19

Nicole DuPuis se sentía confiada tras haber hablado con Aidan. Lo tenía entre la espada y la pared, y él lo sabía. Si se destruía su matrimonio, él tendría que ayudarla, y no era exactamente chantaje. Pero la verdad era que Aidan tenía algo bueno entre manos con ella, independientemente del sexo. Ella llevaba la parte del negocio que correspondía a Aidan de tal forma que a veces incluso se sorprendía de sí misma. Era la voz de Aidan; se expresaba gracias a ella. Sandy Meade estaba completamente engañado. Confiaba cada día más en Aidan para que se pusiera al frente de la empresa. Si las cosas seguían así, Aidan tendría asegurada la presidencia del consejo de administración, algo que también le interesaba a Nicole. Con Aidan como presidente, ella sería aún más indispensable. Además, con ese puesto, tendría acceso ilimitado al dinero, y si ella recibía lo suficiente, podría darle la patada a Anton.

Eso le gustaría, le encantaría. Anton era un sinvergüenza y un mentiroso. Ya no dormían en la misma cama, pero aún tenía que soportarlo durante las comidas y los acontecimientos sociales. Eso le producía una gran tensión que la estaba minando.

Precisamente por eso seguía retrasando hablar con Kaitlin, porque provocaría aún más tensión. Bastante susceptible estaba ya su hija. Desde luego, actuaba. Sonreía, asentía y decía: «Sí, mamá, lo haré», pero Nicole veía la rabia que iba por dentro. Enfrentarse con ella para averiguar lo que le había dicho a Annie Barnes podría resultar muy desagradable.

Entonces murió Omie. Todo el mundo fue al restaurante el viernes, ¿y cómo no fijarse en la relación entre Kaitlin y Annie? Cada vez que Nicole miraba, Kaitlin estaba hablando con Annie o de ella. Y encima Hal, comentándolo y asegurando que le preocupaba lo que parecía empezar a ser una amistad, e incluso sugiriendo que Kaitlin había pasado a ser el enlace entre Annie y las demás chicas. Nicole no podía retrasarlo más.

Esperó hasta el sábado por la mañana, cuando hubo acabado funeral y Anton se fue a jugar al golf. Kaitlin estaba junto a la piscina, con un bañador al menos una talla más pequeña que la suya y el cuerpo embadurnado de aceite. Estaba en una tumbona, hablando por teléfono. Cuando vio que Nicole se aproximaba, cerró el teléfono, lo dejó caer sobre una toalla que había en el suelo y cerró los ojos.

—¿Con quién hablabas? —preguntó Nicole en tono sinceramente cordial. Quería ser amiga de su hija, de verdad. Pero aún no lo había conseguido.

—Con nadie —contestó Kaitlin.

Nicole sonrió.

—¿Con nadie durante tanto tiempo? No puede ser.

—Con nadie importante.

—¿Kristal?

—Jen —dijo Kaitlin. Sin abrir los ojos, estiró el brazo hacia un lado de la tumbona, cogió una cereza de un cuenco y se la metió en la boca. Arrancó el rabillo y lo dejó en el cuenco.

—Ah, Jen. —A Nicole le caía bien Jen, que mantenía con su madre la clase de relación que ella envidiaba. Acercando otra tumbona, se sentó en la parte de abajo—. ¿Podemos hablar?

Kaitlin estaba masticando la cereza.

—Hum… sí.

—Ayer estuviste un montón de tiempo con Annie Barnes. ¿Por alguna razón especial?

Kaitlin negó con la cabeza, escupió el hueso de la cereza en la mano y lo tiró al cuenco.

—Últimamente la ves mucho.

—No más que a cualquiera del pueblo.

—No hablan con ella, y tú sí.

Kaitlin entreabrió un ojo y levantó la cabeza justo lo suficiente para mirar a Nicole.

—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Es que te lo cuenta alguien?

—Lo vi yo misma ayer, en el restaurante. —Kaitlin parecía de lo más cómoda con Annie; no solo cómoda, sino hasta contenta. Hacía tiempo que Nicole no la veía así—. ¿De qué hablabais?

Kaitlin volvió a dejar caer la cabeza.

—Me estaba explicando cómo hay que colocar los bocaditos de pollo. Tiene su truco.

Esa era precisamente la clase de frasecita que irritaba a Nicole: inocente en la superficie, pero burlona.

—No te pongas impertinente, Kaitlin.

—Lo digo en serio. Hablamos de eso.

—Hay mucha gente de aquí preocupada por Annie Barnes —replicó Nicole a modo de autodefensa—. No soy solo yo.

—¿Quién más?

—El señor Healy, por ejemplo. Piensa que es una mala influencia para las chicas de tu edad.

—El señor Healy tenía que ser. Con las estupideces que dice.

Nicole coincidía con su hija en ese tema, pero no estaba dispuesta a reconocerlo. Para lo que le importaba en aquel momento, Hal era simplemente el director del instituto.

—Está preocupado por Annie Barnes.

Kaitlin se incorporó apoyándose en los codos, con los ojos abiertos.

—¿Preocupado por qué?

—Porque se meta en vuestras vidas y después escriba sobre ello.

Kaitlin torció el gesto. Se sentó, cogió el cuenco de las cerezas y se lo puso en el regazo.

—No está escribiendo un libro sobre Middle River.

Se metió otra cereza en la boca, arrancó el rabillo y lo dejó en el cuenco.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque me lo ha dicho ella —respondió Kaitlin dándole vueltas a la cereza en la boca.

—¿Y cómo surgió el tema?

Kaitlin escupió el hueso en una mano.

—Se lo pregunté yo, mamá. Medio pueblo está preguntando lo mismo. ¿Tienes algún problema con eso?

—No, ninguno —contestó Nicole, porque en realidad no quería peleas. Pero aún seguía pendiente el asunto de qué sabía Kaitlin qué podría haberle contado a Annie. De lo que se trataba con aquella conversación era de controlar los daños, ¿no?

Así que rebobinó y dijo, dándole más énfasis:

—Bueno, sí, yo sí tengo un problema. Las mujeres como Annie Barnes son muy astutas. Hacen como si fueran amigas tuyas y luego te dan una puñalada por la espalda. Es posible que te esté utilizando, Kaitlin. Espero que no le hayas contado nada de lo que te puedas arrepentir.

—¿Como qué?

—Bueno, no sé.

Nicole no estaba dispuesta a hablar de Aidan. Todavía existía alguna posibilidad de que Kaitlin no supiera nada.

—Me fío de ella.

—Dios mío. O sea, le has contado cosas.

—Lo único que quiero decir es que no me está utilizando —replicó Kaitlin—. Ella no es así.

Cogió otra cereza.

—¿Y tú sabes cómo es? —preguntó Nicole—. Kaitlin, tienes diecisiete años, y no eres precisamente una autoridad en materia de en quién hay que confiar y en quién no. ¿Tienes idea de lo que ocurre cuando le haces confidencias a una persona así y ella se las cuenta a todo el mundo? ¿Sabes cuánto daño se puede causar? Annie Barnes lo hace, y lo sabe muy bien. Si le cuentas cualquier cosa sobre nosotros, en cuanto salga a la luz no hay forma de recuperarla. Hay ciertas cosas que deben mantenerse en privado. Y por lo que más quieras, deja de comer cerezas. Son puro azúcar. Ese bañador ya te queda muy justo.

Nicole se dio cuenta de su error nada más haber pronunciado aquellas palabras. La expresión de Kaitlin se endureció.

—Precisamente por eso me cae bien Annie Barnes —proclamó la chica con frialdad—. Ella jamás diría una cosa así. Ella no piensa que yo sea gorda. También ella era fea cuando tenía mi edad, y cuando sea mayor, me gustaría ser como ella.

Nicole se asustó un poco.

—Tú no eres fea.

—Ah, ¿no? ¿Y entonces por qué tanto arreglo en la nariz, en los dientes, en la mandíbula, en el pelo y en la piel?

—Yo nunca he dicho que seas fea.

—No con esas palabras, pero lo dices de otras formas. «Ese bañador te queda muy justo», repitió en tono burlón. «Por lo que más quieras, deja de comer cerezas». Mira, mamá, no estoy sorda. Oigo lo que dices y, bueno, qué le vamos a hacer, a lo mejor no puedo ser tan guapa y tan delgada como tú.

—Yo jamás he dicho que seas fea.

—Gorda es lo mismo que fea, y siempre me estás diciendo qué tengo que ponerme para parecer más delgada. Ahora, encima me dices que soy tonta.

—Yo no digo eso.

—«No eres precisamente una autoridad en materia de en quién debes confiar y en quién no» —repitió Kaitlin en tono burlón. Sujetando el cuenco de cerezas, agarró el móvil y se levantó—. Pues a lo mejor soy más lista de lo que tú crees. A lo mejor sí sé en quién puedo confiar. Annie Barnes me comprende mucho mejor que tú. Sabe lo que siento. Ha vivido aquí. Si dice que no está escribiendo un libro, yo la creo, y si tú tienes un problema con eso es porque tienes miedo de que todos tus secretos salgan a la luz. Pues para que te enteres, ella no conoce tus secretos, y no tiene nada que ver con si yo se los cuento o no. Hay otras personas en este pueblo sobre las que yo hablaría antes que sobre mis padres. ¿Tú te crees que me siento orgullosa de lo que hacéis papá y tú? ¿Por qué crees que no traigo aquí a nadie?

—Claro que traes gente —intentó rebatirle Nicole, pero había empezado a abrirse un vacío en su interior.

—No a cenar, ni los fines de semana, no cuando sé que quizá Papa y tú estéis aquí, porque cualquiera se daría cuenta de lo mucho que os odiáis, y no me lo niegues. Te he oído contarle cosas a tus amigas por teléfono.

Nicole estaba espantada.

—No tendrías que haber escuchado esas conversaciones.

—Estaba en la misma habitación. ¿Cómo no iba a oírlo? Mamá, no soy una niña. No puedes decir una serie de cosas y pensar que no me voy a enterar de lo que significan… y además, he visto a papá con esa mujer. Estaban en la cama, desnudos, en pleno día, con sexo ¿Te crees que no sé lo que es eso?

Nicole soltó una risita, muy violenta.

—Bueno, sí, eso pensaba.

—¿Porque soy fea? ¿Porque soy gorda? Pues para que lo sepas a algunos chicos no les importa.

Nicole se sintió aún más violenta.

—¿Qué quieres decir?

Su hija estaba tan enfadada que estuvo a punto de soltarlo todo pero se contuvo, respiró hondo y se tranquilizó.

—Lo que quiero decir es que todo el mundo se da cuenta de lo mal que va vuestro matrimonio, y que si trajera aquí a mis amigos lo verían enseguida, y me daría mucha vergüenza. Así que, ¿por qué tendría que contarle a Annie Barnes lo que pasa en esta casa? No soy del todo imbécil. Al menos me creerás en eso, ¿no?

Cogió su toalla y se marchó.

El domingo por la mañana Sabina fue a la iglesia con su familia. Sentía una especial necesidad de consuelo. En parte se debía a haber perdido a Omie, símbolo de todo lo que era estable y seguro. Lo demás era más complicado. Se debía a reconocer que Phoebe estaba enferma, a agradecer la ayuda de Annie y a presentir que, en el fondo, algo estaba a punto de cambiar en su propia vida.

No comprendió esto último hasta que terminó el oficio y fue a visitar la tumba de sus padres. La hierba había rellenado la lápida de Alyssa, habían crecido los rododendros que la flanqueaban, y las petunias que habían plantado Phoebe y ella a principios de verano destellaban con sus tonos naranja, rosa y blanco, todas ellas dando fe de la fuerza del período de crecimiento en Middle River aquel año.

El lugar era exuberante, como en cierto modo lo era su vida. Ron y Timmy no habían entrado, pero Lisa estaba con ella, cogida de su mano de una forma que Sabina sabía que era muy valiosa, dada la madurez que estaba alcanzando la niña. Sabina tenía mucha suerte con sus hijos, con su marido, sin duda, y también con sus hermanas. A sus padres les gustaba que lo comprendiera; Sabina lo notaba en la calidez del aire.

Al cabo de unos minutos regresaron. Justo detrás de la verja del cementerio se toparon con Aidan Meade y el jefe de policía Greenwood. Cuando la vio Aidan, le dirigió una sonrisa torcida.

—Precisamente estábamos hablando de tu hermana —dijo.

Sabina le apretó la mano a Lisa.

—Venga, vete con los demás. Dile a papá que yo voy enseguida. —Cuando Lisa echó a correr, Sabina se volvió hacia Aidan—: ¿Qué hermana?

—La que tiene problemas.

Sabina le dirigió una extraña sonrisa.

—¿Y cuál de ellas es?

—Annie —respondió el jefe de policía con su voz rasposa—. Tuve unas palabras con ella el jueves pasado. Está consiguiendo cabrear a la gente del pueblo.

—Vaya —replicó Sabina en voz baja—. Pues nadie parecía molesto con ella el viernes en el restaurante de Omie.

—Era cuestión de cortesía —intervino Aidan—. Al fin y al cabo, era un velatorio. Pero ha molestado lo suficiente a alguien como para que ese alguien le rajara las ruedas del coche un día antes. Para mí que es un aviso.

Fue entonces cuando Sabina notó el cambio. Fue muy sutil, pero también muy claro.

—¿Como el que me diste el miércoles, cuando me amenazaste con echarme si no hacía que Annie se marchara del pueblo? —Miró al jefe de policía—. Yo incluso podría decir que ustedes algo tienen que ver con esas ruedas rajadas.

—Vaya —replicó Aidan—. ¿Y le has contado a alguien esa teoría tuya?

—Todavía no —contestó Sabina con una sonrisa—. Acaba de ocurrírseme ahora, al verlos aquí hablando sobre Annie, según tú mismo has reconocido.

Greenwood se tiró del cinturón.

—¿Se ha ido a Nueva York? ¿Cuánto tiempo se va a quedar?

—Está con Phoebe, o sea que deberías decir cuánto tiempo se van a quedar. Volverán el martes. —Sabina enarcó las cejas—. ¿Y ahora qué va a pasar? ¿Creen que alguien disparará por casualidad contra la casa? ¿Pondrán animales muertos en el porche? ¿Robarán en la tienda? —Mirando a uno y a otro con asco por ambos identificó aquel pequeño cambio interior. Estaba relacionado con la lealtad—. Les prometo una cosa. Como pase algo más, lo primero que voy a hacer es llamar a la policía del estado.

Aidan se irguió.

—Eso parece una advertencia, y no me gustan esas cosas, Sabina.

—Ya lo sé —replicó Sabina en tono de lástima—. Te sientes impotente y desprotegido, ¿verdad? —Volvió a sonreír—. Sin embargo tienes mucho poder. Basta con una palabra tuya, Aidan. Dile al jefe de policía que hay que proteger a Annie, y tendrá protección.

—Quiero que se marche —proclamó Aidan.

—Pues se irá. Solo va a estar aquí un mes y ya ha pasado casi la mitad de ese tiempo. Dos semanas más, Aidan. Nada más. ¿No crees que puede soportarse?