puede decirse claman, por una proporcionada recompensa. Nosotros entonces compartimos sin reserva aquella gratitud que impulsa a otorgarla. Es entonces, al simpatizar de ese modo y al aprobar el sentimiento que impulsa a la recompensa, cuando a nuestros ojos el benefactor aparece como adecuado objeto de galardón. Al aprobar y compartir el afecto de donde procede un acto, necesariamente aprobamos el acto, y consideramos que la persona hacia quien aquél va dirigido es su apropiado y adecuado objeto.
EL ANALISIS DEL SENTIDO DEL MERITO Y DEL DEMERITO
1. Por lo tanto, así como nuestro sentido de lo apropiado de la conducta surge de lo que llamaré simpatía directa con los afectos y motivos de la persona que obra, así nuestro sentido de su merecimiento surge de lo que llamaré una simpatía indirecta con la gratitud de la persona sobre quien, valga la expresión, se obra.
Como nos es imposible, en verdad, compartir plenamente la gratitud de la persona que recibe el beneficio, a no ser que de antemano aprobemos los motivos del benefactor, así a causa de esto, el sentido de merecimiento resulta ser un sentimiento compuesto, integrado por dos distintas emociones: una simpatía directa con los sentimientos del agente, y una simpatía indirecta con la gratitud de quienes reciben el beneficio de sus actos.
En muchas ocasiones fácilmente podemos distinguir esas dos distintas emociones, combinándose y uniéndose en nuestro sentido del mérito de un individuo o de una acción en particular. Cuando leemos en la historia acerca de ciertos actos de justa y benéfica grandeza de ánimo, ¡cuán ansiosamente compartimos tales propósitos!, ¡cómo nos alienta esa animosa generosidad que los orienta!, ¡cuán deseosos estamos por su feliz éxito!, ¡cuán dolidos por su fracaso! En la imaginación nos convertimos en la persona cuyos actos se nos relatan: nuestra fantasía nos transporta a los lugares en que acontecieron aquellas lejanas y olvidadas aventuras, y nos figuramos que desempeñamos el papel de un Escipión o de un Camilo, de un Timoleón o de un Arístides. Pero, hasta aquí, nuestros sentimientos se fundan en la simpatía directa con la persona que actúa. Mas la simpatía indirecta con quienes resultan beneficiados, no es menos sentida por nosotros. Al ponernos en la situación de éstos, ¡cuán ardorosa y afectuosamente compartimos su gratitud hacia quienes les sirvieron de un modo tan esencial! Abrazamos, como quien dice, juntamente con ellos a su benefactor. Nuestro corazón está pronto a simpatizar con los más exagerados arrebatos de su agradecimiento. Pensamos que no hay bastantes honores ni galardón que ellos puedan conferirle, y cuando así recompensan sus servicios, cordialmente aplaudimos y participamos en su sentimiento; pero nos escandalizan excesivamente, si por su comportamiento, demuestran tener poco sentido de la obligación en que se hallan. En resumen, nuestro sentido del mérito de tales actos, de la conveniencia y justicia de premiarlos y de hacer que la persona que los ejecutó, a su vez reciba agrado, surge de esas emociones de simpatía que son la gratitud y el amor, con las que, al hacer nuestra la situación de la persona principalmente afectada, nos sentimos naturalmente transportados hacia ese hombre que fue capaz de obrar con tan pertinente y noble beneficencia.
2. Del mismo modo, como nuestro sentido de la impropiedad del comportamiento surge de la falta de simpatía, o de una directa antipatía hacia los afectos y motivos del agente, así nuestro sentido del demérito surge de lo que aquí también llamaré una simpatía indirecta con el resentimiento del paciente.
Como, ciertamente, nos es imposible compartir el resentimiento del paciente, a no ser que el corazón de antemano desapruebe los motivos del agente y renuncie a toda simpatía con ellos, así, por tal motivo, el sentido del demérito, y también el del mérito, parecen ser un sentimiento compuesto, integrado por dos distintas emociones: una antipatía directa con los sentimientos del agente y una simpatía indirecta con el resentimiento del paciente.
Nota.— El atribuir de ese modo nuestro natural sentido del demérito de las acciones humanas a una simpatía con el resentimiento del paciente, quizá parezca a la mayoría de las gentes una degradación de ese sentimiento. El resentimiento es comúnmente considerado como una pasión tan odiosa, que las gentes se sentirán inclinadas a pensar que es imposible que un principio tan laudable como lo es el sentido del demérito del vicio, esté de algún modo fundado en él. Pero quizá estarán mejor dispuestas a aceptar que nuestro sentido del mérito de las buenas acciones se funda en la simpatía con la gratitud de las personas por ella beneficiadas, y ello, porque la gratitud, así como todas las demás pasiones benévolas, se considera como un principio afable que en nada puede menoscabar el valor de lo que se funda en él. Sin embargo, la gratitud y el resentimiento evidentemente son, desde todo punto de vista, la contrapartida el uno de la otra; y si nuestro sentido del mérito surge de la simpatía por la una, nuestro sentido del desmerecimiento no puede menos que originarse de la complacencia por el otro.
Considérese también que, si es cierto que el resentimiento en los grados en que con demasiada frecuencia lo vemos, es, quizá, la más odiosa de todas las pasiones, no por eso lo desaprobamos cuando, debidamente humillado, se rebaja al nivel de la indignación del espectador que simpatiza.
Cuando nosotros, siendo simples circunstantes, sentimos que nuestra propia animosidad corresponde en todo a la del paciente, cuando el resentimiento de éste en ningún punto excede al nuestro, cuando ni una palabra, ni un ademán se le escapa que denote una emoción más violenta que la experimentada por nosotros, y cuando en modo alguno se propone infligir un castigo que pase de los límites de aquél que a nosotros nos alegraría ver infligido, o del que nosotros, con tal motivo, aun desearíamos ser instrumentos, es imposible que dejemos de aprobar plenamente su sentimiento. En este caso, nuestra propia emoción necesariamente lo justificará ante nuestros ojos. Y como la experiencia nos enseña cuán incapaz de tal moderación es la mayoría de los hombres, y cuán grande el esfuerzo requerido para aminorar el grosero e indisciplinado impulso del resentimiento hasta esa ecuanimidad, no podemos menos que concebir en grado considerable cierta estimación y admiración hacia quien demuestra ser capaz de ejercer tanto dominio sobre una de las más rebeldes pasiones de su naturaleza. Cuando el rencor del paciente excede, como casi siempre acontece, de lo que nosotros podemos participar en él, como no lo compartimos necesariamente lo reprobamos. Hasta nuestra reprobación llega a más de lo que sería por igual exceso en cualquiera otra pasión de las derivadas de la imaginación. Y este en demasía violento resentimiento, en lugar de invitarnos a compartirlo, se convierte en sí en objeto de nuestro resentimiento e indignación. Compartimos el resentimiento contrario que es el de la persona objeto de aquella emoción injusta y que se encuentra en peligro de sufrirla. La venganza, por lo tanto, exceso de resentimiento, aparece como la más detestable de todas las pasiones y es objeto del horror e indignación de todos. Y como la manera en que esta pasión comúnmente se revela entre los hombres, es cien por una excesiva y no moderada, propendemos a considerarla del todo odiosa y detestable, porque lo es en su forma más usual. Sin embargo, la Naturaleza, aun en el actual estado depravado de la especie humana, al perecer no nos ha tratado tan despiadadamente dotándonos de algún principio que sea en su integridad y a todas luces perverso, o que, en algún grado o por algún motivo, no pueda ser objeto apropiado de encomio y aprobación. Hay ocasiones en que sentimos que esta pasión, por lo general demasiado vehemente, puede asimismo ser demasiado débil. A veces nos lamentamos porque determinada persona muestra poco espíritu y tiene un sentido demasiado apocado de las injurias de que ha sido víctima, y tan pronto estamos a despreciarla por el defecto como a odiarla por el exceso de esta pasión.
Seguramente quienes escribieron por inspiración divina no habrían hablado, ni con tanta frecuencia ni tan expresamente, de la ira y enojo de Dios, si hubiesen considerado, aun para una tan imperfecta y débil criatura como es el hombre, que en todos los grados esas pasiones eran malignas y perversas.
Adviértase también que la presente investigación no se ocupa de una cuestión de derecho, por decirlo así, sino de una cuestión de hecho. No estamos examinando por ahora sobre qué principios aprobaría un ente perfecto el castigo de las malas acciones, sino sobre qué principios lo aprueba de hecho una criatura tan débil e imperfecta como es el hombre. Es evidente que los principios que acabo de mencionar tienen un efecto muy considerable sobre sus sentimientos, y parece sabiamente ordenado que así sea. La existencia misma de la sociedad requiere que la inmerecida y no provocada malignidad quede restringida por adecuados castigos y, por consecuencia, que la inflicción de tales castigos sea considerada como una acción conveniente y laudable. Aunque el hombre, por lo tanto, esté naturalmente dotado del deseo de bienestar y conservación de la sociedad, sin embargo, el Autor de la Naturaleza no ha confiado a su razón descubrir que una cierta aplicación punitiva constituye el medio adecuado para alcanzar ese fin; sino que lo ha dotado de una inmediata e instintiva aprobación de la aplicación precisa que sea más adecuada para alcanzarlo. A este respecto, la economía de la Naturaleza es exactamente de una pieza, como lo es en muchas otras ocasiones. Con respecto a todos aquellos fines que, vista su peculiar importancia, pueden considerarse —si se permite la expresión— como los fines favoritos de la Naturaleza, ella siempre ha dotado a los hombres, no sólo con un apetito para la finalidad que se propone, sino asimismo con un apetito para los únicos medios por los que esa finalidad puede realizarse, a causa de esos mismos medios e independientemente de su tendencia a producir el fin. Así acontece con la propia conservación, con la propagación de las especies y con las grandes finalidades que al parecer se ha propuesto la Naturaleza al formar todas las especies animales. Los hombres están dotados de un deseo hacia esos fines y de la aversión por lo contrario; de un amor a la vida y de un temor a la muerte; de un deseo por la continuación y perpetuación de la especie y de una aversión a la idea de su total extinción. Pero, aunque así dotados de ese muy fuerte deseo por ver la realización de tales fines, no les ha sido confiado a los lentos e inseguros juicios de nuestra razón el descubrir los medios adecuados para ello. La Naturaleza, en la casi totalidad de estos casos, nos ha orientado con instintos primarios e inmediatos. El hambre, la sed, la pasión que une a los sexos, el amor al placer y el temor al dolor, nos incitan a aplicar estos medios por sí mismos, independientemente de toda consideración sobre su tendencia a realizar aquellos benéficos fines que el gran Director de la Naturaleza se propuso conseguir por ellos.
Antes de poner fin a esta nota, debo advertir la diferencia que hay entre la aprobación de lo que es apropiado y la de lo meritorio o benéfico. Antes de conceder nuestra aprobación a los sentimientos de alguien como convenientes y adecuados a sus objetos, no sólo debemos sentirnos afectados del mismo modo que él, sino que debemos tener consciencia de la armonía y correspondencia entre sus sentimientos y los nuestros. Y así, cuando con ocasión de enterarme de la desgracia acaecida a un amigo, debiera experimentar precisamente ese mismo grado de aflicción a que él se abandona; sin embargo, hasta que no esté informado de su comportamiento, hasta que no me dé cuenta de la armonía entre sus emociones y las mías, no puede decirse de mí que apruebe los sentimientos que norman su conducta. Por tanto, la aprobación de la conveniencia de los sentimientos requiere, no solamente que simpaticemos del todo con la persona actuante, sino que sea perceptible la concordancia entre sus sentimientos y los nuestros. Por lo contrario, cuando tengo noticia de un beneficio con que ha sido agraciada una persona, sea cual fuere el modo que ello afecte al beneficiado, si, haciendo mío el caso, siento surgir la gratitud en mi propio pecho, es forzoso que apruebe la conducta de su benefactor considerándola como meritoria y digna de recompensa. El que la persona beneficiada conciba gratitud o no, no puede, evidentemente, en grado alguno, alterar nuestros sentimientos hacia la persona de donde procede el beneficio. Aquí, pues, no se requiere una correspondencia de sentimientos; basta imaginar que de haber sido agradecido, nuestros sentimientos y los suyos habrían correspondido, y por eso nuestro sentido del mérito frecuentemente se funda en una de esas simpatías ilusorias, por las que, cuando hacemos nuestro el caso de otro, a menudo resultamos afectados de un modo como el principal interesado es incapaz de afectarse. Pareja diferencia existe entre nuestra reprobación del demerito, y la de la impropiedad.