SECCIÓN I. DEL SENTIDO DE LA PROPIEDAD

CAPÍTULO I

DE LA SIMPATÍA

POR MÁS egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo, que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla. De esta naturaleza es la lástima o compasión, emoción que experimentamos ante la miseria ajena, ya sea cuando la vemos o cuando se nos obliga a imaginarla de modo particularmente vivido. El que con frecuencia el dolor ajeno nos haga padecer, es un hecho demasiado obvio que no requiere comprobación; porque este sentimiento, al igual que todas las demás pasiones de la naturaleza humana, en modo alguno se limita a los virtuosos y humanos, aunque posiblemente sean éstos los que lo experimenten con la más exquisita sensibilidad. El mayor malhechor, el más endurecido transgresor de las leyes de la sociedad, no carece del todo de ese sentimiento.

Como no tenemos la experiencia inmediata de lo que otros hombres sienten, solamente nos es posible hacernos cargo del modo en que están afectados, concibiendo lo que nosotros sentiríamos en una situación semejante. Aunque sea nuestro hermano el que esté en el potro, mientras nosotros en persona la pasamos sin pena, nuestros sentidos jamás podrán instruirnos sobre lo que él sufre. Nunca nos llevan, ni pueden, más allá de nuestra propia persona, y sólo por medio de la imaginación nos es posible concebir cuáles sean sus sensaciones. Ni, tampoco, puede esta facultad auxiliarnos en ese sentido de otro modo que no sea representándonos las propias sensaciones si nos encontrásemos en su lugar. Nuestra imaginación tan sólo reproduce las impresiones de nuestros propios sentidos, no las ajenas. Por medio de la imaginación, nos ponemos en el lugar del otro, concebimos estar sufriendo los mismos tormentos, entramos, como quien dice, en su cuerpo, y, en cierta medida, nos convertimos en una misma persona, de allí nos formamos una idea de sus sensaciones, y aun sentimos algo que, si bien en menor grado, no es del todo desemejante a ellas. Su angustia incorporada así en nosotros, adoptada y hecha nuestra, comienza por fin a afectarnos, y entonces temblamos y nos estremecemos con sólo pensar en lo que está sintiendo. Porque, así como estar sufriendo un dolor o una pena cualquiera provoca la más excesiva desazón, del mismo modo concebir o imaginar que estamos en el caso, provoca en cierto grado la misma emoción, proporcionada a la vivacidad u opacidad con que lo hemos imaginado.

Que tal sea el origen de nuestra condolencia (fellow feeling), por la desventura ajena; que el ponerse imaginativamente en el lugar del paciente sea la manera en que llegamos a concebir, o bien a resultar afectados, por lo que él siente, podría demostrarse con múltiples observaciones obvias, si no fuera porque creemos que es algo de suyo suficientemente evidente. Cuando vemos que un espadazo está a punto de caer sobre la pierna o brazo de otra persona, instintivamente encogemos y retiramos nuestra pierna o brazo; y cuando se descarga el golpe, lo sentimos hasta cierto punto, y también a nosotros nos lastima. La gentuza, al contemplar al cirquero en la cuerda floja, instintivamente encoge y retuerce y balancea su propio cuerpo, a la manera que lo hace el cirquero y tal como cree que debería hacer si se encontrase en su lugar.

Las personas sensibles y de débil constitución se quejan de que, al contemplar las llagas y úlceras que exhiben los mendigos en las calles, con facilidad sienten una comezón o inquietud en los lugares correspondientes de su propio cuerpo. El horror que conciben a la vista de la miseria de esos desgraciados, afecta más que en otro lugar esas partes de su cuerpo, porque ese horror se origina al concebir lo que ellos sufrirían si realmente fuesen los infelices que contemplan y si esas partes de su cuerpo estuviesen en realidad aquejadas del mismo desdichado padecimiento. Dada su frágil naturaleza, basta la fuerza de esta concepción para que se produzca esa comezón o inquietud de que se quejan. Los hombres de la más robusta complexión advierten que, al ver ojos enfermos o irritados, con frecuencia sienten una muy perceptible irritación en los propios, que obedece a la misma razón, pues aun en los hombres más vigorosos ese órgano es más delicado que cualquier otra parte del cuerpo del hombre más endeble.

Mas no son sólo estas circunstancias, incitadoras al dolor y al sufrimiento, las que provocan nuestra condolencia. Cualquiera que sea la pasión que proceda de un objeto, en la persona primariamente inquietada, brota una emoción análoga en el pecho de todo atento espectador con sólo pensar en la situación de aquéllas. Nuestro regocijo por la salvación de los héroes que nos interesan en las tragedias o novelas, es tan sincero, como nuestra aflicción por su dolor, y nuestra condolencia por su desventura no es menos cierta que la complacencia por su felicidad. Nos aunamos en su reconocimiento hacia aquellos amigos leales que no los desampararon en sus tribulaciones; y de buena gana los acompañamos en el resentimiento contra aquellos traidores pérfidos que los agraviaron, los abandonaron o engañaron. En todas las pasiones de que el alma humana es susceptible, las emociones del espectador corresponden siempre a lo que, haciendo suyo el caso, se imagina serían los afectos del que las sufre.

La lástima y la compasión son términos que con propiedad denotan nuestra condolencia por el sufrimiento ajeno. La simpatía, si bien su acepción fue, quizá, primitivamente la misma, puede ahora, no obstante, con harta impropiedad, utilizarse para significar nuestro común interés por toda pasión cualquiera que sea.

En ocasiones, la simpatía parecerá que surge de la simple percepción de alguna emoción en otra persona. Las pasiones, en ciertos casos, parecerán trasfundidas de un hombre a otro, instantáneamente, y con prioridad a todo conocimiento de lo que las estimuló en la persona primariamente inquietada. La aflicción y el regocijo, por ejemplo, cuando se expresan manifiestamente en la apariencia y gestos de alguien, al punto afectan en cierto grado al espectador con una parecida dolorosa o agradable emoción. Un rostro risueño es, para todo el que lo ve, motivo de alegría; en tanto que un semblante triste, sólo lo es de melancolía.

Esto, no obstante, no tiene validez universal, o respecto a todas las pasiones. Hay algunas pasiones cuya expresión no excita ninguna clase de simpatía, sino que, antes de enterarnos de qué las ocasiona más bien sirven para provocar en nosotros aversión hacia ellas. La conducta violenta de un hombre encolerizado más bien propende a exasperarnos en su contra que contra sus enemigos. Pues como desconocemos los motivos que lo han provocado, nos es imposible ponernos en su caso ni concebir nada semejante a las pasiones que esos motivos excitan. Pero claramente vemos cuál es la situación de aquellos con quien está enojado, y el grado de violencia a que están expuestos de parte de tan enfurecido adversario. Propendemos, pues, a simpatizar con sus temores o resentimientos e inmediatamente estamos dispuestos a hacer causa común en contra de ese hombre de quien por lo visto esperan tanto peligro.

Si bastan las simples apariencias de la aflicción y el regocijo para inspirar en nosotros, hasta cierto punto, emociones iguales, es porque nos sugieren la idea general de alguna buena voluntad o mala ventura que ha acaecido a la persona en quien las percibimos, y tratándose de estas pasiones, esto es suficiente para que influya un poco en nosotros. Los efectos de la aflicción y del regocijo se agotan en la persona que experimenta esas emociones, cuyas manifestaciones no nos sugieren, como en el caso del resentimiento, la idea de otra persona por quien estemos ansiosos y cuyos intereses sean opuestos a los suyos. La idea general de la buena o mala ventura origina, por lo tanto, cierta ansiedad por la persona que sea objeto de ella; pero la idea general de la provocación no excita simpatía por la ira de quien ha sido provocado. Tal parece que la Naturaleza nos enseña a ser más renuentes en abrazar esta pasión y, hasta que no estemos instruidos en sus motivos, a estar dispuestos más bien a hacer causa común en su contra.

Aun nuestra simpatía con la aflicción y regocijo ajenos, antes de estar avisados de sus motivos, es siempre en extremo imperfecta. Las lamentaciones que nada expresan, salvo la angustia del paciente, más bien originan curiosidad por inquirir cuál sea su situación, junto con cierta propensión a simpatizar con él, que no una verdadera simpatía que sea bien perceptible. Lo primero que preguntamos es: ¿Qué os ha acontecido?, y hasta que obtengamos la respuesta nuestra condolencia será de poca entidad, a pesar de la inquietud que sintamos por una vaga impresión de su desventura y aún más por la tortura de las conjeturas que sobre el particular nos hagamos.

En consecuencia, la simpatía no surge tanto de contemplar a la pasión, como de la situación que mueve a ésta. En ocasiones sentimos por otro una pasión de la que él mismo parece totalmente incapaz, porque, al ponernos en su lugar, esa pasión que brota en nuestro pecho se origina en la imaginación, aun cuando en la realidad no acontezca lo mismo en el suyo. Nos sonrojamos a causa de la desfachatez y grosería de otro, aunque él no dé muestras ni siquiera de sospechar la incorrección de su conducta, porque no podemos menos que sentir la vergüenza que nos embargaría caso de habernos comportado de manera tan indigna.

De todas las calamidades a que la condición moral expone al género humano, la pérdida de la razón se presenta con mucho como la más terrible, hasta para quienes sólo poseen un mínimo de humanidad, y contemplan ese último grado de la humana desdicha con más profunda conmiseración que cualquier otro. Pero el infeliz que la padece, ríe y canta quizá, y es del todo insensible a su propia miseria. La angustia que la humanidad siente, por lo tanto, en presencia de semejante espectáculo, no puede ser el reflejo de un sentimiento del paciente. La compasión en el espectador deberá necesariamente, y del todo, surgir de la consideración de lo que él en persona sentiría viéndose reducido a la misma triste situación sí, lo que quizá sea imposible, al mismo tiempo pudiera juzgarla con su actual razón y discernimiento.

¿Qué tormentos son los de una madre cuando escucha los gemidos de su hijo que en la agonía de la enfermedad no puede expresar lo que siente? En su idea de lo que está sufriendo, añade, a la verdadera impotencia, su propia consciencia de ese desamparo, y sus propios terrores a las ignoradas consecuencias de la perturbación; y de todo esto forma, para su propio dolor, la imagen más perfecta de la desdicha y congoja. El niño, sin embargo, solamente siente la inquietud del momento, que nunca puede ser excesiva. Por lo que al futuro se refiere, está perfectamente a salvo, y en su inconsciencia y falta de previsión cuenta con un antídoto contra el temor y la ansiedad, los grandes atormentadores del pecho humano, de los que en vano la razón y la filosofía intentarán defenderlo cuando llegue a ser un hombre.

Simpatizamos hasta con los muertos, y haciendo caso omiso de lo que realmente es importante en su situación —ese temeroso porvenir que les espera—, principalmente nos afectan aquellas circunstancias que impresionan nuestros sentidos, pero que en nada pueden influir en su felicidad. Es dura condición, pensamos, el estar privado de la luz del sol; permanecer incomunicado de la vida y el trato; yacer en la fría sepultura, presa de la corrupción y de los reptiles de la tierra; ya no ocupar el pensamiento de los vivos, sino ser borrado en poco tiempo de los afectos y casi de la memoria de los más caros amigos y parientes. En verdad, así nos lo imaginamos, nunca podremos sentir lo suficiente por quienes han padecido una tan espantosa calamidad. Parece que el tributo de nuestra condolencia se les debe doblemente, ahora que están en peligro de ser olvidados por todos, y por los fútiles honores que rendimos a su memoria, procuramos, para nuestra propia desdicha, mantener despierto artificialmente nuestro melancólico recuerdo de su desventura. Que nuestra simpatía sea impotente para consolarlos, parece agravar esta calamitosa situación, y pensar que todos nuestros esfuerzos son vanos y que aquello que alivia todas las otras desdichas —el remordimiento, el amor y las lamentaciones de los amigos—, no pueden confortarlos, sólo sirve para exasperar nuestro sentido de su desgracia. Sin embargo, la felicidad de los muertos, con toda seguridad, en nada resulta afectada por estas circunstancias; ni el pensamiento de tales cosas puede perturbar la profunda tranquilidad de su reposo. La idea de esa monótona e interminable melancolía que la imaginación, naturalmente, atribuye a su condición, tiene su origen en que asociamos al cambio que les ha sobrevenido nuestra consciencia de ese cambio; en que nos colocamos en su lugar, y en que alojamos, si se me permite la ex* presión, nuestras almas vivientes en sus cuerpos inanimados, de donde concebimos lo que serían nuestras emociones estando en su caso. Es a causa de este engaño de la imaginación por lo que la previsión de nuestra muerte nos resulta tan temerosa y por lo que la sola idea de esas circunstancias, que sin duda no pueden causarnos dolor, nos hacen desdichados mientras vivimos. De esto surge uno de los más importantes principios de la naturaleza humana, el pavor a la muerte, gran veneno de la felicidad, pero gran freno de la humana injusticia, que, a la vez que aflige y mortifica al individuo, defiende y protege a la sociedad.

CAPÍTULO II

DEL PLACER DE LA SIMPATÍA MUTUA

MAS SEA cual fuere la causa de la simpatía, o como quiera que se provoque, nada haya que nos agrade más que advertir en el prójimo sentimientos altruistas para todas las emociones que se albergan en nuestro pecho, y nada nos subleva tanto como presenciar lo contrario. Quienes se complacen en derivar todos nuestros sentimientos de algunas sutilezas del amor propio, piensan que no se extravían cuando dan razón, según su propia doctrina, tanto de aquel placer como de este dolor. El hombre, dicen, consciente de su propia flaqueza y de la necesidad en que está respecto a la ayuda de los demás, se regocija en cuanto advierte que los otros hacen suyas sus propias pasiones, porque así se confirma en esa ayuda; pero se aflige en cuanto advierte lo contrario, porque ve afirmada su oposición. Empero, tanto el agrado como el dolor, son sentidos tan instantáneamente —y con frecuencia con motivos harto frívolos—, que parece evidente que ni el uno ni el otro pueden derivarse de ninguna dase de consideraciones egoístas de ese tipo. Un hombre se siente mortificado cuando, después de haberse esforzado por divertir a la reunión, advierte que nadie, salvo él, celebra sus bromas. Por lo contrario, la alegría de la reunión le es altamente satisfactoria, y estima esta reciprocidad de sentimientos como el más caluroso aplauso.

Tampoco parece que su placer obedezca del todo a la vivacidad con que su alegría se ve aumentada por la simpatía de los otros, ni su dolor a la desilusión que experimenta al faltarle ese placer; aunque tanto lo uno como lo otro, sin duda, cuentan en alguna medida. Cuando hemos releído un libro o poema tantas veces que ya no nos entretiene, aún puede divertirnos su lectura en compañía de otro Para éste tiene toda la gracia de lo novedoso; participamos de la sorpresa y admiración que naturalmente experimenta, pero que, por nuestra parte, somos ya incapaces de sentir. Apreciamos las ideas que van apareciendo, más bien al modo como a él se le presentan y no como nosotros las vemos, y nos divertimos por simpatía con su entretenimiento, que de esa manera alienta el nuestro. Por lo contrario, habría de incomodarnos si no le divirtiese, y ya no nos resultaría agradable la lectura. Se trata de un caso semejante. La alegría de la reunión, sin duda, aviva nuestra alegría, y sin duda, también, su silencio nos desilusiona. Mas si es cierto que esto contribuye, tanto al placer que por una parte derivamos, como al dolor que por la otra experimentamos, de ninguna manera se trata de la única causa de uno y otro; y la reciprocidad de los sentimientos ajenos con los nuestros parece ser causa de placer, y su ausencia causa de dolor, que no puede explicarse de este modo. La simpatía que mis amigos manifiestan por mi alegría, ciertamente me proporciona placer al avivar esa alegría; pero la que manifiestan por mi dolor no me podría consolar si sólo sirviese para avivarlo. Sin embargo, la simpatía aviva la alegría y alivia el dolor. Aviva la alegría dando nuevo motivo de satisfacción, y alivia el dolor insinuando al corazón la casi única sensación agradable que de momento es capaz de albergar.

Es de advertirse, en efecto, que estamos más deseosos de comunicar a nuestros amigos las pasiones desagradable, que las agradables; que de su simpatía obtenemos mayor satisfacción en el primer caso, y que en éste su ausencia nos escandaliza más que en aquél.

¿De qué modo sienten alivio los desventurados cuando han encontrado una persona a quien pueden comunicar la causa de su pena? Parece que sobre la simpatía de ésta descargan parte de sus desdichas; y no sin razón se dice que las comparte con ellos. No sólo siente una aflicción semejante a la que ellos sienten, sino que, como si hubiese absorbido una parte de la pena, lo que él experimenta parece que alivia el peso de lo qué ellos sienten Sin embargo, por el hecho de referir sus infortunios, renuevan en cierta medida su dolor. Despiertan en su memoria el recuerdo de aquellas circunstancias que motivan su aflicción. De consiguiente, sus lágrimas corren más abundantes que antes, y con facilidad se abandonan a los excesos del dolor. Mas, en todo esto, encuentran gusto, y, con toda evidencia, sienten sensible alivio, porque la dulzura de su simpatía compensa con liberalidad la amargura de ese dolor que, para provocar la simpatía, así avivaron y renovaron. Por lo contrario, el insulto más cruel con que puede ofenderse a los infortunados, es hacer poca cuenta de sus calamidades. Aparentar indiferencia ante la alegría de nuestros compañeros, no es sino falta de cortesía; pero no mostrar un semblante serio cuando nos relatan sus aflicciones, es verdadera y crasa inhumanidad.

El amor, es agradable pasión; el resentimiento, desagradable; y, en consecuencia, no estamos tan deseosos de que nuestros amigos acepten nuestras amistades como de que participen de nuestros resentimientos. Podemos perdonarles el que muestren poco interés por los favores que hemos recibido; pero nos impacientamos si permanecen indiferentes a las injurias de que hayamos sido víctimas; ni es nuestro enojo con ellos tan grande por no congratularse con nosotros, como por no simpatizar con nuestro resentimiento. Les es fácil evitar ser amigos de nuestros amigos, pero difícilmente pueden evitar ser enemigos de quienes con nosotros están distanciados. Raramente nos resentimos por su enemistad con los primeros, si bien con tal pretexto algunas veces simulamos disgusto; pero nos peleamos en serio con ellos, si viven en buena amistad con los últimos. Las pasiones agradables del amor y de la alegría son susceptibles de satisfacer y sustentan el corazón sin necesidad de un placer adicional. Las amargas y dolorosas emociones del dolor y del resentimiento requieren con más vehemencia el saludable consuelo de la simpatía.

De la misma manera que la persona a quien principalmente concierne un acontecimiento resulta agradada con nuestra simpatía y herida por falta de ella, así nosotros también, al parecer, recibimos placer cuando nos es dable simpatizar con ella y dolor en el caso contrario. Nos precipitamos no sólo a congratular al que ha triunfado, sino a condoler al afligido; y el placer que encontramos en la conversación de alguien cuyas pasiones todas son para nosotros motivo de simpatía, es algo que de sobra compensa el dolor de la pena que nos causa enterarnos de su situación. Por lo contrario, siempre resulta desagradable sentir que no podemos simpatizar con esa persona, y en lugar de recibir contento al vernos exentos del dolor que la simpatía nos procura, nos hiere caer en la cuenta de que no podemos compartir su inquietud. Cuando oímos a una persona quejarse amargamente a causa de sus desgracias, las que, sin embargo, no nos impresionan al pensarlas como si fueran nuestras, su dolor nos ofende; y, puesto que no podemos participar en él, lo calificamos de pusilanimidad y flaqueza. Por otra parte, nos produce mal humor ver en otro demasiada felicidad o, como decimos, demasiada exaltación a causa de cualquier insignificante acontecimiento venturoso. Hasta su alegría nos desplaza, y puesto que no la compartimos, la disputamos por veleidad y desatino. Hasta perdemos el humor en el caso en que una broma provoca en nuestro compañero una risa más prolongada y ruidosa de lo que a nosotros nos parece merecer; es decir, más de lo que nosotros sentimos y que podríamos celebrarla.

CAPÍTULO III

DEL MODO EN QUE JUZGAMOS ACERCA DE LA PROPIEDAD O IMPROPIEDAD DE LOS SENTIMIENTOS AJENOS POR SU ARMONÍA O DISONANCIA CON LOS NUESTROS

CUANDO ACONTECE que las pasiones de la persona a quien principalmente conciernen, se encuentran en armonía perfecta con las emociones de simpatía del espectador, por necesidad le parecerán a éste justas y decorosas, y adecuadas a sus objetos; y, por lo contrario, cuando poniéndose en el caso descubre que no coinciden con sus personales sentimientos, necesariamente habrán de parecerle injustas e impropias, e inadecuadas a los motivos que las mueven. Conceder nuestra aprobación a las pasiones ajenas como adecuadas a sus objetos, equivale, pues, a advertir que simpatizamos sin reservas con ellas; y el desaprobarlas por inadecuadas, es tanto como advertir que no simpatizamos del todo con ellas. Quien resienta las injurias que he recibido, y advierta que yo las resiento precisamente del mismo modo que él, necesariamente aprueba mi resentimiento. Aquel cuya simpatía palpita al unísono con mi dolor, no podrá menos que admitir la razón de mi pena. Quien admire el mismo poema o la misma pintura, y los admire exactamente como los admiro yo, deberá, ciertamente, admitir lo bien fundado de mi admiración. Quien celebra la misma broma y ríe conmigo, difícilmente podrá negar la propiedad de mi regocijo. Por lo contrario, la persona que en esas diversas ocasiones, o bien no siente una emoción igual a la que experimento, o bien su emoción no guarda proporción a la mía, no puede evitar su desaprobación hacia mis sentimientos por la disonancia con los suyos. Si mi animosidad traspasa los límites de la indignación provocada en mi amigo; si mi aflicción excede lo que es capaz su más tierna compasión; si mi admiración es, o demasiado viva, o demasiado fría para cuadrar con la suya; si río ruidosa y cordialmente cuando él apenas sonríe, o, por lo contrario, solamente sonrío cuando él ríe desbordadamente; en todos estos casos, en el momento en que deja de considerar el objeto para observar la manera en que me afecta, según haya más o menos desproporción entre sus sentimientos y los míos, incurriré en mayor o menor grado en su desaprobación, y en todos los casos son sus propios sentimientos la norma y medida con que juzga los míos.

Conceder aprobación a las opiniones ajenas, es adoptar esas opiniones, y adoptarlas es aprobarlas. Si los mismos argumentos que te convencen, también me convencen, es que necesariamente apruebo tu convicción; y si no me convencen, necesariamente es que no la apruebo; mas tampoco puedo concebir que haga lo uno sin lo otro. Por lo tanto, el aprobar o desaprobar las opiniones ajenas, es admitido por todos que significa, ni más ni menos, advertir el consentimiento o el disentimiento con las nuestras. Empero, tal es el mismo caso respecto a nuestra aprobación o desaprobación de los sentimientos o pasiones de los otros.

Hay, ciertamente, algunos casos en que tal parece que concedemos nuestra aprobación sin simpatía o sin correspondencia de sentimientos, y en los que, por consiguiente, el sentimiento aprobatorio aparece como algo diferente de la percepción de esa coincidencia. Sin embargo, una ligera reflexión nos convencerá de que, aun en estos casos, nuestra aprobación se funda, en última instancia, en una simpatía o correspondencia de esa naturaleza. Pondré un ejemplo valiéndome de cosas muy frívolas, porque en ellas los juicios de los hombres corren menos riesgo de haberse extraviado por la aplicación de sistemas erróneos. Es frecuente que aprobemos una broma y admitamos que el regocijo de la reunión queda debidamente justificado, aunque nosotros no la celebremos, ya porque, quizá, estemos de mal humor, ya por estar distraídos con otros objetos. La experiencia, sin embargo, nos ha enseñado la clase de chiste que normalmente es capaz de hacernos reír, y advertimos que éste es de ésos. Aprobamos, por lo tanto, el regocijo de la reunión y consideramos que es natural y adecuado a su objeto; porque, si bien en el momento nuestro humor no nos permite participar, sentimos que normalmente nos habríamos regocijado con los demás.

Lo mismo acontece respecto a todas las otras pasiones. Nos encontramos en la calle con un desconocido que muestra las huellas de la más profunda aflicción, e inmediatamente se nos informa que acaba de recibir la noticia de la muerte de su padre. Es imposible, en el caso, no aprobar su pena. Sin embargo, puede acontecer frecuentemente, sin defecto de humanidad por nuestra parte, que, lejos de participar en la vehemencia de su dolor, apenas percibamos los incipientes impulsos de deferencia hacia él. Tanto él como su padre, quizá, nos son totalmente desconocidos; y bien puede suceder que estemos ocupados en otras cosas y no dejemos tiempo para que en la imaginación se forme el cuadro de las diversas circunstancias dolorosas que por necesidad le ocurren. La experiencia, sin embargo, nos ha enseñado que pareja desgracia, naturalmente, provoca semejantes extremos de dolor, y sabemos que, de permitirnos reflexionar cabalmente sobre su situación, sin duda simpatizaríamos sinceramente con él. Es la consciencia que nos formamos de esta simpatía condicional sobre lo que se funda nuestra aprobación de su dolor, aun en aquellos casos en que la simpatía no llegue a ocurrir de hecho; y las reglas generales deducidas de nuestra experiencia anterior, sobre lo que normalmente correspondería en nuestros sentimientos, impone un correctivo, en ésta como en muchas otras ocasiones, a la impropiedad de nuestras emociones del momento.

El sentimiento o afecto cordial de que procede toda acción y del que toda virtud o vicio debe depender en definitiva, puede ser considerado bajo dos aspectos diversos, o en una doble relación: primero, en relación con las causas que lo provocan o el motivo que lo ocasiona, y segundo, en relación con el fin que se propone o el efecto que tiende a producir.

En la adecuación o inadecuación, en la proporción o desproporción que el afecto mantenga respecto a la causa u objeto que lo mueve, consiste la propiedad o impropiedad, el decoro o el desgarbo de la acción consiguiente.

En la naturaleza beneficiosa o dañina de los efectos que la acción persigue o tiende a producir, consiste el mérito o demérito de la acción, y las cualidades por las que es acreedora de galardón o merecedora de castigo.

En los últimos años los filósofos han considerado principalmente la finalidad de los afectos y han concedido poca atención a la relación en que están con la causa que los mueve. Sin embargo, en la vida diaria, cuando juzgamos la conducta de alguna persona y los sentimientos que la animaron, constantemente los consideramos bajo los dos aspectos. Al censurar en otro los excesos del amor, de pesadumbre, de resentimiento, no sólo tenemos en cuenta los ruinosos efectos que tienden a producir, sino la poca ocasión que los motivó. Los méritos de la persona favorecida, decimos, no son tan grandes, su desgracia no es tan terrible, la provocación de que ha sido objeto no es tan insólita, para que se justifique una tan violenta pasión. Podríamos haber accedido, decimos; quizá hasta aprobado, la vehemencia de su emoción, si la causa guardara en algún modo cierta proporción con ella.

Cuando juzgamos de esa manera cualquier afecto para saber si está en proporción o desproporción con la causa que lo estimula, apenas es posible que utilicemos otra regla o norma que no sea nuestra correspondiente afección. Si al ponernos en el caso del otro descubrimos que los sentimientos a que da ocasión coinciden y concuerdan con los nuestros, necesariamente los aprobamos como proporcionados y adecuados a sus objetos; pero, de no ser así, necesariamente los desaprobamos como extravagantes y fuera de toda proporción.

Cada facultad de un hombre es la medida por la que juzga de la misma facultad en otro. Yo juzgo de tu vista por mi vista, de tu oído por mi oído, de tu razón por mi razón, de tu resentimiento por mi resentimiento, de tu amor por mi amor. No poseo, ni puedo poseer, otra vía para juzgar acerca de ellas.

CAPÍTULO IV

SOBRE EL MISMO ASUNTO

NOS ES dable juzgar sobre la propiedad o impropiedad de los sentimientos ajenos por su concordancia o disonancia con los nuestros, en dos distintas ocasiones: o bien, primero, cuando consideramos los objetos que los estimulan sin particular relación con nosotros, ni con la persona de cuyos sentimientos juzgamos, o, segundo, cuando se les considera como afectando peculiarmente al uno o al otro.

Respecto a los objetos considerados sin particular relación con nosotros ni con la persona de cuyos sentimientos juzgamos; dondequiera que sus sentimientos coinciden completamente con los nuestros, le atribuimos las cualidades de buen gusto y discernimiento. La belleza de una llanura, la grandiosidad de una montaña, los adornos de un edificio, la expresión de una pintura, la composición de una disertación, la conducta de una tercera persona, las proporciones entre distintas cantidades y números, los múltiples aspectos que eternamente está exhibiendo la gran máquina del universo con los ocultos engranajes y resortes que los producen, todos los asuntos generales de que se ocupan la ciencia y el buen gusto, son las cosas que nosotros y nuestro compañero consideramos como desprovistas de peculiar relación respecto a los dos. Ambos las vemos desde el mismo punto de vista, y no hay motivo para la simpatía, ni para ese cambio de situación imaginario de donde brota, a fin de que se produzcan, respecto a esas cosas, la más perfecta armonía de sentimientos y afectos. Si, no obstante, con frecuencia acontece que nos afectan de distinto modo, ello obedece, o bien a los diversos grados de atención que nuestras diferentes costumbres en la vida nos permiten conceder con facilidad a las distintas partes de aquellos objetos complejos, o bien a los diversos grados de la natural perspicacia en la disposición mental a que esos objetos se dirigen.

Cuando los sentimientos de nuestro compañero coinciden con los nuestros en cosas de esta especie, que son obvias y fáciles, y respecto de las qué quizá jamás hayamos encontrado una sola persona que difiera de nosotros, aunque, sin duda, les concedemos nuestra aprobación, pensamos, sin embargo, que a causa de esos sentimientos no merece alabanza o admiración. Pero cuando no sólo coinciden con los nuestros, sino que los guían y orientan; cuando al formarlos demuestra haber considerado muchas cosas que habíamos pasado por alto, y logrado ajustarlos a las múltiples circunstancias de sus objetos, no sólo los aprobamos, sino que su insólita e inesperada sutileza y alcance asombra y sorprende, y nos parece que es en alto grado merecedor de admiración y aplauso. Porque la aprobación, exaltada por el asombro y la sorpresa, constituye ese sentimiento que con propiedad se llama admiración y del que el aplauso es la natural manifestación. El criterio de quien estima que la belleza exquisita es preferible a la más burda deformidad, o que admite que dos por dos son cuatro, ciertamente será aceptado por todo el mundo, pero con seguridad no provocará gran admiración. Es la sutileza y delicado discernimiento del hombre de buen gusto que distingue las nimias y difícilmente perceptibles diferencias de la belleza y la deformidad; es la comprensiva precisión del matemático experimentado, que desembrolla sin dificultad las más intrincadas y enredadas proporciones; es el egregio caudillo en la ciencia y en las artes, el hombre que orienta y dirige nuestros propios sentimientos, cuyo alcance y superior precisión de talento nos pasma con asombro y sorpresa, lo que provoca nuestra admiración, y él aparece condigno de nuestro aplauso; y sobre estos cimientos se fundan casi todos los encomios que se tributa a las llamadas virtudes intelectuales.

Podría pensarse que la utilidad de esas cualidades es lo primero que nos las recomienda, y, sin duda, tal consideración, cuando examinada, les comunica un nuevo valor. Sin embargo, primariamente le damos nuestra aprobación al criterio de otro hombre, no por útil, sino por justo, por exacto, porque se compadece con la verdad y la realidad; y es evidente que si le atribuimos esas cualidades, es porque descubrimos que concuerda con nuestro propio criterio. Del mismo modo, el buen gusto nos es primariamente acepto, no por útil, sino por justo, por delicado, y porque es adecuado a su objeto. La idea de la utilidad de todas las cualidades de esta especie es claramente una ocurrencia posterior y no lo que primero nos las recomienda a nuestra aprobación.

Respecto a los objetos que de un modo especial nos afectan o a la persona de cuyos sentimientos juzgamos, es a la vez más difícil conservar esa armonía y concordia, y al mismo tiempo, en sumo grado más importante. Normalmente, mi compañero no considera la desgracia que me ha acaecido o la injuria de que he sido víctima, desde el mismo punto de vista en que yo las considero. Me afectan mucho más de cerca. No las contemplamos desde el mismo sitio, como acontece con una pintura, un poema o un sistema filosófico, y, por lo tanto, propendemos a ser afectados por ellas de modos muy distintos. Pero es mucho más fácil que pase por alto la falta de esos sentimientos respecto a aquellos objetos tan indiferentes que no conciernen ni a mí ni a mi compañero, que respecto a lo que tanto me interesa, como la desgracia que me ha acaecido o la injuria de que he sido víctima. Aunque tú desprecies esa pintura o ese poema o hasta ese sistema filosófico que yo admiro, hay poco riesgo de que tengamos una riña por ese motivo. Razonablemente, ninguno de los dos podemos sentir gran interés por ellos. Debieran todos ser asuntos de gran indiferencia para ambos, de tal modo que, aun teniendo opiniones opuestas, nuestros afectos puedan seguir siendo casi los mismos. Pero es cosa muy distinta respecto a aquellos objetos por los que tú o yo estamos particularmente afectados. A pesar de que tus opiniones en materias especulativas, a pesar de que tus sentimientos en materia de gusto sean muy contrarios a los míos, fácilmente podré pasar por alto esa oposición, y si tengo alguna moderación, hasta me será agradable tu conversación aun sobre esos mismos temas. Pero si careces de condolencia por la desgracia que me ha acaecido, o la que tienes no guarda proporción con la magnitud de la pena que me perturba; o si no te indignan las injurias que he sufrido, o tu indignación no guarda proporción con el resentimiento que me enajena, ya no podremos conversar sobre estos asuntos. Nos volvemos intolerables el uno respecto al otro. Yo no puedo soportar tu compañía, ni tú la mía. Te turbas ante mi vehemencia y pasión y yo me irrito ante tu fría insensibilidad y falta de sentimiento.

En tales casos, para que pueda existir una correspondencia sentimental entre el espectador y la persona afectada, el espectador deberá, ante todo, procurar, hasta donde le sea posible, colocarse en la situación del otro y hacer suyas todas las más insignificantes circunstancias aflictivas de las que probablemente ocurren al paciente. Deberá adoptar en su totalidad el caso de su compañero en todos sus más minuciosos incidentes, y esforzarse por traducir lo más fielmente posible ese cambio le situación imaginario en que su simpatía se funda.

Pero, aun después de todo esto, las emociones del espectador estarán muy propensas a quedar cortas junto a la violencia de lo que experimenta el paciente. El hombre, si bien naturalmente inclinado a la simpatía, jamás logra concebir lo que a otro le acontece, con la misma viveza pasional que anima a la persona afectada. El cambio imaginario de situación en que se funda la simpatía es sólo momentáneo. El pensamiento de la propia seguridad, la idea de no ser en realidad el paciente, constantemente se hace presente, y, aunque no impide concebir una pasión en cierta manera análoga a la que experimenta el paciente, estorba el concebirlo con el mismo grado de vehemencia. La persona afectada percibe esto, pero al mismo tiempo desea apasionadamente una simpatía más completa. Anhela el alivio que sólo una entera concordancia de afectos de los espectadores y suyos puede depararle. Ver que las emociones de sus corazones palpitan al compás de la propia violenta y desagradable pasión, es lo único en que cifra su consuelo. Pero solamente puede alcanzar esto rebajando su pasión al límite, hasta donde sean capaces de llegar con él los espectadores. Debería, si se me permite la expresión, matizar la agudeza de su tono, a fin de armonizarla y concordarla con las emociones de quienes lo rodean. Lo que ellos sienten, jamás será igual a lo que él siente, y la compasión nunca puede ser idéntica a la pena primitiva, porque la secreta convicción de que el cambio de situación, que origina el sentimiento de simpatía, es imaginario, no sólo rebaja el grado, sino que, en cierta medida, varía la especie, haciéndola sensiblemente distinta. Sin embargo, es evidente que los dos sentimientos mantienen una correspondencia mutua, suficiente para conservar la armonía en la sociedad. Aunque jamás serán unísonos, pueden ser concordantes, y esto es todo lo que hace falta y se requiere.

Tero, a fin de que pueda producirse esa concordia, la naturaleza enseña a la persona afectada a asumir hasta cierto punto las circunstancias de los espectadores, del mismo modo que enseña a éstos a asumir las de aquélla. Así como los espectadores constantemente se ponen en la situación del paciente para poder concebir emociones semejantes a las de éste, así el paciente constantemente se pone en la de aquéllos para concebir cierta frialdad con que miran su suerte. Del mismo modo que ellos están en constante consideración sobre lo que sentirían si fuesen en realidad pacientes, así él procede constantemente a imaginar el modo en que resultaría afectado si fuera uno de los espectadores de su propia situación. Así como la simpatía los obliga a ver esa situación hasta cierto punto por sus ojos, así su simpatía lo obliga a considerarla, hasta cierto punto, por los de ellos, y muy particularmente estando en su presencia y obrando bajo su inspección. Y como la pasión reflejada, así concebida por él, es mucho más débil que la original, necesariamente disminuye la violencia de lo que sentía antes de estar en presencia de los espectadores, antes de que se hiciera cargo del modo en que ellos resultarían afectados y antes de que considerase su propia situación bajo esta luz cándida e imparcial.

La mente, pues, raramente está tan perturbada que la compañía de un amigo no le restituya cierto grado de tranquilidad y sosiego. El pecho, hasta cierto punto, se calma y serena en el momento en que estamos en su presencia. Inmediatamente se nos hace presente la manera en que considerará nuestra situación, y por nuestra parte comenzamos a considerarla del mismo modo, porque el efecto de la simpatía es instantáneo. Esperamos menos simpatía de un simple conocido que de un amigo. No es posible explayarnos con aquél, poniéndolo al tanto de todas aquellas pequeñas circunstancias que solamente al amigo podemos revelar; de ahí que, ante el conocido, asumimos más tranquilidad y pugnamos por fijar nuestro pensamiento en aquellos perfiles generales de nuestra situación, que él esté anuente a considerar. Aún menos simpatía esperamos de una reunión de desconocidos, y, por lo tanto, asumimos ante ella aún mayor tranquilidad y también pugnamos por rebajar nuestra pasión al nivel a que esa reunión en que estamos sea capaz de seguirnos en nuestra emoción. Y no es que se trate de una apariencia fingida, porque si realmente somos dueños de nosotros mismos, la sola presencia de un conocido nos sosegará en verdad, aún más que la presencia de un amigo, y la de una reunión de desconocidos todavía más que la de un conocido.

La sociedad y la conversación, pues, son los remedios más poderosos para restituir la tranquilidad a la mente, si en algún momento, desgraciadamente, la ha perdido; y también son la mejor salvaguardia de ese uniforme y feliz humor que tan necesario es para la satisfacción interna y la alegría. Los hombres retraídos y abstraídos que propenden a quedarse en casa empollando las penas o el resentimiento, aunque sea frecuente que estén dotados de más humanidad, más generosidad y de un sentido más pulcro del honor, sin embargo, rara vez poseen esa uniformidad de humor tan común entre los hombres de mundo.

CAPÍTULO V

DE LAS VIRTUDES AFABLES Y RESPETABLES

SOBRE ESTAS dos especies de esfuerzo, el del espectador por hacer suyos los sentimientos de la persona afectada y el de ésta por rebajar sus emociones al límite hasta donde sea capaz de llegar con él el espectador, se fundan dos distintos grupos de virtudes. Las tiernas, apacibles y amables virtudes, las virtudes de cándida condescendencia y de humana indulgencia, están fundadas en uno de ellos; las grandes, reverenciales y respetables, las virtudes de negación de sí mismo, de dominio propio, aquéllas que se refieren a la subyugación de las pasiones, que sujetan todos los movimientos de nuestra naturaleza a lo que piden la dignidad, el honor y el decoro de nuestra conducta, se originan en el otro.

¡Cuán amable nos parece aquél cuyo corazón, lleno de simpatía, refleja todos los sentimientos de aquellos con quien conversa, que se duele de sus calamidades, que resiente las injurias que han recibido y se alegra con motivo de la buena suerte que los alcanza! Cuando hacemos nuestra la situación de sus compañeros, participamos en la gratitud que experimentan, e imaginamos el consuelo que necesariamente reciben a causa de la tierna simpatía de un tan afectuoso amigo. Y, por lo contrario, ¡cuán desagradable se muestra aquel cuyo inflexible y obcecado corazón sólo siente para sí, pero es del todo insensible a la felicidad o desgracia ajenas! También en este caso participamos del dolor que su sola presencia acarrea a quienquiera que con él conversa, y especialmente a aquellos con quienes estamos más dispuestos a simpatizar, los desventurados y agraviados.

Por otra parte ¡qué noble decoro y donaire en la conducta de quienes, en su propio caso, logran ese recogimiento y dominio que constituyen la dignidad de toda pasión y que la rebajan al límite hasta donde los demás pueden participar en ella! Nos repugna ese dolor vociferante que, sin miramiento, hace un llamado a nuestra compasión por medio de suspiros y lágrimas y lamentos inoportunos. Pero veneramos ese pesar reservado, callado y majestuoso, que sólo se revela en la hinchazón de los ojos, en el tremor de los labios y mejillas y en la distante, pero conmovedora frialdad del comportamiento. Nos obliga a guardar igual silencio. Los observamos con respetuosa atención y vigilamos con ansiosa preocupación nuestra propia conducta, no sea que por alguna falta perturbemos esa concertada tranquilidad, que tan enorme esfuerzo requiere para mantenerse.

Y, del mismo modo, la insolencia y brutalidad de la ira, cuando damos rienda suelta a la furia, sin imponerle freno o restricción, es de todas las cosas la más detestable. Pero admiramos ese noble y generoso resentimiento que gobierna la secuencia de las más grandes injurias, no por la rabia que propenden a excitar en el pecho del agraviado, sino por la indignación que producen en el espectador imparcial; la que impide que se escape toda palabra, todo ademán excesivo para lo que ese más equitativo sentimiento dicta, y que jamás, ni aun en pensamiento, intenta mayor venganza, ni desea la inflicción de un mayor castigo de aquel cuya ejecución toda persona indiferente vería con agrado.

Y de ahí resulta que sentir mucho por los otros y poco por sí mismo, restringir los impulsos egoístas y dejarse dominar por los afectos benevolentes constituye la perfección de la humana naturaleza; y sólo así puede darse en la Humanidad esa armonía de sentimientos y pasiones en que consiste todo su donaire y decoro. Y así como amar a nuestro prójimo como nos amamos a nosotros mismos es el gran principio cristiano, así el gran precepto de la naturaleza es tan sólo amarse a sí mismo como amamos a nuestro prójimo, o, lo que es lo mismo, como nuestro prójimo es capaz de amarnos.

Del mismo modo que el buen gusto y el discernimiento, entendidos como cualidades condignas de encomio y admiración, se supone que implican delicadeza de sentimientos y perspicacia de entendimiento nada usuales, así las virtudes de sensibilidad y de dominio sobre sí mismo no se concibe que consistan en los grados normales, sino en los grados poco comunes de aquellas cualidades. La afable virtud de humanidad requiere, seguramente, una sensibilidad que con mucho sobrepase lo poseído por el grueso de la vulgaridad de los hombres. La grande y eminente virtud de la magnanimidad, sin duda exige mucho más que los grados de dominio sobre sí mismo de que es capaz el más débil de los mortales. Así como en los grados usuales de las cualidades intelectuales no hay talento, así en los grados comunes de las morales no hay virtud. La virtud es excelencia, algo excepcionalmente grande y bello, que se eleva muy por encima de lo vulgar y corriente. Las virtudes afables consisten en ese grado de sensibilidad que nos sorprende por su exquisita e insólita delicadeza y ternura; las reverenciales y respetables, en ese grado del dominio de sí mismo que pasma por su asombrosa superioridad sobre las más rebeldes pasiones de la naturaleza humana.

Hay a este respecto una diferencia considerable entre la virtud y el mero decoro; entre aquellas cualidades y acciones que son dignas de la admiración y el aplauso, y aquéllas que simplemente merecen nuestra aprobación. En muchas ocasiones, obrar con todo decoro no requiere más que el común y corriente grado de sensibilidad o dominio de sí mismo que es patrimonio hasta de los más despreciables hombres, y algunas veces ni eso es necesario. Así —para poner un ejemplo muy modesto—, comer cuando tenemos hambre, es, ciertamente, en circunstancias ordinarias, algo que es perfectamente correcto y debido, y no puede menos que ser aprobado como tal por todo el mundo. Nada, sin embargo, sería más absurdo que decir que fuera virtuoso.

Por lo contrario, es frecuente que haya un considerable grado de virtud en aquellos actos que están lejos del más perfecto decoro, porque es posible que se aproximen a la perfección más de lo que podría suponerse en circunstancias en que alcanzarla fuese en extremo difícil, y tal vez es el caso muy frecuente en ocasiones en que hace falta un muy enérgico esfuerzo de dominio propio. Hay situaciones que pesan tanto sobre la naturaleza humana, que el mayor grado de dominio propio a que puede aspirar una tan imperfecta criatura como es el hombre, no basta para acallar del todo la voz de la flaqueza humana, ni aminorar la violencia de las pasiones hasta ese tono de moderación en que el espectador imparcial pueda compartirlas. Aunque en estos casos, por lo tanto, el comportamiento del paciente no alcance el más perfecto decoro, puede de todos modos ser digno de aplauso, y hasta en cierto sentido puede reputarse virtuoso. Bien puede aún ser muestra de un esfuerzo generoso y magnánimo del que la mayoría de los hombres sean incapaces, y aun cuando no llegue a la perfección absoluta, se aproxima más a la perfección de lo que en semejantes circunstancias difíciles es común encontrar o esperar.

En estos casos, cuando ponderamos el grado de reproche o aplauso que pueda corresponder a un acto, es muy frecuente que echemos manos de dos distintas normas. La primera es la idea que nos formamos de la más cabal propiedad y perfección que, en esas difíciles situaciones, jamás ha alcanzado ni puede alcanzar la conducta humana; y al comparar con ella las acciones comunes de los hombres, aparecerán siempre reprochables e imperfectas. La segunda £s la idea que tenemos del grado de propincuidad o alejamiento de esa completa perfección, usualmente alcanzado en las acciones de la mayoría de los hombres. Todo aquello que exceda de ese grado, pese a la distancia a que pueda estar de la perfección absoluta, nos parecerá digno de aplauso, y aquello que se quede corto, digno de censura.

De esa manera es como juzgamos los productos de todas las artes que se dirigen a la imaginación. Cuando un crítico examina la obra de cualquiera de los grandes maestros de la poesía o de la pintura, algunas veces lo hace mediante la imagen que se ha formado de la perfección, al que ni esa ni ninguna otra obra humana puede llegar; y mientras la compare con ese modelo ideal, solamente descubrirá en ella faltas e imperfecciones. Pero cuando llegue a considerar el lugar que le corresponde entre las demás obras de la misma especie, por necesidad aplicará en la comparación una muy distinta norma, o sea el grado de excelencia comúnmente alcanzado en ese arte; y cuando juzga la obra por esta nueva medida, puede muy bien aparecer como merecedora del más ruidoso aplauso, toda vez que se aproxima más a la perfección que la mayoría de las demás obras que puedan ponerse en competencia con ella.