Tenía el corazón hasta los topes. No se me ocurre otra expresión para definir lo que sentí al ver a todas aquellas personas con la pancarta. No solo no me lo esperaba, sino que, mientras aguardaba en la antesala pensando si aquello saldría bien solo en el caso de Phoebe, también pensé que Grace tenía razón, que la gente de las ciudades pequeñas son personas de mente igualmente pequeña, lo suficientemente tercas como para guardar a toda costa sus feos secretillos incluso cuando van en contra de sus intereses.
Sin embargo, allí estaban, en la pradera, personas que no tenían ni idea de lo que había planeado James pero ponían en juego sus puestos de trabajo. No había sentido tanta alegría cuando iba de un lado a otro viendo a amigos queridos y mis sitios favoritos de Washington el domingo y el sábado anteriores.
De modo que allí estaba la pancarta, el aviso para Sandy Meade, literal y figuradamente. Y sobre la mesa, los acuerdos que James quería que firmase Sandy; en sus elegantes sillas tapizadas, los miembros del consejo de administración parecían vencidos, cautelosos o, en el caso de Sam, intentando contenerse. Aidan, a todas luces, estaba muerto de miedo.
Me habría gustado quedarme. Quería ver con mis propios ojos a Sandy firmando aquellos acuerdos. Quería ver a Aidan tragándose la amarga píldora que tanto se merecía. Quería estrechar a James entre mis brazos (quizá incluso darle un beso, si él estaba dispuesto delante de los demás) y decirle lo bien que me había sentado todo aquello.
No hice nada parecido, porque James me pidió que me marchara. Lo hizo con cortesía («Annie, ahora tenemos que estar en privado»), y yo lo comprendí. El tono que impusiera en los primeros momentos de tomar el mando era una cuestión crucial. Dadas las circunstancias, no había lugar para alguien que no fuera abogado ni miembro del consejo de administración, que ni siquiera vivía en Middle River. No había lugar para una novelista, y mucho menos siendo la protegida de Grace Metalious.
Eso fue lo malo. Lo bueno, que no tuve que esperar en la antesala como una chica modosita. Salí del edificio.
Entonces empezaron a ocurrir cosas increíbles. Había mantenido la calma durante mi actuación ante el consejo de administración. No me hacía ilusiones sobre los hombres reunidos en aquella habitación. Aparte de James y Sam (y Ben, a quien acababa de conocer), no tenía ningún amigo allí. Ni falta que me hacía. Había expuesto los hechos tal y como yo los veía, con la emoción que sentía, y ya está. Era como cuando hablaba ante centenares de personas en una cena de beneficencia en calidad de escritora de éxito: estaba tranquila porque mi público era en su mayoría anónimo.
Fuera cambió todo. Salí por la puerta central del bonito edificio de ladrillo rojo y fui hasta la parte de atrás por un sendero adoquinado. Pero cuando vi a toda aquella gente, o más bien, cuando toda aquella gente me vio, me asaltaron las dudas. Era su victoria mucho más que mía. Yo había ido a Middle River simplemente para averiguar el porqué de la enfermedad de mi madre.
Ya me había detenido, pero retrocedí unos pasos. Entonces fue cuando me vio Sabina. Estaba con Phoebe, sujetándola por la cintura con un brazo, porque Phoebe aún no estaba ni mucho menos bien. Apartándose de la multitud, bajo la guía de Sabina, se acercaron a mí. En su rostro resplandecía una expresión de victoria, incluso de desafío, pero nada más. Entonces caí en la cuenta de que no tenían la menor idea de lo que había ocurrido allí arriba.
Aspirando una profunda bocanada de aire, enarqué las cejas, apreté los labios y asentí con la cabeza.
Dos hermanas, dos suspiros de alivio, un grito de alegría (de Sabina). A continuación me dio la impresión de que echaban a correr, aunque sabía que Phoebe apenas tenía fuerzas, pero al instante estábamos abrazándonos, las tres, compartiendo una victoria, según creo por primera vez en la vida.
Y desde luego, esa era la palabra clave en este caso: «compartir». Las tres habíamos tenido nuestros momentos victoriosos en la vida: las bodas de mis hermanas, el dar a luz de Sabina, mis éxitos de ventas, por poner un ejemplo. Pero nunca habíamos «compartido» un éxito, en el sentido de sentirlo de igual forma, o aún más, de sentirlo con más intensidad porque estábamos juntas.
Hasta la fecha no hemos hablado sobre el tema. A pesar de que nos mantuvimos muy unidas durante los meses siguientes al cambio en la fábrica, muchas cosas nunca llegaron a discutirse. Creo que simplemente queríamos disfrutar de nuestra estrecha relación sin analizarla en detalle.
Pero volvamos a aquella tarde. Apenas habíamos acabado de abrazarnos cuando vinieron los demás, para preguntar por la reunión y dar gritos de alegría. En aquel rato me abrazaron más personas, cuyos nombres ni siquiera conocía en muchos casos, que durante la última ruta con afectadas de cáncer de mama que había hecho. ¿Lo han hecho alguna vez? Soy incapaz de describir la sensación de solidaridad. Los abrazos son solo una expresión externa.
Pues eso fue lo que hubo aquella tarde en Middle River: solidaridad. Sentimos el calor del aire, olimos la calidez de la hierba, la humedad del río, el dulzor de las hojas de los árboles de las orillas. Aún se notaba el olor del incendio, pero estaba como escondido tras los demás, más potentes y agradables.
Y lo mejor de todo era que los hombres que seguían reunidos en aquella sala de juntas no sabían nada al respecto. Lo único que sabían era que la multitud se había dispersado. Estaban metidos de lleno en la historia de firmar papeles y llegar a un acuerdo sobre los cambios. Antes de que levantaran la sesión, nosotros ya nos habíamos ido.
Bueno, digo nosotros en un sentido comunitario, porque yo no me fui. No podía. Me quedé en el coche mientras el resto de los habitantes de Middle River volvía a su vida cotidiana, me quedé allí con la capota bajada, al sol, que ya no resultaba opresivo y escoraba hacia las copas de los árboles, al oeste. Me quité las horquillas del pelo y usé las manos a modo de peine.
«Annie».
Chist. Me puse las gafas de sol, y me quedé esperando, preguntándome quién sería el primero en salir y de qué humor estaría.
El primero fue Ben. Tenía que coger un avión, pero al verme el coche detrás del suyo, vino corriendo y me dio un beso en la mejilla. Estaba contento con los resultados de la reunión; no cabía duda.
«Annie».
Ahora no, insistí.
El siguiente fue Sam. Nada más salir por la puerta encendió un puro. Me dio la impresión de que eso le proporcionaba tanto alivio como lo que había ocurrido dentro del edificio. Se subió al coche dio marcha atrás para salir del aparcamiento, y entonces me vio. Avanzó y se paró junto a mi coche.
—Menuda la que se ha armado —dijo con el puro en la boca.
—Ha sido estupendo, ¿no crees?
—Claro que ha sido estupendo. —Me miró con cariño—. Si tu madre te hubiera visto, se habría sentido orgullosa de ti.
Se me hizo un nudo en la garganta, y no pude decir nada. Con los ojos vidriosos, le sonreí para darle las gracias. Aquella frase significaba para mí mucho más de lo que Sam podía imaginarse.
—Tengo que escribir un artículo —dijo en tono más desenfadado—. ¿Me echas una mano?
Negué con la cabeza.
—Ya me lo suponía.
Me guiñó un ojo, arrancó y aceleró.
Sí, mi madre se habría sentido orgullosa. Al comprenderlo, tardé un poco en recuperarme. A ello contribuyó el hecho de que Aidan y Sandy fueran los que salieron a continuación. Me libraron de tener que escuchar a Grace. Aidan se dirigió a grandes zancadas hacia su tremendo todoterreno negro, a todas luces enfadado, cerró la puerta de golpe y salió pitando. Una actitud infantil pero nada sorprendente. Aidan estaba acostumbrado a salirse con la suya, y quizá por primera vez en su vida no lo había conseguido.
Sandy parecía más comedido, pero su decepción no era menos evidente. Iba con los hombros caídos, caminaba con mayor lentitud, y sus movimientos, desde la mano en la puerta del coche, el cuerpo derrumbándose en el asiento, hasta la cabeza gacha, denotaban cansancio. Yo sabía que, si las cosas hubieran tomado otro rumbo, en aquel mismo momento estaría dentro de aquel edificio, dispuesto como siempre a mantener en la oscuridad a los habitantes de Middle River sobre los problemas que los aquejaban.
Yo nunca podría sentir nada por aquel hombre, pero sabía que James sí. Pero era capaz de reconocer que una época había dado paso a otra.
Sandy se marchó. Yo seguí esperando, con los ojos clavados en la puerta.
«Annie».
Intenté no hacerle caso.
«¿Por qué no me dejas hablar? Somos amigas».
Tú eres mi pasado, quizá también mi presente, pero se trata del futuro.
«Solo quiero que sepas… solo quiero que sepas que…».
En aquel momento me distraje, porque salieron Cyrus y Harry. Intercambiaron unas palabras con aire taciturno; se metieron en sus respectivos coches y desaparecieron. Pasaron otros cinco minutos hasta que se marchó Brad, y otros cinco hasta que se fue Lowell. Poco después apareció el jefe de policía, Greenwood, absorto en sus pensamientos. Entró en el coche patrulla y se alejó sin haberme dirigido ni una sola mirada.
Y yo seguí esperando, esperando y pensando, hasta que al fin salió James.