24

Naturalmente, no dormí bien. Salí pronto a correr para olvidarme de los problemas, pero James también me lo estropeó. Sí, sabía que no podía dejar a Mia hasta que llegara la canguro, pero no podía dejar de pensar que si a él le interesaba lo suficiente verme, encontraría alguna forma de hacerlo. Por Dios, si sabía que Phoebe estaba en la clínica y que yo estaba sola en la casa. James era hombre de recursos. Podría haber encontrado una forma para venir incluso a las dos de la mañana si hubiera querido.

No fue así, y casi era mejor. Mi misión estaba más centrada que nunca. Como en el pueblo no había nadie que quisiera hablar, Phoebe era nuestra única esperanza. En el supuesto de que las pruebas del mercurio dieran positivo, tendría que relacionarla con un episodio de exposición real.

Me duché, me vestí rápidamente y fui a la clínica. Phoebe estaba atontada, dormitando con un noticiero ante la pantalla de televisión que estaba sobre la pared. Aún tenía el catéter, pero parecía tranquila. ¿Tranquila? Casi llegué a pensar que le habían puesto morfina, porque parecía en Babia.

—Hola, Phoebe —dije.

Tardó unos momentos en volver los ojos hacia mí, y otros tantos en reconocerme.

—Hola —contestó con voz distante.

—¿Te encuentras bien?

—¿Qué tal hace?

—Hace calor y hay humedad. Dicen que va a haber tormenta.

—Vaya por Dios —murmuró, cerrando los ojos—. Adiós al golf.

—Pero si tú no juegas al golf.

—Pero Michael sí.

—Cielo… —Michael era su ex marido, que vivía en otro pueblo había vuelto a casarse y tenía dos hijos—. ¿Lo ves de vez en cuando?

Phoebe no abrió los ojos.

—¿A quién?

No quise insistir y la tomé de la mano.

—Tengo que preguntarte una cosa. Ya sé que piensas que no tienes nada que ver con eso, pero ¿recuerdas que te pregunté si estuviste con mamá en el Club justo antes del incendio?

Phoebe abrió los ojos de par en par.

—Mamá ha muerto. ¿De qué me estás hablando?

—Del incendio del Club. Mamá había estado allí dos días antes con la Asociación de Mujeres Empresarias. ¿Estuviste tú también?

Phoebe volvió a cerrar los ojos.

—Diles que no me puedo mover —de nuevo en un murmullo—. Lo siento. Si hay un incendio, tendrán que pasar de mí.

—El incendio del Club.

—¿Qué incendio de qué club?

No dije nada más. A medida que pasaba el tiempo, ya no sabía si Phoebe era consciente de que yo estaba allí. Al final me fui a la tienda.

Tom llamó poco después de mediodía para decir que las pruebas habían dado positivo, que Phoebe estaba expulsando mercurio. La noticia casi me decepcionó, porque estaba convencida de antemano. Pero francamente, me sentí aliviada. Nunca sabríamos realmente si mamá había tenido intoxicación por mercurio, porque no estábamos dispuestas a exhumar el cadáver para una autopsia, pero en el fondo yo lo sabía. Una satisfacción agridulce, pero satisfacción al fin y al cabo. ¿No era esa la razón por la que había vuelto a Middle River? Desde luego, mi misión había cambiado, pero en cierto modo sentía que había vengado a mamá.

Envié un correo a Greg con la noticia. Sabía que estaba en pleno descenso y que a lo mejor no podría recibirlo ni enviar nada, pero quería que el mensaje estuviera esperándolo.

No escribí a Azul Azul. Todavía no me había recuperado de la idea de que pudiera ser James. No dejaba de recordar comentarios de sus primeros correos, e incluso había releído algunos aquella mañana. Las claves estaban allí. Dormía solo; tenía que levantarse pronto y le gustaba el anonimato de Azul Azul para sentirse libre de quién era y de lo que hacía. Incluso el coqueteo me sonaba, pero con James en carne y hueso… en fin, había sido así, en carne y hueso. Además, James me había colgado el teléfono y Azul Azul no me enviaba correos. ¿Tenía que saber alguno de ellos que la teoría del mercurio era una posibilidad? No por mí. Al menos todavía no. Al fin y al cabo, la teoría solo sería válida si podía demostrar que Phoebe —o alguien— había estado expuesta al mercurio en la fábrica.

A eso dedicamos el día Sabina y yo, pero por muchos rotarios a los que llamamos, ninguno parecía dispuesto a hablar. De igual manera, por mucho que investigamos para averiguar el paradero de Sara Wright (que estaba casada y seguramente tenía otro apellido) en Arizona, por si por casualidad sabía si Phoebe había asistido a la reunión de las mujeres empresarias aquel día de marzo, no hubo suerte.

Y por si fuera poco, tuvimos que ayudar en la tienda. Apenas habíamos subido al despacho a hacer algo cuando Joanne nos gritaba cualquier cosa. Y eso que había gente trabajando por horas, además de la ayuda de Kaitlin y Jen en la trastienda. Agosto era el mes de más movimiento, repetía sin cesar Joanne a modo de disculpa, y estoy segura de que era verdad, por la ropa para la vuelta al colegio y las prendas de otoño. Pero a medida que pasaban las horas, lo que saltaba a la vista era que, una vez más, los clientes acudían en tropel para interesarse por Phoebe. Querían comprar tanto como hablar, y para las dos cosas nos querían a Sabina y a mí.

Yo estaba sorprendida. Aparte del velatorio de Omie, en el que la emoción, la compasión y la pena habían sofocado otras realidades, Pensaba que los habitantes de Middle River tenían una imagen de mí de escritora espantosa tan arraigada que jamás podrían haberme recibido con calor como persona, y mucho menos confiar en mí para las ventas. A continuación, la VERDAD N.o 9: todas las personas tienen la posibilidad de cambiar de ideas, incluso quienes viven en lugares aislados y provincianos.

En realidad, con respecto al asunto de la confianza, se acercaban más a mí, lo juro. Me daba la impresión de que deseaban mi consejo sobre lo que debían comprar, sobre qué talla, color o estilo les quedaría mejor, precisamente porque yo vivía en la gran ciudad.

Quizá fuera que necesitaba creerlo, pero el resultado era que estaba tan ocupada como Sabina. Las dos hablábamos con la gente que entraba. Vendimos montones de ropa. Subíamos de vez en cuando al despacho para aprovechar unos minutos con el ordenador, y al final corrimos a ver a Phoebe mientras las nubes se cerraban. Tom quería que se quedara en la clínica otra noche, más que nada para obtener información. Pensaba que si tenía que administrar el tratamiento a otras personas, los datos sobre los órganos vitales que recogieran los enfermeros podrían resultar de ayuda. Ni a Sabina ni a mí nos importó.

Ella se fue a casa a las siete para cenar con los niños, pero yo me quedé en la tienda. Tenía una bolsa de monedas de chocolate que (¡sorpresa, sorpresa!) me había llevado la propia Marylou Walker y la mitad del bocadillo de mediodía. No me apetecía salir, porque a lo lejos retumbaban los truenos y el aire estaba muy cargado, con amenaza de lluvia.

Los truenos se aproximaron, empezó a llover; Sabina volvió, o al menos pensé que era ella. Poco antes de las nueve oí el pomo de la puerta de abajo y después se abrió la de arriba.

—¡Estoy aquí! —grité. Estaba intentando seguir otra pista para localizar a Sara Wright y no pensé nada especial al ver que Sabina no contestaba, pero al oír pasos en la escalera, me asusté. No era Sabina. Aquellos pasos eran más fuertes, indudablemente de hombre.

Me levanté y busqué frenéticamente algo —unas tijeras, un abrecartas, cualquier cosa— para protegerme, que naturalmente, sería lo que habría hecho mi personalidad de Washington. Tardé unos momentos en caer en la cuenta de que estábamos en Middle River y en que por eso no había cerrado la puerta de abajo. Cuando al fin caí, James estaba en el umbral quitándose un anorak con capucha. Llevaba pantalones cortos, zapatillas de deporte y, claro, una camiseta azul marino. Tenía las piernas largas, delgadas, salpicadas de vello, pero lo más extraordinario era Mia. Con un delgado pelele rosa, iba atada a su pecho, hacia fuera, con los brazos y las piernas colgando, estaba despierta y me miraba a la cara. Debía de haber empezado a acostumbrarse a mí (desde luego yo ya me había acostumbrado a ella), porque me sonrió. Vi dos dientes arriba y otros dos abajo, y los ojos que habían empequeñecido con la sonrisa pero eran realmente preciosos. Aquella sonrisa me llegó al corazón.

—Qué cobarde eres —le reproché, dirigiéndome a James pero mirando a Mia—. ¿Escondiéndote detrás de una niña?

Podría haber replicado: «Desde el principio te dije que era un cobarde», lo que habría supuesto reconocer que sabía que yo sabía que era Azul Azul. Así que quizá no supiera que lo sabía. Pues bien; no pensaba darle ninguna pista todavía. Quería saber hasta cuándo estaba dispuesto a continuar con la farsa.

—No me ha quedado más remedio —dijo, colgando el anorak por la capucha en el perchero que había junto a la puerta—. La niñera se ha ido, y tenía que verte.

—¿La niña no debería estar durmiendo?

—Sí, pero esto es urgente. Probablemente se quedará dormida aquí mismo. Tenemos que hablar, Annie.

Me arrellané en la silla, giré para mirarlo de frente y crucé los brazos sobre el pecho. Retumbó un trueno, aunque no muy fuerte. Cuando se hizo el silencio, dije:

—Soy toda oídos.

A Mia no solo no la había asustado el trueno, sino que no parecía dispuesta a dormirse. Daba pataditas y estiraba el cuello para ver a James, que le tomó ambas manitas, pero ella volvió a clavar la mirada en mí.

—No me esperaba esto —empezó a decir, y se calló. Aquellos ojos oscuros, sí, castaño oscuro, expresaban confusión.

—¿Qué es esto?

—Tú. Esta atracción. En teoría, no debería sentirme atraído por Annie Barnes. Trae problemas.

Sonreí burlonamente.

—¿Lo ves? —dijo, señalándome. La espontaneidad de la situaron le hacía parecer más joven—. Sí, esa sonrisa. Provoca en mí algo especial, y no sé por qué, pero no dejo de pensar en cosas como esas y de repetirme que entre nosotros no puede funcionar nada, para empezar, vivimos en sitios distintos, y yo juré hace tiempo que no volvería a hacerlo. Y además, a ti nada te gustaría más que destruir el negocio de mi familia.

—Eso no es verdad —le rebatí—. Si quisiera destruir el negocio ya le habría ido con el cuento a la prensa hace tiempo. Es un asunto de plena actualidad, y no tendría ningún problema para que le dieran cobertura. Ya ha estado aquí gente de 60 Minutos y periodistas de los grandes periódicos. Lo que yo quiero —añadí, dándole énfasis a la frase—, es que Northwood acabe por asumir su responsabilidad por dos vertidos de mercurio muy graves, que compense a las personas afectadas y que tome medidas para que no vuelva a ocurrir.

James no negó lo de los vertidos, ni me preguntó cómo me había enterado. Se distrajo, porque Mia empezó a mostrarse incómoda, quizá porque de repente arreció el golpeteo de la lluvia sobre el tejado, o simplemente porque estaba inquieta, pero saltaba a la vista que quería que la soltaran del portabebés.

James quitó las correas, sujetando a la niña.

—¿Crees que no he hecho nada? ¿Crees que no he compensado a las personas afectadas, a las que yo sabía que estaban afectadas? —Dejó a la niña en el suelo y se enderezó—. ¿Por qué crees que esas personas no quieren hablar contigo? No quieren hablar porque yo he recaudado fondos para ayudarlos con lo que necesitan.

Otro dato. Azul Azul sabía que yo tenía dificultades para que la gente hablara. James y yo no habíamos hablado sobre el asunto.

Pero de pronto la diferencia no tenía importancia.

—¿Tú recaudaste los fondos, personalmente? —pregunté. Mia estaba gateando hacia un rincón de la habitación.

—Sí, yo, en nombre de la fábrica —contestó, vigilando a la niña—. Se llama paquete de discapacidad cívica, pero yo sé lo que es, como lo saben mi padre y mi hermano.

—Entonces ¿sabéis que esos vertidos han causado enfermedades?

—Lo sabemos desde que ocurrió en el Club.

—¿Y también que algunas de esas enfermedades han provocado la muerte?

Asintió, lenta, tristemente.

—¿Provocaste tú el fuego?

—No. Si por mí hubiera sido, habría sido más directo. Habría derribado el edificio y hubiera limpiado el vertido. Pero hubo una pelea. Mi padre no quiso hacer nada hasta que yo me empeñé.

—Es decir, ¿que quería volver la cabeza hacia otro lado? —pregunté, horrorizada.

No bien había acabado de pronunciar estas palabras cuando resonó un trueno tremendo. Más confusa que asustada, Mia miró a James. Al darse cuenta de que no estaba preocupado, siguió gateando.

—Simplemente quería que aquello desapareciera, lo que habría significado que habría habido aún más filtraciones y se habría trasladado hacia el río con cada lluvia, hasta que el río hubiera quedado totalmente contaminado. Y mira, lo de esconder la cabeza como el avestruz, yo lo amenacé —añadió con desprecio—. Le dije que se podían interponer pleitos y que los medios de comunicación intervendrían. Le dije que teníamos que hacer algo. Pero a mí me sorprendió el incendio tanto como al resto del pueblo.

Se acercó a Mia, la tomó en brazos y la devolvió a su sitio, junto a él. La niña empezó a moverse otra vez, en esta ocasión hacia las estanterías.

—¿Y por qué no lo dijiste entonces? —pregunté, porque lo que me estaba contando James lo implicaba en un engaño, y no me gustaba la idea—. ¿No podrías haberle contado la verdad a alguien?

—Lo intenté —dijo secamente. Se rascó la coronilla con un gesto de frustración, alborotándose el pelo plateado que ya estaba alborotado, y con eso también dio la impresión de ser más joven de lo que parecía normalmente, con su aire de autoridad y serenidad. Tenía los ojos clavados en la niña—. Y cada vez que lo intentaba, mi padre se encargaba de borrarlo todo, como si yo no hubiera dicho nada. —Elevó la voz—. En un momento dado llegó a decirle a esos colegas suyos con los que juega al golf que yo me había llenado de ideas radicales en la universidad. No está mal como calumnia, ¿no? Sabía que ellos se harían eco del rumor, pero de una forma sutil, que tiene más peso por su apariencia de confidencialidad. Sandy es un genio para la creación de grandes efectos. Es una habilidad comercial natural, y sí, también el asunto del poder, que tú detestas.

Quería creerle. Parecía realmente disgustado… y enfadado, culpable y consternado.

—¿Y la guardería? —pregunté.

Tampoco demostró sorpresa porque yo supiera aquello. Mia se había puesto a sacar libros de las estanterías, haciendo un leve pum con cada uno de ellos, audible únicamente porque la lluvia había vuelto a aminorar. Fue tras ella y se puso a colocar los libros en su sitio.

—Sí, bueno, es una discusión que todavía tenemos. Sandy asegura que esos vertidos fueron por casualidad, y que como hasta ahora no ha habido problemas debajo de la guardería, los bidones son seguros, y que hacer algo al respecto solo serviría para llamar la atención sobre esos bidones que, por cierto, son ilegales. —Se sentó sobre los talones y añadió en esa postura, mirándome—: Y antes de que empieces a atacarme por eso, haz el favor de recordar que esos bidones fueron enterrados antes de que yo pasara a formar parte de la empresa. Yo estaba en la universidad. Sandy no tenía motivo para pedirme opinión. Te juro que yo no habría construido edificios de uso comunitario sobre un vertedero tóxico. Es una estupidez.

—La guardería es una tragedia anunciada.

—Sí —replicó—, y tengo pesadillas con eso, pero tienes que comprender que mi padre y yo mantenemos una relación indirecta. Por eso yo me dedico a lo mío, en mi departamento de la empresa. No analizamos las cosas juntos, y cuanto más insisto yo, más me margina él. Así que solo me queda una opción: o dejar que me margine hasta el extremo de que ya no sirva de nada a la empresa o montar los líos que yo quiera, que es lo que hago. La papelera es el alma de Middle River. Si se viene abajo, el pueblo se verá en apuros.

¿No había dicho Azul Azul algo parecido?

Retumbó otro trueno. Mia le dirigió una mirada de susto a James. Él le acarició la cabeza y se tranquilizó.

—Pero ¿y la guardería? —insistí—. ¿Te gustaría que Mia fuera allí?

—¿Por qué crees que no va? —replicó con mirada atormentada. Yo había puesto el dedo en la llaga. Añadió con vehemencia mientras se apagaba el ruido del trueno—: ¿Es que crees que no quiero esté con otros niños? Tiene que aprender a jugar, tiene que aprender a compartir. Necesita amigos, y compartir actividades con los niños y las madres, porque yo, evidentemente, no soy madre, pero intento hacer todo lo que puedo, maldita sea. Sí, vale, solo tiene diez meses, así que estar en casa con la niñera de momento va bien, pero dentro de unos meses algo tendré que hacer. A mi padre le encantaría que la tuviera escondida, pero yo me niego.

—¿Que la escondas porque es adoptada?

—Que la esconda porque no es adoptada —replicó con tal brusquedad que Mia se echó a llorar. La abrazó para calmarla—. Vamos, vamos, mi niña. Perdona —murmuró acercando la boca a aquel pelo oscuro y brillante—. No estoy enfadado contigo. Contigo, nunca. —Mia lloró un poquito más y respondió a las palabras tranquilizadoras de James—. Vamos —le susurró al oído—. ¿Quieres sacar más libros?

Con economía de movimientos, James puso hasta el último libro en su sitio y sentó a la niña en el suelo. Mia inició la tarea con el mismo pum, pum con cada libro que tiraba al suelo sobre el lomo, y después lo colocaba en el suelo.

Yo me quedé pasmada. Descrucé los brazos y apoyé las manos en el borde del asiento.

—¿Que no es adoptada? ¿Eso significa lo que estoy pensando?

No resonó un trueno que marcase aquella confesión. Ya era suficiente por sí misma.

James agachó la cabeza hacia Mia, la alzó y me miró.

—Hasta el año pasado yo pasaba mucho tiempo fuera. Cuando desarrollas nuevos productos para una empresa como la nuestra, hay que tener muchas cosas en consideración, desde la maquinaria hasta las materias primas para esa maquinaria, pasando por los mercados que van a adquirir esos productos. Llevo haciendo ese trabajo diez años. Durante seis años mantuve una relación con una publicista de Nueva Jersey. Empezó como algo profesional (realizó una campaña Publicitaria para nosotros), pero después pasó a lo personal. En teoría no tenía por qué quedarse embarazada, pero se quedó. Ella quería abortar, y yo quería que tuviera la niña. Al final le hice una oferta que no pudo rechazar.

—¿Un soborno?

—No me juzgues mal.

—No te estoy juzgando de ninguna manera —repliqué—. Es que no lo entiendo. ¿Lo único que quería era el dinero?

No era una locura pensarlo. Cualquiera que saliera con un Meade de Northwood tenía que saber que había dinero de por medio.

James me miró fijamente.

—No. No quería nada. Llegado el momento, no quiso nada, ni a mí ni a mi hija. Tenía una casa que le gustaba, un trabajo que le gustaba y no estaba dispuesta a renunciar a ninguna de las dos cosas y mucho menos a trasladarse a un pueblo donde jamás se integraría teniendo en cuenta su origen asiático. Bueno, en eso tenía razón, aunque yo se lo negué, porque es una mujer tan increíble que habría hecho amigos aquí, sin importar el color de su piel. Pero Middle River no está preparado para alguien como ella, por lo menos mientras Sandy Meade esté al mando, porque él controla el pueblo. No es que sea exactamente intolerante, sino que se siente amenazado por todo lo diferente. Se puso hecho una fiera cuando le conté lo de April (así se llama la madre de Mia), y comprendí cómo reaccionaría con la niña. Me la llevé del hospital cuando tenía dos días, y mi padre empezó con el rumor.

—¿De que es adoptada? Pero ¿cómo se atreve a hacer una cosa así? ¿Y cómo lo consentiste tú? Eres su padre biológico.

Mia seguía con el pum, pum de los libros, pero no creo que James se diera cuenta. Parecía asqueado.

—Bueno, a mí también se me puede comprar. Mi padre contó en Middle River la historia que el pueblo puede tragarse, y a mí me dijo que si llegaba a saberse la verdad, me desheredaría.

—Pero ¿por qué?

—Porque Mia es diferente, y Middle River no acepta las diferencias. Adoptarla es algo aceptable, porque me hace parecer una persona extraordinaria que ofrece un hogar a una pobre huérfana. Otra historia es haberla engendrado.

—Pues yo creo que te equivocas —repliqué—. Pienso que a Middle River le encantaría saber que tú te empeñaste en que naciera Mia. ¿Es que Sandy no lo comprende?

—No. Y si vas a acusarme de andar detrás del dinero como April, lo único que puedo decirte es que Mia es de mi propia sangre, y que quiero que tenga todas las ventajas que puede ofrecer el dinero. Ya es bastante con que su madre no quiera saber nada de ella pero encima, la historia se repite, ¿no?

—Tu madre murió.

Me miró y movió lentamente la cabeza. Era como si se hubiera abierto la caja de Pandora y no hubiera forma de cerrarla.

—Eso es lo que Sandy hizo creer a Middle River. Incluso Aidan lo cree, pero la verdad es que mi madre está perfectamente, viviendo en Michigan con su marido y las tres hijas que tuvo con él.

Me quedé con la boca abierta. La madre muerta formaba parte de la tradición de nuestro pueblo. Cerré la boca con cierto esfuerzo, al tiempo que resonaba otro trueno.

—¿La ves?

—Voy allí de vez en cuando.

—¿Y no se lo has contado a Aidan?

—Claro que sí, pero prefiere continuar con la leyenda, para no tener que pensar en hacerle una visita ni enviarle una cartita. Supone menos responsabilidades para él. Y bueno, mira lo que dice: que no le debe nada, porque ella no estaba aquí cuando él era pequeño, que era más joven que yo cuando ella se marchó y que lo pasó fatal creciendo sin su madre. Pero Sandy es aún más culpable. Se portó muy mal con ella, y quiero que lo pague. Una forma sería a través de mi hija. Quiero que le quede una parte de sus bienes. Eso sería de justicia, en muchos sentidos. Así que me voy a callar hasta que lo de la herencia quede aclarado. —Como si hubiera expiado sus culpas, volvió a fijarse en la niña, que había ido a gatas hasta la siguiente estantería y seguía con un rítmico pum, pum, sacando libros—. Ay, ay, mira la que estás montando, pequeña —dijo con una mueca mientras empezaba a recoger los libros.

¿Un poco narizotas? ¿Si lo había pensado alguna vez? Pues sí, tenía la nariz recta y un tanto puntiaguda, pero cuando hizo aquella mueca no quedó nada mal.

—Déjala jugar —dije—. No importa. —Estaba intentando digerir lo que acababa de decir—. ¿Quién más sabe que es tu bija biológica?

Sin quitar los ojos de la niña, contestó:

—Nadie.

—¿Y me lo has contado a mí, a Annie Barnes, la cotilla del pueblo?

Nuestras miradas se encontraron.

—Confío en ti.

Aquella sencillez, aquella honradez y todas sus implicaciones me hicieron gritar:

—Entonces, ¿a qué viene lo de Azul Azul?

Ni siquiera pestañeó.

—El primer día que hablé contigo en el restaurante pensé que a lo mejor podías ayudarme, pero resultó un poco difícil, siendo quien soy. Tú no confiabas en mí, y yo no sabía si podía confiar en ti. Tuve la intuición de que el anonimato de Azul Azul te atraería como novelista. —Esbozó una media sonrisa—. Además, eres de Washington, la tierra de Garganta Profunda, ¿no?

—Pues sí, y Woodward y Bernstein sacaron un libro con eso, pero yo no estoy escribiendo un libro. Lo he dicho desde el principio, pero tú sigues escondiéndote detrás de Azul Azul.

—¿Que me escondo? —Reflexionó unos momentos y añadió, más animado—: Pues yo pensaba que podía ser divertido. O por lo menos un alivio. Eso dije, o Azul Azul. Como no era yo, podía hacerte preguntas sin que tú me hicieras preguntas que para mí habrían resultado incómodas.

Me daba la ligera impresión de que me estaban utilizando.

—Pues ahora te voy a hacer esas preguntas. ¿Por qué tengo que ser yo quien encuentre a las personas que estuvieron expuestas a esos dos vertidos? Tú sabes quiénes son. ¿No dedicas a eso el «paquete de discapacidad cívica»?

—Hay personas sobre las que no sabemos nada. Necesito una lista global.

—Pues pregunta al guarda de la puerta.

—Lo haría si pudiera, pero hace dieciséis años el guarda estaba casi de adorno. Cuando estaba en la puerta, no apuntaba el nombre de las personas que entraban. Ahora sí, porque la seguridad es importante en todas partes, pero entonces no. Así que no sabemos con certeza quiénes estuvieron en esos lugares cuando se produjeron los vertidos. No voy a poner un anuncio en el periódico, ni puedo ir por el pueblo preguntándole a todo el mundo, porque empezarían a correr rumores que posiblemente se descontrolarían. Además, nunca tuvimos pruebas. No quisimos que ocurriera, y hablo en plural en nombre de la empresa. Cuando creamos esos paquetes de discapacidad sospechábamos que había enfermedades relacionadas con la indicación por mercurio, pero concedemos unos paquetes muy generosos a nuestros empleados, de modo que estos se consideran simplemente una prolongación de los otros. No lo relacionamos con el mercurio, quiero decir públicamente, así que nunca tuvimos pruebas. ¿Lo ha encontrado Tom en Phoebe?

Me libré de contestar gracias a Mia, que eligió ese preciso momento para emitir un ruido lastimero. No era por la tormenta, porque los truenos sonaban más lejanos y la lluvia tamborileaba suavemente en el tejado. Estaba sentada en medio de un mar de libros, restregándose un puñito por la nariz, y tirándose del pelo con la otra mano. Estaba cansada.

James la recogió y la acunó sobre su hombro.

Yo era como si no estuviera allí. Seguí mirando aquel mar de libros, y sí, eran libros, pero no novelas, ni libros de consulta ni ejemplares gratuitos. En aquel momento, por primera vez, me di cuenta de que eran los cuadernos de mi madre, que seguramente habían sido cambiados de sitio cuando a Phoebe le dio por reorganizarlo todo. Escondidos cerca del suelo, ni Sabina ni yo nos habíamos fijado, y de repente comprendí que a lo mejor podríamos saber, gracias a ellos, si Phoebe había estado con las mujeres empresarias aquel día aciago. No le dije nada a James.

Y que no me pregunten por qué, porque no lo sé. Sí, de acuerdo, me había dicho que confiaba en mí y, teniendo en cuenta lo que me había confesado, le creía.

El problema era yo. A lo mejor no sabía cómo tomarme aquella confianza.

Mia estaba tranquila, con los ojos cerrados y la carita apoyada en el hombro de James. Me acerqué a ella, con los codos apoyados en las rodillas, y susurré: «Es preciosa».

James le acarició la cabeza con una mano grande, fuerte, masculina, que me recordó cosas que habíamos hecho en la oscuridad. Sin saber qué hacer con ese pensamiento que me asaltó, al encontrarse sus ojos con los míos me limité a decir con dulzura, para no despertar a la niña:

—¿Y por qué necesitas pruebas ahora?

—Las pruebas son la única arma que podría tener.

—¿Para qué?

—Para dar un golpe sin derramamiento de sangre. El lunes hay una reunión del consejo de administración, a las cuatro. ¿Puedes ir?

No me besó. Sabía que quería hacerlo. Lo vi en sus ojos, en su forma de mirarme a la boca. También lo oí, lo noté en su respiración, menos regular que antes. Mia ya estaba instalada en el porta bebés, dormida e inmóvil delante de James, de modo que, si estaba excitado, yo no lo vi.

Pero tenía que marcharse. Yo quería que se marchara, porque algo estaba ocurriendo demasiado deprisa y necesitaba tiempo para centrarme. Lo conseguí, si bien de una forma inesperada. Apenas había salido James por la puerta cuando sonó mi móvil. Era Neil, el amigo de Greg, que no llamaba desde Washington sino desde Anchorage, adonde había ido en avión tras haber conseguido una suspensión del juicio por una cuestión urgente. Greg se había caído durante el descenso del McKinley y se había roto una pierna, que ya le habían operado. Neil quería ayudarlo para volver a casa, lo más rápido posible.

Lo primero que sentí fue una tremenda envidia porque Greg tuviera a alguien que se preocupara tanto por él como para dejar todo lo que estaba haciendo y correr a ayudarlo. Después, lo que sentí fue el deseo de estar en casa cuando Greg volviera. Podía contribuir a que se sintiera cómodo, llenar la nevera, cocinar algo, airear la casa, que llevaba cerrada dos semanas y media. Le dije a Neil que llegaría a mediodía del día siguiente, y después llamé a Tom.

—¿Es muy tarde? —pregunté.

—No, qué va. Estaba leyendo.

—Quería saber qué te parece que Phoebe vuelva a casa. Tengo una urgencia en Washington. Salgo en avión mañana temprano. Si Phoebe vuelve a casa, le diré a Sabina que la cuide.

—Que la cuide Sabina —repitió Tom—. Empieza a sentirse mejor, y ahora que hemos descubierto que el problema es el mercurio, no se necesita una vigilancia continua. Bastará con alguna prueba la semana que viene. La emergencia, ¿tiene algo que ver con esto?

—No. Es mi compañero de casa, Greg. Se ha roto una pierna. Su pareja ha ido a Anchorage para estar con él, y creo que ya van camino de casa.

—Esto… ¿cuándo pensabas marcharte?

—¿De aquí? No más tarde de las siete.

—¿Y volver?

—Probablemente el domingo por la noche.

Silencio. Y de repente:

—¿Te apetece compañía?

—Pues claro, me encantaría, pero ¿puedes?

—No lo sé —contestó, pero su tono de voz se había animado—. Tengo una amiga en el departamento de Protección del Medio Ambiente que podría responder a ciertas preguntas. Además, hace ya tiempo que llevo aplazando la visita. Voy a ver si puede venir la señora Jenkins. Te llamo dentro de un momento.

Me llamó al cabo de cinco minutos para decirme que vendría conmigo. Llamé a la compañía aérea, reservé los billetes y llamé a Sabina para darle la noticia.

No le conté lo de los cuadernos; no quería alimentar sus esperanzas. ¿Estoy siendo sincera? No quería que me dijera que quería verlos. Como yo era la última de las hermanas que había nacido, siempre había tenido que compartir, y esos diarios eran un vínculo con nuestra madre. De momento, los quería para mí sola.