Sabina preparó el desayuno para Ron y los niños, pero estaba distraída. En cuanto Lisa y Timmy salieron de la habitación, Ron se arrellanó en la silla.
—Llamando a Sabina —dijo en broma—. Contesta, Sabina.
Los ojos de Sabina se clavaron en los suyos y sonrió con tristeza. Ron la conocía muy bien.
Tras servirse otra taza de café, se sentó frente a él.
—Creo que… que tenemos un problema.
Le contó lo que le había dicho Annie la noche anterior.
—El primer problema es el insomnio —dijo Ron—. Apenas has dormido. ¿Por qué no me lo contaste anoche?
—Porque al principio no quería creérmelo, y después, como no dejaba de darle vueltas a la cabeza, no sabía qué hacer. Hay muchas cosas en juego. Por una parte, Phoebe y todos los demás que están enfermos. Por otra, la fábrica. Aidan me está vigilando. A la mínima provocación, me despide. —Frunció el ceño—. Y por otra, Annie.
—Nuestra querida Annie, con sus éxitos y sus líos.
—Nuestra querida Grace, removiendo las cosas.
—Sí, y no paro de repetirme que, por una vez, tiene razón en lo que dice. Le he estado dando vueltas durante toda la noche, buscando motivos para decir que lo único que busca es venganza. Pero tiene razón. Si fuera un libro, tendría sentido. Y no solo eso, sino que explica muchas otras cosas.
Levantó la taza y dejó que la aplacara el aroma del café. Al cabo de unos momentos tomó un sorbo.
—¿Has decidido qué vas a hacer?
—¿Definitivamente? No. Pero es como si me arrastrase algo que no puedo dejar. Esto no es como cuando Annie anunció a los cuatro vientos que papá me había redactado el trabajo de ciencias de sexto, o que Phoebe se estuvo chupando el dedo hasta los diez años. No es Annie acusando a Aidan Meade de mentiroso ni a Sandy Meade de manipular a Sam Winchell. Esto es intoxicación, personas inocentes a las que les están privando de la salud. Es mamá…, y quizá Omie y quién sabe cuántos más, que están muriendo por algo que podría haberse evitado. —Guardó silencio, agobiada por la magnitud de todo aquello—. O sea, es realmente grave. ¿Voy a volverle la espalda sin decir ni media palabra?
Ron se mordió el interior del carrillo.
—Sí, ya sé que podría perder mi trabajo —añadió Sabina—. Y tú también. ¿Me odiarías si llegara a pasar eso?
—Me preocuparía cómo íbamos a subsistir.
—Pero si eso lo resolviéramos, ¿me odiarías por lo que he hecho?
—Podría pensar qué se ha conseguido. Mira, Sabina, incluso si Annie tiene razón, ¿va a meterse con los Meade y ganar?
Sabina se había pasado toda la madrugada dándole vueltas a esos interrogantes, intentando encontrar respuestas, encontrar otras posibilidades, pero solamente se le ocurría una cosa. ¿De verdad se podía vencer a los Meade?
—Esta vez sí, porque si Annie tiene razón, es algo mucho más importante que Middle River —respondió—. No se trata de quién se acuesta con quién, ni de quién tiene poder y quién no lo tiene, sino de quién está enfermo o se va a morir, y de si esto va a seguir así. —Hablaba en tono suplicante, intentando desesperadamente que su marido lo entendiera, porque, entre todos los argumentos, este era el que más la atormentaba—. Nuestros hijos fueron a la guardería, Ron. Estuvieron allí, los dos, desde los tres meses hasta que empezaron a ir al colegio. ¿Y si pasó algo durante aquellos años? ¿O antes de que nacieran? Tú estás todo el día en la zona de transporte, pero yo tengo que ir continuamente a varios edificios. ¿Y si hubiera pasado por una zona donde hubiera habido un vertido mientras estaba embarazada? Una cosa es quitarle el mercurio del cuerpo a Phoebe y otra cuando el feto sufre daños. Entonces es permanente.
Ron contraatacó.
—¿Y si yo me cayera, como le ocurrió a Johnny Kraemon la semana pasada? Se rompió la columna vertebral. No podrá volver a andar. Son cosas que pasan.
—Sí, siempre hay accidentes, pero ¿y si tuviéramos la posibilidad de evitarlos? ¿Es que no lo entiendes? Ahí tienes a mi hermana Annie, con su vida en otra parte, y sin embargo se ha comprometido en esta causa; yo, que vivo aquí, ¿me voy a quedar cruzada de brazos? ¿Quién puede perder más? ¿Cómo me sentiría si ella ganase esto?
Ron guardó silencio unos momentos, con expresión sombría. Después, con una frialdad que Sabina raramente oía en su voz, añadió:
—¿Todavía hay competencia entre vosotras?
Sabina se quedó petrificada.
—Eso ha sido un golpe bajo, Ron.
—Contéstame. ¿Annie es el motivo o la causa?
Refugiándose en la indignación, Sabina se levantó de la mesa, dejó ruidosamente la taza en el fregadero, recogió su maletín y, sin dirigirle la palabra a su marido, se fue a trabajar.
Middle River estaba tan bucólico como siempre, pero se fijó muy poco en el sol, en los árboles, las flores y las casas. Se fijó en los gemelos Waxman, de cinco años de edad, montando en bicicleta por el sendero de su casa; en los chicos de los Hestafield, de ocho y once años, que lanzaban un balón a una canasta que había en el jardín, y en los hijos de los Webster, de uno y tres años, a quienes su madre estaba colocando en sus respectivas sillitas en el coche. Middle River estaba lleno de niños, todos inocentes y dependientes de la bondad del pueblo. Sabina se preguntó si Ron se daba cuenta de eso cuando cuestionaba sus motivos, se preguntó si Annie se daba cuenta de eso cuando hacía que le remordiera la conciencia, si se daba cuenta Aidan cuando le daba un ultimátum.
Llegó al centro de datos muy alterada, y eso antes de descubrir que había un problema con la electricidad. Sí, había un generador de seguridad, pero no era ni la mitad de potente que la corriente normal, lo que significaba que cualquier cosa que hiciera sería terriblemente lenta.
Llamó a mantenimiento y guardó varias copias de seguridad en su maletín. Los problemas eléctricos eran algo normal y siempre podía trabajar en otro edificio. Pero no aquel día. No estaba precisamente de humor. Cuando llegó el electricista, salió, atravesó el aparcamiento y se desplomó en una silla del patio.
Northwood empezaba a despertarse. Vio a Cindy y Edward DePaw pasar en su camioneta, a Melissa Morton, Chuck Young y Wendy Smith en sus respectivos vehículos, todos ellos por la carretera que pasaba frente a la de la fábrica, porque en todos había una sillita de niño en el asiento trasero y su destino era la guardería.
Inquieta, Sabina se levantó y se dirigió hacia el departamento de mercadotecnia, remontando un montículo y atravesando una pequeña arboleda. Parte del campus administrativo se encontraba en un edificio de ladrillo parecido al centro de datos. Selena Post trabajaba allí. Sabina y ella se habían hecho cómplices en el colegio cuando los profesores de edad confundían sus nombres, y tomaban café juntas de vez en cuando.
En el despacho de Selena hacía calor tras toda una noche sin aire acondicionado, y estaba hasta los topes de material publicitario.
—Esta semana han llegado todos los envíos —le dijo a Sabina para explicar el caos.
Sabina se sentó en la silla que había junto a su mesa y dijo en voz muy baja:
—Mercurio. ¿Sabes algo de eso?
—Sí, claro. Estamos limpios. Siempre ha formado parte de nuestra estrategia comercial.
—¿Siempre?
—Bueno, durante los últimos años. La gente tardó un poco en darse cuenta de los perjuicios del mercurio. Cada pieza que se compra para la fábrica está libre de toxinas o lleva el mecanismo para destruir la posible toxicidad que pueda producir.
—¿Y la limpieza del mercurio que se produjo hace años?
—Se hizo en su momento. El estado hace mención especial de Northwood por las cantidades que dedica al medio ambiente. Nos encontramos a la cabeza de Nueva Inglaterra por la limpieza de nuestra planta. Esa es una de las razones por las que podemos ofrecer una asistencia médica tan amplia a los trabajadores y sus familias.
Sabina sabía que existían posibilidades de que Selena tuviera razón, lo cual dejaría sin explicación la muerte de Alyssa, la enfermedad de Phoebe y los problemas de salud de muchos habitantes del pueblo. Pero también existía la posibilidad de que Selena se hubiera tragado la publicidad o de que ignorase por completo el asunto. En cualquier caso, Sabina reconocía los camelos, y su corazón le decía que seguir hablando sería infructuoso.
Dando por concluida la conversación con Selena, salió de allí y se dirigió hacia otro edificio, el de recursos humanos. Allí trabajaba su amiga Janice, quien casualmente salía de su coche cuando ella estaba a punto de entrar.
—Hola —dijo Janice con una sonrisa, pero la sonrisa se desvaneció en cuanto Sabina se aproximó—. ¿Qué pasa?
—Jan, tengo que preguntarte una cosa —dijo Sabina en un tono que apenas se habría oído a unos pasos de donde estaban—. ¿Has oído algo sobre mercurio aquí en la fábrica?
—Últimamente no. Hace unos años, a lo mejor. Pero lo han limpiado.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé de buena tinta.
Eso quería decir uno de los Meade. Sabina le dio otro enfoque.
—Tú te encargas de los subsidios por invalidez, ¿no?
—Sí.
—¿Por invalidez permanente?
—Algunas, sí.
—¿Y hay algunas raras, quiero decir, que se repitan?
—¿Como cuáles?
—Alzheimer, Parkinson, fatiga crónica, depresión…
—Sí, unas cuantas. Ahí es donde se lucen los Meade, porque ayudan. No solo cubren lo básico, sino que añaden otras cosas cuando lo merece la gravedad del problema.
Sabina no tenía conocimiento de eso.
—¿Qué quieres decir con que añaden otras cosas?
—Pues dinero. Pero lo hacen sin que nadie se entere, de modo que el beneficiario no se sienta como si estuvieran haciendo caridad. Así mantienen su dignidad, pero cuidan de ellos.
Sabina pensó que sí, que seguro. A eso se le llamaba untar a la gente.
—¿Firman papeles prometiendo que no van a decir nada?
—No —replicó Janice en tono de censura—. O sea, no tengo ni idea de qué se dicen cara a cara en el despacho de Sandy Meade, porque de eso se encarga él. Dice que es una de las mejores cosas de su trabajo, tranquilizar a las personas. —Y añadió, vacilante—: ¿Por qué lo preguntas?
Porque tienes una hija en la guardería mientras estamos hablando, y a lo mejor corre peligro, le habría gustado decir a Sabina. Pero no lo dijo, porque no tenía pruebas, y habría sido absurdo despertar temores sin necesidad. Solo porque Annie tuviera un guión convincente, no quería decir que fuera correcto. Nuestra querida Annie, con sus líos, como decía Ron. Nuestra querida Grace, removiendo las cosas.
Sabina no podía recordar el número de veces que había pensado lo mismo de su hermana y se había sentido justificada, pero en esta ocasión no era igual. No sabía por qué —Annie no había revelado sus fuentes—, pero en esta ocasión Sabina la creía.
Sin embargo, no se lo podía explicar a Janice. De modo que se limitó a mover la cabeza y a contestar, como en broma:
—Por nada. Para saber qué puede esperarme cuando sea viejecita. Te veo luego —añadió mientras Janice se volvía para recoger su maletín del coche.
Sabina volvió al centro de datos, pero sus pensamientos se habían estancado. No, esto no era una competición entre Annie y ella. No lo era, de verdad, por primera vez. La dinámica entre ellas había cambiado. El campo de juego era distinto.
¿Es Annie el motivo o la causa?, le había preguntado Ron, y en realidad eran las dos cosas, si bien de una forma sorprendente. Sabina creía en la causa pero también, y por primera vez, creía en su hermana. Si Annie tenía sus fuentes, tenían que ser buenas. Sabina quería estar a su lado en aquel asunto.
Podría llamarse reacción por haber perdido a Alyssa. Podría llamarse reacción por los síntomas de Phoebe o podría llamarse culminación de tantos años de desdén hacia Aidan Meade, pero allí estaba.
A unos cientos de metros antes del centro de datos cambió bruscamente de rumbo. Se dirigió hacia el norte, hacia los tres pintorescos edificios a poca distancia de la planta. La zona era realmente pintoresca, con algo especial. Fue la primera que limpiaron, pulieron y ajardinaron. Sabina siempre lo había atribuido a que los tres edificios (el Club, el Cenador y el Centro Infantil) eran de uso público, pero de repente se le ocurrió otra posibilidad: que los Meade mantuvieran la superficie literalmente inmaculada para compensar la porquería que había debajo.
¿Qué había dicho Grace Metalious hacía un montón de años…? ¿Que remover una piedra en cualquier ciudad pequeña de Nueva Inglaterra significaba encontrar porquería debajo? Los habitantes de Middle River habían oído esa cita montones de veces. En cada ocasión, asentían, soltaban una risita y seguían a lo suyo.
Y en este momento Sabina no podía dejarlo pasar. La frase tenía sentido, y si Annie era la que iba a remover la primera piedra en Middle River, Sabina se sentía orgullosa de ella.
La guardería aún estaba decorada con los verdes y amarillos del verano: banderitas, un letrero, los toldos… Les abrió la puerta a dos señoras que iban a dejar a sus hijos y después entró ella. Tardó poco en localizar a Antoinette DeMille. Toni era la directora del centro y una de las amigas de Sabina más respetadas en la fábrica. La encontró en la zona de los más pequeños, sujetando a un niño de no más de tres meses que no paraba de llorar.
—¿Qué? ¿Separación de la madre?
—No —respondió Toni secamente—. Cólico. Debería estar mejorando, pero lo está pasando fatal. Te rompe el corazón ver estas piernecitas retorciéndose por el dolor de tripa.
Sabina asintió con la cabeza. Esperó hasta que quedó libre otra profesora y le cogió el niño a Toni. Después salió tras ella.
Toni la miró mientras andaban.
—Parece que necesitas hablar.
—Sí, pero en privado.
Toni hizo un gesto hacia su despacho y cerró la puerta cuando estuvieron dentro.
Sabina no se mordió la lengua.
—No hace mucho, en Northwood se usaba mercurio en el proceso de decoloración de la madera. Eso producía residuos tóxicos, que se retiraban; en los procesos modernos ya no se utiliza mercurio. Sin embargo, está en el río. Sabes que en teoría no se debería comer pescado, ¿verdad?
—Pero la gente lo come.
—Sí, porque la advertencia no es muy seria, pero me han dicho que hay otro problema: que parte de los desechos de mercurio se enterraron aquí, en el campus, en grandes bidones, y algunos se han salido. —Enlazó aquello con los incendios y la posterior reconstrucción del Club y del Cenador—. También el Centro Infantil se construyó sobre un enterramiento.
Toni se quedó con la boca abierta, pero se recuperó inmediatamente.
—No lo creo. Los Meade no harían una cosa así. Aquí hay niños.
—Dime un sitio mejor para esconder desechos tóxicos ilegales.
—¿Y poner en peligro a los niños? —Negó con la cabeza—. No, no lo creo. Los Meade no harían una cosa así.
—¿Tienen niños en este centro? —preguntó Sabina, y ella misma contestó—: No. A lo mejor saben algo que nosotros no sabemos.
—Pero la guardería lleva aquí más de veinticinco años, y no se han dado enfermedades fuera de lo normal.
—Porque los bidones están aguantando, pero ¿y si se produce un escape, como los que hubo en el Club y en el Cenador? Habría un incendio y después lo limpiarían todo, pero ¿y los daños que se habrían causado entre tanto?
—Vamos a ver, Sabina. Esos incendios tuvieron una causa lógica. ¿Quién te ha dicho que fueron provocados?
Sabina vaciló, y Toni lo adivinó.
—Son cosas de tu hermana, ¿verdad? Lleva años intentando ensañarse con Middle River.
—No es verdad —replicó Sabina—. Lleva fuera mucho tiempo. Podría habernos destrozado con un libro, pero no lo ha hecho, ni piensa hacerlo. Esto es por nuestra madre y por todas las personas que han estado enfermas.
—¿Sabéis si estuvieron aquí cuando se produjeron los escapes?
—No.
—¿Lo ves? Sé que quieres a tu hermana, pero es que ella está en las nubes. Una cosa sería si me dijeras que hubo un escape en la fábrica y que eso se ocultó. La gente que trabaja allí conoce los riesgos que corre, pero otra cosa es que los Meade hayan puesto en peligro inocentes. Una cosa es el Club y el Cenador. Solo se va allí de vez en cuando. Pero de ninguna manera construirían los Meade sobre un vertedero una guardería, un sitio adonde vienen niños a diario. No pensaran que podía haber peligro aquí, ya habrían demolido el edificio, lo habrían limpiado y reconstruido. Estamos a salvo. Te lo aseguro.
Toni DeMille adoraba a los niños. Había criado a sus seis hijos y se había licenciado en educación infantil antes de que la nombraran directora del Centro Infantil de Northwood. Se preciaba de haberse adelantado al sistema de seguridad de la guardería, y ponía a los chiquitines a dormir la siesta tumbados incluso antes de que esa fuera la norma. No tenía dudas cuando se trataba de la salud de sus hijos.
Precisamente por eso no pudo dejar de pensar en el transcurso de la mañana en lo que le había contado Sabina. Y a medida que fue avanzando la tarde y empezaron a marcharse los niños cuyas madres trabajaban a tiempo parcial, miraba largamente a aquellas criaturas y seguía pensando en ellas. Consideró la posibilidad de llamar a su marido, que trabajaba en la fábrica. O a su vecino, que trabajaba en ventas. O a su primo, que estaba con el marido de Sabina en transporte.
Pero así era como empezaban los rumores, y la guardería no podía funcionar sumida en una vorágine de rumores. De modo que fue a ver a Aidan Meade y le contó lo que le habían contado. No mencionó el nombre de Sabina hasta que lo hizo Aidan, y entonces no pudo mentir. Cuando mencionó a Annie Barnes, los dos se rieron. Annie tenía ese toque de Grace, pero Middle River no era Peyton Place. En eso sí estaban de acuerdo.
Sobre el asunto del mercurio enterrado bajo la guardería, Aidan la dejó tranquila. Negó que hubiera nada enterrado. Dijo que la guardería era el orgullo y la alegría de la fábrica, en gran parte gracias a los cuidados y la visión de Toni, y que la familia Meade jamás haría nada que la pusiera en peligro.
Aidan Meade no se alteró. Al contrario; estaba encantado. Era un auténtico maestro en hacer acusaciones falsas, pero cuando se presentaban las verdaderas, le ahorraban trabajo. Cuando se presentaban auténticas acusaciones, no tenía que darle explicaciones a nadie.
Se quedó ante la ventana de su despacho hasta que vio a Toni DeMille cruzar la carretera y dirigirse hacia la guardería. Entonces cogió el teléfono y llamó al jefe de seguridad de la fábrica. No lo consultó con Sandy; su padre solo le habría preguntado que por qué había esperado tanto para resolver el problema. Y tampoco le hacía falta que Nicole le pusiera con la extensión. Sabía qué tenía que hacer y quería la satisfacción de hacerlo todo él mismo.
Al cabo de cinco minutos llegaron al despacho de Aidan el jefe de seguridad y dos de sus guardas de confianza. Mientras bajaban por la carretera, Aidan les explicó lo que iban a hacer. Al llegar al centro de datos, Aidan entró primero y fue directamente a la mesa de Sabina. Las otras dos personas que había en el despacho levantaron la vista, pero Sabina estaba tan absorta en la pantalla del ordenador que ni siquiera se dio cuenta de que Aidan estaba allí. Eso fue la gota que colmó el vaso. Aidan fue implacable.
—Sabina —dijo con brusquedad.
Sabina alzó los ojos, sorprendida; miró a sus compañeros y después a Aidan. Frunció el ceño.
Con inmensa satisfacción, Aidan dijo:
—Estás despedida. Tienes cinco minutos para recoger tus efectos personales. Joe y sus amigos comprobarán que no te llevas nada más. Después te acompañarán a tu coche hasta que salgas.
Sabina echó la cabeza hacia atrás.
—¿Despedida?
—Sí. Que te largues de aquí.
—¿Por qué? —preguntó Sabina, con cierta indignación.
—Estás propagando rumores sobre Northwood que no tienen nada que ver con la realidad. Conque mercurio, ¿eh? Pues para que lo sepas, aquí no hay mercurio. Compruébalo en el departamento de Servicios Medioambientales de New Hampshire. Ellos responden de eso.
—Yo no propago rumores. Hago preguntas.
—Es lo mismo —replicó Aidan, y lanzó una mirada de advertencia a los compañeros de Sabina. Si querían mantener su puesto de trabajo, eso sería una lección para ellos—. Esperamos lealtad. Si alguien tiene un problema, que lo presente a la dirección, en lugar de ir rondando por ahí, preguntando a gente sin importancia. Francamente, Sabina, creía que eras más lista. No le convienes a esta organización. —Señaló la puerta con un pulgar y no pudo resistirse a añadir—: Ahora mismo.
Sabina se quedó mirándolo unos segundos, y Aidan vio cómo trabajaba su cerebro, a toda velocidad. Intentaba decidir cómo mantener su puesto de trabajo, si serviría de algo pedir disculpas, si incluso debía implorar, como si una Barnes pudiera hacer semejante cosa. Aidan no envidiaba a Ron. Menuda la que le había caído con aquella Barnes. Sabía de ordenadores, tenía que reconocerlo, pero no estaba a la altura de un Meade.
Apartando la mirada, Sabina abrió un cajón, recogió el maletín y el bolso y se levantó. Tuvo el valor de preguntar, guasona:
—¿Quién se va a encargar de tus ordenadores?
—Justo aquí hay otras dos personas que pueden hacer lo mismo que tú.
—Ah, ¿sí? —replicó Sabina, torciendo el gesto.
—¿Qué hay en ese maletín? —preguntó el jefe de seguridad.
Sabina lo abrió de par en par. Aidan se quedó vigilando mientras el jefe de seguridad revolvía unos papeles. Desde donde él estaba no parecían tener ningún valor. Pensó que si había algo importante, estaría en su mesa y claro, si no hubieran estado allí los guardas y él, podría haber cometido la estupidez de despedirla en su despacho en lugar de en el de ella, para que hubiera vuelto ella sola, con lo cual habría llenado el maletín con cuanto hubiera podido contribuir a traicionar a Northwood. Las Barnes eran vengativas. Todo estaba relacionado con Annie y el promontorio de Cooper.
—Aquí no hay nada —anunció el jefe de seguridad.
Mirando a Sabina, Aidan se puso en jarras y señaló con la cabeza hacia la puerta.
Sabina sonrió.
—Gracias, Aidan. Me has resultado de gran ayuda.
—¿Que te he ayudado a qué?
Ayudarla era lo último que se le habría ocurrido.
—Lo siento. Tengo que marcharme.
—¿Que te he ayudado a qué? —repitió Aidan, volviéndose cuando Sabina estaba a punto de salir.
Sabina se detuvo junto a la puerta.
—Como ya no eres mi jefe, no tengo por qué contestar.
Saludó con la mano a sus dos compañeros, que habían contemplado hasta el último detalle del numerito. Después les guiñó un ojo a los guardias, indicándoles que fueran con ella y, dejando colgado a Aidan, salió de la habitación.
Sabina fue directamente a casa de Phoebe. Annie estaba en la cocina, preparando ensalada de pollo.
—No puedo quedarme mucho rato —dijo, y a continuación, casi sin respirar, le contó que la habían despedido—. Prefiero que Ron se entere por mí antes que por radio macuto, así que quiero estar en casa cuando vuelva. Pero no veas cuánto ha ayudado Aidan… Ha sido tan arrogante, tan torpe, y se ha puesto tan a la defensiva que si aún dudara de tu teoría, esto me la habría confirmado. Ese tipo es repugnante, y está ocultando algo. Así que estoy de tu parte, Annie. Dime qué es lo que tengo que hacer.