23

Fui a correr a las seis de la mañana siguiente, en parte porque sabía que tenía que llevar a Phoebe a la consulta de Tom a las ocho y que así podría pasar un rato con ella antes de salir de casa, y en parte porque sabía que James no podía correr tan temprano. Estaba harta de él. Estaba harta de los hombres, porque Azul Azul aún no me había contestado. Quería resultados por mi parte pero él no estaba dispuesto a ofrecerlos. ¿También él desconfiaba de mí?

Volvió a invadirme la antigua sensación de soledad. Estaba sola frente al mundo.

«Bien —dijo Grace—. A lo mejor ahora haces lo que hay que hacer».

Ni hablar, repliqué. No pienso obedecer tus órdenes. No voy a escribir un libro. No voy a destruir a los Meade solo para validarte a ti.

«Pues eres idiota. James Meade no es precisamente perfecto, ¿no? ¿Qué te decía yo? Son todos unos canallas, unos falsos. Cogen lo que quieren y después se van».

Pero yo no me he ido. Sigo aquí. Los Meade responderán por lo que han hecho, pero un libro es una pérdida de tiempo. Los tiempos han cambiado. Hay libros testimonio a porrillo. No. Lo que yo quiero es un enfrentamiento directo.

«Venga, cielo. ¿Y tú crees que eso va a funcionar? Lo que necesitas es el apoyo de las masas. Tienes público; utilízalo».

Yo no necesito el apoyo de las masas, comprendí. Lo que necesito es el apoyo de la ley.

Basándome en esa idea, lo primero que hice al llegar a El Armario de la Señorita Lissy fue subir al despacho y telefonear a Washington, a Neil, el amigo abogado de Greg.

Sí, ya sé que tenía una especie de acuerdo con Azul Azul para no emprender acciones legales, pero existían diferentes vías legales. Azul Azul condenaba la vía escandalosa, pública, por la que el proceso judicial podía destruir la ciudad. Lo que yo tenía pensado era más sutil. Si lograba reunir suficientes pruebas que mostrasen a los Meade que tenían mucho que perder si había un pleito público, quizá se decidieran a negociar. A lo mejor era chantaje, pero yo lo llamo persuasión.

Mi llamada telefónica resultó improductiva. Neil estaba metido de lleno en un juicio, y yo sabía cómo son esos juicios. Pueden durar semanas enteras, y el hecho de que ese proceso fuera a prolongarse durante agosto, cuando la mayoría de los encargados del cumplimiento de la ley (y sobre todo los jueces y sus secretarios) quería irse de vacaciones, reflejaba el mucho trabajo que requería. Estaba segura de que Neil me llamaría, pero no sabía cuándo.

Me habría desanimado de no haber sido porque Sabina llegó en aquel momento, con aire desafiante.

—Ron se ha puesto furioso conmigo —anunció, al tiempo que plantaba el bolso en la mesa del despacho—. Dice que soy una irresponsable por haber hablado con alguien de la fábrica sobre algo que podría no ser verdad, que he antepuesto mis necesidades a las de él y las de los niños, y eso es lo que me pone furiosa. En primer lugar, si Aidan va a despedirlo por mí, ¿por qué querría Ron seguir trabajando allí? ¿No es una cuestión de principios, que yo me exprese? En segundo lugar, ¿por qué tengo que ser yo la que aporte más dinero a la casa? ¿Y su responsabilidad? Si le preocupa el dinero, que se busque otro trabajo. A mí lo que me preocupa es la salud de mis hijos… Porque algo está pasando, Annie. Esta vez has dado con un filón. Aidan no me habría despedido si yo no hubiera metido el dedo en la llaga.

—Necesitamos pruebas —le advertí.

Sabina sonrió. Con un brillo de complicidad en los ojos, sacó un montón de CD de su bolso.

—Ayer por la mañana tuvimos un problema con la electricidad en la oficina. Se me ocurrió que podría trabajar en otro edificio hasta que lo solucionaran, así que me metí estos CD en el maletín. Al final no los abrí, pero no los saqué de donde estaban. Cuando aparecieron Aidan y sus esbirros para acompañarme hasta la puerta, el jefe de seguridad me registró el maletín, pero se conoce que no le suenan estos CD tan pequeñitos. Los llevaba en un bolsillo lateral, y ni siquiera los vio. —Blandió alegremente los CD—. Son copias de seguridad de algunos de los datos más importantes incluso las contraseñas. Puedo meterme en cualquier archivo, Annie Podemos hacernos con cualquier cosa que esté en el sistema de la empresa.

—¿Incluso los correos electrónicos? —pregunté encantada, porque el corazón me decía que ahí podía estar la información valiosa.

—¿Qué te apuestas? —respondió Sabina con una sonrisa aún más amplia.

Tanta facilidad me hizo vacilar.

—¿Incluso el correo personal?

—Todo. Si está en el sistema de la empresa, es propiedad de la empresa.

—Si el gobierno va a la empresa, ¿también podría verlo todo?

Sabina asintió con la cabeza.

—Da miedo.

—Pero es legal.

—Según la legislación reciente, sí.

—¿Y lo que estamos haciendo? ¿Es legal?

A Sabina no parecía preocuparle.

—A lo mejor no, pero podría decir que estaba buscando datos míos. Además, no se van a enterar. Aidan es demasiado arrogante como para pensar que yo me atrevería a piratear, y Sandy no tiene entendederas para esas cosas. El único de los Meade que sabe algo sobre el asunto es James, y él se ocupa únicamente de lo suyo.

Me aferré a aquella oportunidad.

—¿O sea que James trabaja aparte? ¿Y quién se hará cargo del negocio cuando muera Sandy?

—Aidan.

—¿No será James? —pregunté, para asegurarme, porque aunque Azul Azul me había dado a entender que había dudas, era justo contrario de lo que creía la mayoría—. James es el mayor.

—Si hubiera lucha por el poder, James podría vencer. La papelera es lo que es gracias a él, porque ha estado detrás de todo lo nuevo que ha llegado durante los últimos diez años, y sin una nueva dirección, la fábrica habría perdido mucho terreno. De modo que si Aidan coge el timón, ¿se marchará James? Y si es así, ¿qué pasaría con la fábrica? Son preguntas complicadas, y yo no conozco las respuestas.

—¿Y crees que Sandy sí?

—Creo que Sandy dice lo que quiere oír.

—¿Incluso si no es lo mejor para la fábrica?

Sabina se encogió de hombros.

—Prefiere a Aidan antes que a James. Son como dos gotas de agua.

—¿Y siempre ha sido así?

—¿Que Sandy prefiera a Aidan? No. Ha sido algo que empezó a ocurrir hace un par de años.

—¿Y por qué siguen diciendo en el pueblo que James es el heredero?

—Eso es lo que les gustaría. La mayoría detesta a Aidan.

Joanne fue a abrir la tienda, al parecer controlando por completo todo lo que me había dicho Phoebe que hiciera. Mientras ella volvía a comprobar las cuentas del día anterior y empaquetaba varios pedidos para clientes, yo puse una cafetera, pasé la aspiradora y doblé jerséis. Acabé justo cuando se abrió la tienda, momento en el que nos llegaron cuatro cajas enormes de ropa. Mientras Joanne atendía a las clientas, yo me dediqué a inventariar las cajas e inmediatamente me topé con un problema: una partida de prendas que no iban a Juego. De modo que Joanne y yo intercambiamos los papeles: ella se puso al teléfono para hablar con el proveedor y yo atendí a las clientas.

Me resultó de lo más instructivo. Para empezar, me saludaron efusivamente, como si yo fuera una más del pueblo. Encima, todo el mundo se había enterado de lo del tratamiento de Phoebe. La campanilla de la puerta tintineó tantas veces que ya no se sabía si la gente entraba a comprar o a enterarse de las últimas novedades. Al parecer, Phoebe no había logrado ocultar sus síntomas tanto como creíamos. La gente sabía que no se encontraba bien, y estaba preocupada.

Las clientas fueron rodeándome hasta que, en un momento dado, tenía a seis mujeres preguntándome por Phoebe; yo intenté no decir gran cosa. Pero aquellas mujeres no eran tontas. Sabían distinguir entre una respuesta y una evasiva, y cuando una más me preguntó qué tratamiento estaba recibiendo Phoebe, me di por vencida. Sinceramente, no sé por qué no tendría que haberlo hecho. Ellas querían saberlo, y yo quería que lo supieran.

—Pensamos que podría tener intoxicación por mercurio —dije.

Todas se llevaron una mano a la boca, espantadas, y a continuación hubo un torrente de preguntas, sobre cuándo, dónde, por qué.

—No podemos saber nada seguro hasta que siga el tratamiento —contesté—. Estamos haciendo una prueba.

Hubo más preguntas, pero sobre todo comentarios para animarnos. No me habría sorprendido en absoluto que en cuanto aquellas mujeres salieran de la tienda empezaran a contárselo a las vecinas.

Al cabo de una hora o así, Sabina se puso a ayudar a Joanne, y entonces yo fui a la clínica para acompañar a Phoebe. Estaba en una habitación con otras dos pacientes con goteros de quimioterapia; había más gente de lo que yo pensaba cuidando de las tres y entre ellas estaba Tom. Hablamos unos momentos (hablar con Tom era tan fácil que volvió a recordarme a Greg), y regresé a la tienda.

La primera persona a la que vi allí fue a Kaitlin. Se había enterado de que Phoebe estaba en la clínica y de que Sabina y yo estábamos en la tienda, y quería echar una mano. Joanne la puso a descargar unas cajas recién llegadas, mientras Sabina me sustituía en el despacho. Así fuimos turnándonos, ayudando a Joanne en la tienda y yendo a la clínica a ver a Phoebe. Pero Sabina estaba tan centrada como yo cuando se trataba de nuestra misión común. Trabajando con el ordenador de Phoebe, con la clave de sus CD, Sabina se metió en el sistema de Northwood y siguió indagando.

¿Y yo? Yo tenía que buscar a las personas que estuvieran dispuestas a hablar. En cierto modo, había estado dando palos de ciego. Si quería encontrar algo pronto, tenía que reducir la lista de las personas a quienes iba a abordar. Eso significaba personas que hubieran estado en el Club o en el Cenador en los días inmediatamente anteriores a los incendios.

Empecé por ir a ver a Sam, y lo pillé, justo como dos semanas antes, cuando estaba a punto de irse a jugar al golf.

—Vas a levantar ampollas —dijo, mientras recogía sus cosas con el puro en la boca—. Pero me encanta el valor que tienes. ¿Qué necesitas?

—Quiero saber qué celebraciones hubo en el Club y en el Cenador inmediatamente antes de que se produjeran los incendios en cada uno de los edificios. Esas cosas las sacas en el Times. Cuando informas de los acontecimientos del pueblo, cuentas dónde tienen lugar. Quiero ver los archivos otra vez.

—¿Conoces las fechas?

—Sí.

Sam fue hasta la puerta de su despacho y vociferó:

—¡Angus! —Yo pensaba que no habría nadie en la redacción, porque el Times había salido por la mañana, pero en la puerta apareció un chico rubio, con gafas. Sam me señaló con el puro—. Necesita información. Sé buen chico y revisa los archivos. Ella te dará las fechas y los lugares.

Encantada, no solo le di esos datos, sino el número de mi teléfono móvil. Mientras él trabajaba, yo fui a ver a Marsha Klausson a La Librería. Como siempre, me dio la bienvenida el aroma a madreselva, pero de no haber sido así, lo habría hecho la cordialidad de Marsha.

—¿Te había dicho que he tenido que pedir otra vez tus tres libros? —me preguntó en cuanto se puso a mi lado—. Se han vendido a montones desde la muerte de Omie. Verte allí, en el restaurante, debió de picarles la curiosidad.

—¿Y la curiosidad es algo bueno? —pregunté con cautela.

La señora Klausson asintió con la cabeza.

—Están intrigados. Ya eras muy conocida antes, pero siempre te han relacionado con Grace. Creo que están empezando a darse cuenta de que eres diferente, y ya iba siendo hora. Eres muy distinta de Grace.

Lo mismo empezaba a pensar yo. Cuando era pequeña, jamás discrepaba de lo que decía Grace, pero ahora sí. Quería conocer la opinión de la señora Klausson, y le pregunté:

—¿En qué sentido?

—Grace era muy hiriente. La gente era o muy mala o muy buena. Tú sabes matizar, ves los tonos intermedios en las personas. Eres más constructiva.

—¿Más constructiva?

—Quizá sería mejor decir más práctica. Desde luego, tú también te rebelaste, pero siempre has estado más pendiente de encontrar soluciones, y eso se ve en tus libros. Tus personajes crecen.

—Pues yo tengo una pregunta —dije, porque necesitaba una solución inmediatamente—. Usted ayudó a organizar la Asociación de Mujeres Empresarias de Middle River, ¿no?

—Claro que sí. La empezamos seis mujeres: Omie, Elaine Staub la de la tienda de menaje del hogar, Jane y Sara Wright, agentes inmobiliarios, y por supuesto, tu madre.

—Elaine ha muerto —dije, porque lo recordé en cuanto pronunció su nombre.

—Sí, hace varios años. Al final lo pasó muy mal. Cuando no era la gripe, era un resfriado, y hasta neumonía o herpes. Es muy doloroso, ¿sabes?

De modo que había otra persona cuya muerte podría relacionarse con la exposición al mercurio.

—Y las hermanas Wright se mudaron, ¿no? —dijo, arrancando la vaga idea de mis lecturas de The Middle River Times.

—Sí. No eran muy mayores, pero Jane padecía de artrosis. Cuando se puso tan mal que apenas podía trabajar, se fueron a Arizona, por el clima cálido y el sol. Jane murió hace un par de años… Nada que ver con la artrosis. Fue del corazón. Sara se quedó allí.

—¿Y está bien?

—Que yo sepa, sí. Nos enviamos una tarjeta en Navidad, pero ha empezado una nueva vida. Según tengo entendido, conoció a un viudo con bastante dinero, y parece feliz.

—Así que de las seis, cuatro han muerto y dos están sanas.

—Sí. —La librera frunció el ceño—. Da miedo la fragilidad de la vida, ¿verdad? Jane no era vieja. Tu madre tampoco. Y la verdad es que tampoco Elaine.

Omie sí era vieja, pero no llegó a la edad que tenían sus padres cuando murieron. Me dio la impresión de que estaba llegando a alguna parte.

—¿Recuerda cuándo empezaron a reunirse en el Club?

—Antes del incendio.

—¿Justo antes?

—Pues sí. Recuerdo que pensé en la suerte que habíamos tenido por no haber estado allí precisamente aquel día. El incendio empezó en la cocina, mientras se preparaba la comida para una reunión. No era para la nuestra, pero podría haber sido, porque nos reunimos esa semana. —Volvió a fruncir el ceño—. ¿Dos veces fueron? ¿Por qué me acuerdo de eso? ¿El incendio fue un lunes?

—Un martes.

Se le iluminaron los ojos.

—El martes. Ahora lo recuerdo. Ese día, el martes, íbamos a reunimos para desayunar, pero lo aplazamos porque había un virus rondando por ahí. Todas las demás, o sea, Alyssa, Elaine, Omie y Jane, lo tenían. Sara y yo habíamos estado enfermas la semana anterior, así que no fuimos a la comida del viernes. Eso fue lo que pasó.

—Si eso fue lo que pasó —le repetí a Sabina por la tarde—, existe una clara posibilidad de que uno de los bidones enterrados tuviera un escape el viernes. La señora Klausson y Sara no fueron a la reunión porque dio la casualidad de que las dos tenían gripe. Cuando las demás se pusieron malas, todos pensaron que también era la gripe, pero recuerda que la intoxicación aguda por mercurio produce síntomas semejantes a los de la gripe. Quizá otras personas sufrieran las mismas reacciones… no sé, la cocinera o los camareros, por ejemplo. Cuando se enteraron quienes tienen el poder en Northwood, comprendieron que había un problema y también dónde estaba. Por eso arrasaron el edificio, y tuvieron la excusa para limpiar el subsuelo y reconstruirlo todo sin que nadie se enterase.

—¿Y mamá y las demás que se pusieron enfermas?

—Cedieron los síntomas agudos, el mercurio se trasladó a otros órganos y se quedaron allí latentes durante años, hasta que se manifestó como intoxicación crónica por mercurio, con síndrome de inmunodeficiencia, artrosis y, en el caso de mamá, síntomas de Parkinson Las otras cuatro mujeres que fueron al Club aquel día han muerto. Creo que eso significa algo.

—Pero no es lo mismo en el caso de Phoebe. ¿Sabemos si estuvo en esa reunión del viernes?

—Le he preguntado a la señora Klausson. Le dio vueltas a la cabeza, pero ella no estuvo allí y no podía acordarse de si había estado Phoebe. Phoebe no habría trabajado tanto tiempo para mamá. En aquel tiempo no podía tener tanta experiencia en los negocios. Entonces, ¿por qué razón habría ido allí?

—No lo sé. Así que tampoco sabemos dónde pudo quedar expuesta a la contaminación.

Miré hacia el ordenador.

—¿Has tenido suerte con eso?

—He encontrado un montón de chorradas, pero nada útil. Esperaba encontrar correos de Aidan a su padre o a James en los que se hablara del mercurio, pero de momento no hay nada.

—Me has dicho que a Sandy no se le dan bien los ordenadores. ¿Envía correos electrónicos?

Sabina sonrió, secamente.

—Como Aidan: le dice a su secretaria lo que quiere enviar y ella lo hace.

—¿Tú crees que sus secretarias querrían hablar con nosotras?

Sabina ya estaba negando con la cabeza antes de que yo terminara la frase.

—Es la lealtad —dijo mientras sonaba mi móvil—. Están encantadas con su trabajo.

Saqué el móvil del bolso. Era Angus, que llamaba desde la redacción del periódico. Mientras me hablaba yo fui anotando cosas en un cuaderno. Según los archivos del Times, se habían celebrado cuatro actos en el Club y el Cenador durante los días inmediatamente anteriores a los incendios. Tras darle efusivamente las gracias, apagué teléfono y le tendí la lista a Sabina, al tiempo que sacaba la lista que yo tenía de personas enfermas y la ponía al lado.

—¿Puedes cotejarlo?

Sabina no tardó mucho tiempo en hacerlo. Puso un dedo en uno de los puntos de cada lista.

—Aquí está. Susannah Alban ha tenido un aborto detrás de otro. Y mira aquí. La boda Alban-Duncan se celebró en el Cenador dos días antes del incendio. —Me miró acongojada—. Sé lo de los abortos de Susannah porque uno de ellos coincidió con uno de Phoebe.

—¿Estuvo Phoebe en la boda? —pregunté, con grandes esperanzas.

Pero Sabina negó con la cabeza.

—Susannah es más amiga mía que de Phoebe. Ron y yo tendríamos que haber ido, pero fue una ceremonia muy íntima, y al final nos alegramos de no haberlo hecho, porque todos los invitados tuvieron una intoxicación alimentaria. Fue en agosto, en un día de mucho calor, y la comida se había quedado al sol. Todo parecía tener sentido.

Pues claro que sí, como que las mujeres de la asociación tuvieran la gripe, porque todo el pueblo estaba con ella.

—¿Alguien más? —pregunté, aún más entusiasmada. A Azul Azul le iba a encantar.

Sabina volvió a centrarse en las listas. Unos momentos después puso un dedo en cada una de ellas.

—Aquí. Sammy Dahill. Reunión de los rotarios. Sammy era el presidente del club hace tiempo. Lo sé porque vive en nuestra calle. Tiene problemas con los riñones.

Yo lo sabía porque lo había leído en «Tiempo de salud», una columna del Times.

—Omie decía que es un problema de familia. Según el periódico, hay tres generaciones de la familia Dahill con problemas renales.

—Es verdad —reconoció Sabina—. Pero lo que no dice el periódico es que Sammy es adoptado.

—¿Cómo que adoptado? ¿Cómo no lo sabía Omie? ¿Era ya demasiado tarde?

—Pero lo del problema de los riñones es mucha casualidad, ¿no te parece?

Tuve que contenerme.

—Hay algo más importante. ¿Qué puede decir Sammy? —Recogí mis cosas—. Voy a verlo. Y a Susannah. Si uno de los dos, o los dos están dispuestos a hablar, podremos empezar a hacer algo.

Ninguno de los dos estaba dispuesto. Para empezar, bastante tenía Susannah con tres niños, todos de menos de cinco años y todos adoptados tras tantos abortos. Estaba convencida de que en la boda no había habido ningún problema salvo una intoxicación alimentaria. Dijo que, al fin y al cabo, su marido y ella estaban trabajando en la fábrica en aquella época, que los Meade habían costeado la boda y que los invitados no podían quejarse por un simple dolor de estómago. Además, los Meade habían sido muy generosos cuando llegaron los niños, e incluso trasladaron al marido de Susannah al departamento de ventas cuando empezó a tener un problema de insomnio (otra posible consecuencia de ya se sabe qué) y trabajar en la fábrica podía representar un riesgo.

Sammy Dahill dirigía la imprenta que no solo suministraba el material de escritorio para la fábrica, sino que también imprimía los informes anuales y del departamento comercial. Aseguró no recordar si había habido mucha gente enferma después de la reunión del club de los rotarios de marzo del ochenta y nueve. Habían pasado muchos años, dijo.

Francamente, yo no lo creí. La falta de memoria venía muy bien.

Estaba muerta de hambre. Cogí una bolsa de monedas de chocolate y me las fui comiendo mientras me dirigía a la clínica. Pero seguro que se estarán preguntando dónde estaba el jefe de policía Greenwood. Yo, desde luego, me lo preguntaba. Me había acosado justo hasta el día en que murió Omie. No veía razón alguna para que hubiera dejado de hacerlo.

Así que fui a preguntárselo. No es que estuviera persiguiéndome, no. No vi ni rastro de él cuando salí de la casa de Susannah Alban ni de la de Sammy Dahill, pero justo al abandonar Prensa y Chucherías lo vi, justo enfrente de El Redil. Parecía estar a lo suyo. Tras doblar la esquina, me situé tras el coche patrulla y tragué un bocado de chocolate mientras aparcaba y me dirigía hacia él.

—Hola —dije, sonriéndole por la ventanilla abierta. Observe que en el asiento al lado del conductor había una bolsa arrugada de El Redil, por lo que debía de haber comido algo del bar, posible mente barritas de pollo o nachos; de todos modos, le tendí la bolsa de monedas de chocolate—. ¿Quiere una?

El jefe de policía me miró con desconfianza.

—¿Qué tienen?

—Chocolate puro.

—¿No les ha puesto nada? —preguntó con la aspereza de costumbre.

No sabía si hablaba en serio, pero recordé lo que me había dicho la señora Klausson aquella mañana, que yo matizaba más a la hora de juzgar a las personas. Así que volví a sonreír.

—Debería haberlo hecho, después de todos los problemas que me creó la semana pasada. Pero la verdad es que no soy un ogro. —Para demostrarle que en la bolsa no había nada más que monedas de chocolate, me comí una. Cuando volví a ofrecerle la bolsa, cogió varias. No me dio las gracias, pero no me hacía falta—. ¿Qué? ¿Amigos?

—Depende —contestó.

Me incliné un poco más y hablé en voz más baja.

—¿De si voy a proclamar a los cuatro vientos que sé lo de usted, lo de Normie y lo de Hal Healy?

Aunque parezca un lugar común, el jefe de policía puso expresión de liebre acorralada.

—¿Qué ha hecho Hal Healy?

—No se lo voy a contar, porque precisamente de eso se trata. Yo no hago esas cosas. Todos tenemos nuestros secretillos personales, nuestros problemillas personales, y a mí no me interesan. No es eso por lo que he venido aquí. No estoy escribiendo un libro, e incluso si lo estuviera escribiendo, no sería sobre usted. Así que si por eso andaba detrás de mí, no se preocupe. Está usted a salvo.

Reflexionó unos momentos y dijo como de mala gana:

—Usted también está a salvo, sin necesidad de que me confirme eso. Tiene amigos en las altas esferas.

Me enderecé.

—¿Quién?

Hizo una mueca.

—Si usted me cuenta lo de Hal, yo le cuento lo de su amigo.

Quería ponerme a prueba. ¿Yo traicionaba a la gente o no?

No. Y era mucho más importante que el jefe de policía lo supiera que yo supiera quién había hablado en mi favor. Además, no era ningún misterio. Sabía que no era Sandy Meade, y desde luego, tampoco Aidan. Solo quedaba un Meade con suficiente influencia como para quitarme de encima al jefe de policía: James. Estaba intentando no pensar en él. Como no quería saberlo, me limité a decir:

—Jaque mate. —Le tendí la bolsa—. ¿Unas cuantas más?

El jefe de policía cogió un puñado y me quedaron muy pocas pero había aliviado el hambre y tenía menos antojo de chocolate. Volví al coche y me dirigí a la clínica. No llevaba más de cinco minutos con Phoebe cuando Tom apareció en la puerta y me hizo una seña con la cabeza.

—¿Qué tal va?

—Bien —contestó—. Los órganos vitales están bien. Empieza a sentirse confusa y desorientada, que es lo que suele pasar antes de empezar a notar una mejoría. El gota a gota está a punto de terminar pero me gustaría que se quedara aquí esta noche. Quiero controlar todo lo que surja, y es posible que ella no sea capaz de hacerlo. ¿Te parece bien?

Me parecía bien. Es más; me parecía estupendo. Si Phoebe se quedaba en la clínica, podría trabajar más con Sabina, y cuanto más trabajara con ella, más pruebas reuniría y menos pensaría en James.

—Por supuesto. ¿Ha aparecido mercurio?

—Eso tardará un poco. A última hora de la noche o mañana temprano… Son los momentos críticos.

—¿Qué vas a hacer si las pruebas dan positivo?

Me miró a los ojos.

—Enfrentarme a una crisis moral. Hay un montón de personas enfermas. ¿Les doy un tratamiento para la intoxicación por mercurio o no? Necesito pruebas de que han estado expuestas.

—No has necesitado pruebas de que Phoebe haya estado expuesta.

—Ya lo sé. Ese es problema. ¿Puedes buscarlas?

Decidida a encontrarlas, volví a la tienda, pero había muchas cosas que hacer. Sabina ayudaba a Joanne y me necesitaban a mí también. Hasta que cerramos la puerta y la caja y cuadramos el dinero en efectivo, los cheques y los resguardos de las tarjetas de crédito, Sabina y yo no tuvimos tiempo de pensar, y entonces nos entró hambre. Sabina ya había dejado un recado en su casa diciendo que se quedaría un rato conmigo en la tienda. Necesitaba tomar el aire y se ofreció a ir a por algo de cena al restaurante de Omie.

Mientras estaba fuera, yo subí al despacho y me conecté para ver el correo. No había nada de Greg, pero me lo imaginé deslizándose por la nieve del McKinley. Berri enviaba un mensaje diciendo que John y ella estaban aún en plena pasión. Había una nota de mi editora diciendo que las revisiones estaban bien, que se largaba de la ciudad hasta el día del Trabajo y que no volvería a tener noticias suyas hasta entonces, lo cual me venía muy bien. Me sentía distanciada del trabajo, pero no de mis amigos. Sentí gran afecto al leer un mensaje de mi amiga Jocelyn, que estaba a punto de terminar Peyton Place y se preguntaba hasta qué punto era autobiográfico. Intentaba imaginarme allí, decía. Pinché en «responder».

Grace no habría dicho que «Peyton Place» es su novela más autobiográfica, sino «Sin Adán en el Edén». Pero existen semejanzas entre Grace y Allison MacKenzie. Ambas crecieron sin un padre en la casa. Allison era una especia de marginada, como Grace. Allison tardó mucho en llegar a la pubertad, como Grace. A Grace incluso la llamaban «madera» cuando era adolescente, porque era gorda como un tablón. Al llegar a los dieciséis se resarció, pero que la insultaran pudo contribuir a su resentimiento.

Con respecto a intentar imaginarme a mí en Peyton Place, es mejor que no. Middle River era como Peyton Place cuando yo era pequeña, pero al volver ahora he comprobado que ha cambiado mucho. En primer lugar, ha habido cincuenta años de modernización. Middle River no se ha quedado quieto. Todo el mundo tiene móvil, en el restaurante de Omie ponen música pop, todo está informatizado, hay entregas de mensajería FedEx dos veces al día. Incluso El Redil se ha modernizado y sirve cerveza de pequeñas cerveceras.

Es curioso, pero no me siento aislada como debería. ¿No es fantástico el correo electrónico?

Pinché en «enviar» y rescaté el último correo de Azul Azul, en el que parecía tan impaciente, y volví a leerlo. Más que impaciencia, en esta ocasión noté prisa. Pinché en «responder».

La buena noticia, es que he localizado a dos personas que estuvieron en el Club y en el Cenador antes de los incendios y que desde entonces tienen síntomas crónicos. La mala noticia es que ninguna de ellas está dispuesta a hablar. Les he dado un toque y espero que accedan. Entretanto estoy intentando encontrar más gente.

Probablemente te habrás enterado de que mi hermana está recibiendo un tratamiento en la clínica. Si se demuestra que sufrió intoxicación por mercurio (y si el tratamiento funciona), quizá se te aclaren las ideas y recuerde mejor cuándo y cómo. Pero podría tardar un poco.

¿Qué has conseguido tú?

Lo envié y recibí respuesta inmediatamente.

Ataques. Los Meade se sienten amenazados. Aidan ve la deserción de tu hermana como peligro inmediato. Se va a convocar una reunión del consejo de administración. Tienes que trabajar a toda prisa.

Estaba leyendo este correo cuando volvió Sabina; podría habérselo ocultado, me habría dado tiempo. Pero era mi aliada.

—Es mi fuente de información —le expliqué. Me ha proporcionado datos sobre el uso del mercurio en la papelera. Fue él quien me dijo que después de los incendios hubo limpieza de sustancias tóxicas.

Terminó de leerlo.

—¿Quién es?

—No quiere decirlo. Trabaja en la fábrica desde hace años, y espera seguir trabajando allí, pero lo único que tengo es su alias. Azul Azul. ¿Se te ocurre algo?

Sabina me miró. Juraría que vi un destello de suficiencia en sus ojos.

—Pues sí. Yo diría que es James.

—James. —El corazón me dio un vuelco—. ¿James Meade? ¿Por qué?

De repente vi algo más que aire de suficiencia en sus ojos. Parecía realmente altanera.

—He pasado gran parte del día leyendo el correo electrónico. James está últimamente en contacto con un amigo suyo que vive en Des Moines, y que, por lo que se dicen, debe de ser abogado. Supongo que son antiguos compañeros de la universidad. Ese tío lo llama Azul. Parece un apodo de su época de universidad.

¿No le había dicho Azul Azul que su compañero de habitación en la universidad era abogado?

—Qué raro —repliqué. No quería que Azul Azul fuera James. James y yo habíamos tenido demasiada intimidad como para que no me hubiera contado algo tan importante. Además, el tono de Sabina era crispado. No quería que tuviera razón. Era como si volviéramos a ser niñas, como si quisiera quedar por encima de mí—. ¿Estás segura de que el amigo de James lo llama Azul a él? A lo mejor se refiere a otra persona.

Sabina también tenía respuesta para eso.

—Lo hace en muchas ocasiones, como en «Hola, Azul, me alegro de tener noticias tuyas», o en «Bueno, Azul, ¿cómo está Mia?», y «Buena idea, Azul. No me envíes correos. Yo te llamo». James plantea una serie de cuestiones jurídicas que quiere mantener confidenciales. ¿Es pura coincidencia que le pregunte cuestiones legales a un amigo justo cuando Aidan y Sandy empiezan a ponerse nerviosos por lo del mercurio?

No, no podía ser una coincidencia. Pero James, ¿preguntaba esas cuestiones legales en favor de Aidan y Sandy, o en favor de Azul Azul?

—Y además, tiene información sobre una reunión del consejo de administración, algo que no podría tener la gente normal y corriente.

—¿Y por qué lo llaman Azul sus amigos de la universidad? —pregunté, resistiéndome aún a creerlo.

Sabina dejó la bolsa de la comida sobre la mesa.

—Annie, porque siempre lleva prendas de color azul. Camisas azules, jerséis azules, camisetas azules y chaquetas azules. Desde mi punto de vista es una pesadez, pero mira, allá cada cual. —Abrió la bolsa, sacó unos envases y me dio uno—. La carne con verduras de Omie, en su memoria. Siempre les decía a mis hijos que esta comida es alimento para el cerebro. A lo mejor nos ayuda. Si se va a celebrar una reunión del consejo de administración dentro de poco, vamos necesitar algo más de lo que tenemos.

Desde luego que sí. Phoebe era nuestra mejor apuesta, pero no podía pensar como es debido, y encima yo tenía que pensar en James. Había tantas razones para pensar que podía ser Azul Azul, cuanto más pensaba en ello, más me convencía. Pero eso planteaba la gran cuestión: ¿de qué lado estaba y cómo podía saberlo yo? James no confiaba en mí lo suficiente, y por eso solo me salía con ambigüedades, como «Hago lo que puedo».

Bien; desde mi punto de vista, no era suficiente. En resumen, que yo tampoco confiaba en él.

En cuanto hubimos cenado, llamamos a Susannah Alban, Sammy Dahill y Emily McCreedy con la esperanza de que, si Sabina se hacía portavoz, alguien hablaría. No hubo suerte. Recurrimos a la lista del club de los rotarios. Estaba en los archivos del ayuntamiento, y como los Meade tenían la generosidad de permitir que el pueblo utilizara el servidor de Northwood, Sabina pudo descargarla. Cotejamos otros tres nombres de esa lista con la mía, pero dos habían muerto y el tercero se negó a hablar.

Además, el cuarto acontecimiento que se celebró antes de uno de los incendios fue una sesión de fotos para un catálogo de ropa en el Cenador. Como en el Times no habían aparecido los nombres (se lo pregunté a Angus por teléfono), y como la mayoría de los participantes eran de otro estado, Sabina tendría que indagar en el sistema de Northwood para averiguar más detalles.

De momento examinamos la mayoría de los correos electrónicos de la fábrica. Al parecer, Aidan había iniciado aquel mismo día correspondencia con un agente del departamento de Servicios Medioambientales del estado para sugerir que Northwood podría patrocinar otra sesión de información de las que realizaba periódicamente el departamento. Northwood ya lo había hecho anteriormente. La papelera estaba a partir un piñón con ese departamento y, claro está, eso daba que pensar. Y además, las fechas. Pero no había nada raro en la correspondencia.

Salimos de la tienda a las diez, frustradas. Nos quedamos un momento en la clínica, para comprobar que Phoebe estaba en una habitación privada, durmiendo como un tronco. Cuando llegué a casa eran las diez y media. Apenas acababa de dejar mis cosas en la cocina cuando sonó el teléfono.

Por la pantalla vi que era el número de James, y me sentí furiosa, herida y confusa, todo al mismo tiempo. Me debatí entre contestar o no. Sencillamente, no sabía qué decirle. Pero no podía dejar que el teléfono siguiera sonando, y lo cogí.

—Dime, James.

Silencio, y después en voz muy baja:

—¿Cómo está Phoebe?

—Está en la clínica, durmiendo.

—¿Cómo se siente?

—Fatal, según me han dicho.

—Lo siento.

—¿Qué sientes? ¿Que esté enferma? ¿Que medio pueblo esté enfermo? ¿No confiar en mí?

Noté que Grace me estaba diciendo que me enfrentase con él, por si era Azul Azul, pero yo no quería. No estaba preparada.

—Tenemos que hablar —dijo, con el mismo tono de voz tranquilo.

Se me pusieron los ojos en blanco.

—Eso me suena.

—Tenemos que hablar sobre nosotros.

—¿Sobre nosotros? —exclamé, al tiempo que comprendía que no iba a preguntar nada sobre Azul Azul, porque esa llamada de teléfono no tenía nada que ver con Azul Azul. Era algo entre James y yo—. ¿Qué es eso de nosotros? No hay un «nosotros».

—Pues yo creo que sí. Por eso es tan difícil.

—¿Qué es tan difícil? —repliqué—. ¿Mentir?

Guardó silencio tanto tiempo que casi esperaba que hubiera colgado el teléfono. Me sorprendí cuando respondió, en un tono aún más calmado:

—Quiero verte.

Apretando los puños, y a punto de llorar, dije:

—Tienes una hija y no puedes salir de casa, y yo tengo obligaciones para con mi familia y un montón de personas en este pueblo, así que mañana tengo que madrugar. Además, no sé si tiene sentido que nos veamos, porque yo vuelvo a Washington dentro de dos o semanas, de modo que si había algo entre nosotros, se acabó. Ha sido divertido y ya está, James.

Mientras esperaba su respuesta, me maldije una y mil veces por haberme portado como una idiota de doce años. Como continuaba el silencio, me froté el pecho. Me dolía. Esperé otro minuto, dos minutos, tres minutos, y entonces comprendí que James había colgado.