Me puse en guardia en cuanto apareció, y he de decir que tenía un aspecto extraordinario. Con su traje, parecía tan imponente como cualquiera de los personajes ilustres que había visto en Washington, imagen a la que contribuían la complexión delgada, los rasgos como cincelados y el pelo plateado. Con los ojos clavados en el todoterreno que estaba en el aparcamiento, se dirigía hacia allí a grandes zancadas cuando miró hacia un lado y vio mi coche. El suyo y el mío eran los únicos que quedaban.
Se le iluminó el rostro, y en fin, no pueden ni imaginarse lo que yo sentí. Me llevé una mano al pecho para tranquilizar este traicionero corazón mío, a punto de salírseme por la boca.
Mientras James venía hacia mí se aflojó la corbata y se quitó la chaqueta. Cuando llegó al coche, sonreía. Dejó la chaqueta en el capó, abrió la puerta del copiloto y entró. A mi lado, colocó una mano en la parte trasera de mi asiento.
Vi el triunfo en su cara, y esperaba que hiciera algún comentario sobre la reciente victoria para la fábrica y el pueblo cuando dijo:
—Has estado increíble.
Creo que me sonrojé, y digo creo porque cuando era adolescente no tenía muchos motivos para ello, y ya adulta, sonrojarse no era lo mío.
—Simplemente he hablado de lo que sabía.
Su sonrisa se esfumó.
—Siento haber tenido que mantener tanto secreto, pero es que llevaba tiempo queriendo hacer esto. Cuando llegó el momento, sabía que solo tenía una oportunidad, que si algo salía mal no tendría otra. Por eso estaba paranoico. No me fiaba de que no se enterasen y sabotearan lo que intentábamos hacer. A mi padre se le dan muy bien esas cosas. El dinero lo es todo, y yo tenía miedo.
—Lo entiendo.
—Pero me equivoqué. Una Relación, con erre mayúscula, supone confianza.
¿Erre mayúscula? De repente empecé a sentir necesidad y miedo, a partes iguales. La necesidad era del corazón, el miedo casi todo lo demás, y eso tenía prioridad, ¿no? Mi miedo era por las cuestiones prácticas, por la realidad, por los hechos.
Me encogí de hombros. Era lo mejor que sabía hacer para parecer que le quitaba importancia a algo.
—Lo nuestro es muy reciente. Apenas nos conocemos.
Los ojos de James eran de un castaño intenso, profundo.
—Entonces, si te pidiera que te quedaras aquí y vivieras conmigo, ¿dirías que no?
Nada de quitarle importancia a las cosas. Sus palabras me dejaron sin respiración unos segundos, y volví a llevarme la mano al pecho.
—James, no digas esas cosas —protesté.
—Lo digo totalmente en serio.
—Pero es verdad, apenas nos conocemos. No tienes ni idea de lo que le pasa a una escritora cuando está en el trance de escribir un libro.
—¿Es como el trance de un orgasmo? —preguntó James, muy serio.
—No —contesté—. No tiene nada que ver. Es como vivir con alguien que no existe.
—A Greg le ha ido bien.
—Greg no es… no… bueno, es distinto, James. Pero hay algo fundamental. Yo vivo en Washington. Tengo una casa y una vida propia. Por si fuera poco, soy Barnes y tú Meade. Los Barnes y los Meade no… no cohabitan. Además, está Mia. Si me fuera a vivir contigo, y nos diéramos cuenta de que nos odiamos y yo me marchara, Mia sufriría las consecuencias.
—No creo que eso vaya a pasar.
—¿Qué? ¿Que Mia sufra?
—Que te marches. Creo que nos va bien, Annie. No había sentido lo que siento por ti por ninguna mujer. Jamás.
—¡Pero soy Annie Barnes! —grité, pronunciando el nombre con una rabia de quinceañera.
—Sí, eres Annie Barnes —repitió James, pero no con rabia, sino con respeto.
¿Respeto? ¿En serio? ¿Qué mujer no desea ser respetada por un hombre? ¿Qué mujer no sueña con ese respeto? Pero el sueño no lo hacía realidad.
—¿Y April? —pregunté a la desesperada—. Estuviste con ella seis años antes de darte cuenta de que lo vuestro no iba a salir bien.
James estaba negando con la cabeza incluso antes de que yo hubiera terminado la frase.
—Estuve tanto tiempo con April precisamente porque comprendí que no podía salir bien. Al menos me di cuenta en lo más profundo. Nunca le pedí que se casara conmigo.
Levanté las dos manos.
—No pronuncies esa palabra. Me horroriza. —Antes de bajar las manos, espanté una mosca que estaba zumbándome junto a la cabeza—. De verdad, James —dije muy seria—. Fíjate en lo que te espera. Lo mires como lo mires, acabas de asumir una carga tremenda. Tienes que dirigir toda la empresa, no solo en el desarrollo de productos, sino que tienes que averiguar a quiénes han afectado los vertidos y solucionar lo de las ayudas. No es el momento para que hagas grandes cambios en tu vida.
—No estoy de acuerdo. Es el mejor momento. Me gustaría que al volver a casa me estuviera esperando alguien.
—Tienes a Mia.
Su mirada me dio a entender que no era lo mismo.
—Vale, pero de todos modos los tres argumentos que te he dado siguen siendo válidos. Somos adultos y tenemos que ser sensatos. —La mosca estaba zumbando alrededor de la cabeza de James, y vi cómo la espantaba—. Por cierto, creo que es Grace.
—No tiene ninguna gracia. Es una pesadez.
—Me refiero a Grace Metalious. Adopta diversas formas: un gato ronroneando o una mosca zumbando.
Pareció que a James le hacía gracia.
—Pero si Grace Metalious hace años que murió.
Lo miré a los ojos.
—Mantengo conversaciones con ella.
—Ah, ¿sí? —preguntó, condescendiente.
Asentí con la cabeza, invitándolo a que se riera de mí.
—Empezamos a hablar cuando yo era pequeña.
De repente se puso tan serio como yo.
—Si lo que estás intentando es asustarme, dándome a entender que estás loca, no te va a servir. Eres novelista, y es normal que tengas imaginación. Además, supongo que cuando eras pequeña necesitabas una amiga. No creo que te resultara fácil crecer aquí. Bueno, cuéntame qué te decía.
Había aceptado tan bien la situación que no me quedó más remedio que contestar.
—Me decía que escribía bien y que sería alguien algún día. Era como una hermana mayor.
—Una amiga imaginaria.
—Me daba ánimos.
—¿Y ahora?
Tuve que pensarlo. La respuesta no era tan sencilla.
—Ahora discutimos mucho —dije—. Es como si me estuviera empujando para que haga cosas por razones que no están bien. Quiere que sienta rabia.
—¿Que sientas rabia?
—Por cualquier cosilla que va mal en Middle River. Omie me dijo que Grace me estaba utilizando como medio para cumplir sus deseos, pero si eso significa venganza, yo no estoy dispuesta, porque en todas las ciudades hay cosas malas, a poco que escarbes. Y otra cosa: sentir rabia es agotador, y yo no quiero estar así durante los próximos veinte años. Nada es perfecto. Ningún hombre es perfecto. —Me callé, al darme cuenta de que estaba discutiendo con Grace—. Por cierto, piensa que eres guapísimo. Me lo dijo la primera vez que te vi corriendo.
—Vaya, vaya —dijo James, complacido de una forma muy masculina—. ¿Y qué más te dijo de mí?
—Me hizo preguntas… dónde vives, si estás casado, esas cosas. No paraba de decirme que acelerase para ponerme a tu ritmo.
—Buen consejo.
—También dijo que eras el archienemigo número uno. Le gustaba lo dramático de la situación. Sigue pensando que voy a escribir un libro sobre lo que ha pasado aquí. Nuestras discusiones son sobre todo por eso.
James guardó silencio. Su frente se arrugó ligeramente. Por último dijo:
—Sería un buen libro.
—¡Te he dicho que no voy a escribirlo! —exclamé, furiosa—. Y también se lo he dicho a ella, y a mis hermanas.
—Pero estás en tu derecho de…
—James, no quiero escribir un libro sobre esto. Lo he vivido. ¿Por qué iba a querer revivirlo?
—¿No es lo que hacen los escritores?
—Algunos sí, pero yo no. Y desde luego, no en este caso. Además, la historia no ha acabado. Queda por ver qué pasa con la fábrica, una vez que se sepa todo.
—Ya lo sé —replicó James, volviendo a adoptar una expresión seria—. Pero volvemos a lo mismo. Pase lo que pase, quiero que estés conmigo.
Desesperada, agité una mano en el aire.
—¿Cómo puedes decirlo con tanta seguridad?
—Porque sí, porque lo sé. Eres diferente de todas las mujeres que he conocido.
—Ya. Diferente, rara, difícil… Ah, sí. ¿Y qué ha dicho antes tu papaíto? ¿Desequilibrada?
—Se equivoca por completo.
—¿Y cómo lo sabes tú? —pregunté, pero de repente algo me distrajo. Se estaba desabrochando la camisa azul claro—. ¿Qué haces?
—Quiero que sientas algo.
—James —repliqué casi en un susurro y mirando alrededor. El día tocaba a su fin, pero aún tenía cuerda para rato—. ¿Aquí?
Me tomó la mano y la metió dentro de su camisa.
—¿Lo sientes?
Que si lo sentía. Dios, Dios. Noté la aspereza del vello en aquella piel tersa y cálida, pero James no quería eso. Quería que sintiera su corazón, que latía con fuerza contra mi mano.
—Eso es lo que me pasa siempre que estoy contigo. Es como si estuviera más vivo que un momento antes.
Me dieron ganas de gritar, de decir: «¡Sí, sí, es así!». Pero estaba asustada. Estaban pasando demasiadas cosas, y con demasiada rapidez. Aparte de los tres motivos, de lo más lógico, que he citado antes, estaba la cuestión del amor.
Pero ¿qué amor ni qué demonios? Yo no había ido a Middle River en busca de amor. Además, si aquella primera noche hubiera sabido que iba a encontrar el amor precisamente allí, habría dado la vuelta inmediatamente y habría regresado a Washington.
¿Que si yo quería a James? ¿Y cómo iba a saberlo? No lo conocía en las situaciones de la vida que tiene que afrontar una pareja.
Mis padres se querían, y yo quería lo que ellos habían tenido. Y vale, también al Adán perfecto que había buscado Grace. A lo mejor Aidan lo era, pero ¿cómo iba a saberlo en aquel momento, en plena descarga de adrenalina tras haber derrotado a Sandy y a Aidan? ¿Cuántas personas conocen que se han unido en circunstancias fuera de lo normal y piensan que están locamente enamoradas pero cuando se dan de manos a boca con la convivencia cotidiana comprenden que son incompatibles?
Además, James no había pronunciado la palabra «amor». No es una pregunta. Es un hecho.
Dejando una mano sobre su corazón, le acaricié la cara con la que tenía libre y le rogué, con toda mi alma:
—Dame tiempo, James. ¿Puedes?
Me llevó cuatro meses, durante los cuales estuve vacilando entre enamorarme aún más y luchar contra mis sentimientos. Me daba miedo. Me habían gustado otras personas antes. Incluso había amado, pero no era nada en comparación con lo que sentía por James. Era algo que se metía en todos los aspectos de mi vida, desde salir a correr hasta comer, dormir y trabajar, pasando por estar con amigos. Y bueno, el sexo. Eso no lo podía olvidar. Cada vez era mejor. ¿Se lo pueden creer?
Bueno, descubrimos ciertas diferencias entre nosotros. A mí me gusta el café fuerte; a él, suave. Yo lo tomo en una taza de cerámica; él, en un termo. A mí me gusta Starbucks; él prefiere Dunkin’ Donuts. Y eso solo en cuanto al café. Existían otras diferencias, como que a él le chiflaran las gominolas en lugar del chocolate, pero eso eran trivialidades en comparación con el gran tema.
En primer lugar, Mia. A principios de otoño empezó a andar, y he de reconocer que no había nada mejor que volver a Middle River tras una o dos semanas en Washington y ver a Mia viniendo derechita hacia mí con los bracitos levantados para que le diera un abrazo. Sospecho que ella y yo teníamos dominado a James, pero no importa; si están pensando en lo bien que le venía a James tener a alguien que se cuidara de Mia cuando volvía tarde de trabajar, o cansado o preocupado, pues se equivocan. A mí me encantaba ocuparme de ella, porque quería a aquella niña, pero James raramente dejaba de estar ni un minuto con su hija. Disfrutaba de verdad dándole de comer, bañándola y jugando con ella, y si había algún pañal asqueroso —y cuando digo asqueroso, lo digo en serio—, no me pedía a mí que lo cambiara. Lo hacía él, y yo no se lo impedía. Evidentemente, mi masoquismo tiene límites, pero lo importante en esto es que compartíamos todas las tareas. No me sentí utilizada en ninguna ocasión.
En segundo lugar, el trabajo. Aún estoy impresionada por cómo afrontó James el problema del mercurio. Empleó los beneficios de la fábrica —así, sin más ni más—, en el mantenimiento de las personas afectadas, de modo que nadie presentó una demanda. Fue de una generosidad extrema y, naturalmente, ni a Aidan ni a Sandy les hizo ninguna gracia. Lo acusaron de desvalijar la fábrica, pero James se mantuvo en sus trece. Contrató expertos para que se ocuparan de los aspectos económico y jurídico, y lo hicieron bien.
Con respecto a mi trabajo, daba igual dónde viviera. Incluso corregí todas las pruebas de mi libro en el despacho de la casa de James, porque a pesar de que siempre estaban por allí Mia y la niñera, tenía más tranquilidad que en mi casa de la ciudad.
En tercer lugar, la familia. La de James era complicada, una espinita que tenía clavada, porque ni Sandy ni Aidan aceptaron de buena gana la derrota. Cuando cobraron nuevas fuerzas tras el cambio de dirección, no dejaron de pinchar y presionar, con Cyrus y Harry, partidarios de la mano dura, de su parte, e hicieron cuanto pudieron para sabotear lo que había planeado James. En teoría tendrían que haber ganado. Con ocho en el consejo de administración, no había nadie que rompiera el empate. Nunca había hecho falta. Pero James se la jugó a su padre nombrando a un representante de Middle River noveno miembro del consejo, y lo hizo a lo grande, con titulares en la primera página de The Middle River Times. Entonces ya fue demasiado tarde. Middle River se habría alzado en armas si Sandy hubiera anulado el nombramiento.
¿Y mi familia? Increíble. Sabina volvió a su trabajo. Y Phoebe se recuperó muy lentamente, aunque el proceso continúa mientras escribo esto. ¿Cómo se tomaron que James fuera mi media naranja? Bien. Como si no las sorprendiera. Como si la nueva luz a la que me veían fuera perfectamente compatible con cómo veían a James y les encantara la idea de incorporar un Meade a la familia.
Esto último a mí me sorprendió enormemente. Suponía que sentían la antipatía entre los Meade y los Barnes con la misma fuerza que yo, que el pueblo entero la sentía. Pero era cosa mía, mi mente, mi rabia. Cuando me libré de esa rabia, comprendí la VERDAD N.o 10: ¿qué significa un nombre? No demasiado. No es el nombre lo que importa, sino la persona.
Y hablando de personas, ¿quieren saber qué hizo mi hermana Sabina? Convenció a James para quedarse con Mia un fin de semana (a mediados de octubre) y que él me diera una sorpresa en Washington. ¡Y vaya si me sorprendió! Estaba muy ocupado con las negociaciones del mercurio en aquella época y podría haber aprovechado el fin de semana que yo iba a estar fuera para descansar. Pero se presentó en la puerta de mi casa, con monedas de chocolate y los ojos castaños más cálidos del mundo. Quería conocer a Greg, dijo. Quería conocer a Berri, a Jocelyn y Amanda. Quería ver dónde dormía cuando no estaba con él, ver qué era lo que tanto me gustaba de Washington.
Naturalmente, en Washington todo era mejor con James allí.
Quiero contarles eso, pero primero voy a añadir algo más sobre Sabina. Lo que habíamos encontrado la una en la otra durante los pocos días que transcurrieron entre su despido y el golpe de James continuó creciendo. Más aún, Sabina llegó a ser una de mis mejores amigas, con lo que me resultó más fácil decidir el cambio.
Bien. Y ahora Washington.
Me encanta Washington y siempre me gustará, pero incluso en agosto, cuando volví para pasar un fin de semana con Greg y su pierna rota, algo había cambiado. Por mucho que fui de un lado para otro aquellos días y en el tiempo que pasé allí cuando volví en otoño, intentando recordar todo lo que me era tan querido y convencerme de que no había ningún otro lugar en el mundo en el que pudiera vivir, no me sirvió. Sí, tenía amigos en Washington, pero ellos también viajaban con frecuencia. Y New Hampshire acogía bien a los visitantes. Greg vino después de conocer a James (y seguramente comprobar hacia dónde se inclinaba mi corazón). También Berri. Y cada semana que pasaba en Middle River hacía un nuevo amigo.
Así que la buena noticia es que tenía dos casas en lugar de una. ¿Lo consideramos la VERDAD N.o 11?
¿Por qué? Porque también estaba equivocada en este caso. Cuando James me pidió que viviera con él, di por sentado que supondría renunciar a mi vida en Washington. Lo cierto es que entre el teléfono, el fax, las cámaras digitales e Internet, la geografía se ha redefinido. Que los aislacionistas protesten cuanto quieran por los males de la globalización, pero el mundo se ha convertido en un sitio más pequeño. Mi vida en Washington continúa, aunque le he vendido mi parte de la casa a Greg y me he mudado al norte.
Lo que nos lleva a Middle River. Es un pueblo fantástico. Pero no les sorprende que lo diga, ¿verdad? Y voy a ser sincera. Sirve de gran ayuda estar enamorada de uno de sus prohombres y saber que, incluso si no volviera a escribir ni un solo libro, no tendría problemas económicos. Quizá los del otro lado del río no sean tan optimistas como yo, pero coinciden conmigo en una cosa: Middle River es nuestra casa.
Y eso es lo que le dije a Grace. Era un día frío y ventoso de diciembre. Yo estaba en casa para pasar las vacaciones (sí, en casa: la palabra se derrite en la lengua como la miel), y había pensado mucho en ella. No hablábamos desde aquel día de agosto en que le cerré la boca. Me sentía culpable, pensaba que aún había asuntos que teníamos que solucionar. Como ella no venía a mí, fui yo a ella.
Grace Metalious está enterrada en Gilmanton, el pueblo en el que pasó períodos más largos de su vida adulta que en ningún otro sitio. Se encuentra al sur de la región de los Lagos, un largo trayecto desde Middle River. James sabía que estaba planeando ir. Le había hablado sobre ello, había impreso direcciones de mapas y marcado con una equis la fecha en el calendario. Como el día amaneció revuelto, James se empeñó en llevarme.
El día estaba gris, los árboles desnudos, con las hojas, antes llenas de color, descoloridas y secas en el suelo, cubierto por un manto de nieve fino pero creciente. Tras pasar por el arco de hierro que señala la entrada del cementerio, encontramos su tumba sin dificultad. Se erguía sola en un claro, pero cerca había plantas de hoja perenne y una pequeña loma con árboles que volverían a ser verdes en primavera. Detrás de los árboles, las tranquilas aguas de la laguna, casi heladas.
El marco podría haberlo descrito Grace en un libro que habrían leído diez millones de personas, pero estaba allí ella sola, únicamente con su nombre en la lápida.
James aparcó. Se quedó en el coche mientras yo caminaba por la frágil capa de nieve con la capucha puesta. Llevaba margaritas gerbera; de todas las flores que había visto en la tienda de los McCreedy, me parecieron las mejores para Grace. Eran muy vistosas, una mezcla de rojos, naranja, amarillos y rosa, pero de forma muy sencilla. ¿Una contradicción? No más que la propia Grace.
Las puse sobre la nieve para que se apoyaran contra la base de la gran lápida de granito, que sobresalía. El apellido Metalious estaba inscrito arriba, y más abajo, en letras más pequeñas, el nombre, Grace. Aún más abajo se veía la fecha de su nacimiento y de su muerte. Nada más.
—Lo siento —dije en voz baja—. No fui muy amable contigo la última vez que hablamos. Te corté, y no te lo merecías. Necesitaba una amiga, y tú fuiste muy buena conmigo.
Hice una pausa. Una ardilla correteaba entre los árboles, y aunque la ligera nevada silenciaba los ruidos, la brisa producía un crujido de vez en cuando. Oí un susurro de mi anorak cuando me lo ceñí más al cuerpo. Pero no oí a Grace.
—He aprendido mucho —añadí, sin apenas alzar la voz—. Especialmente sobre mí misma y lo cabezota que he sido para ciertas cosas. Se me da bien escribir libros. A ti también. Pero metemos la pata cuando se trata de asuntos personales.
Hice otra pausa. Grace seguía sin contestar.
—¿Recuerdas nuestra última discusión? Fue después del incendio, después de pasar la noche con James. Tú dijiste que le quería, y yo lo negué, pero tú seguiste dando la lata, incitándome a decirte qué deseaba en la vida, y yo no lo sabía. Ahora sí lo sé. Gran parte de lo que deseo lo tuviste tú. Quiero libros, hijos y a James. Pero deseo algo más, y quizá sea eso lo que tú no tuviste. Tú escribiste sobre Peyton Place, yo he vivido Peyton Place, y las dos seguimos volviendo a Peyton Place, a pesar de que nos empeñamos en detestarlo. Entonces, ¿por qué nos atrae? Porque es nuestra casa, Grace, nuestra casa.
La brisa me arrojó unos copos de nieve a la cara, y me pregunté si era la forma que tenía Grace de decirme que me marchara de allí con mis brillantes ideas.
—Aquel día empezaste a decirme algo. Sí, la última vez que hablamos, después de la reunión en la fábrica. Yo estaba en mi coche, esperando a que saliera James, y tú repetías: «Solo quiero que sepas… solo quiero que sepas…». ¿Qué querías que supiera?
Esperé, pero Grace no contestó. Así que susurré:
—¿Puedes oírme, Grace?
Tras unos segundos, sonreí con tristeza y emití un suspiro que se llenó de vaho. Grace estaba muerta. Pero me quedé allí, mirando su tumba, aunque el frío me estaba calando hasta los huesos y empecé a tiritar. Miré los árboles, la laguna, después otra vez la tumba. Entonces me fijé en las margaritas que había llevado. Me alegré de haber elegido aquellas flores. Eran tan radiantes que destellaban en la nieve.
Tras otro suspiro lleno de vaho, me di la vuelta y miré. Y allí, al final del rastro de mis botas, como si fueran las migas para recordarme el camino a casa, estaba el cálido todoterreno, y James dentro.
—«Solo quiero que sepas… —susurré por última vez, porque mis pies se negaban a moverse— solo quiero que sepas…». —Guardé silencio. ¿Qué podía decir? ¿Que iba a echarla de menos? ¿Que formaría parte de mí para siempre? ¿Que no sería lo que yo era sin ella, y que la quería por eso?
No dije nada. No hacía falta. Si el espíritu de Grace estaba por allí cerca, tenía que saberlo.
Ya convencida, mis botas se despegaron del suelo y me dirigí hacia el coche. El camino de vuelta me resultó más fácil, porque me había librado de un peso. Necesitaba ir allí, y ahora podía continuar.
Alegre y más impaciente a cada paso que daba, estaba a punto de reunirme con James cuando lo comprendí. Es él. Es lo que había querido decirme Grace. Pude oírlo. Él es el hombre perfecto.
No sé si será perfecto, con esa manía de tomar café en un termo cuando estás tan tranquilamente en tu cocina. Pero eso se lo podía perdonar.
Sonriendo al pensarlo, eché a correr sobre la nieve. Cuando se abrió la puerta, entré en el coche.
Vi el árbol estrellado de la Eternidad, eché las flores del Tiempo, pensó, y recordó a Matthew Swain y a tantos amigos que formaban parte de Peyton Place. Exagero con demasiada facilidad, reconoció. Todo se hace demasiado grande, demasiado importante, como si hubiera llegado el fin del mundo. Pero aquí me doy cuenta de la pequeñez de las cosas que pueden afectarme.
GRACE METALIOUS, Peyton Place