Kaitlin se levantó pronto el sábado por la mañana; se duchó y se puso unos vaqueros limpios, un jersey nuevo y unos zuecos de la tienda. Se arregló bien el pelo y se puso poco maquillaje, como le gustaba a su madre, pero no por complacer a Nicole. No le importaba lo que pensara su madre. No se había vestido para ella. Apenas habían hablado durante la última semana.
Inclinándose hacia el espejo del cuarto de baño, examinó un puntito hinchado de su barbilla. No cabía duda; se estaba formando una espinilla. Sacó un tubo de crema para el acné del armario de las medicinas y se dio un toquecito, justo para disimular el granito sin estropear el maquillaje. Antes siempre tenía la cara llena de granitos. Adoraba a su dermatólogo por ayudarla con eso. Bueno, lo adoraba por todo. Siempre era cariñoso y sonreía. La miraba a ella, no a Nicole. Actuaba como si ella fuera quien de verdad importaba, no Nicole. Y en las consultas de seguimiento le decía que estaba «estupenda».
Kaitlin no necesariamente se lo creía. Les decía lo mismo a todas las chicas que trataba, pero de todos modos resultaba agradable oírselo.
—Qué temprano te has levantado.
Kaitlin dio un respingo, con lo que la imagen de su madre se reflejó en el espejo. Nicole estaba en la puerta del cuarto de baño, con su bata de seda, un hombro apoyado en la jamba y los brazos cruzados. Kaitlin volvió a inclinarse para bloquear aquella imagen. Empujó la lengua hacia el granito. Sí; definitivamente era una espinilla.
—¿Adónde vas? —preguntó Nicole.
—A la tienda.
—¿Otra vez? ¿Qué pasa? Esta semana has ido todos los días. ¿No sería mejor que fueras a la piscina en lugar de meterte en la trastienda de El Armario de la Señorita Lissy con cajas de ropa? Kaitlin, todo el mundo sabe que te quedas allí. No te ponen de cara al público, ¿verdad?
En realidad no era una pregunta.
—Hoy sí —contestó Kaitlin, orgullosa—. Joanne me ha estado enseñando a despachar toda la semana. Annie no puede ir hoy, porque se va a Washington, y Sabina va a estar con Phoebe, así que yo estaré en la pasarela.
Esa era la palabra que había empleado Joanne cuando la llamó la noche anterior: la pasarela. Significaba vender ropa a los clientes, y Kaitlin aún no podía creer que Joanne se lo hubiera pedido. A los dependientes tiene que sentarles bien la ropa de la tienda. ¿No era una gran táctica comercial?
—Joanne, Annie, Sabina, Phoebe… ¿Así que las llamas por su nombre de pila a todas?
—Sí —contestó Kaitlin. Cuando hubo acabado en el baño, se dirigió a su habitación, lo que significaba que su madre tenía que apartarse. Por suerte, Nicole se hizo a un lado. Por desgracia, no desapareció. Mientras seguía a Kaitlin a su habitación, dijo:
—Yo en tu lugar lo pensaría dos veces antes de alinearme con esa gente.
Kaitlin estaba a punto de arreglar su cama, pero se detuvo y se enderezó.
—¿Qué gente?
—Las Barnes. No son muy apreciadas en este pueblo. Seguro que sabes que a Sabina la han despedido.
Kaitlin se quedó mirando a su madre.
—Tu jefe, porque tiene miedo de lo que sabe. Seguro que sabes que Phoebe tiene intoxicación por mercurio. ¿Qué dice tu jefe al respecto?
Nicole preguntó, frunciendo el ceño:
—¿De qué me estás hablando?
—De intoxicación por mercurio. Está bajo tratamiento y le está saliendo a chorros del cuerpo.
—No me lo creo.
—Pues llama al doctor Martin. Él la está tratando. Y solo hay un sitio en Middle River de donde puede proceder el mercurio: la papelera. Yo que tú, me preocuparía por trabajar allí. Pero tu jefe no te lo ha contado, ¿verdad?
Nicole se quedó desconcertada unos segundos, y Kaitlin tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Pero su madre se recobró inmediatamente, como de costumbre.
—¿Lo ves? Esas son las tonterías que te están metiendo en la cabeza las Barnes —atacó Nicole—. Tiene razón Hal Healy. Son una mala influencia.
Y entonces Kaitlin sí sonrió. No pudo evitarlo.
—Hal Healy ha pasado a la historia.
—Pero ¿qué dices?
—Que ayer presentó su dimisión.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque estoy en la tienda, por la que pasa medio pueblo, mientras que tú estás en la fábrica y te enteras únicamente de lo que los Meade quieren que te enteres. Ayer vino a la tienda la señora Embry para preguntar por Phoebe. Es la vicepresidenta de la junta escolar, y ocupa el segundo lugar detrás del padre de tu jefe, o sea que o Sandy tiene a Aidan en la inopia o Aidan lo sabía y ha preferido no contarte nada. El señor Healy ha dimitido.
—Pero ¿por qué?
—Y no solo él. También la señorita Delay. Qué coincidencia, ¿no?
—Kaitlin…
—Venga, mamá. Todo el mundo sabe que están enrollados. O sea, él siempre está en su despacho hablando de los alumnos, pero nadie se cree que haya tantos alumnos con tantos problemas, y si es solo por asuntos del instituto, ¿por qué cierran la puerta con llave?
Nicole guardó silencio. Parecía confusa. Era tan raro que Kaitlin casi se apiadara de ella… casi, pero no del todo. Era un momento demasiado bueno para desaprovecharlo.
—Así que, yo que tú, no me preocuparía de si las Barnes son una mala influencia. Me preocuparía por personas como el señor Healy y la señorita Delay, y también me preocuparía por tu jefe, porque si es verdad que la fábrica está envenenando a la gente, él se llevará lo suyo. Y tú lo tuyo. ¿Quieres que te cuente cómo son los síntomas de la intoxicación por mercurio? —Elevó la voz mientras seguía a Nicole, que se había dado la vuelta y se dirigía al vestíbulo—. Porque eso también lo sé. No es ni Alzheimer ni Parkinson. ¡A veces son las dos cosas, y no es nada agradable, mamá!
A Nicole le gustaban las mañanas del sábado, cuando Anton se marchaba temprano para jugar al golf o lo que fuera. Cuando el tiempo lo permitía, las pasaba junto a la piscina, con café, fresas y los catálogos que habían llegado por correo durante la semana. La tormenta de la noche anterior había dejado densas nubes y una humedad pegajosa, de modo que la idea de la piscina no le apetecía aquel día, pero sí el solario con aire acondicionado que había detrás de la casa. Sin embargo, no fue a ninguno de los dos sitios. Se sentó a la mesa de la cocina, pero solo con el café; sin fresas ni revistas. No estaba de humor ni para comer ni para leer. Se sentía molesta por lo que había dicho Kaitlin, molesta porque su hija supiera más que ella, pero no solo porque, como madre, debería haber sido quien se hubiese enterado antes de las cosas. Se sentía molesta porque Kaitlin tenía razón. «Tú estás en la fábrica y te enteras únicamente de lo que los Meade quieren que te enteres». Era insultante; era humillante.
Aidan sabía cosas que no le contaba, y seguro que lo hacía a propósito, en un esfuerzo coordinado con otros para ocultar ciertas cosas, como que no apareciera la palabra «mercurio» en ningún correo electrónico que ella pudiera ver, o que no revelara la noticia sobre Hal. El día anterior había habido varias llamadas telefónicas. Sabía que había una reunión del consejo de administración el lunes, pero ¿era algo fuera de la normal?
Aidan le había dicho que no. Lo dijo así de claro cuando ella se lo preguntó. Por lo visto, le había mentido. Por lo visto, Nicole no le parecía suficientemente importante como para que lo supiera.
Entonces, ¿en qué lugar quedaba ella? ¿Era o no era su ayudante de dirección? ¿Era o no su mano derecha? ¿Era o no quien tenía que saberlo todo si tenía alguna esperanza de representar los intereses de Aidan de la mejor manera posible?
Cogió el teléfono y marcó el número del teléfono móvil de Aidan. No contestó, pero Nicole sabía qué pasaba. No contestaba al móvil cuando no estaba de humor para hablar.
Pero Nicole sí tenía ganas de hablar, de modo que llamó a su casa. Contestó Beverly, y si Nicole hubiera sido una mujer con menos arrojo, habría sido razón suficiente para colgar. Pero estaba acostumbrada a hablar con la esposa de Aidan. Ella llamaba con frecuencia a la oficina.
Oyó una algarabía de voces de fondo. Nicole habló con voz fuerte y autoritaria.
—Hola, Bev. Soy Nicole. Perdona que te moleste, pero es que tengo un problema con una hoja de cálculo que estoy preparando para la reunión del lunes. ¿Está Aidan por ahí?
—¿Seguro que no puedes esperar? —preguntó Beverly, un tanto molesta.
—No —replicó Nicole enérgicamente.
—¡Aidan! ¡Tu secretaria!
El teléfono debió de dar un golpe en la mesa, y la algarabía de fondo no paró.
Nicole estaba que echaba chispas. ¿Conque su secretaria? Era mucho más que la secretaria de Aidan. Aquella mujer no sabía hasta qué punto era mucho más que la secretaria de Aidan.
Se le hizo una eternidad el tiempo que estuvo esperando entre berridos de niños, sabiendo perfectamente por qué Bev Meade tardaba tanto en encontrar a Aidan. Porque estaba escondido en lo más recóndito de la casa para no oír el barullo de los críos.
—¡Sí! —vociferó al teléfono.
—Tengo que verte.
—¿Qué es eso de la hoja de cálculo?
—La mía. Aquí se ha ido todo el mundo. ¿Puedes acercarte?
—¿Por qué leches no podemos esperar hasta el lunes?
—De ninguna manera —replicó Nicole y colgó el teléfono de golpe. Se arrellanó en la silla, poco menos que bufando y pensando en las palabras más repugnantes que se le ocurrían para calificar a Aidan Meade, hasta que él entró en el sendero de su casa y salió del coche haciendo un ruido de mil demonios. Aun así, siguió sentada. Sin afeitar y despeinado, Aidan entró por la puerta de la cocina y la cerró ruidosamente.
—¿Qué hoja de cálculo? —preguntó, mirando la parte de la bata de Nicole que estaba a la vista.
Nicole no quiso hacer caso a aquella mirada.
—¿Por qué no me has dicho que Hal Haley ha presentado su dimisión?
Aidan alzó los ojos y se encontró con los de Nicole. Parecía desconcertado.
—¿Y por qué tendría que haberlo hecho? ¿Qué tiene que ver él con la fábrica?
—Mi hija se ha enterado de su dimisión antes que yo, pero hay algo más importante. ¿Qué pasa con el asunto ese del mercurio?
—¿El asunto de qué?
—El asunto de la intoxicación por mercurio que tiene Phoebe Barnes.
Aidan frunció el ceño.
—No tiene intoxicación por mercurio.
¿Más mentiras? Nicole estaba a punto de estallar.
—Sí la tiene. Está recibiendo un tratamiento para eso en la clínica. Yo creía que la fábrica ya no utilizaba mercurio.
—Claro que no. Phoebe Barnes es rara. Está mal desde hace meses.
—Exacto, y ahora saben por qué. Y yo ahí en esa oficina cinco días a la semana, cuarenta y nueve semanas al año.
—En la oficina no hay ningún problema.
—Pues en la planta. Voy ahí tres, cuatro, cinco veces a la semana para obedecer tus órdenes. ¿Qué pasa? ¿También corro yo el riesgo de… volverme rara?
Aidan hizo una mueca.
—Vamos, Nick. No puedo creer que me hayas hecho venir para esto. Sabes quién empezó a montar el lío, y también sabes por qué. Annie Barnes solo estaba esperando a encontrar una excusa, que despidiéramos a Sabina.
Nicole podría haberse tragado lo de la excusa unos días antes, Pero ahora era algo que contradecía el sentido común, por no hablar de Tom Martin, Sabina Mattain y todos los que entraban y salían de El Armario de la Señorita Lissy. Aceptarlo ahora supondría reconocer que Kaitlin, su hija, era una provocadora como Annie, y de pronto, sin saber por qué, Nicole no se lo creía. De pronto, Kaitlin le parecía una persona razonable.
—Y si tu hija te ha contado eso —añadió Aidan—, es porque está furiosa contigo porque no has conseguido ocultarle lo repugnante que es tu matrimonio. Por cierto, ¿has averiguado si sabe lo nuestro?
¿Cómo que «por cierto»? ¿Como si fuera algo sin importancia? Incluso eso la molestó.
—No lo sabe.
—¿Estás segura?
Nicole se levantó, fue hasta el fregadero y dejó la taza, y no precisamente con delicadeza. Se dio la vuelta y se apoyó en la encimera.
—Por lo que más quieras, Aidan, ¿cómo voy a preguntárselo directamente? ¿Para que se entere de algo que a lo mejor solo sospecha? «¿Estás segura?». Venga, hombre.
—Lo sabe.
—Te digo que no. Me contó lo de Hal Healy y Eloise Delay, y del tirón me habría soltado lo nuestro si lo hubiera sabido.
—Muy bien —dijo Aidan—. No me gustaría que la chica destruyera una cosa tan buena. —Su mirada recayó sobre la bata de Nicole—. ¿Dónde está?
—Ha salido. Define «una cosa tan buena».
Sonriendo con aire de complicidad, Aidan se acercó a Nicole y le agarró el cinturón de la bata.
—¿Qué hay aquí debajo?
—Absolutamente nada —replicó Nicole, algo más que desafiante. No estaba excitada, no sabía si por el hecho de que fuera la casa de Anton, porque Kaitlin hubiera desayunado en aquella misma habitación hacía apenas unos minutos o porque Aidan acabara de estar con su mujer y sus hijos, y Nicole jamás habría querido engañarlos. Quizá fuera simplemente porque allí, en su propia casa, donde no podía darse la excusa del trabajo, donde Aidan no tenía el aura del heredero para adornarlo, no le resultaba tan atractivo—. Tienes que decírmelo, Aidan. Lo necesito.
—¿Que te diga qué? —replicó Aidan, distraído mientras le desataba la bata.
—Qué somos. Acabas de decir que somos una buena cosa. ¿Qué significa eso?
Aidan le desató la bata.
—Pues una cosa fácil, rápida. Sexo. —Sus ojos acompañaron a sus manos, y Nicole se dejó hacer. Dejó que le acariciara los pechos, que enterrara la boca en su cuello, que le metiera una mano entre las piernas. Incluso se frotó contra esa mano, se frotó con la entrepierna de Aidan, hasta que él empezó a respirar entrecortadamente, como si estuviera ido, diciendo: «Aaah, qué bien, nena. Aaah, qué bien».
—¿Sí, Aidan? —replicó ella, moviendo las caderas.
—Sí, es estupendo, tremendo.
—¿Está tremenda y dura?
Aidan le agarró la mano para demostrarle hasta qué punto estaba dura, y entonces ella apretó, se la retorció y le dio un empujón.
—¡Si serás zorra! —gritó Aidan con voz ronca, doblándose de dolor.
Nicole se ató la bata y se enderezó.
—Conque una cosa buena, ¿eh, Aidan? ¿Eso es lo que soy, una cosa?
—¡Zorra! —repitió Aidan, y añadió otros adjetivos bastante expresivos para sus adentros. Alzó una mirada amenazante, pero sin darle tiempo a pronunciar una sola palabra, Nicole dijo:
—Ni se te ocurra, Aidan —le advirtió. Ella era el cerebro de aquella pareja, y ya iba siendo hora de que él se diera cuenta—. Como me despidas, diré que es en represalia por haber rechazado tu acoso sexual. Diré que hubo intento de violación.
—Qué puta violación ni qué leches —espetó Aidan, aún intentando recuperar el aliento, con las manos en las rodillas.
—Muy bien —replicó Nicole con tranquilidad—. Entonces lo llamaremos acto sexual por consenso que se repite desde hace tres años, y a ver cómo se lo toma tu mujer, Aidan. ¿Y cómo se lo tomará papaíto?
—No puedes demostrar nada.
—Claro que puedo. Tengo cuentas de hoteles, además de los nombres de los empleados de todos los sitios a los que hemos ido. Éramos una pareja encantadora y se acordarán de nosotros.
—Si haces público lo nuestro, Anton pedirá el divorcio.
—Pues a lo mejor no estaría tan mal —replicó Nicole. Estaba pensando en Kaitlin, a quien ya no se podía engañar, y en ella misma. Aidan tenía razón. Lo que había entre ellos era sexo fácil y rápido. Estar con Aidan le proporcionaba una buena excusa para seguir con Anton, de modo que estaba atada a dos hombres, por ninguno de los cuales sentía especial cariño. ¿Acaso no se merecía algo más? ¿No valía algo más que eso? Tenía que haber alguien que lo viera, alguien que besara el suelo que ella pisaba.
—Esta relación se está cobrando un precio —dijo, pensando en aquellos dos hombres—. Quizá sea hora de dejarlo.