La sala de juntas era grande y estaba revestida de paneles de madera oscura, con gruesas alfombras persas e imponentes retratos al óleo en las paredes. Los retratos eran de los padres y los abuelos de Sandy Meade, pintados a partir de añejas fotografías, y presentaban a los retratados realizando una actividad aristocrática más ficticia que real, algo que incluso James sabía. Su tatarabuelo no cazaba zorros, ni su tatarabuela había sido una gran dama de la sociedad. James creía que esa falta de sinceridad restaba valor a su memoria, que de una u otra forma daba a entender que lo que realmente habían sido no merecía la pena. Siempre había pensado que lo más auténtico de aquella sala eran la pradera, los árboles desperdigados aquí y allá y el río, que se reflejaba en todo su esplendor en las amplias ventanas.
Aquel día no se fijó en nada de eso; estaba de espaldas a la ventana. Lo que veía era la alargada mesa de caoba, con un vaso de agua fría para cada uno de los asistentes y dos cubos de papel situados a intervalos regulares. Sandy ocupaba la cabecera de la mesa, Aidan estaba a su derecha, y los demás miembros del consejo que no eran de la familia Meade, sentados aquí y allá entre ellos dos y James. Estaban Lowell Bunker, abogado de la empresa y amigo de toda la vida de Sandy; Cyrus Towle, también amigo de Sandy de toda la vida y presidente del club de campo; Harry Montaine, vicepresidente de una universidad privada en la vecina Plymouth y, por consiguiente, quien daba el toque intelectual; Brad Miller, senador y amigo de Aidan, era el miembro más reciente del consejo de administración y estaba allí desde el año anterior únicamente por esa razón; por último, al otro extremo de la mesa, Sam Winchell. En ocasiones amigo, en ocasiones adversario de Sandy, formaba parte del consejo para demostrar que Sandy quería que el pueblo conociera la verdad sobre la situación de la fábrica. Por desgracia, como las reuniones se preparaban meticulosamente, Sam no contaba al pueblo nada que Sandy no quisiera que se supiera.
James llevaba traje azul marino, que no era su atuendo habitual, pero que tampoco le impedía descansar tranquilamente con los codos apoyados en los brazos del sillón, mientras Sandy daba comienzo a la sesión. Esta siempre tenía el mismo tono simpaticote, más de una charla personal para poner al corriente a los miembros del consejo que de una cuestión de negocios, que a James le pareció más fuera de lugar que nunca, con el incendio de la noche anterior de por medio. No es que el persistente olor penetrara en la sala de juntas. Allí el aire se controlaba con el mismo cuidado que la agenda de la reunión. Si los miembros del consejo de administración no hubieran sabido ya que se había producido un incendio, lo más probable es que no se hubieran enterado.
Pero así funcionaba Sandy. Maestro en la manipulación de las opiniones ajenas, pospuso el verdadero motivo de la reunión hasta el final, únicamente para minimizar su importancia.
Tras ajustarse en la nariz unas finas gafas, empezó a leer pasajes de documentos sobre la salud financiera de la papelera. Continuó exponiendo la producción de papel para procesos de representación digital, hizo hincapié en la capacidad de adaptación del revestimiento protector y la consiguiente demanda por parte de los hospitales y elogió sus posibilidades de futuro… todo ello sin mencionar ni una sola vez a James, que era quien había creado el proyecto. También habló sobre otros pasos que debía dar la empresa, y ofreció más cifras y gráficos. Cuando hubo acabado con aquello, más de uno de los allí presentes tenía los ojos vidriosos.
No así James. Sabía lo que estaba haciendo su padre y tuvo que esforzarse para tragarse la rabia que sentía a medida que pasaban los minutos, tuvo que esforzarse para no perder el hilo de lo que decía. Por fin, Sandy pronunció aquellas palabras:
—… una verdadera lástima, porque el Centro Infantil es una parte vital de esta comunidad, pero Aidan ya ha encontrado alojamiento temporal para el centro de día hasta que podamos reconstruirlo aquí. Aidan, explícalo, por favor.
Aidan tomó la palabra. Hasta entonces había estado sentado con los dedos entrelazados, en una especie de trance, y con la mirada clavada en la ventana. Era su interpretación del hombre pensante.
¿Un hombre pensante? James sabía muy bien en lo que estaba pensando, que no era precisamente en la empresa. Era en su ayudante, que le estaba dando ciertos problemas, a juzgar por lo mucho que había despotricado Aidan aquella mañana.
Pero para mayor vejación de James, Aidan no había hecho nada por la guardería. Había sido Sandy quien se había puesto en contacto con la iglesia católica y había convencido al padre William de que en nombre de Nuestra Señora, trasladara la catequesis a la tarde y dejara el espacio libre para la guardería durante el día. Sandy conocía la relación entre el padre William y su ama de llaves y no habría tenido escrúpulos en utilizarla.
No, Aidan no había hecho nada. Sandy se lo había dejado todo preparado una hora antes de la reunión. Presentar aquello como idea de Aidan era el típico golpe de efecto de Sandy. Tenía que vender el producto de Aidan como persona competente, activa e inquieta.
James podría haberse reído de aquella farsa de no haber sido porque resultaba penosa. Poner a Aidan al frente de la empresa habría supuesto el principio del fin de la papelera. Aidan era una marioneta. No sabía nada de los entresijos de la fábrica ni le importaban. Sandy necesitaba a alguien que mantuviera el secretismo, el soborno y el fraude incluso cuando él hubiera desaparecido, y ese alguien era Aidan. James estaba enfadado, pero no por envidia. Estaba enfadado porque a él sí le importaba la fábrica, porque le importaba Middle River. De no haber sido por esas dos cosas, se habría marchado de allí y habría intentado salvar su relación con April, aunque solo hubiera sido por la niña. De igual modo podría pensar en marcharse de Middle River para seguir a Annie Barnes. Pero eso era harina de otro costal.
—De modo que lo tenemos todo controlado —les aseguro Sandy a los miembros del consejo, tomando la palabra de nuevo, porque Aidan no tenía gran cosa que decir—. Bueno —añadió, dejando una hoja de papel y cogiendo otra, mientras se aclaraba la garganta—, y ahora vamos al asunto del mercurio. Ha habido rumores últimamente de que la fábrica tiene problemas; si revisan sus carpetas verán las copias del último certificado del estado que hemos recibido.
James también sabía cómo iba a funcionar aquello. Sandy se lanzó a explicar una serie de datos científicos y cifras para explicar el control de daños, todo ello demasiado complicado para que los miembros del consejo lo entendieran, pero no era eso lo que se perseguía. Ni siquiera él lo entendía. Se lo había reconocido en más de una ocasión a James, en la época en la que James y él aún hablaban, cuando pensaba que estaba preparando a su hijo para dirigir la empresa. Pensaba que el objetivo consistía en que los miembros del consejo se convencieran de que sabía de lo que hablaba, en este caso de que el estado había declarado realmente que Northwood no tenía residuos de mercurio.
—Un momento —lo interrumpió James. Eran las primeras palabras que pronunciaba, y todas las miradas se volvieron hacia él—. Eso es solo la mitad de la verdad.
Sandy le dedicó una amable sonrisa.
—Bueno, es la mitad de la verdad que necesitamos saber —dijo, y se volvió hacia los demás, dispuesto a continuar.
—No —insistió James, enderezándose en el asiento, con lo cual volvió a llamar la atención de los demás—. Tenemos que saber toda la verdad.
—¿Y cuál es toda la verdad? —preguntó Sam Winchell.
—Por Dios, Sam, no le des alas —espetó Sandy.
James levantó una mano para apaciguar a Sam. Aquel hombre sentía curiosidad por naturaleza, por no hablar de unas cuantas diferencias filosóficas con Sandy, y de ahí la pregunta. Pero James sabía lo que tenía que decir.
—Toda la verdad es que existen lugares potencialmente peligrosos en el recinto de la fábrica, en los que se han enterrado bidones con residuos tóxicos. Si esos bidones sufren escapes, el potencial para causar perjuicios a la salud conllevará tales denuncias contra Northwood que nos dejarán en la calle y al pueblo entero con nosotros.
—James —dijo Sandy con un enorme suspiro—. Vamos, no te pongas trágico. Ese riesgo no existe.
—Ya ha ocurrido en dos ocasiones —replicó James.
Sandy miró a los miembros del consejo con aire contrito.
—Lo siento. Es que no conoce bien los datos.
James estaba contento. Tenía a Sandy en sus manos. Cuanto dijera su padre para desacreditarlo, más se hundiría.
Mientras tanto, Aidan no abría la boca. No estaba tranquilo y, francamente, parecía asustado.
James recogió su maletín, que reposaba inocentemente en el suelo, junto a su silla. Se levantó, lo puso sobre la mesa, soltó la correa, sacó sus documentos y los repartió entre los asistentes a la reunión mientras Sandy seguía actuando como si James fuera el hijo torpe que no se entera de nada y emitía un prolongado suspiro, como de sufrimiento.
—Pero ¿qué haces, James? —Y dirigiéndose a los demás, añadió—: Yo que ustedes no me molestaría en leer esas páginas. Son datos erróneos.
James no le hizo caso y habló dirigiéndose a los miembros del consejo de administración:
—Aquí tienen una lista de personas a las que Northwood ha ayudado en malas épocas de su vida. Podrán comprobar que en todos los casos no han podido trabajar por una serie de enfermedades, que también constan en los documentos, y las fechas en las que empezaron sus problemas. También pueden comprobar las fechas de los dos últimos incendios en la fábrica. Lo que no podrán comprobar es que esos incendios, como el de anoche, fueron provocados, después de que hubiera un escape de mercurio de los bidones enterrados y la gente empezara a ponerse enferma.
Sandy se puso de pie.
—Ya está bien.
James continuó.
—La intoxicación por mercurio suele confundirse con otras muchas enfermedades. Eso es lo que ha pasado. Pero nosotros sabíamos la verdad.
—¡Deja de decir tonterías! —bramó Sandy, pero James no había acabado, ni muchísimo menos. Acababa de empezar, y estaba ajustando el ritmo. Casi deseaba que Annie estuviera allí, pero todavía no había llegado el momento. De todos modos, a ella le habría encantado. Los miembros del consejo le estaban prestando oídos; si aún no se habían convencido, pronto se convencerían.
—Si pasan a la página tres —dijo James—, encontrarán las copias del primero de los informes internos que se enviaron tras cada escape. Están en clave, y por eso no hay mención explícita de las palabras «mercurio» o «enfermedad». Pero si van a la página sexta (y esperó unos momentos, entre el crujir de las hojas), verán que Aidan lo dice claramente en un informe.
Sandy se volvió hacia Aidan.
—Pero ¿qué dice?
Aidan se quedó perplejo.
—Yo no he enviado esto. Está falsificado.
James miró fijamente a su hermano.
—Tengo los originales guardados bajo llave. Y aquí están tus iniciales, de tu puño y letra.
—Yo no he enviado ningún informe.
—Tus iniciales, Aidan. De tu puño y letra, en tinta —insistió James con serenidad, y aquel tono le hizo un gran favor.
Brad, que se había mantenido al margen, le estaba prestando toda su atención, y otro tanto ocurría con Harry. Lowell, el abogado de Sandy, se había puesto las gafas y estaba leyendo con sumo cuidado los documentos. Y Sam, arrellanado en su silla, no se perdía ni una sola palabra de James.
James continuó.
—Detrás de los informes de Aidan, encontrarán otros referentes a los hombres que ayudaron en la limpieza. Hay facturas que detallan el equipo que se adquirió para que no se expusieran al vertido. Por cierto, nadie les dijo que era un vertido tóxico. Lo que les dijeron fue que ese equipo era una medida de precaución por si ocurría algo mientras hacían su trabajo. Les dijeron que como había habido que reconstruir el Cenador, también era lógico deshacerse de los bidones en este otro caso.
—Esa es la verdad —le espetó Sandy—. No había escapes.
James siguió hablando con calma.
—En las dos últimas páginas se detallan las relaciones de Sandy con ciertas personas en los niveles estatal y local, personas que podrían haber cuestionado la toxicidad de Northwood. Como ven, Sandy los ha tratado estupendamente durante varios años. No es de extrañar que hayan hecho la vista gorda.
—¡Esto es una calumnia! —bramó Sandy, dirigiéndose a su abogado y volvió a sentarse, delegando en él la responsabilidad de la pelea.
Lowell miró a James por encima de las gafas y dijo con aire de brahmán:
—Tu padre podría tener razón, si con lo único que cuentas es con estos papeles. —Agitó las hojas como si no tuvieran el menor valor—. Esto es muy fácil de falsificar.
Sin apenas darle tiempo a terminar, James ya estaba en la puerta. No dudaba de que Ben y Annie estarían allí, pero el verlos le dio nuevos ánimos. Eran dos de las personas que más admiraba, si bien a uno desde hacía años y a la otra desde hacía solo unos días. Les hizo una seña para que entrasen.
A Sandy no le hizo ninguna gracia.
—Estamos en una reunión del consejo de administración, y ellos no tienen nada que ver con esto.
—Muchas veces tenemos invitados —replicó James. Presentó a Ben como su amigo de toda la vida y abogado y a Annie como la voz del pueblo.
—¿Cómo que la voz del pueblo? —exclamó Aidan, indignado—. Vamos, hombre. Lo único que quiere esa mujer es venganza por algo que pasó hace muchos años.
James se enfrentó con él.
—Y bien merecida que tiene esa venganza, pero no es por eso por lo que ha venido aquí. Está aquí, y escúchenla con atención, porque tiene pruebas de que su hermana Phoebe sufre intoxicación por mercurio. —Dirigió la mirada hacia los demás—. Y que nadie se atreva a sugerir que estuvo expuesta al mercurio en ningún otro lugar del pueblo, porque en las últimas páginas del listado que tienen en sus manos se detallan los años en los que la papelera utilizaba mercurio en el proceso de blanqueo, y el reconocimiento del estado de que así era. Utilizábamos mercurio y producíamos residuos de mercurio. Eso es de dominio público.
Puso unas sillas para Annie y Ben.
Sandy se levantó y se dirigió a los miembros del consejo de administración.
—Lo que no ha contado mi hijo es que Ben Birmingham es muy amigo suyo. Estuvieron juntos en la universidad, compartiendo habitación. No es de extrañar que James no haya recurrido a un abogado de verdad; en fin, Annie Barnes, ya se sabe, está emocionalmente desequilibrada. Un montón de personas del pueblo darían testimonio de lo que hizo hace unos años.
James siguió impertérrito. Sabía perfectamente que Annie era una persona equilibrada, con la cabeza sobre los hombros, como cualquiera de los allí presentes.
Miró a su alrededor, sonriendo. Era digno hijo de su padre. Podía hacer gala de las mismas agallas que el viejo.
—Les voy a decir una cosa —dijo amable pero implacablemente—. Si alguien piensa que mis invitados no tienen nada válido que decir y quiere marcharse ahora mismo, adelante. Se perderá el relato de lo que está pasando en este pueblo.
Extendió una mano hacia la puerta, a modo de invitación, enarcó las cejas y los miró uno por uno.
—Pues yo sí me voy. Hace demasiado calor —dijo Sandy—. Se está mejor fuera —añadió, dirigiendo la mirada hacia la ventana, donde sus ojos se quedaron clavados. Frunció el ceño y estiró el cuello—. ¿Qué es esto? ¿Un paseo por la pradera? Todavía no son las cinco. ¿Qué demonios hacen ahí fuera?
James miró hacia allí, como todos los demás. A primera vista parecía un grupo de personas andando por la hierba. Fijándose mejor, se notaba que no seguían andando cuando llegaban frente a las ventanas. Se quedaban mirando hacia arriba.
James y Annie se miraron con expresión de interrogación, y Annie negó con la cabeza, tan confundida como él.
Sandy sonrió.
—¿Lo veis? No sé cómo se habrán enterado de lo de esta reunión, pero no van a comprar lo que les quiere vender James. —Se inclinó hacia delante, con las manos sobre la mesa y clavando los penetrantes ojos en todas las caras, una por una—. Porque eso es lo que intenta hacer, daros gato por liebre. Esto es un aviso, porque sabe que no va a durar mucho aquí.
James no replicó, pero tampoco se echó atrás.
—Annie, por favor. Tú primero.
Se sentó y la observó mientras ella se levantaba. Volvió a sobresaltarse. La Annie Barnes que todos recordaban estaba a años luz de la mujer atractiva y sofisticada que tenía ante él. Llevaba la ropa perfecta para la ocasión; el peinado era perfecto, y también la cara, incluso el tono de voz, un tanto vacilante al principio, era perfecto. Si hubiera empezado con demasiado ímpetu, la habrían considerado arrogante. Con ese comienzo, parecía más entregada que experimentada y, por consiguiente, más auténtica.
A James le encantaba aquella honradez. Le gustaba de verdad.
Annie empezó refiriéndose a su madre, pero su discurso adquirió aún más fuerza al referirse a las personas del pueblo con las que había hablado, a los problemas físicos que padecían, a su resistencia a culpar a la papelera y las razones para ello. Dio un toque personal a la lista menos personal que había presentado James, y se puso más vehemente cuando empezó a hablar de Phoebe. Y eso fue lo que más eficaz resultó: su vehemencia. James conocía todo lo que iba a decir, pero la escuchó embelesado. Le encantaba aquella pasión. No le cabía duda de que a Annie le importaba la gente del pueblo y su propia familia. Habló de las Mujeres Empresarias de Middle River, dio las fechas de sus reuniones en el Club antes del incendio y los puso al tanto de los subsiguientes problemas de salud de cada una de las asistentes. Sacó el diario de su madre, leyó el pasaje sobre la presencia de Phoebe en una reunión fatídica, desveló los abortos y las enfermedades recientes. Cuando acabó de relatar las pruebas de Phoebe en Nueva York, el primer tratamiento en Middle River y los últimos resultados del laboratorio, toda la habitación estaba en silencio. Para entonces, se había multiplicado la multitud fuera del edificio. James no sabía si aquello era bueno o malo.
Al parecer, Sandy ni se fijaba en la multitud. Bastante tenía con poner aire de suficiencia.
—Bueno, ya sabemos por qué vende libros. Sabe contar cuentos.
James se puso de pie.
—Nada de cuentos —replicó con tanta vehemencia como Annie—. Es la verdad, con lo cual todo da un giro. —Señaló con el índice hacia la ventana—. No podemos hacer nada por la gente del otro lado que come pescado del río después de haberles dicho que no lo hagan, pero cuando consentimos que los niños vayan a diario a un edificio a sabiendas de que está sobre una bomba de relojería, eso es inmoral. Cuando consentimos que la gente sufra sin la atención médica que podría recibir si supiera lo que les pasa, eso es inmoral. Algunas cosas ya no tienen solución. No podemos hacer nada por el hijo autista de los McCreedy. Esa clase de lesión in útero es permanente, pero podemos contribuir a su educación y establecer unos fondos para su manutención…
—¡Ya lo hacemos! —gritó Sandy.
—… y también podemos informar a Emily McCreedy de que su asma se debe a una intoxicación crónica por mercurio, y de que quizá, a lo mejor, existe un tratamiento.
—¡Por Dios, James! —exclamó Sandy, levantando bruscamente una mano, desesperado—. ¿Qué piensas hacer? ¿Contarle la verdad al mundo entero para que haya un ataque de pánico aquí y en todas partes y que la gente encuentre algo a lo que echarle la culpa de sus enfermedades?
—Si tengo que hacerlo, lo haré —aseguró James—. Podemos llegar hasta el final con esto, pero con tranquilidad, o abrir la caja de los truenos. Tú decides.
—¿Que yo decido? Pues olvídate de lo del mercurio. La verdad puede matar a la gente. Diles la verdad en este caso, y será el fin de la empresa. ¿Es que eso no te importa? ¿O es que quieres recoger tus bártulos y marcharte con esa niña a otro lado?
James se puso pálido.
—Esa niña es mi hija.
—Tu hija adoptiva —aclaró con frialdad Sandy.
—No —replicó James, apartando lentamente la mirada para dirigirla a los demás—. Mia es mi hija. Su madre es una mujer con la que estuve seis años…
—¿Alguna vez ha visto alguien a esa mujer con la que estuvo seis años? —lo interrumpió Sandy, poniendo los ojos en blanco.
—Claro que estuvo aquí —contestó James, dirigiéndose a los allí reunidos—. Estuvo aquí en tres ocasiones, y en todas ellas mi bondadoso padre logró que se sintiera tan mal que juró no volver jamás. —Clavó la mirada en Sam Winchell—. Soy el padre biológico de Mia. Tengo la custodia, porque April se negó a vivir aquí y yo no podía marcharme, lo cual explica lo que siento por este pueblo. Así que, adelante. Saca todo esto en el Times, si quieres. Estoy harto de seguirle el juego a Sandy. Y de paso…
—James —dijo Sandy, a modo de aviso. Pero James ya no podía contenerse.
—… y de paso, también puedes hacer público el hecho de mi madre está viva y felizmente casada con un hombre mucho mejor que el que preside esta mesa. Y eso nos lleva a la razón porque ha venido mi compañero de la universidad —añadió, ajeno la reacción de quienes lo escuchaban—. Da la casualidad de que Ben es uno de los mejores especialistas del país en asuntos de familia. Su trabajo requiere tanto conocimientos de psicología como de derecho; llevamos cierto tiempo hablando de cómo podría yo lograr que mi padre comprendiese lo que supone el asunto del mercurio, pero Sandy se niega. A mi manera o de ninguna manera, dice, y a mí no me importaría si no fuera porque en esta ciudad hay cientos de personas que necesitan ayuda. Y nosotros vamos a ayudarlas.
—Y una mierda —dijo Sandy, pero con menos ímpetu que antes. Estaba mirando por la ventana, y parecía confuso.
James siguió centrado en los miembros del consejo de administración.
—Vamos a repasar las listas, para prestar ayuda a las personas a las que se puede ayudar, indemnizar a las demás y retirar hasta la última partícula de residuos de mercurio.
—Os llevarán a juicio —le advirtió Lowell.
—No si lo hacemos como es debido. Tenemos suficiente dinero para ello, y también para el futuro desarrollo de la fábrica. ¿No comprenden lo que hay que hacer? —preguntó a los demás—. La fábrica tiene la obligación moral de limpiarse.
—Por encima de mi cadáver —proclamó Sandy, pero con voz cansada. Seguía mirando por la ventana.
En ese momento James se dio la vuelta para mirar. Debió de reaccionar de alguna manera, porque de repente todos los demás se pusieron a mirar, incluso los que estaban sentados al otro extremo de la mesa, que se levantaron para ver qué pasaba.
La multitud había aumentado. Ocupaba la mayor parte de la zona inmediata al edificio, de un extremo a otro, pero lo más llamativo era la pancarta que llevaban. Solo una, pero también de un extremo a otro, con letras suficientemente grandes como para que pudieran leerse con facilidad desde la sala de juntas. Decía: QUEREMOS MIDDLE RIVER LIMPIO.
Annie se había aferrado a un brazo de James.
—¿Ves quiénes están? —preguntó entusiasmada, si bien en voz baja.
James asintió con la cabeza. Delante, en el centro, estaban Sabina y Phoebe. Pero también vio a los McCreedy, a los Alban y los Dahill, a Ian Bourque, John DeVoux y Caleb Keene. Vio a personas de las dos orillas del río, enfermas y sanas, personas que trabajaban en la fábrica y otras que no. Por supuesto, aquello suponía que, llegado el caso, aquella gente se enfrentaría a la fábrica.
Al mirar a su padre, vio que Sandy también lo había comprendido. En pocos minutos parecía haber encogido y palidecido. Y de pronto James se entristeció. No estaba de acuerdo con Sandy en la mayoría de los asuntos importantes, pero al fin y al cabo, era su padre.
—Yo no quiero que se haga por encima de tu cadáver —dijo como si Sandy y él estuvieran solos—. Lo que quiero es una transición lúcida y tranquila, en la que se respeten las necesidades de todos. —Tendió un brazo para coger la carpeta que le ofrecía Ben. La abrió y la empujó hacia el centro de la mesa—. Estos documentos especifican que seguirás siendo presidente del consejo de administración, pero que a mí se me nombrará director de la empresa.
Sandy se quedó pasmado.
—Por Dios, si eso te concede todo el poder —murmuró.
James guardó silencio.
Aidan estaba mirando a su padre, evidentemente a la espera de que añadiera algo. Al no ser así, dijo, dirigiéndose a James:
—¿Y yo?
—¿Cómo que y tú? —replicó James.
—Yo también tengo derecho a lo que te vas a llevar.
—Tú te quedarás dónde estás —contestó James—. Eres bueno para las relaciones públicas.
—Pero te vas a llevar lo que es mío.
James podría haberlo corregido y haberle dicho que simplemente estaba recuperando lo que había sido suyo, pero le daba igual.
—Se trata del bien de la fábrica. Necesitamos un cambio en la dirección, aunque solo sea por una cuestión de credibilidad. Mira a esa gente de ahí fuera. Tienen el poder del número, y además tienen razón: tenemos que limpiar la porquería que hemos dejado. No se trata de ti o de mí, Aidan, ni tampoco de Sandy. Se trata de Middle River. El pueblo depende de la fábrica. Ni más ni menos.