Nuestro vuelo se retrasó. Estuvimos en la pista cuarenta minutos mientras los mecánicos intentaban reparar una avería. Como no lo consiguieron, desembarcamos, pasamos por otra puerta, volvimos a embarcar y al final despegamos, con noventa minutos de retraso. Aterrizamos en Manchester, nos subimos a la furgoneta de Tom, que estaba en el aparcamiento, y cuando llegamos a Middle River era casi tan tarde como cuando había regresado al pueblo para pasar mis vacaciones, y me dio la impresión de que habían transcurrido siglos.
Mentiría si dijera que no estaba contenta de haber vuelto. Claro que estaba contenta. Esa noche era distinta de aquella otra noche de regreso. Estaba entusiasmada, a la expectativa.
Hacía un calor espantoso, pero bajamos las ventanillas de la furgoneta en cuanto entramos en la ciudad. Apenas acabábamos de pasar junto a Zwibble, cuando noté un olor raro.
—¿A qué huele? —preguntó Tom, que evidentemente también lo había notado.
—No es gasolina —contesté—. Huele como la hoguera que puedes encender en pleno invierno… de leña…, pero no es exactamente igual.
Miré los edificios de Oak Street mientras la recorríamos, pero estaban sumidos en la habitual inercia nocturna, iluminados únicamente para mostrar sus mercancías.
Decididamente, algo se estaba quemando. Había empezado a formarse una fina espiral de humo susurrante. A medida que fuimos avanzando, el rumor se hizo más ruidoso y el olor más acre.
Casi habíamos llegado a Cedar, donde Tom tenía que torcer para dejarme en casa de Phoebe, cuando vi el resplandor por encima de las copas de los árboles en el extremo norte del pueblo.
—¿La fábrica? —pregunté horrorizada.
Sin pronunciar palabra, Tom siguió recto. Pasamos por delante de las casas, y había demasiadas iluminadas para aquella hora de la noche. Seguimos las luces traseras de un coche, lo adelantamos y continuamos. Los faros delanteros fueron empequeñeciendo detrás de nosotros, pero no llegaron a desaparecer. Alguien más se dirigía a la fábrica.
—Pero si es de ladrillo —dijo Tom—. ¿Cómo puede arder?
—¿Y el interior?
—Hay un sistema de riego por aspersor.
—¿Y los árboles de alrededor?
No se me ocurrió otra cosa. El Cenador era el único edificio enteramente de madera, pero ya habían provocado un incendio en él y lo habían reconstruido.
Un incendio provocado. Una expresión muy fuerte, pero que describía perfectamente lo que había ocurrido en el Cenador y en el Club. Solo quedaba un edificio sospechoso que quemar.
—Dios, Dios —dije cuando llegamos al muro de piedra que señalaba la entrada a la fábrica. El humo era más denso y el olor más fuerte—. Es la guardería. Vamos.
No pudimos llegar tan lejos. Nos vimos inmediatamente detrás de una cola de coches, con un guarda de la fábrica haciendo señas. Delante de nosotros vimos llamas, oímos el crepitar del fuego, el golpear del agua de las mangueras, el ladrido de un megáfono. Aparcamos detrás de los demás coches y continuamos a pie.
El crepitar procedía de los árboles que rodeaban la guardería. Ya no quedaba nada que pudiera quemarse en el edificio. Era poco más que un armazón de ladrillo.
Pasamos junto a varios grupos de personas. Nadie parecía herido. Tom apretó el paso, y yo le cogí por el brazo.
—Un incendio aquí solo puede significar una cosa: vertido de Mercurio. No vayas. Es peligroso.
—Tengo que ir —dijo Tom—. Tengo que asegurarme de que no hay heridos. Tú quédate aquí. Volveré.
Levantó un dedo a modo de promesa y desapareció entre el resplandor de los reflectores y las llamas.
Acababa de perderlo de vista cuando se me acercó alguien por ja derecha. Era una de las sobrinas nietas de Omie.
—El edificio estaba totalmente envuelto en llamas cuando llegaron los bomberos —dijo—. Se propagó hasta el mobiliario de madera del patio de recreo y siguió por la torre hasta los árboles. Eso es lo que se ve ahora: los árboles.
—¿Cómo empezó?
—No se sabe.
Llegaron más personas. Reconocí a varios familiares de Omie, al hijo de Marylou Walker, a unos cuantos Harriman.
—¿Hay heridos?
—No —contestó uno de los Harriman—. Yo he estado ahí delante hace unos minutos. Lo que queda es para cortar el fuego. Creo que ya lo han hecho. Unas llamas enormes, que han durado poco, pero no se formaba aquí tanto alboroto desde hace tiempo.
Estaba pensando que deberían saber lo que se avecinaba cuando vi a James saliendo de entre el humo. Haciéndose a un lado, se volvió y se quedó mirando con las manos en las caderas.
Yo me separé de los demás. James no me vio hasta que me puse a su lado, y entonces se sobresaltó, pero solo un segundo. Después volvió a clavar la mirada en el fuego. Me acerqué más a él, hasta que estuvimos codo con codo.
—¿Hay un escape? —pregunté en voz baja.
—Según mis monitores, no. Se comprueban dos veces al día —respondió con voz tensa.
—Ya. Tus monitores. —Tendría que haberlo adivinado. ¿No me había dicho que él se enteraría si los bidones de la guardería tenían un escape? Se lo advertirían los monitores. Sin embargo, parecía enfadado—. ¿Hay niños enfermos?
—No.
—¿Has provocado tú el incendio?
—No.
—¿Y tu padre?
—No personalmente, pero estoy seguro de que se lo ha ordenado a alguien.
¿Enfadado? James no estaba enfadado. Estaba furioso.
—Pero ¿no es una victoria para ti? —dije—. ¿No supone que tu padre reconoce que hay que sacar los bidones?
—Sí, claro, solo que nadie llegará a saberlo —contestó con las mandíbulas apretadas—. Es otro encubrimiento de una larga serie. Sacará esos bidones de aquí de modo que nadie pueda decir que su hijo se puso enfermo por un vertido en el agua de la fuente del patio de recreo. Les dirá a los del consejo de administración que no hay residuos tóxicos en la fábrica, que es mentira, porque hay otros, pero ya no pueden poner más edificios bonitos encima para despistar, así que ahora no están donde la gente va; al menos eso es bueno. Claro, los del consejo se irán tan tranquilos a dormir a sus casas, convencidos de que Sandy Meade lo tiene todo bajo control. Sabía que empezaban a correr rumores. Lo del despido de tu hermana se propagó más rápido que la pólvora. Habían empezado a llamarlo por teléfono.
—¿Es él quien ha convocado la reunión de mañana?
La boca de James se convirtió en una línea recta durante unos segundos. Después aspiró una profunda bocanada de aire. A la luz naranja del fuego, que iba menguando, vi un breve destello en las aletas de su nariz.
—No. Fui yo, pero él ha remodelado el asunto llamando a todos los miembros del consejo de administración y exponiéndoles su propia agenda. Hay muchas cosas en juego. Es una movida contra mí, típica de mi padre: quedar por encima de cualquiera que lo contradiga. Pero no pienso marcharme, joder. Estoy harto de encubrimientos. Estoy harto de trabajar en un sitio que tiene tan poca honradez como para poner en peligro a sus empleados. Hay muchas cosas buenas en esta fábrica, pero todo se va al garete por culpa de los chanchullos.
—Los chanchullos.
James me lanzó una mirada fulminante.
—Un ejemplo. Los que se encargan de la limpieza. ¿A que no sabes por qué no dicen lo que hacen? Pues porque te herviría la sangre.
—¿Les pagan para que mantengan la boca cerrada?
—No te lo puedes ni imaginar.
—¿Saben que están manipulando mercurio?
—No. Les dicen que son «desechos de producción» que pueden volverse tóxicos con el tiempo. Van protegidos, con máscaras, monos, de todo. Y hacen su trabajo de madrugada, así que si estás pensando en por qué el resto de Middle River no sabe nada, deja de pensarlo.
Después guardó silencio. Podría haber dado la impresión de que ya no podía con su alma de no haber sido porque noté su furia. Estaba muy tenso… ¿El brazo apoyado en la cadera? Estaba como pegado allí, duro como el acero. Me di cuenta porque lo toqué, en un penoso intento de consolarlo.
Con dulzura, con timidez, porque no lo conocía lo suficiente como para saber cómo iba a reaccionar en una situación como aquella, pregunté:
—¿Todo listo para mañana?
—Por mi parte, sí —respondió lacónicamente—. ¿Y tú?
—También.
—Bien.
No nos dijimos nada más, y él se desvaneció en la noche.
Phoebe estaba arriba, en su dormitorio, pero Sabina estaba en el salón, dormida en el sofá, de una forma rara, como había visto a Phoebe la noche que llegué. Noté la diferencia cuando Sabina se despertó. Se incorporó inmediatamente, muy seria.
—Ha habido un incendio en la papelera —dijo—. Me habría gustado ir allí, pero no quería dejar sola a Phoebe.
—Tom y yo acabamos de estar allí.
Le conté lo que habíamos visto y pasamos a la cocina a tomarnos un té, sin importarnos que fuera la una de la madrugada. Yo quería conocer las últimas noticias sobre Phoebe, y Sabina las de mi reunión de la tarde. Yo quería saber si Sabina había hablado con Ron, y ella qué tal me había ido con Tom.
Tomamos varias tazas de infusión y hablamos durante mucho más tiempo del que ninguna de las dos podría haber imaginado, pero Sabina no parecía sentir más deseos de acostarse que yo. Ella y yo nunca habíamos hecho una cosa así. Nunca. Por primera vez me daba la impresión de que eran más las cosas que nos unían que las que nos separaban. Por primera vez éramos amigas, razón por la que, cuando un indiscreto ruido salió de mi bolso a las dos de la madrugada, me encontré con la mirada curiosa de Sabina después de contestar, hablar, desconectar el aparato y dejarlo sobre la mesa.
—Ya lo has oído. He dicho que voy a ir.
—¿James Meade te llama a estas horas?
—Tenemos una… una historia. Nos vimos varias mañanas por casualidad mientras corríamos, y yo no me imaginaba que fuera a pasar nada, porque acuérdate del lío con lo de Aidan, pero de repente… pues pasó.
—¿Sexo?
—No soy virgen, Sabina. Solo mientras viví aquí no fui una verdadera mujer.
Sabina sonrió.
—¿Sexo con James Meade? Increíble. Él no se va con cualquiera. O sea, hay razones para que tuviera que adoptar.
Podría haberle explicado ese extremo si hubiera pensado que era mi deber, pero no lo era. Por mucho que me gustara aquella reciente franqueza, no podía traicionar a James. Así que volví a guardar el móvil en el bolso y cogí las llaves de la cesta que había en la encimera.
—No sé si haremos nada esta noche. Está disgustado por el incendio y nervioso por lo de mañana. Creo que simplemente no quiere estar solo.
Sabina seguía sorprendida.
—James Meade siempre está solo. O la imagen que da es falsa o tú le has hecho algo.
—La imagen es falsa —repliqué mientras me dirigía a la puerta. Me detuve con la mano en el pomo y miré el reflejo de Sabina en el espejo—. Quizá no vuelva hasta mañana. O sea, no va a ser por el sexo, pero si quiere que me quede, podría convenirnos a todos. Voy a presionarlo con lo de tu trabajo.
En la sonrisa de Sabina se reflejaba tanta burla que se notaba incluso en el espejo.
—No me cabe duda.
James había visto los faros de mi coche y me estaba esperando en la puerta lateral. Solo llevaba unos vaqueros, y por mucho que le hubiera dicho a mi hermana que mi visita no tenía nada que ver con el sexo, estaba más que dispuesta en cuanto James me apoyó de espaldas contra la pared.
Entonces, ¿era solo por el sexo? ¿Me había llamado con eso en mente, porque necesitaba aliviarse físicamente, como tantos hombres en momentos de tensión? ¿Me estaba engañando a mí misma, como hacen tantas mujeres?
No. Rotundamente, no. Éramos unos principiantes en la comunicación, y de esta forma lo hacíamos muy bien. Y como muestra de hasta qué punto no habíamos sino empezado a comprendernos me hizo una pregunta que me pilló por sorpresa. En realidad, no fue tanto la pregunta lo que me sorprendió como el tono desafiante de su voz.
—¿Qué tal Greg?
Yo sentía un cosquilleo dentro de mí. Acababa de salir de mi cuerpo, pero yo seguía con las piernas alrededor de su cintura, mientras sus manos me sujetaban. Aún tenía la espalda apoyada contra la pared (la espalda desnuda, porque nuestra ropa estaba tirada por el suelo) y los brazos alrededor de su cuello. Liberé uno y le di un golpe en la cabeza.
—¡Estúpido! —exclamé. Me habría separado de él por completo si su torso no me hubiera apretado con tal fuerza—. ¿De eso se trata? ¿De marcar tu territorio?
Si hubiera sonreído, le habría dado otro golpe, pero no sonrió. Nunca lo había visto tan serio.
—Se trata de mis sentimientos por ti y de pensar cuándo vas a hacerme daño.
Aquella frase me llegó al alma.
—Eres estúpido —repetí, pero con más cariño. Y le conté lo de Greg. No suponía traicionar la intimidad de Greg, porque James y yo habíamos traspasado una especie de línea en una relación que implicaba la confianza. Había confiado en mí al haberme contado la verdad sobre Mia; yo confié en él al contarle la verdad sobre Greg. No le hice prometer que no se lo contaría a nadie, como tampoco él me había hecho prometer que no le contaría a nadie lo de Mia, como tampoco Tom me había hecho prometer que no contaría lo suyo. La confianza iba implícita en todos los casos, formaba parte del territorio de la verdadera amistad.
Tom era un verdadero amigo, y también lo era James.
Seguimos hablando. A eso dedicamos la mayor parte de la noche. Ya apuntaba la luz del día por la ventana de su habitación cuando nos quedamos dormidos, pero Mia nos despertó al poco rato. Como ninguno de los dos nos sentíamos cómodos ante la idea de que nos viera en la cama, dejé que James se ocupara de ella mientras me duchaba y me vestía rápidamente.
James me pilló en la puerta cuando estaba a punto de salir. Sí, llevaba a Mia en brazos, pero la niña no presenció nada ni remotamente indecoroso. James se limitó a ponerme una mano en la mejilla.
—Gracias —dijo—. Lo necesitaba.
Asentí con la cabeza.
—Hoy es importante.
Arqueó las cejas en un gesto irónico.
—¿Nos vemos a las cuatro?
Volví a asentir. Tocando la punta de la naricita de Mia, dije:
—Adiós, Mia.
La niña se llevó un dedo a la boca y sonrió.
«Le quieres», dijo Grace, pero no era una acusación. Después de haber arremetido contra ella en el avión, se había ablandado.
No lo sé, repliqué.
«Yo creo que sí. ¿Vas a casarte con él?».
¿No nos estamos precipitando un poco?
«Ah, ¿sí? ¿No es eso lo que hacemos las chicas? Soñamos y nos imaginamos cómo serán las cosas en esos sueños. Cuando estaba en el instituto, escribía “Señora de George Metalious” en mi cuaderno».
Pero yo no estoy en el instituto. Hay que tomar decisiones importantes, y no conozco los datos reales. James podría o no hacerse cargo de la empresa, podría o no marcharse de Middle River, podría o no quererme. Nunca ha hablado de amor.
«¿Tú quieres que te lo diga?».
No lo sé.
«¿Quieres que se haga cargo de la fábrica?».
No lo sé.
«¿Y marcharse de Middle River? ¿Quieres que se marche?».
No lo sé. ¿Por qué me preguntas todo esto? Ya te he dicho que no conozco los datos reales.
«¿Qué datos? Los datos no importan. Lo que cuenta es el corazón».
Muchas gracias por el consejo.
«Un momento, un momento. ¿No fuiste tú quien se pasó la mitad del viaje en avión dándome consejos? Me dijiste que había dado demasiadas vueltas y que a lo mejor si me hubiera quedado en un sitio y hubiera echado raíces habría sido más feliz. ¿Qué tenía eso que ver con los datos reales? Nada. Tenía que ver con el corazón. Eso es la felicidad. Está en el corazón».
No podía rebatírselo, y no me sorprendió que me lo dijera. Grace siempre había vivido con el corazón en la mano. Era lógico que lo comprendiera. Y yo me estaba saliendo por la tangente. Ni más ni menos.
«A lo mejor lo estropeé todo, pero sabía lo que quería —añadió—. Quería triunfar. Quería libertad para vivir en mis propios términos, y un hombre con el que vivir».
Querías un hombre que te adorase.
«Bueno, vale. De acuerdo. Y quería hijos, un montón de hijos, pero mi cuerpo renunció después de tres, y entonces mis libros pasaron a ser mis hijos, pero también me fallaron. Al menos lo intenté, porque eso era lo que quería. Así que a lo mejor tú no quieres lo mismo, pero ¿sabes lo que quieres? ¿Lo sabes?».
No lo sabía. Y no podía dedicarme a pensarlo justo entonces. Phoebe había revivido; no estaba perfectamente, pero había mejorado tras un día de tratamiento, tres de reposo y una enorme dosis de optimismo, y se empeñó en ir a la tienda. Pues bien; si ya casi había aglomeraciones cuando estaba en la clínica, cuando volvió se multiplico la clientela. Las ventas eran enormes, pero ¿y el afecto? A chorros. Fue una demostración de cariño hacia mi hermana de toda la comunidad que nos dejó impresionadas a Sabina y a mí.
Pero también estábamos en otras cosas. Pendientes del plazo que teníamos, las cuatro de la tarde, hicimos una llamada tras otra para encontrar a alguien que quisiera dar testimonio sobre el vínculo entre la exposición al mercurio en Northwood y una enfermedad crónica. Ya teníamos una lista de personas bastante considerable, pero claro, los Meade las atendían y aquellas no tenían ningunas ganas de montar un lío.
Bajé hasta la tienda de Emily y Tom McCreedy y volví a exponer mis ideas. Fui hasta el otro extremo del pueblo e hice otro tanto con Susannah Alban, pero ninguno de los tres quiso comprometerse. Sabina incluso consiguió escarbar en los archivos de la fábrica e identificar al cocinero que había preparado la cena para las Mujeres Empresarias aquella noche de marzo, hacía tantos años. Él la había preparado y su mujer la había servido. Se marcharon de Middle River poco después del incendio, a trabajar en un centro turístico de Vermont, pero cuando llamé allí, el encargado me dijo que la pareja no había durado más de un año porque no eran demasiado responsables y que no sabía adónde se habían ido.
Más que probable, su irresponsabilidad tenía algo que ver con los problemas de salud derivados del vertido de los bidones enterrados. Pero si no podíamos localizarlos, no se demostraría nada.
Terriblemente desanimadas, nos tomamos un respiro entre llamada y llamada leyendo los diarios de mamá. Había bastantes, que se remontaban a la época en la que dejó de escribir para dedicarse a la tienda, y no es que nos deparasen grandes sorpresas: eran tan… tan de mamá… Había una razón de que quisiera ser escritora: era buena. Se notaba en lo que había escrito sobre sus sentimientos hacia papá incluso años después de su muerte, en lo que había escrito sobre lo que quería para nosotras pero que temía no poder darnos, en los textos sobre el divorcio de Phoebe (que le había dolido mucho), la dedicación de Sabina a la informática (que la desconcertaba) y el hecho de que yo me marchara de Middle River para no volver (algo que le había dolido profundamente).
En más de una ocasión se nos saltaron las lágrimas a Sabina o a mí cuando una de las dos leía un párrafo en voz alta. No creo que me hubiera gustado hacerlo yo sola. Tenía mucho más sentido estar con mi hermana; además, suponía cierto consuelo.
Pero no quedaba mucho para las cuatro. Dejamos los cuadernos hicimos las últimas llamadas para recordar a todos con los que hablamos la reunión de la fábrica y después Sabina salió para presionar a la gente y obtener ayuda, mientras yo volvía a casa para ducharme y vestirme. Me puse una falda, la única que había llevado. Era blanca y quedaba bien con blusa y sandalias rojas. Decididamente, iba a por todas. Con ese fin, en lugar de dejarme el pelo suelto para que fuera gritando «MUJER», me lo recogí con un pasador. Me maquillé con meticulosidad, me perfilé los labios y me los pinté con un pincel. Me enderecé ante el espejo para ver si iba bien.
Sintiéndome bastante atractiva y con cierto aire profesional, salí de casa, y entonces caí en la cuenta de que no había visto en persona a Sandy Meade desde mi vuelta a Middle River, lo que significa que ustedes no saben qué aspecto tiene.
Imagínense un león de cabeza grande y melena plateada. De pie, tiene la misma estatura que Aidan y unos centímetros menos que James. Imagínense a un hombre fornido de caderas estrechas y piernas fuertes y ágiles, como de depredador, algo que siempre lo ha caracterizado y que, según tengo entendido, no se le ha borrado con la edad. Imagínense unas manos fuertes dando golpecitos con una pluma sobre una mesa, una boca con las comisuras hacia abajo y unos ojos capaces de taladrar cualquier cosa que ven.
¿Que daba miedo? Sin duda. Cuando llegué a las oficinas, iba pensando si estaría a la altura de la tarea que me esperaba. No me animaba demasiado saber que la última vez que me había enfrentado a Sandy Meade yo había salido perdiendo.
Pero allí estaba, y no iba a echarme atrás. El olor a quemado que aún persistía reforzó mi determinación. La última vez los Meade habían conseguido esconder la basura debajo de la alfombra, pero en esta ocasión yo era más madura, tenía pruebas y a James de mi parte.
Como había más coches que de costumbre, tuve que aparcar un poco lejos de la entrada. Me dirigía a pie hacia el edificio de ladrillo con su frontón, sus buhardillas y sus contraventanas blancas cuando del coche que estaba justo delante de mí salió un hombre. Se parecía mucho a James, pero después me di cuenta de que era por la estatura, la pulcritud y el aire de autoridad. Me tendió una mano y dijo:
—Soy Ben Birmingham, amigo de James.
En aquel mismo momento recordé lo que había dicho Azul Azul, y también lo que me había contado Sabina al entrar en el sistema. Por eso dije:
—Su compañero de la universidad, el abogado de Des Moines.
Ben sonrió.
—Eso es. Pues también me ha hecho una buena descripción de ti. No puedes pasar inadvertida.
—Muy gracioso, teniendo en cuenta que soy la única mujer de aquí. En el consejo de administración solo hay hombres.
—Está la secretaria de Sandy.
—Tiene sesenta años.
—Sí, claro. —Señaló el edificio con la cabeza y añadió, ya más serio—: Todos los miembros del consejo de administración están dentro, y van a dedicarse a sus cosas un buen rato. James quiere que, mientras tanto, nosotros dos esperemos fuera. Sería un honor para mí acompañarte hasta allí.
—¿Eres mi abogado? —pregunté, medio en broma medio en serio.
—Pues si estás de parte de James, creo que sí.