26

Me quedé hasta tarde el viernes por la noche leyendo los diarios de mamá y me levanté al amanecer para hacer la maleta; así que durante dos noches seguidas no dormí mucho. Quizá eso explique mi excesivo sentimentalismo, aunque sospecho que entre las confesiones de James y las de mi madre, tenía razones más que suficientes.

Ya estaba preparada cuando Tom vino a recogerme para ir al aeropuerto de Manchester, pero no tenía ganas de hablar. Él debió de darse cuenta sin que yo se lo dijera, y yo a mi vez me pregunté por qué no podía enamorarme de aquel hombre. Era decente y sensible. Era atractivo e inteligente. Era bueno en lo suyo y no estaba fascinado porque yo fuera buena en lo mío. Me admiraba, pero en ningún momento me había dado la sensación de que estuviera haciéndome la pelota porque yo tuviera un nombre y una cuenta corriente saneada.

¿Que parezco un poco vanidosa? Pues se lo crean o no, me ha ocurrido. Sobre todo el año pasado, cuando mis libros empezaron a venderse a montones; de pronto les resulté visible a ciertos hombres que hasta entonces ni siquiera se habían fijado en mí. Los conocía de presentaciones de libros, fiestas benéficas, incluso de las reuniones de Greg. La mayoría eran sutiles, pero otros muy francos. Uno de ellos me dijo: «Creo que a cualquier hombre le encantaría engancharse a una mujer que pudiera mantenerlo a lo grande». Increíble, ¿no? Naturalmente, yo le dije que antes muerta que estar con un hombre que quisiera que lo «mantuvieran», y se escabulló sin más, Pero estoy segura de que no era el único. Este año tengo más dinero que el anterior, y hay hombres a quienes eso les importa.

A Tom no le importaba. Encajaba en mi vida como un amigo de una forma que yo sabía que seguiría cuando regresara a Washington en otoño. Iba a ser un amigo para siempre, pero nada más.

Si no hubiera estado preocupada por otras cosas, podría haber me pasado todo el viaje pensando en el porqué de aquello, y podría haber encontrado todo un abanico de razones, pero estaba pensando en los diarios de mi madre, sintiendo una cercanía que no había sentido ni tan siquiera en el cementerio, una cercanía que no sentía desde hacía años.

Debería estar leyendo cosas sobre las tendencias del mercado pero los boletines que tengo aquí, en mi mesa, pueden esperar. Acabo de terminar el libro de Annie, por segunda vez, y ha sido mejor que la primera. Qué buena escritora es. Quizá si yo hubiera tenido tanto talento como ella habría sido una buena escritora. Pero no. Se necesita algo más que talento. Hace falta coraje, y Annie lo tiene.

Siempre lo he sabido, pero durante mucho tiempo no he sabido adónde la llevaría ese coraje. Podría haber tomado muchos caminos diferentes, y algunos habrían sido perjudiciales, pero fue en la buena dirección y ha acabado bien, y no lo ha hecho gracias a mí. No le presté toda la atención que debía. Creo que empezó a escribir cuando era adolescente en parte para que yo me fijara. Bueno, lo ha conseguido. Estoy tan orgullosa de ella que no tengo palabras para expresarlo.

Eso había escrito mi madre con su pulcra letra.

En fin… ¿Qué haces cuando lees cosas así? En un lugar público, junto a una persona que sintoniza con tu estado de ánimo, solo queda morderte la boca por dentro para que el dolor sea una especie de distracción, para no venirte abajo y echarte a llorar. Pero no puedes dejar de leer, no puedes evitar los sentimientos, desear que tu madre estuviera viva para hablar con ella.

Así que sigues leyendo, pero en tu cerebro se van acumulando datos, y de repente te da por pensar que si el avión despega contigo dentro y con los diarios y ocurre lo que no debe decirse, todo se perderá. De modo que esperas hasta el último momento, hasta que ves que el personal de la compañía aérea está preparándose para embarcar a los pasajeros con niños o a los que necesitan ayuda. Entonces compré un poco de intimidad haciéndome a un lado y me hice una póliza de seguros llamando al móvil de Sabina.

—¿Cómo está Phoebe? —pregunté.

—Bien. Está en casa.

—¿En tu casa?

—No, en casa de mamá. Según las enfermeras, es mejor que esté en el sitio que le resulta más conocido. Además, sigo enfadada con Ron.

—¿Seguís sin hablaros?

—Sí.

—Sabina…

—No te preocupes. Yo creo en esta causa, Annie. Cuando veo a Phoebe y me doy cuenta de que está mejorando un poquito y que solo es el principio… Sé que estamos haciendo lo que tenemos que hacer.

—Yo también lo sé, y además, he encontrado pruebas.

Oí un jadeo en el otro extremo y después, entrecortadamente, un: «¿Qué?».

—¿Recuerdas ese viernes de marzo en el que las Mujeres Empresarias de Middle River se reunieron en el Club? Phoebe estuvo allí. Mamá, la aspirante a escritora, era la secretaria oficiosa del grupo, y se equivocó de carpeta al salir de la tienda para ir a la reunión. Llamó a Phoebe, que le llevó la carpeta que quería, y parece lógico que comiera algo mientras estuvo allí, así que se quedó hasta el final de la reunión.

Noté que el entusiasmo de Sabina había disminuido.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Te acuerdas de los diarios de mamá, los que estaban en la librería de la tienda?

—Son de la abuela.

—No. De mamá.

—¿Estás segura? Hace tiempo que no los veo.

—Ya. Es que Phoebe los cambió de sitio. Yo tampoco los había visto y me había olvidado por completo de su existencia hasta que los vi anoche.

—¿Y dicen todo eso? ¿Es la letra de mamá?

—La letra de mamá, y con la fecha muy clara. —El resto de los Pasajeros empezaba a embarcar, y vi a Tom que se levantaba y me miraba—. Tengo que irme corriendo, Sabina. ¿No te parecen buenas noticias?

—¡Fantásticas!

—Así que, si el avión se estrella, ya sabes qué tienes que preguntarle a Phoebe cuando…

—El avión no se va a estrellar.

—… y si no lo recuerda, que la hipnoticen.

—¡El avión no se va a estrellar!

—Y hay algo mejor —añadí mientras me ponía la mochila al hombro.

—¿Todavía hay más?

—El consejo de administración de Northwood se reúne el lunes a las cuatro, y yo estoy invitada. Guay, ¿eh?

Ascendimos entre nubes desgarradas, el avión se niveló a los once mil metros de altura y salimos del espacio aéreo de New Hampshire con rumbo sur. En ese momento oí a Grace. Me sobresalté. Habían pasado muchas cosas y hacía tiempo que no hablábamos. Estaba convencida de que no volvería.

«¿Por qué estamos aquí? —preguntó, contrariada—. Yo estuve a punto de matarme en un vuelo de Dallas a Atlanta».

Eso fue en 1961. La aviación era muy distinta entonces.

«¿Por qué no vamos en coche? Yo lo habría preferido. No quiero estar aquí».

No vamos en coche porque se tarda demasiado. Además, ¿dónde quieres estar si no es aquí?

«En Nueva York. Siempre me gustó el Plaza. Quiero volver allí. Si les pagas, te adoran. No les importa que parezcas una antigualla. Yo podría estar allí. O en París. Me encanta París. O en Beverly Hills. Podría vivir en cualquiera de esos sitios».

En un hotel, dije, para asegurarme de que la comprendía.

«¿Por qué no? Los hoteles son lo mejor. No tienes que cocinar, ni limpiar ni hacerte la cama, y nadie se mete contigo por eso».

Eso está muy bien, admití, pero ¿durante cuánto tiempo? No se puede vivir permanentemente en un hotel. Los hoteles son fríos.

«¿Y las ciudades como Middle River no? Hay que ver lo rápido que se te olvidan las cosas. Prefiero mil veces un hotel frío. Si te cansas de uno, te vas a otro. Es una vida de gitanos, pero a mí me gusta».

La detestabas, objeté. Lo pasabas fatal. Estabas sola, incluso cuando tenías gente a tu alrededor, y llenabas ese vacío con la bebida. Grace, a lo mejor tu problema fue precisamente esa vida de gitana. Tal vez te habría ido mejor si te hubieras quedado en un sitio y hubieras echado raíces.

«Las malas hierbas también echan raíces. Yo quería algo mejor».

Sí, claro. Nadie se conforma con lo que tiene. En cierto sentido, eras como tu madre, siempre deseando algo más. Pues seguramente no sabías lo que tenías. Quizá si hubieras dejado que la gente te conociera mejor, te habrían aceptado. Quizá habrías tenido amigos. Sí, vale, ya lo sé. Tenías amigos, pero en realidad solo contribuían a acentuar tu diferencia. De tus amigos esperabas absoluta lealtad, pero eso no se da inmediatamente. Lleva tiempo. Quizá si te hubieras esforzado habrías conseguido esa confianza, habrías formado parte de una comunidad, no habrías estado tan marginada.

—Annie. —Alguien me sacudió el brazo—. ¿Annie? —Miré a Tom con los ojos abiertos de par en par. Estaba sentado a mi lado, y parecía preocupado—. ¿Estás bien? —preguntó. Asentí con la cabeza, pero él añadió—: Parecías furiosa, y además estabas moviendo los labios.

—¿En serio? —dije, avergonzada—. Lo siento. Era una conversación imaginaria. Bueno, más bien una discusión. A los escritores nos pasa muchas veces. —Hice un gesto con la mano como para quitarle importancia—. Pero ya está. Se acabó. Como si no hubiera pasado nada, ¿vale?

—¿Puedo contribuir con algo en esa discusión?

—En esta no —respondí sonriendo y negando con la cabeza.

—Pues en la otra —replicó Tom, y comprendí a lo que se refería.

—Ya va siendo hora de defender lo que pensamos, ¿no?

Tom asintió con la cabeza.

—Por eso estoy aquí —dijo.

Por eso estábamos los dos allí, si bien esa reunión en concreto tendría lugar el domingo por la mañana. El sábado lo íbamos a dedicar cada cual a lo suyo. Cuando aterrizamos en el aeropuerto Reagan cogimos el mismo taxi, pero después de dejarme en mi casa, Tom continuó para ver a sus amigos.

¿Me hizo ilusión volver a casa? No del todo. Pero ya se lo habían imaginado, ¿no? Sabían que me parecería distinto, que su familiaridad solo representaría la mitad de lo que rápidamente se estaba enraizando en mi vida. Sabían que no podría entrar por aquella puerta sin pensar en James, en Phoebe, en Sabina o en los sauces del jardín posterior que se asomaban al río.

De todos modos, fue estupendo ver a Greg cuando entró a la pata coja con Neil. Pero si me esperaba que tuviera que quedarse postrado en cama, me equivocaba. A pesar de la reciente operación, Greg se había adaptado a las muletas con la misma facilidad que a la mayoría de las cuestiones físicas. Sí, tenía molestias. Le habían dicho que se le hincharía la pierna y que debía mantenerla en alto, pero enseguida se cansó. A decir verdad, el bajón de haberse roto la pierna no tenía punto de comparación con el subidón que suponía haber llegado a la cima de la montaña, y sobre eso habló gran parte de la tarde. Tenía incontables fotografías digitales, y me las enseñó todas, asegurando que había borrado un montón de tomas malas. De no haber sido así, se me pusieron los pelos de punta solo de pensar en el tiempo que tendríamos que haber pasado sentados en el sofá —Greg, con la pierna en alto, Neil y yo— mirando el monitor de la cámara de Greg con la correspondiente descripción del viaje; se me pusieron los pelos de punta al pensar que no tendríamos tiempo para que yo le contara mis novedades, que no tendríamos tiempo para divertirnos, porque no me habría perdido la noche del sábado por nada del mundo. Greg solo tuvo que decir que le apetecía salir, y yo me encargué de todo.

Empezamos tomando queso y vino en los escalones del monumento a Lincoln, porque para nosotros siempre había sido una aventura divertida. Llevamos el queso en una bolsa y el vino en un termo… Bueno, ya lo sé, no es forma de tratar un buen vino, pero, en primer lugar, no era buen vino y, en segundo lugar, el vino no era lo importante. Lo importante era sentirnos elevados física y espiritualmente, un poquito por encima del resto de la ciudad; desde allí fuimos a nuestro restaurante favorito, una hamburguesería de Georgetown donde nos conocían. Los camareros se ocuparon de Greg y su pierna escayolada.

De no haber sido por la pierna rota, habríamos ido a una serie de bares después de cenar, pero nos quedamos en uno de Dupont Circle al que acudíamos con frecuencia, donde pudimos tomar cerveza, ver en el televisor con pantalla de plasma la batalla entre los Orioles y los Yankees y volver a conectar con gente conocida. Como Neil, eran amigos de Greg, pero hacía tiempo que me habían aceptado como otra más de la peña, y todos disfrutamos de las risas y la charla con toda tranquilidad. Era un local discreto, todo de madera oscura; se veía de vez en cuando un abrazo, o a dos personas de la mano, pero a alguien que no conociera el sitio le habría resultado difícil saber quién estaba con quién. Y no era yo la única mujer, porque otras mujeres que sabían de qué iba la historia y querían pasar un buen rato en buena compañía, tomando cerveza y sin problemas, también sabían que un bar gay era ideal para eso.

De todos modos, aquella noche no me libré de ciertos sobresaltos… Y un momento, no lleguen a conclusiones erróneas. Ya conocen mi orientación sexual, incluso con cierta intimidad. Lo que no saben, porque yo tampoco lo sabía y ni siquiera lo sospechaba, tan preocupada como estaba con mi propio mundo, era la orientación sexual de Tom.

Sí, Tom, Tom Martin, que vivía en Middle River. Hoy es el día en el que, todavía no sé por qué, levanté la mirada justo en aquel momento, pero mis ojos penetraron la tenue luz del bar y reconocieron a Tom, que estaba con varias personas en el otro extremo del local. Era tan discreto como Greg, del brazo con su amigo como podría haber sido, digamos en París, donde el contacto físico entre los amigos es más normal. Pero en Washington no era lo mismo. Esos brazos entrelazados tenían un significado, pero se les restaba importancia, y estoy segura de que era así por la misma razón por la que Greg cuidaba tanto su imagen pública, parte de la cual era vivir conmigo. Reconocer su homosexualidad podía afectar negativamente la trayectoria profesional de un hombre como Greg, al que muchas mujeres estadounidenses consideraban una especie de sex symbol. Lo mismo podía ocurrirle a un hombre como Tom, cuya dedicación a hermana retrasada mental y a sus pacientes le habían granjeado el cariño de Middle River.

Tom miró a su alrededor. Cuando le pregunté al respecto más adelante, reconoció haber sentido como un pinchazo en el cuello cuando sus ojos se encontraron con los míos. A pesar de la oscuridad, vi en ellos un destello de pánico. Eso fue lo que me impulsó a abrirme paso entre la multitud y llegar hasta él, momento en el que ya se había separado del hombre con el que estaba y esperaba mi sentencia. Me imagino que en aquellos escasos instantes vio su carrera al borde del precipicio, colgando de un hilo. Middle River podía aceptar a un médico soltero, pero a uno gay, todavía no.

Si me tenía miedo, me había subestimado, pero se sorprendió tanto al verme que no se dio cuenta de que estaba con Greg. En ese caso, lo habría comprendido.

Le pasé un brazo por el cuello y me aferré a él con fuerza.

—Esto explica muchas cosas… Lo cómoda que me siento contigo desde el principio, lo mucho que me recuerdas a Greg, por qué siempre ha habido esa falta de química sexual entre tú y yo.

—¿Estás decepcionada? —preguntó.

Me aparté un poco.

—Sí, pero no contigo. Me decepciona que Middle River no tenga la generosidad de aceptar a las personas diferentes.

—Pero son buena gente, Annie. Si no lo creyera, no estaría allí.

Y esa era precisamente una de las cosas que me gustaban de Tom. Tenía un gran corazón, mucho más grande que el mío. Yo juzgaba inmediatamente a la gente, y si era capaz de aprender tolerancia de él, resultaría un amigo muy valioso.

Me levanté temprano a la mañana siguiente. Primero corrí por las calles de costumbre con el calor de costumbre, después fui de acá para allá a hacer las cosas de costumbre que me encantaban: almorzar con Jocelyn y Amanda, tomar café con hielo con Berri y John (que me cayó muy bien, por cierto), tomar té con hielo con otro amigo. Intercalé todo esto con recados para Greg y estuve un rato en mis sitios favoritos, como el Museo del Aire y el Espacio, la dársena y las tiendas de Adams-Morgan.

No me quedé mucho tiempo en ningún sitio ni con nadie. No podía. Pero necesitaba ver, oír y sentir todo lo que había llegado a significar tanto para mí en los últimos quince años. Tenía que hacerlo todo a la vez, librar una especie de campaña de recuerdos, porque empezaba a temer que había olvidado que esas cosas eran importantes. Cuando estaba en Middle River, el pueblo consumía todo mi tiempo. En Washington, necesitaba rememorar todo lo que amaba y que Middle River no podía darme.

Nos vimos en casa a las dos de la tarde. Además de Greg, estaba Tom, quien tras el inesperado encuentro de la noche anterior, pasó un rato con nosotros en el bar. También vinieron Neil, que abandonó un rato la preparación de la vuelta al juicio al día siguiente para asesorarnos sobre las víctimas, y Nancy Baker, farmacóloga del departamento de Protección del Medio Ambiente y también abogada. Tom y ella se conocían desde hacía años, y habían empezado a hablar sobre lo del mercurio en cuanto Tom sospechó que podía haber un problema en Northwood. Su tarea consistía en aconsejarnos, estrictamente como amiga, sobre la postura que adoptaría el gobierno si el asunto llegaba a sus oídos.

Le dimos muchas vueltas durante dos horas. Me enteré de lo que necesitaba para presentarme bien informada en la reunión del consejo de administración que se celebraría al día siguiente. No voy a aburrirlos con los detalles, pero cuando Tom y yo volvimos al fin al aeropuerto de Reagan para tomar el avión de regreso a Middle River, escribí una lista en una página en blanco del diario de mi madre. Las perspectivas eran deprimentes.

En primer lugar, no se podía procesar a Northwood por haber violado la normativa de abuso de residuos tóxicos porque la ley había prescrito. En segundo lugar, según los archivos que había consultado Nancy, Northwood cumplía a rajatabla las normas actuales, lo que eliminaba la posibilidad de presentar nuevos cargos criminales. En tercer lugar, si se podía demostrar que se habían producido vertidos ilegales, podían presentarse cargos civiles por daños personales, individual o colectivamente, pero eso requeriría pruebas de que todos y cada uno de los demandantes habían sufrido intoxicación por mercurio. En cuarto lugar, las aguas estaban contaminadas de peces con altos niveles de mercurio. El estado llevaba años poniendo carteles que aconsejaban a los residentes de Middle River que se abstuvieran de consumir lo que pescaran. Los habitantes del otro lado del río llevaban años haciendo caso omiso de esos carteles, prefiriendo alimentos posiblemente contaminados a ningún alimento. Por último, la única posibilidad de presentar cargos criminales contra Northwood consistía en demostrar que los vertidos ilegales habían tenido como consecuencia la muerte de una o más personas. Eso constituiría asesinato, y no había ley de prescripción en un caso de asesinato.

—Es imposible —dijo Tom junto a mi hombro, leyendo la lista a medida que la escribía—. No se podrá demostrar la relación entre un vertido ilegal y una muerte concreta. No tenemos la certeza de que tu madre sufriera intoxicación por mercurio. Podemos suponerlo, basándonos en el caso de Phoebe, pero incluso si se demostrara con la autopsia que había mercurio en el cuerpo de Alyssa en el momento de su muerte, no murió por eso. Murió por asfixia tras caerse por la escalera.

—Eso es un tecnicismo —objeté.

Dieron el aviso de nuestro vuelo.

—Tenía sesenta y cinco años —rebatió Tom, guardando una revista en un bolsillo de su bolsa de cuero—. Podría haberse caído porque sí. Omie tenía ochenta y tres. Las personas mayores tienen neumonía con frecuencia. Su cuerpo se desgasta y el corazón acaba fallando con el tiempo. ¿Fue debido al mercurio? Son pruebas circunstanciales, Annie.

—Pero ¿y si reunimos todas las pruebas circunstanciales y se establece esa conexión? ¿Qué pasaría entonces?

—Pues que aparecemos en la prensa y en todos los medios y el pueblo se llena de abogados, justo lo que me has dicho que no quieres.

—Claro que no quiero esas cosas —dije, recogiendo mi bolsa—. Pero ellos no lo saben, y es una amenaza eficaz, ¿no crees? Y de lo que se trata es de amenazar, de dar la impresión de que es un asunto incuestionable. Northwood tiene que comprender que está abocado al fracaso si se empeña en contraatacar.

Naturalmente, me refería a Northwood como al triunvirato de Sandy, Aidan y James, cuando en realidad James estaba preparando un golpe, un golpe sin derramamiento de sangre, como él lo había definido. Me pregunté qué tendría en mente, si podría sacarlo adelante y qué ocurriría si no lo lograba. Pensé que tendría que marcharse del pueblo. Encontraría otro trabajo. Podía encontrar un trabajo mejor. Quizá incluso se trasladara a Washington, una perspectiva muy prometedora.

Una perspectiva prometedora para mí, pero no tanto para Middle River. El pueblo necesitaba a James. Por esa razón rezaba para que su golpe sin derramamiento de sangre tuviera éxito. Desde ese punto de vista, sabía que cualquier prueba que pudiera presentar en la reunión del consejo de administración serviría de ayuda.

—Tenemos a Phoebe —dije, armándome de esperanza mientras nos poníamos de pie y las bolsas al hombro—. Tiene que haber más personas como ella.

Cuando eché a andar, Tom me sujetó por un brazo con delicadeza.

—No te he dado las gracias —dijo en voz baja.

—¿Las gracias por qué? —pregunté, aunque lo sabía.

—Por ser hoy exactamente igual que ayer.

Me conmovió cómo lo dijo, y sentí la necesidad de replicar:

—¿Acaso eres tú una persona diferente de la que eras ayer? No.

Sonrió con tristeza.

—No. Lo que cambia es la percepción. En un sitio como Middle River, esa es la cuestión, ¿comprendes?