Phoebe y yo salimos para Nueva York inmediatamente después del funeral, y no podíamos haber elegido mejor momento. Había llegado a sentirme realmente cómoda en Middle River, si bien durante muy poco, pero sentirme cómoda era un lujo que no me podía permitir. Mi vida estaba en otra parte. Necesitaba un recordatorio de que había vida más allá.
El recordatorio vino en cuanto pasamos los controles de seguridad del aeropuerto de Manchester. ¿De verdad me había sentido insegura porque alguien me había rajado las ruedas en Middle River? Pensar en el auténtico terrorismo lo puso en perspectiva y, emocionalmente, estaba muy lejos de allí.
Nueva York es la clase de ciudad que me gusta. Cuando decidí ir con Phoebe, cambié las reservas a un hotel de mayor categoría, no porque no quisiera alojarme en el establecimiento más modesto que ella había elegido, sino porque le había prometido que lo pasaríamos bien, y la situación era fundamental. La habitación daba a Central Park, y no podía ser más bonita. Apenas acabábamos de deshacer las maletas cuando nos llevaron una botella de vino y un cuenco de frutas que a Phoebe le encantó: se sentía mimada. Siguió sintiéndose así cuando fuimos de compras. Nos metimos en la Quinta Avenida y más que nada fuimos a ver escaparates, pero le compré un pañuelo precioso en Bergsorf y sales de baño y loción corporal en Takashimaya.
También entramos en Godiva, en Rockefeller Plaza. Ya saben que me gusta el chocolate, pero lo que no saben es que las trufas de Godiva sencillamente me chiflan. Y no cualquiera. Por una de almendra tostada podría pedir limosna; por una de coco, robar; por una de avellana, casi sería capaz de matar.
Lo digo en broma, por supuesto, pero me sentí más contenta con la cajita de trufas en el bolso.
Seguimos hasta Madison y compramos más cosas. Iba del brazo de Phoebe para que no perdiera el equilibrio, pero eso nos acercó más de lo puramente físico. Íbamos hablando mientras andábamos sobre mamá y papá, sobre Sabina, las rivalidades y también sobre los días felices. De repente Phoebe empezó a desfallecer. Volvimos al hotel a tomar algo y, después, con más ánimos, fuimos al zoológico de Central Park. Después Phoebe tuvo que echarse una siesta, pero le encantó el restaurante al que fuimos. Me hizo mucha ilusión. Siempre había sido el preferido de Greg y mío.
Pasamos el domingo y el lunes en la muestra, que se celebró en el muelle del Hudson, y empecé a respetar aún más el trabajo de Phoebe. Era muy difícil. Jamás había visto tantos artículos y de tantas clases, con tantas personas tan expertas en ventas. ¿Cuántas piezas comprar y de qué colores? Fue increíble, pero Phoebe se las arregló perfectamente.
Ya sé lo que estarán pensando. Estarán pensando que sus problemas no eran de carácter físico, sino mental, que se trataba de depresión, y que haberla sacado de Middle River le había dado nuevos ánimos. En eso confiaba yo, pero no fue así. Los problemas físicos eran los mismos: el andar vacilante, la falta de equilibrio, el ligero temblor. De repente estaba hablando y no sabía cómo seguir, no encontraba las palabras. Sin embargo, lo que hizo con el trabajo fue como una compensación. Se había llevado un montón de notas para acordarse de todo, y me puso a mí a revisarlas para que pudiera ayudarla en cualquier momento.
Guiándose por el pasado, acudió metódicamente a una lista de vendedores que conocía. Y lo hizo de una forma extraordinaria. A lo mejor titubeaba un poco al principio, pero siempre acababa preguntando lo que tenía que preguntar a cada uno de ellos, expresaba sus reservas cuando el artículo en cuestión no era adecuado y se dirigía a otros vendedores cuando sus mercancías le llamaban la atención. Aprovechó hasta el máximo sus recursos internos para centrarse, pero acabó agotada. Nos llevaron la cena a la habitación las dos noches.
Y llegó la mañana del martes. Phoebe esperaba que hubiéramos dormido hasta tarde y nos hubiéramos ido tranquilamente al aeropuerto. Cuando le conté lo que tenía preparado, no le hizo ninguna gracia. Creo que si hubiera estado descansada, se habría negado en redondo. Protestó, pero débilmente. Dijo que no necesitaba médicos, que yo no tenía por qué haber concertado una cita a sus espaldas y que estaba provocando un distanciamiento entre Sabina y ella. Argumentó que si Alyssa no había sufrido intoxicación por mercurio ¿Por qué demonios iba a sufrirla ella?
Pero no tenía fuerzas para rebelarse durante mucho tiempo, y si hubiera querido seguir protestando, se le pasó cuando llamó Sabina y le dijo que me apoyaba.
Judith Barlow fue toda una sorpresa. Al ser especialista en medicina alternativa, me había hecho la idea de que sería una mujer más o menos de la edad de Tom, pero debía de tener casi sesenta años. También esperaba que fuera un tanto excéntrica, pero me pareció de una elegancia sencilla y tradicional. Igual que su consulta, que al revés de lo que supuso, estaba en una zona excelente (es decir, de alquileres muy altos), y era amplia, refinada y de aspecto profesional.
Sonrió cuando me fijé en los diplomas colgados en la pared.
—Mucha gente viene aquí pensando que me ha tocado el título en una tómbola.
—Harvard.
Me impresionó.
—Facultad de medicina y prácticas en el Hospital Central de Massachusetts. La verdad es que ejercí la medicina tradicional durante veinte años hasta que me cambié a la otra.
—¿Y por qué ese cambio?
—Venían demasiadas personas a las que no podía aplicar los trapientos tradicionales. Cuando llega un momento en que lo has intentado todo sin conseguir nada, tienes que ir más allá.
—No hemos llegado aún a esa etapa —le advertí, mirando de reojo a mi hermana. Estaba sentada en una silla, y parecía asustada—. Phoebe no ha ido a ver a ningún médico, pero sus síntomas son idénticos a los de nuestra madre. Yo pensaba que a lo mejor podamos evitar el tratamiento que no le sirvió a ella.
Judith se sentó a su mesa, se puso unas gafas de montura metálica para cerca y examinó el historial que le había llevado. Cuando terminó, abrió un nuevo archivo para Phoebe e hizo más preguntas de las que jamás había oído yo hacer a un médico en una consulta. Pero lo más importante: hizo las preguntas adecuadas. Todavía no sé si Phoebe había decidido colaborar o estaba tan hundida por su enfermedad que no tenía defensas, pero me quedé anonadada con sus respuestas. Yo conocía los síntomas evidentes, pero ¿y el dolor en las articulaciones? ¿Los picores? ¿Los dolores de cabeza nocturnos? Todo aquello era una novedad para mí.
Le hicieron un reconocimiento y a continuación una serie de pruebas que yo pensaba que no podían realizarse en una sola consulta. Pero Tom sabía lo que hacía al recomendarme a Judith. Su consulta tenía buenas prestaciones, prácticamente con todos los métodos de diagnóstico a su alcance, y los que no estaban allí, se encontraban en las demás consultas del centro. Además, podía interpretar rápidamente las pruebas, de modo que también podía decidir con cuáles había que continuar.
Perdimos el avión, y Phoebe se puso de muy mal humor. Someterse a una prueba tras otra resultaba penoso y, naturalmente, entre una prueba y otra había que esperar. Pero Judith era muy metódica. En cada caso explicaba para y por qué había que hacerlo. Tal y como me había dicho Tom, fue descartando todas las enfermedades convencionales antes de hacer siquiera mención del mercurio.
Eso surgió en la última consulta.
—Si los síntomas fueran recientes, desde hace tres o cuatro meses, por ejemplo, haría un análisis del pelo para ver si hay mercurio —le dijo a Phoebe—. Pero teniendo en cuenta el tiempo que lleva con esos síntomas, el mercurio de esa primera exposición ya habría desaparecido. Como no podemos aislarlo mediante otras pruebas, solo puedo hacer conjeturas. El mercurio es el principal sospechoso. Síntomas como el atontamiento y los picores no son propios del Parkinson ni del Alzheimer. Tampoco el asma, que es lo que parece ese resfriado que no acaba de curarse. De modo que tenemos que elegir, entre tratar los síntomas o iniciar una cura.
Miré a Phoebe, pero me dio la impresión de que no sabía qué decir. Así que pregunté:
—¿Qué implicaría la cura?
Judith le explicó a Phoebe los principios generales de la quelación, tal y como me los había explicado Tom a mí. Pero fue más allá, aplicando pacientemente los detalles.
—El protocolo específico para este tratamiento va evolucionando a medida que aparecen los resultados de nuevos estudios, formalmente, yo recomendaría la vía oral, que supondría una serie de pastillas, que tendría que tomar cada cuatro horas en semanas alternas, y después, dependiendo de los avances, otra serie de pastillas durante tres o cuatro días cada una o dos semanas. El tratamiento se hace lentamente, durante varios meses, y se descansa. Es mejor para el organismo, pero se tarda un poco en empezar a sentir mejoría.
—¿Cuánto puede ser un poco? —pregunté.
—Entre dos y seis meses. Por otra parte, dado que se encuentran muy cerca de Tom, él podría administrar un nuevo protocolo que supondría una inyección intravenosa de ocho horas de duración. Algunos especialistas consideran que es la única forma de que el cerebro se limpie de mercurio. La inyección ataca el cuerpo con dureza. Después se pasan dos días malos, en los que prácticamente no se puede hacer nada. La aplicamos cada pocos meses, hasta que desaparece el mercurio.
—¿Cómo se sabe cuándo ha desaparecido?
—Cuando el mercurio sale de los órganos, como ocurre con la terapia de la quelación, se expulsa por la orina.
—Yo pensaba que el mercurio no se expulsaba así.
—Por sí mismo no, pero sí junto a un agente quelante. En los días siguientes a la inyección controlamos la orina para comprobar el contenido de mercurio.
—¿Durante cuánto tiempo?
—No puedo decirlo con certeza sin saber cuánto hay, pero en general se tarda entre uno y cuatro años en librarse por completo del metal.
—¿Tanto? —preguntó Phoebe con voz débil.
Judith sonrió.
—No es tanto si te paras a pensar cuánto tiempo llevas con esos síntomas. —Dio un golpecito en el historial de Phoebe, que había aumentado extraordinariamente de tamaño en un solo día—. Por lo que me has contado, tienes esos síntomas, en uno u otro nivel, desde hace años. —Me lanzó una mirada—. De lo que se trata ahora es de averiguar cuándo estuvo expuesta al mercurio.
Llamé a Sabina desde el taxi, camino del aeropuerto. Ella había intentado llamarme cada poco y estaba esperando saber algo. He de reconocer que no solo oyó, sino que escuchó.
—¿No es Parkinson? —preguntó.
—La doctora lo duda.
—¿Eso quiere decir que mamá tampoco tenía Parkinson?
—Es difícil saberlo. Mamá era mayor que Phoebe cuando empezó a estar enferma, y para ser justos con Tom, los síntomas podían coincidir con los del Parkinson. Pero Phoebe tiene otros síntomas. —Mientras hablaba, mi pobre hermana estaba en un extremo del destrozado sillón de cuero, mirando por la ventanilla, como sumida en una neblina. No sé siquiera si podía oírme. Le pregunté a Sabina—: ¿Sabías que le salen sarpullidos a la altura del estómago?
—No.
—¿Y que le duelen las articulaciones?
—Ella decía que era por la gripe.
—Tiene esos dolores desde hace años.
—¿Desde hace años y no ha dicho nada?
A mí también me molestaba, pero comprendía el punto de vista de Phoebe.
—Ella pensaba que era la edad, que empezaba a tener artrosis demasiado joven. Cuando mamá se puso tan mal, Phoebe se asustó. Y después mamá murió. Cuando tienes los mismos síntomas, te da miedo, pero hay esperanza para Phoebe.
Le expliqué lo de la quelación.
—¿Y es por un metal? ¿No podría ser plomo? —preguntó Sabina.
—Según los análisis de sangre, no. Ni rastro de plomo. El mercurio no aparece en la sangre, pero eso es lo que piensa la doctora.
—¿La doctora o tú? —preguntó Sabina con la desconfianza de siempre.
—Sabina, yo no abrí la boca. Ni siquiera mencioné la palabra «mercurio». Fue ella quien sacó el asunto a colación. —Como Sabina guardaba silencio, añadí—: Sé que no te va a gustar lo que voy a decirte. Complica aún más las cosas, porque si el problema es el mercurio, solo existe una causa. —Esperé a que me contestara, pero solo oí el silencio—. ¿Comprendes lo que te quiero decir, Sabina? —Miré si tenía batería. Apenas me quedaba.
No pudimos volver a conectarnos hasta que llegamos al aeropuerto, y entonces no pude hablar, entre ayudar a Phoebe y meter el equipaje. Conseguimos billetes para el último vuelo a Manchester, pero apenas había tiempo y los controles de seguridad eran tremendos. Me entró un sudor frío al pensar que también íbamos a perder aquel vuelo. Llegamos a la puerta de embarque con unos minutos de antelación. Me alejé un poco y llamé a Sabina.
—Hola. ¿Puedes hablar?
—Sí, pero estoy intentando comprender lo que me has contado. ¿Cómo se lo ha tomado Phoebe?
—Mira, no lo sé… Está tan cansada… Pero dice que se siente aliviada. La pobrecita debe de estar muerta de miedo, de ponerse aún peor.
—¿Estás segura de que es por el mercurio?
—Sí, Sabina. Y hay más cosas que tengo que contarte. —Ya iba siendo hora de que alguien se pusiera de mi parte, y Sabina parecía dispuesta a escuchar. Lo solté todo de golpe, antes de que entráramos en el avión—. ¿Recuerdas los incendios que destrozaron el Club y el Cenador? Fueron provocados.
Sin hablarle de Azul Azul, le conté lo que él me había contado.
Sabina no tardó en contraatacar.
—Mira, no lo creo. O sea, ¿hicieron una limpieza clandestina y ninguno de los implicados ha dicho nada?
—¿Y si nadie les hubiera contado lo que realmente se había vertido? ¿O si los hubieran obligado a mantener el secreto? Los Meade añaden puntos a la gente por eso. Muchos puntos.
—¿Y no se habrían puesto enfermos ellos?
—No si llevaban equipo protector.
—Pero estamos hablando de incendios provocados… y de fraude… Son delitos de gran calibre. Cuesta mucho aceptarlo. ¿Quién ha informado de todo esto?
—No lo puedo contar todavía, pero piensa un poco, Sabina. Si esto fuera la trama de un libro, tendría sentido, ¿no?
—Pero ¿tú sabes cuántos actos se celebran en el Club? —continuó Sabina—. Si hubiera un escape de mercurio debajo, ¿no estarían todos enfermos?
—No si no hubieran estado allí en uno de los pocos días que pasaron entre el escape y el incendio. ¿Y si descubriéramos que mamá había estado allí? ¿O que había estado Phoebe? Ella no se acuerda. Cuando se produjo el incendio en el Club, ya estaba trabajando con mamá. Tenemos que intentar reconstruir su agenda, y la de otras personas que podrían haber estado allí. He hablado con los McCreedy.
—Annie…
—No te preocupes. Lo niegan todo. Pero fíjate en los problemas de salud que tienen. Tienen una floristería, y hacen cosas para la fábrica. ¿No es posible que fueran al Club a poner flores para un acto al que también asistió mamá?
—Creo que no deberías meter a otras personas en esto. No saques las cosas de quicio.
No repliqué con brusquedad; mantuve la calma.
—Mirémoslo así. Si Phoebe sufre intoxicación crónica por mercurio y el tratamiento de la doctora Barlow la ayuda, ¿a cuántas personas de Middle River se les podría aplicar? —Estaba oyendo las voces del aeropuerto sin prestar demasiada atención, pero de repente escuché lo que esperaba—. Están anunciando nuestro vuelo, Sabina. Tengo que ir a buscar a Phoebe. No llegaremos a Middle River hasta tarde, y quiero ir a correr mañana temprano. Me siento emocionalmente saturada, no sé si me entiendes. ¿Hablamos mañana, después de eso?
¿Emocionalmente saturada? Bueno, es una forma de decirlo. Y también sentía curiosidad. Quería ver a James.
¿Que quería verlo? Me moría de ganas. ¿Qué puedo decir? Era un amante increíble. Pensaba que, al ser un Meade, haría el amor de una manera egoísta, al estilo «Yo, Tarzán». Era fuerte y enérgico; desde luego llevaba la iniciativa, pero también ponía cuidado en satisfacerme.
Claro que eso no era difícil. Solo con mirarlo se me aceleraba el pulso.
Quizá hayan empezado a pensar que soy una perfecta hipócrita. Al fin y al cabo, desde la última vez que había visto a James me había enterado de que su familia y él habían cometido el acto más sucio e inmoral que se pueda imaginar: saber que había gente expuesta al mercurio y no decírselo… No se puede caer más bajo.
Podría racionalizarlo y decir que había algo que no encajaba en todo aquello, y así era. James no parecía tan malo. ¿Acaso no había intentado distanciarse de su padre y su hermano el primer día que hablamos en el restaurante de Omie? Además, ¿podía un hombre criar a una niña a la que había adoptado y a la que evidentemente adoraba bajo la sombra de la contaminación? Claro, no la llevaba a la guardería de la fábrica. Tenía niñera. Pero de todos modos, creía que se preocupaba por su hija.
De modo que esa era la razón por la que quería verlo, a pesar de todas las cosas de las que me había enterado. Pero además, por la frase de despedida en el restaurante de Omie el viernes anterior: «Yo no soy de los de ligue de una noche». No sabía qué había querido decir, pero tampoco sabía qué quería yo que hubiera querido decir. Era una aventura de verano y nada más. James y yo no teníamos futuro. James era un Meade. Punto.
Pero aparte de eso, para ser una aventura de verano, era muy intensa, y no era solo mi imaginación. Así que a lo mejor tenía yo curiosidad por ver si podía excitarlo otra vez. ¿Cuestión de ego? ¡Pues claro! No olviden que otro Meade me había dejado en ridículo, y el ego no olvida esas cosas.
A pesar de que llegamos a casa después de las doce, yo estaba de pie el miércoles a las seis. A las seis y media estaba sentada en el jardín con las flores de mamá, el sauce y la segunda taza de café. A las siete llamé a Tom para decirle que Judith lo llamaría. A las siete y media fui a ver a Phoebe; seguía durmiendo. Le dejé una nota en la mesa de la cocina y me dirigí a la pista estudiantil.
El aparcamiento del instituto estaba salpicado de coches, más que la semana anterior y menos que la semana siguiente. Si seguíamos corriendo entonces a las ocho, nos verían. Por supuesto, James solo podía correr a esa hora. Lo comprendí. No podía salir de casa hasta que llegaba la canguro.
Rodeando los coches, fui hasta la parte de atrás y doblé la esquina. Allí estaba el todoterreno de James, y él estirándose en la hierba.
Se me paró el pulso y después se aceleró. Aparqué y salí del coche. Me dirigió una sonrisita, y yo se la devolví. Después empecé a hacer ejercicios de estiramiento con él.
«Mira que eres cobarde —proclamó Grace—. Él es el hombre con el que tienes que hablar. ¿Vas a quedarte ahí estirándote, cuando él tiene las respuestas a tus preguntas?». Se me paró el pulso y después se aceleró. «¡Venga ya!».
Vale. ¿No fuiste tú la primera en decirme lo sexy que es?
«Yo jamás me acosté con el enemigo. Más aún; nunca me acosté con hombres a los que no quería. Pero eso no tiene nada que ver. Lo importante es que ese hombre que está ahí estirándose es alguien a quien tienes que desafiar. Su familia es mala. Tienes que hablar con él sobre eso».
Pero si James y yo no hablamos. Corremos. Y hacemos el amor. No tenemos nada que ver con el resto del mundo. Ahora mismo podría estar preguntándome por el viaje, pero no. A mí no me importa. Por mi parte funciona.
«Por eso digo que eres una cobarde. La vida es puro enfrentamiento. Yo viví en una época en la que las mujeres no se atrevían a abrir la boca, y yo sí lo hice. Hace falta mucho valor».
Y mira cómo acabaste. Ahogada en una botella de alcohol. ¿Qué quieres que haga?
«Que te enfrentes. Tú vives en una época en la que se pueden denunciar las cosas malas, y ese tipo tiene las pruebas. Así que habla. Me lo debes».
¿A ti? Me quedé perpleja.
«Sí. Yo te mimé cuando te hizo falta. Yo te di tu identidad, por Dios».
Ya. Y ha sido como un yugo.
«Ha sido una ventaja. Ahora te pido ayuda. Necesito que se destruya a los Meade».
¿Por qué?
«Porque yo no puedo hacerlo. Porque morí demasiado joven. Porque tenía otros problemas, demasiados, y esos problemas lo estropearon todo. Tú no los tienes. ¿Es que no lo comprendes, Annie? Si haces esto, si vas a casa, a tu querida Nueva Inglaterra, remueves lo que haya que remover y sacas la porquería… darás validez a lo que hice yo A mí me menospreciaron, y eso fue una injusticia. Yo me equivoqué de sitio y de época. Necesito que tú arregles las cosas».
—¿Lista para correr? —preguntó James.
Su voz silenció a Grace. Sabía que volvería. Había planteado una cuestión válida. Teníamos que discutirlo, ella y yo, pero en otra ocasión.
Me levanté y asentí con la cabeza. Nos dirigimos al bosque y nos internamos en el sendero, y desde el principio fue un alivio. Necesitaba airearme. Cuando empecé a correr me di cuenta de lo tensa que había estado aquellos días pasados con Phoebe. Al correr, la tensión fue desapareciendo de mis músculos. Me concentré en el aire cálido y los árboles, en las agujas de los pinos y el sol que las traspasaba. Me concentré en el hecho de estar allí otra vez haciendo algo que me gustaba, y cuando pasamos el atajo del promontorio de Cooper, me concentré en lo lejos que había llegado. Me sentía fuerte y aceleré el paso.
Y entonces choqué con James, así, bruscamente, porque él se paró en seco. Se volvió rápidamente y me cogió por un brazo para que no me cayera. Los dos respirábamos pesadamente.
Nuestras miradas se encontraron, y allí estaba otra vez, todo lo que habíamos compartido el jueves anterior y algo más, porque en esta ocasión sabíamos hasta dónde podía llegar. Agachó la cabeza y puso su boca contra la mía; resultó casi cómico, intentar besarse así con la respiración entrecortada, pero curiosamente salió bien. James profundizó con la lengua… ¿o fui yo?… porque un simple beso no era suficiente. Como tampoco eran suficientes las caricias. Mi espalda encontró un árbol adecuado, y James me empujó contra él. Sus manos se movieron, desde mis muslos hasta la cintura y después hasta los pechos —ambos pechos, con ambas manos—, mientras yo hacía otro tanto en su entrepierna.
Oí un grito. Si no hubiera sido tan agudo, podría haber pensado que había sido James. Y yo tampoco lo había soltado, o por lo menos, eso creía.
Y al parecer, tampoco lo creyó James. Se detuvo y levantó la cabeza.
—Otra vez —dijo con voz ronca—. Pensaba que eras tú.
—¿Cómo que otra vez?
—Sí, ya lo he oído otra vez. Por eso me he parado.
—Y pensabas que yo…
—Me deseabas.
Miró hacia los árboles.
Podría haberme sentido avergonzada… o sea, que se hubiera parado porque pensara que yo lo necesitaba, como si yo estuviera de urgencias o algo, de no haber sido porque noté su erección contra mi cuerpo. La necesidad y el deseo eran mutuos.
Pero volvió a oírse aquel grito, y yo también miré hacia la espesura del bosque.
—¿Qué pasa? —susurré, olvidándome inmediatamente de mi deseo.
—No lo sé —contestó James, al parecer desatendiendo también su propia urgencia.
Me tomó de la mano y nos internamos en el bosque, entre agujas de pino, rocas y musgo. De repente se detuvo, aún cogidos de la mano. Volvió a oírse el grito, que era sin duda humano, y de mujer. Nuestras miradas se cruzaron.
—¿Pide socorro? —susurré.
—Creo que no, pero vamos a ver —contestó James, también en un susurro.
Por si acaso pasaba realmente algo, James me puso detrás de él. Me agarré a su camiseta, y dimos unos cuantos pasos.
No tuvimos que avanzar mucho. Justo cuando sonó otro grito, rodeamos unos altos helechos y salimos al claro de un bosque; al mirar, contuve el aliento. Había una mujer atada a un árbol.
Pero no. Me di cuenta de que no estaba atada. Tenía la espalda contra el árbol y los brazos detrás del tronco, pero no había cuerdas. Tenía los ojos cerrados, la cabeza echada hacia un lado, la larga cabellera negra sobre los hombros. Y tampoco había cadenas. Lo que la tenía aferrada allí era el éxtasis, instigado por una cabeza oscura y un pálido cuerpo masculino que tapaban sus extremidades inferiores.
—Dios santo —dije en un susurro, y habría retrocedido tan silenciosamente como habíamos llegado hasta allí (era una situación demasiado íntima) a no ser porque James se plantó donde estaba. Le di un golpecito en el codo, pero no se movió. No solo eso; se puso en jarras.
No hubo que esperar mucho. No sé si algo alertó a la mujer (a la que no reconocí) o si simplemente, una vez alcanzado el culmen de su delirio, torció la cabeza y abrió los ojos. Entonces no gritó. Literalmente chilló. Se cubrió los pechos con los brazos; su amante alzó la mirada y después miró hacia atrás.
Lo reconocí inmediatamente. Era Hal Healy, Hal, tan enamorado de su voluptuosa esposa que no podía quitarle ni los ojos ni las manos de encima; Hal, que me había acusado a mí de ser una influencia negativa para las chicas del pueblo; Hal, el insigne director del instituto de Middle River. Y nos habíamos topado con otro de los asquerosos secretitos de Middle River.
—Hipócrita, hijo de puta —dijo James.
Me dio la impresión de que Hal se agachaba aún más, para intentar esconder el trasero, porque si se daba la vuelta no podía sino quedar más al descubierto. No podía echar a correr, no podía esconderse. Lo único que podía hacer era ponerse colorado, y eso es lo que hizo. Si no hubiera resultado lastimoso, habría sido para echarse a reír.
—No es lo que parece —logró articular con voz temblorosa. Miraba a James, no a mí. Evidentemente, quien representaba una amenaza era James.
—Ah, ¿no? —dijo James—. Entonces, ¿qué es? —Dirigiéndose hacia mí, añadió—: Supongo que conoces al señor Healy. La encantadora señorita que está con él es Eloise Delay, la orientadora educativa que contrató el año pasado. La señorita acaba de salir de la universidad, lo cual significa que es notablemente más joven que nuestro director. Y ella es la que orienta a los alumnos con problemas.
La señorita Eloise Delay estaba pegada al árbol, intentando cubrirse, con los ojos inundados de horror. Parecía estar diciendo «trágame, tierra», como si esa hubiera sido la mejor solución para escapar de aquello.
—No la pagues con ella —rogó Hal.
—¿Es que ella no quería? No me lo parece. Hal, corren ciertos rumores. La gente no entiende por qué no le quitas las manos de encima a tu mujer cuando hay alguien delante y al mismo tiempo se queja, la pobre, de que te quedas en el instituto una tarde sí y también. Según esos rumores, tenía que ser alguien del instituí pero no acertaban quién podría ser. Así que sois Eloise y tú, que trabajáis hasta tarde, ¿eh? Eso no está nada bien, pero aquí, a plena luz del día… ¿Y si yo hubiera sido uno de vuestros alumnos? ¿O un grupo entero de alumnos?
Sin poder responder, Hal simplemente rogó:
—Por favor, apartaos un poco para que al menos podamos vestirnos.
—Todavía no he terminado —replicó James con toda la autoridad que siempre le había atribuido yo. No tuvo que alzar la voz para que retumbara como el trueno—. ¿Y ahora qué vamos a hacer contigo?
—No volverá a ocurrir —dijo Hal.
—¿Cuántos alumnos habrán dicho lo mismo antes de que los suspendieran o de que los expulsaran? ¿Cuánto tiempo hace que empezó esto, señorita Delay? ¿Ya había saltado la chispa cuando hizo la entrevista para el trabajo?
Eloise no dijo nada. A la pobre no le salía la voz del cuello.
—A ver, Hal —insistió James—. ¿Desde cuándo? Recuerdo que cuando la contrataste, se decía que no tenía experiencia. Tú la defendiste ante la junta del instituto. ¿Y qué dijiste? ¿Que tenía un expediente académico de primera? ¿Que tenía muy buenas recomendaciones? ¿Más su personalidad? Supongo que eso de la personalidad tiene un nuevo significado.
Le di un golpecito a James en el brazo y le susurré:
—Vámonos.
Pero James no había terminado.
—¿Y tu mujer, Hal? Lleva en este pueblo toda la vida. ¿Sabes lo que pasa cuando empiezan a correr los rumores? ¿Crees que a ella le hace gracia? Sí, vale, tú dimites de tu puesto y encuentras trabajo en otro sitio, pero ¿y ella? Aquí está su hogar. ¿Vas a desarraigarla y a llevártela? ¿Es ella tu tapadera? ¿Es eso? ¿O vas a divorciarte de ella y a largarte con la señorita Delay?
—James —insistí. Detestaba a Hal Healy, pero empezaba a avergonzarme.
Mi súplica fue escuchada. James emitió un gruñido de desprecio, se dio la vuelta y echó a andar. Yo lo seguí de buena gana.
—¿Qué vas a hacer? —gritó Hal.
James bramó por encima del hombro, y he de reconocer que me dio miedo:
—¡Imagínate lo que voy a hacer!
Al volver al sendero, siguió andando a grandes zancadas, para dirigirse por la ruta más corta al aparcamiento.
—¡James! —grité, varios metros detrás.
Levantando una mano, continuó, y no paró hasta que llegamos al otro lado del bosque. Se agachó en la hierba, se puso las manos en las rodillas y dejó la cabeza colgando. Me acerqué a él, pero me quedé allí esperando hasta que se recuperó. Después se enderezó. Nuestras miradas se encontraron.
—No me arrepiento de nada de lo que he dicho. Se lo merece. Es un imbécil y un pedante. Pero ¿y nosotros? ¿Acaso somos distintos?
Yo sabía perfectamente lo que estaba pensando. Dios sabe que conozco mis defectos, pero me negaba a que me metieran en el mismo saco con los Hal Healys del mundo.
—Sí, somos distintos. En primer lugar, cuando lo hicimos aquí, estaba oscuro. En segundo lugar, ninguno de los dos estamos casados. En tercer lugar, no vamos por ahí predicando la compostura y la abstinencia. Él sí, continuamente, según tengo entendido. Mi sobrina me ha contado que incluso está tomando medidas para que no se vea piel al desnudo en el colegio, y estoy completamente de acuerdo, salvo porque hay que tener valor para exigir eso cuando él está ahí, en cueros, y con alguien que no es su esposa.
La mirada de James estaba ensombrecida.
—¿Eres la amante de Greg Steele?
—No.
—¿Vivís juntos pero no hacéis nada?
—No.
—¿Lo habéis hecho alguna vez?
—No. Somos muy buenos amigos. El precio de las casas en Washington se ha disparado, y como hemos juntado nuestros ahorros, hemos podido comprar algo decente. Ninguno de los dos quería vivir solo. Preferimos vivir juntos que con otras personas. Vemos a otras personas, y si alguna de esas relaciones llega a ser seria, venderíamos la casa, pero de momento nos funciona. Tenemos habitaciones distintas, en dos plantas distintas. Nunca hemos tenido relaciones sexuales.
No sé si mi respuesta le satisfizo. Su mirada seguía ensombrecida, no tanto por la duda como por la angustia.
—Entonces, lo que hemos hecho no ha roto ningún código moral. Y sí, lo hicimos en la oscuridad, pero ahora, ¿habríamos parado si no hubiéramos oído el grito?
Ahí me pilló. No pude responder. La verdad es que cuando estaba así con James, el resto del mundo dejaba de existir.
Soltó un gruñido.
—Sí, lo sé. Entonces, ¿qué vamos a hacer?
—¿Tenemos que hacer algo? —repliqué con una sonrisita—. ¿No podemos disfrutarlo mientras dure?
Me observó unos momentos y se pasó una mano por el pelo alborotado. Aún con la mano en la nuca, se quedó mirándome con lo que me pareció asombro y me devolvió la sonrisita.
—Me digo continuamente: ¿de verdad es Annie Barnes? ¿La Annie Barnes que tanto fastidió a los Meade hace años? No comprendo por qué me siento atraído hacia ti.
—Gracias.
—Sabes qué quiero decir. ¿A ti no te pasa lo mismo?
De repente me puse muy seria. No habría elegido ni aquel momento ni aquel lugar; lo habría dejado pasar algún tiempo, porque era tan bonito… Simplemente sentir a James Meade contra mi cuerpo… y sin duda aquella discusión lo destruiría todo… Pero había otra verdad, aunque ya no sé cuál, porque he perdido la cuenta, así que quizá fuera la VERDAD N.o 18: el momento y el lugar van por libre. A lo mejor decidimos una cosa. Después ocurre otra cosa y nuestra decisión es cuestionable. No podemos retroceder; solo seguir adelante.
—Ya lo verás —dije, y lo que salió de mis labios no tenía nada que ver con Grace. Ella había sido víctima de su tiempo y su lugar, pero yo estaba en los míos—. Tú eres el malo. Yo no debería sentirme atraída hacia ti, especialmente después de lo que me he enterado en Nueva York. Mi hermana ha pasado por toda una batería de pruebas médicas, el resultado de las cuales es que le han diagnosticado intoxicación por mercurio. Aquí solo existe una fuente de mercurio: tu fábrica.
—Pues yo tenía la impresión de que la intoxicación por mercurio procede de la amalgama dental.
—Puede ocurrir, pero Phoebe no tiene empastes de plata. Además, ha habido vertidos.
Me clavó la mirada. ¿Con duda? ¿Con atrevimiento?
—Phoebe no es la única que está enferma —dije.
—Lo sé.
Tuve que saltar.
—¿Lo sabes y no haces nada?
—No es exactamente así.
—Pues explícamelo, por favor.
Miró hacia los vestuarios, la única zona del instituto visible desde donde estábamos.
—Aquí no. Ni ahora.
—Pero tú has sacado el tema. Si no es aquí y ahora, ¿cuándo?
—Esta noche.
—Tengo que ocuparme de Phoebe. Está muy mal, de verdad, James, y se va a poner peor antes de mejorar. Mañana empieza con el tratamiento. Lo va a hacer Tom… Y si vosotros le creáis problemas por eso, sí que escribiré el libro.
—Ningún problema. ¿A qué hora se acostará Phoebe esta noche?
—A las nueve.
—Ven entonces.