Con el día que llevaba, lo primero que pensé es que encontraría al jefe de policía Greenwood al otro lado del aparcamiento, repantigado tranquilamente en el coche patrulla, con una hoja de hierba en la boca, asegurando que él no había visto nada. ¿Y quién iba a contradecirlo? Si había elegido un momento en el que todo el mundo estaba dentro, podía haber cometido la fechoría a solas. Mi coche no se veía desde la calle a la sombra de aquel enorme roble. Ni tampoco se veía desde la mitad del restaurante más cercana a la puerta, la única parte que seguiría abierta durante al menos una hora.
Por supuesto, eran imaginaciones de escritora. El jefe de policía no estaba por ninguna parte. Irónico, ¿verdad? Justo en el momento en el que lo necesitaba, desaparecía.
Asqueada, saqué el móvil del bolsillo y marqué el número que conocían hasta los niños de colegio de Middle River. No había cambiado. Salió la voz del policía inmediatamente; no había centralita. Middle River no se lo podía permitir, como tampoco una comisaría con más de una persona, que era el comisario. ¿No era como para asustar a cualquiera?
—Soy Annie Barnes —dije—. Estoy junto al restaurante de Omie. Me han rajado los neumáticos del coche.
Hubo unos segundos de silencio y a continuación, desabridamente:
—¿Por qué me llama a mí? Yo no cambio neumáticos.
Aspiré profundamente.
—Rajadas es la palabra clave aquí. El vandalismo es un delito.
—¿Ve a alguien por ahí?
—No, pero…
—¿Cree que voy a encontrar huellas dactilares? ¿Huellas de pisadas en la grava? ¿Marcas de ruedas?
Estaba indignada. Me olvidé de que no debía proporcionarle la oposición que deseaba; no pude resistirme a arremeter contra él.
—Lo ha planeado usted, ¿verdad? Si no lo conociera, pensaría que lo ha hecho usted mismo. Pero está muy bien. Me ha dado una idea. Necesitaba a un tipo malo para mi libro.
A juzgar por la brusca respuesta del jefe de policía, le había tocado la fibra sensible.
—Pues no soy yo. Yo no soy un tipo malo. Siga usted por ese camino y se arrepentirá. Ya ha causado problemas aquí. ¿Quiere causar más? ¿O es que no le importa el bienestar de su familia?
Me quedé de piedra. Una cosa era que me amenazara un Meade; otra que me amenazara el jefe de policía.
—¿Qué tiene que ver mi familia con esto?
—En este pueblo los aceptan. Siga usted por ese camino y la gente se volverá contra ellos, como se ha vuelto contra usted. ¿Sabe lo que significa la palabra «agitadora»? Pues eso es usted, y no está bien. Por si no lo sabía, cuando aquí se presenta un agitador, hay que echarlo.
No tenía ni idea de cómo enfrentarme con aquello. El jefe de policía Greenwood me odiaba. No sabía por qué, pero así eran las cosas.
Temblando de rabia, frustración y, sí, quizá también con un poco de miedo, volví al problema más inmediato.
—Me han destrozado el coche. ¿Va a venir a investigar los hechos o llamo a la policía del estado?
Tranquilo y frío tras haber ganado aquel asalto, dijo:
—No hace falta que llame a la policía del estado. Estoy terminando una cosa. Iré en cuanto acabe.
Tardó veinte minutos, veinte minutos en terminar lo que estuviera haciendo y en dar la vuelta a la manzana en coche. Aproveche ese rato para llamar a Normie a la estación de servicio, y para indignarme.
Estaba ocupada en esto último, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos clavados en las ruedas lisas como tablas cuando Kaitlin y sus amigas salieron del restaurante. Tres de las cinco se dirigieron a un coche. Cuando me vio Kaitlin y se acercó, la cuarta echó a correr hacia las demás.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, mirando los neumáticos.
—Alguien los ha rajado mientras yo estaba dentro. Por casualidad no verías a nadie rondando por aquí cuando llegaste con tus amigas, ¿verdad?
—No. Y los neumáticos no estaban así cuando llegamos. Vi su coche y se lo enseñé a mis amigas. Nos habríamos dado cuenta.
Pero habían estado en el restaurante más de una hora, tiempo más que suficiente para que alguien hiciera de las suyas con un cuchillo.
—He llamado a Normie a la estación de servicio —dije—. No parecía precisamente encantado de tener que venir hasta aquí.
Era un eufemismo. Normie había estado incluso grosero.
—Normie es un auténtico imbécil —replicó Kaitlin.
Apareció el jefe de policía. Kaitlin se quedó, y no sola. Ya había salido más gente del restaurante; nos había visto y se había acercado. El jefe de policía rodeó mi coche observando cuidadosamente cada uno de los neumáticos. Después miró a los que se habían congregado allí.
—¿Alguien ha visto algo?
Movimientos de cabeza y murmullos, todos de negación.
—Supongo que no tendrá cuatro ruedas de repuesto en el maletero, ¿verdad? —me preguntó el policía, pero miró a su público con una risita.
No pensaba contestar a preguntas estúpidas.
—¿Ha habido más casos de este tipo en Middle River?
—¿Se refiere a si tenemos un acuchillador en serie? —preguntó lanzando otra mirada guasona a los espectadores—. Pues no. Debe de haber molestado a alguien. Se le da a usted muy bien. Yo diría que es un aviso.
—¿Un aviso de qué? —intervino Kaitlin. Observé que se había acercado más a mí.
El jefe de policía arqueó una ceja.
—De que Annie Barnes está fastidiando a alguien en este pueblo. ¿Eres amiga suya?
Kaitlin no hizo caso a la pregunta.
—¿A quién está fastidiando?
—Podría nombrar al menos a doce personas —contestó Greenwood, y empezó a espantar a los curiosos—. Vamos, vamos, aquí no hay gran cosa que ver. —Dirigiéndose a Kaitlin, añadió—: ¿No te están esperando tus padres en casa?
—No —contestó Kaitlin, apartándose el pelo de los ojos con un gesto que no era sino desafiante.
No era tan grave ahora que se habían marchado los demás, pero de todos modos temía que se metiera en problemas.
—Puedes marcharte, Kaitlin. Estoy bien.
—¿Va a hacer una investigación? —me preguntó a mí, no a él.
—Haré lo que haya que hacer —contestó el jefe de policía.
Cuando Kaitlin estaba a punto de preguntar algo más, la agarré por el brazo.
—Vamos, vete. Yo me encargo de esto.
La última palabra quedó sofocada por un ruido retumbante, que decía muy poco en favor de los mecánicos de la estación de servicio Zwibble, cuando la grúa bajó por la calle y entró en el aparcamiento del restaurante de Omie. Normie saltó de la cabina y vino hasta donde estábamos.
En esta ocasión no hubo ni sonrisas, ni cháchara mientras examinaba los destrozos, ni «ooohs» ni «aaahs» ni recordar a los viejos amigos del colegio. Solo una revisión lenta y silenciosa primero de un neumático, después de otro, después una vuelta al coche para ver el tercero y por último el cuarto. Cuando al fin volvió con nosotros, se rascó la cabeza casi calva. Miró al jefe de policía antes de saludarme, y aun entonces siguió con los ojos clavados en el coche.
—Hay un problema —dijo—. No tengo esa clase de neumáticos.
—No soy tiquismiquis con la marca —repliqué.
—No es la marca. Es el tamaño. Aquí en Middle River no tenemos coches así.
—Estos neumáticos no son exclusivos para los descapotables —objeté.
—Aquí la mayoría son camiones.
—Mis padres no tienen ningún camión —intervino Kaitlin—. El Sebring de mi madre es de un tamaño parecido.
—Pero no tengo los neumáticos adecuados —insistió Normie.
—¿Y cuándo puedes tenerlos? —pregunté.
—Tengo que hacer unas llamadas.
Se quedó allí plantado.
—Muy bien —dije—. ¿Puedes hacerlas?
—Sí, pero tendría que llevarme tu coche, solo que no puedo remolcarlo con los neumáticos así. Hace falta un remolque de plataforma.
Esperé. Como no me ofreció ninguna explicación de por qué no había traído un remolque de plataforma, puesto que le había dicho por teléfono que las cuatro ruedas estaban rajadas, dije:
—¿Puedes conseguirlo?
—Está en el taller.
—Así que tienes que volver y cambiar de camión. ¿Cuánto tardarás? ¿Veinte minutos?
Miré mi reloj. Todavía me quedaba tiempo. Desde luego, a menos que encontrase los neumáticos en otra estación de servicio cercana, mi coche estaría inservible hasta el día siguiente como mínimo. Pero en cuanto Phoebe volviera a casa podría usar su furgoneta. Tendría tiempo de sobra. No había quedado hasta las siete.
Normie torció el gesto.
—Es que, verás, no es lo único que tengo que hacer. Estaba en medio de una faena cuando me llamaste. Tengo que terminarlo hoy.
Lanzó una mirada al jefe de policía.
Greenwood parecía plenamente satisfecho. Cualquiera habría pensado que aquellos dos estaban conchabados para hacerme la puñeta.
—Voy a hacer una cosa —dije, sacando el monedero—. Como no quieres ayudar, voy a llamar a la Triple A. —Saqué la tarjeta—. He de decir que entre ustedes dos tengo un material estupendo para mi libro.
La redonda cara de Normie palideció.
—¿Qué material? —Lanzó otra mirada al jefe de policía, pero esta vez muy distinta—. ¿Qué material tiene?
—Nada —replicó el jefe de policía en tono burlón—. Son amenazas vacías, porque la verdad es que en el pueblo nadie quiere hablar con ella. Es una paria… Esa es la palabra. Mira una cosa: sé buen chico y trae ese remolque. Cuanto antes tenga el coche arreglado, antes se marchará.
No me molesté en corregirlo.
—¿Y qué pasa con quien ha hecho esto? —pregunté, mirando el coche.
—Oiga, señorita —dijo entre dientes—. Estoy haciéndole un favor, o sea que deje las cosas como están.
Se dio media vuelta y echó a andar sin darme tiempo a protestar. Tras hablar unas palabras con Normie, se subió al coche patrulla y Se marchó. Normie subió a la grúa y salió dando tumbos del aparcamiento.
Volví a mirar el reloj. Eran las cinco. Suponiendo que Normie volviera enseguida, iba bien.
—¿Quiere que la lleve a algún sitio? —preguntó Kaitlin—. Tengo el todoterreno viejo de mi madre. Es un trasto, pero funciona.
—Gracias, pero de momento voy bien de tiempo. —Me apoyé en un lateral del coche y crucé los brazos sobre la cintura. Me sentía en terreno hostil, y las cosas se estaban poniendo peores—. Deberías marcharte. Quedarte conmigo no contribuirá a tu buena imagen.
—No me importa.
—Pero a mí sí. —Sonreí—. De verdad, estoy bien.
—¿Seguro?
—Seguro.
Echó a andar, pero se dio la vuelta.
—Le ha dicho que está escribiendo un libro.
—Y han reaccionado, ¿no? Una reacción muy curiosa.
—Pero a mí me dijo que no lo estaba escribiendo.
—No es sobre Middle River. Esa es la verdad.
Kaitlin se relajó.
—En cierto modo es una lástima —dijo con una media sonrisa maliciosa—. ¿Sabe lo que cuentan de Normie Zwibble?
Me tapé los oídos con las manos.
—No quiero enterarme.
De todas maneras lo dijo y, por supuesto, lo oí.
—Es adicto a la lotería, pero como no puede comprar billetes en el taller de su padre porque lo descubrirían, se va a Weymouth. Allí es donde le comprará los neumáticos. Es una excusa para ir.
—Conque la lotería, ¿eh?
—Y el jefe de policía Greenwood es yonqui.
—No me lo creo.
—Pues es verdad. Está enganchado a los calmantes. Mis padres hablan de eso constantemente. O sea, menos mal que no lo necesitamos para nada, ¿no?
Estaba pensando en eso cuando Kaitlin volvió a marcharse. Cuatro ruedas rajadas. Eso era violencia contra mi propiedad, violencia contra mí. Por mucho que notara lo mal que le caía a la gente de Middle River, jamás me habían amenazado físicamente. Se me hizo un nudo en la boca del estómago cuando empecé a asumir aquella realidad.
A cada minuto que pasaba, más impotente me sentía. Necesitaba hacer algo, y llamé a Sam. Hasta que no saltó el contestador automático de la redacción no caí en la cuenta de que era jueves. Estaría jugando al golf, o más probable, dada la hora, en el club de campo tomando whisky con sus amigotes, uno de los cuales era el gran Sandy Meade.
Cambié de postura. Apoyada contra el coche, observé el restaurante; después di la vuelta, me apoyé en el otro lateral y contemplé el bosque. Pensé en Sandy Meade y en la satisfacción que debía de producir ganarle una partida. Fue lo único que me sirvió de consuelo mientras esperaba a Normie.
Cuando habían transcurrido veinte minutos y no había vuelto, empecé a pensar si sería verdad lo que me había contado Kaitlin de él Y no solo de él. También del jefe de policía. ¿Adicto a los calmantes? Si lo era, y si de verdad creía que estaba escribiendo un libro sobre el pueblo, comprendía que se sintiera amenazado. Pero ¿amenazarme a mí? Si pensaba que así iba a cerrarme la boca, estaba listo. No tendría el menor reparo en hacer públicos sus problemas si seguía intentando quitarme de en medio.
Me pregunté si Sam lo sabría. Supuse que la mayor parte del pueblo sí.
Pasaron diez minutos más, y empecé a impacientarme. Cuando mi reloj eran las cinco y media y Normie seguía sin dar señales de vida, me decidí por el plan B y llamé a Phoebe. Como estaba una clienta, tuve que esperar. Seguía pensando que Normie aparecería, en cuyo caso no necesitaría a Phoebe. Y Phoebe estaba despistada.
—¿Por qué estás en casa de Omie? —preguntó cuando al fin puso al teléfono.
—No estoy en su casa, sino en el restaurante. Entré a comer algo y me han rajado las ruedas. Estoy esperando a Normie Zwibble pero si no aparece, voy a necesitar tu ayuda. Cerráis a las seis. ¿Podrías salir de la tienda a las seis y cuarto?
Sabía que había que hacer cosas antes de cerrar, pero podía hacerlas Joanne. A las seis y cuarto tendría suficiente tiempo.
—¡Joanne! —gritó Phoebe apartándose del teléfono—. ¿Cerramos a las seis? ¿Hoy no es a las ocho? Ah, vale. A las seis—. Volvió conmigo—. No sé si me va a apetecer cenar fuera. Estoy cansadísima. ¿Cenamos en casa?
—Habíamos dicho que íbamos a terminar la empanada de pollo que quedó de anoche —dije, pero empecé a darme cuenta de lo inútil que era recordárselo—. Mira, Phoebe, si te necesito te vuelvo a llamar, ¿vale?
Colgué y llamé a Zwibble, pero no me contestaron. No podía creer que a Normie se le hubiera olvidado. No tenía lógica. Si lo que decía Kaitlin era cierto y Normie pensaba que yo estaba escribiendo un libro, ¿no tendría miedo de que me enfadara con él y proclamara su secreto a los cuatro vientos?
Por supuesto, si el jefe de policía le había dicho que me hiciera la vida imposible y le tenía más miedo a él que a mí…
Volví a llamar a la estación de servicio. No hubo respuesta. Estaban a punto de dar las seis, y empezaba a tener un dolor de cabeza monstruoso.
Por cierto, si piensan que estaba sola en el aparcamiento, se equivocan. Ya era la hora de la cena, y los del pueblo iban y venían. Se fijaban en mí, en mi coche, y entraban en el restaurante. Cuando salían, se fijaban en mí, en mi coche, se subían a los suyos y se marchaban.
Conque sentirse el blanco de todas las miradas. Conque sentirse el blanco de todos los cotilleos, sentirse rechazada… Jamás había sido tan espantoso.
«Ahora lo comprendes —dijo Grace en tono de suficiencia—. ¿Entiendes por qué bebía?».
No, no lo entiendo, respondí desafiante. Cuando bebías, lo empeorabas todo. Cuando bebías, no podías escribir, y esa era tu herramienta. Podrías haber devuelto el golpe así.
«¿Como tú, doña Soberbia? Escribe un libro que ponga en ridículo a todos los farsantes de este pueblo y así te vengarás».
Pero entonces perdería para siempre Middle River y a mi familia pensé, y también que estaba en un callejón sin salida.
Omie. Necesitaba a Omie, pero estaba en casa, durmiendo la siesta. De haber estado en el restaurante, habría esperado conmigo. Ella era así. Y sus hijas y sus nietos eran como ella, buenos elementos de Middle River, pero estaban todos hasta las cejas de trabajo, cocinando y sirviendo.
Eran más de las seis. Intenté llamar a Phoebe a la tienda, pero saltó el contestador automático. Había un número privado, pero yo no lo tenía. Ni tampoco en información. En casa el teléfono sonó un montón de veces, y en casa de Sabina comunicaban.
A las seis y cuarto empecé a plantearme seriamente volver a casa andando. No me apetecía la idea de abandonar el BMW (no quería ni pensar en la cantidad de pequeños «percances» que podía sufrir si lo dejaba allí toda la noche), pero quizá no tuviera otra alternativa. Seguían sin contestar en el taller de Zwibble, lo cual significaba que Normie se había olvidado de mí, y yo no podía esperar eternamente. Tenía que llegar a la pista estudiantil a las siete.
Cuando dieron las seis y media, tenía la cabeza a punto de estallarme. Calculé que podía llegar a casa corriendo en menos de diez minutos, cambiarme de ropa y, suponiendo que Phoebe estuviera en casa con la furgoneta, llegar a la cita justo a tiempo.
Justo entonces apareció Normie, cuando ya me moría de impaciencia. Tardó diez minutos en colocar el BMW en el camión, y otros diez en recoger los datos de mi tarjeta de crédito, empeñado en que los necesitaba antes de pedir los neumáticos.
Sentí ganas de gritar, pero le di lo que necesitaba y después le pregunté con calma si podía dejarme en casa. Se negó, con la excusa que el seguro prohibía que yo fuera en la cabina. Me ofrecí a ir en remolque, pero también se negó a eso.
Ya eran las siete menos diez. No me cabía duda de que iba a llegar tarde. Sabía que James tenía móvil (había hablado por él aquel día en el restaurante de Omie), pero yo no sabía el número. Pedí el teléfono de su casa en información e intenté localizarlo allí.
Contestó una mujer.
Colgué inmediatamente, atónita. No estaba casado, eso seguro ¿Una novia? Pues bien. Yo corría con James, y nada más.
Pero tenía que estar allí para correr. Él había dicho a las siete y yo había aceptado. Podía desdecirme. A lo mejor los Meade hacían esas cosas, pero los Barnes no, ni siquiera con un dolor de cabeza tan espantoso como el que yo tenía.
—¿La llevo a algún sitio? —preguntó Kaitlin por la ventanilla de su coche.
No la había visto acercarse, aunque podría haber adivinado que volvería. Con la mirada clavada en la carretera para ver el remolque de Normie, había visto pasar el viejo todoterreno de la madre varias veces. Kaitlin estaba pendiente de mí.
Agradecida porque alguien lo estuviera, aunque fuera aquella chica que bien podría sufrir de mitomanía mal entendida, di la vuelta al coche y me subí.
—A casa de mi hermana, lo más rápido que puedas sin que te pongan una multa —contesté, apretándome las sienes con los dedos para aliviar el dolor de cabeza.
Llegamos en dos minutos justos.
—Me has salvado la vida. —Me bajé—. Gracias.
Al ver la furgoneta a un lado, subí corriendo por el sendero, entré en casa y fui a mi habitación a toda prisa, a cambiarme de ropa. Eran las siete cuando bajé corriendo y entré en la cocina. Phoebe estaba sentada a la mesa, cenando. Me miró con sorpresa.
—¿Annie? ¿Qué haces aquí?
Sigo convencida de que se refería a qué hacía en Middle River cuando ella pensaba que estaba en Washington. En aquel momento, me limité a decir:
—Voy a salir a correr. ¿Te gusta la empanada?
—La empanada. ¿La has hecho tú?
Podré parecer insensible, pero no tenía ánimos para enfrentarme a aquella confusión mental.
—Voy a llevarme la furgoneta. —Miré a mi alrededor—. ¿Las llaves?
—Pues… esto… —Se levantó y, con expresión de perplejidad, buscó en la encimera, en el cajón que había junto al teléfono de la cocina después en su bolso. Yo estaba que me moría, buscando por todas partes, cuando de repente dijo, dubitativa—: En el bolsillo del blazer…
—¿Qué blazer? —grité, mientras me dirigía al armario de la entrada.
No contestó. Estaba intentando recordar cuál se había puesto aquella mañana cuando se acercó a mí y dijo:
—Creo que el blanco de lino. Está arriba.
Subí corriendo, encontré el blazer sobre su cama y, afortunadamente, las llaves en el bolsillo. Al bajar a la carrera agité las llaves para que las viera Phoebe y salí.
Bajé por Willow Street, me metí en School y atravesé el centro a toda pastilla, en un auténtico desafío al jefe de policía a que me pillara, aunque sin duda estaría en casa con una buena cena a modo de recompensa por haberme jorobado a base de bien. Había unos cuantos coches en el aparcamiento del instituto. Sorteándolos, atajé y doblé la esquina, pero cuando apareció la franja de aparcamiento en el linde del bosque, aspiré una profunda bocanada de aire.
Allí no había nadie. Ningún coche, nada.
Paré, salí de la furgoneta y fui hasta el principio del sendero. No sé por qué. Estaba tan vacío como el aparcamiento.
Volví a la furgoneta, a la hierba que allí había. Eran las siete y cuarto. Había llegado tarde, pero no tanto. ¿No me habría esperado? O a lo mejor había empezado a correr, sin mí. Es lo que hubiera hecho cualquier persona medianamente racional, ¿no?
Y entonces lo comprendí, y fue como un mazazo. La historia se repetía. Me habían dejado plantada.
Debería haberme puesto furiosa, pero aquello no era sino otra vuelta de tuerca en un día aciago. De repente me sentía demasiado cansada para procesar nada, y me moría de dolor de cabeza. Me desplomé en la hierba, doblé las piernas, apoyé los codos en las rodillas, escondí la cara entre las manos y lloré. ¿Autocompasión? Sí, y con motivo.
No sé cuánto tiempo me quedé allí sentada, pero llorar me sentó bien. Al cabo de un rato, me restregué los ojos con los antebrazos, levanté la cabeza y aspiré una gran bocanada de aire, atragantándome. La expulsé y seguí sentada. Mi cabeza no funcionaba del todo bien, y me sentía embotada. Probablemente por eso no oí que se aproximaba un vehículo hasta que dobló la última curva y apareció ante mi vista.
El embotamiento desapareció. Al ver el todoterreno negro, me puse como loca. Me levanté y cuando apenas estaba a un metro del coche, él abrió la puerta y puso un pie calzado con una zapatilla de deporte en el suelo.
—¡Eres un grandísimo hijo de puta! —grité, sin poderme mover de pura furia—. ¿Sabes lo que he tenido que hacer para llegar aquí, o lo mal que lo he pasado hoy? Me han amenazado, me han destrozado el coche, no han parado de mirarme y de hablar de mí, porque claro, esto es Middle River y el ciudadano medio no tiene huevos para hacer otra cosa que hablar, salvo el que me rajó las ruedas, que probablemente está en la nómina de tu papaíto, como la mayoría de la gente de este pueblo. No sé por qué pensaba que tú eras un poco mejor, a lo mejor porque te gusta correr, pero por Dios, si eres un cerdo, como tu hermano Aidan… Los dos iguales… De tal palo tal astilla, porque estoy segura de que todo esto es cosa de Sandy, me apuesto lo que quieras. Pero si os creéis que me podéis asustar, lo lleváis claro. Primero el comisario, después Normie, ahora tú… Por vosotros, me falta esto (casi junté el pulgar y el índice), una pizca, para escribir ese puñetero libro y dejar al descubierto todo lo habido y por haber en este pueblo de mierda. ¿Te crees muy listo por dejarme aquí esperando, como lo hizo Aidan en su momento? Pues te equivocas. Tengo mi vida. Tengo relaciones. Tengo poder. —Apretándome una sien con la palma de la mano, añadí en un susurro—: Y un dolor de cabeza de padre y muy señor mío, gracias a ti.
—¿No te han dado mi recado? —preguntó James.
Habría soltado un grito si hubiera tenido fuerzas para ello.
—No me vengas con esas.
—Llamé a Phoebe y le pedí que te dijera que iba a llegar tarde.
—Pues Phoebe no me ha dicho nada —le espeté. Apenas acababan de salir esas palabras de mi boca cuando comprendí que era muy probable que Phoebe hubiera atendido la llamada y se le hubiera olvidado por completo, pero incluso eso era culpa de los Meade—. Si no me lo ha dicho es porque no está bien de la cabeza, sin duda por la contaminación de tu fábrica. —Hice un gesto con las dos manos—. Pero eso no tiene nada que ver. Yo estaba preocupada porque iba a llegar tarde e intenté llamarte. Me contestó una mujer. ¿Puedo hacerme con eso una idea de por qué tú has llegado tarde?
James no sonrió.
—He llegado tarde porque estaba metido con unas facturas y necesitaba media hora más para acabarlas. La que te contestó era la canguro.
Solté una bocanada de aire y dije, mirando hacia el cielo que se iba oscureciendo:
—Dios…, La canguro. —Mis ojos volvieron a la tierra y se enfrentaron con los suyos—. ¿Es que parezco tan idiota? Tú no tienes hijos.
—Sí, una niña. Se llama Mia. Tiene diez meses.
No fue su tono de seguridad lo que me sorprendió, sino cómo suavizó la voz al pronunciar esas palabras. Tuve que pensarlo dos veces antes de decir:
—¿Con diez meses y no han dicho nada en el periódico?
—Mi padre no quería que se hiciera público. No le gusta el mundo monoparental.
—O sea, ¿no estás casado?
Tampoco hablaban de eso en el periódico, pero quería asegurarme.
—No.
—¿Y Sandy se avergüenza de la niña?
—No. Está enfadado.
—Pero tú querías ser padre.
—Sí.
—¿Y tú te ocupas de la niña?
Intenté imaginármelo cambiando un pañal. Parecía demasiado… demasiado grandón. No se me ocurrió otra palabra.
—Sí, menos cuando estoy trabajando. La quiero mucho.
Esto último lo dijo con una media sonrisa, y esa sonrisa removió algo en mi, hizo algo, no sé qué, que me hizo olvidar su tardanza. Me di cuenta de que había actuado como una idiota y no como la mujer sofisticada que me habría gustado ser. Y, por supuesto, él vio que había estado llorando. Seguro que tenía los ojos enrojecidos.
Agachando la cabeza, me froté la nuca.
—Dios, Dios.
Qué tonta había sido.
—¿Has tomado algo para el dolor de cabeza?
—No he tenido tiempo.
En un abrir y cerrar de ojos me trajo unas píldoras y una botella de agua.
—Aquí tienes.
Me lo tomé sin preguntar nada. Sabía que no me daría nada que me perjudicara; me lo decía el corazón. No sé por qué estaba tan segura. Al fin y al cabo, James llevaba el apellido Meade. Pero el corazón también me recordaba que era atractivo, y de eso no tenía motivo de duda. Estaba a mi lado, mucho más alto y robusto que yo, y sin embargo delgado. Y fuerte. Y tan calmado.
¿Un hombre como James, grandón, dominante, acunando a un bebé? La imagen era tan alucinante que me dejó sin palabras. Bebí un poco más de agua y bajé la botella. Nuestras miradas se cruzaron durante varios segundos, y por Dios que no supe qué decir.
Entonces él dijo:
—¿Quieres correr?
Asentí con la cabeza. Desde luego, eso era lo que había que hacer: correr.
James cerró su coche, y nos pusimos a hacer ejercicios de estiramiento. Después fuimos hacia el bosque. Me preguntó si yo quería ir delante, pero le hice una seña para que él se adelantara, y no me equivoqué. Para empezar, aunque la luz empezaba a desvanecerse, él iluminaba la ruta, no sé si por su camiseta blanca, por las piezas reflectantes de las zapatillas o por la luz que resistía a difuminarse sobre su piel o el gris de su pelo. Pero resultaba fácil seguirlo. Llegue a la conclusión de que era un corredor bastante bueno, como ya había pensado antes, cada vez que habíamos corrido juntos. ¿De qué me sorprendía? Era deportista; no se crecía en Middle River sin saber que los chicos de la familia Meade jugaban al béisbol, al baloncesto, al fútbol. Pero supongo que era porque correr es otro asunto. Para empezar, es una actividad solitaria. Yo pensaba que un Meade querría más público, y además, es agotador. Era típico de los chicos de los Meade que confiaran en que los demás les pasaran el balón cuando estaban en situación de marcar. Correr no es un deporte de grupo, solo cuentas con tus piernas, que te llevan o no te llevan a ninguna parte.
Hicimos el recorrido una vez. Pasamos por el atajo del promontorio de Cooper.
—¿Qué tal la cabeza? —gritó James.
—Mejor —contesté.
Dimos otra vuelta. Había oscurecido aún más, pero me sentía segura, desde luego mucho más segura que junto a mi coche destrozado ante el restaurante de Omie. James iba corriendo delante de mí, con los pies posándose rítmicamente en el suelo, las delgadas piernas con paso fluido, la espalda recta, el trasero apretado, los brazos con un movimiento vigoroso. Miraba hacia atrás cada pocos minutos para comprobar que lo seguía. Si me hubiera caído, él habría estado allí. Lo sabía. También eso me lo decía el corazón.
¿Había cambiado su ritmo para ayudarme? Probablemente. Pero de todos modos iba sudando como un pollo. Lo noté en su cuello y en sus brazos, en las puntas del pelo y en la cara cada vez que se volvía, y cuando al fin llegamos al punto de partida, respiraba con tanta dificultad como yo.
Haciéndome un gesto para que me quedara allí, sacó dos botellas de agua del coche. Bebimos, cada uno apoyado en el tronco de un árbol en el linde del bosque. Había caído la noche; a todos los efectos prácticos, estábamos escondidos. Reinaba una tranquilidad increíble… tranquilidad hasta que sus ojos se encontraron con los míos una vez más, y una vez más yo sentí aquel tirón.
Se apartó del árbol y vino hacia mí.
—¿Tú sabes qué demonios está pasando? —preguntó, y me dio la impresión de que estaba realmente perplejo.
Negué con la cabeza. Bueno, era atracción física pura y dura, pero en teoría no tendría que haber existido. Al menos entre James y yo.
¿Entre James Meade y yo? Ni hablar.
Pero lo veía en sus ojos y lo sentía en mi cuerpo, y cuando me puso una mano en la nuca y apretó su boca contra la mía, una llamarada prendió entre nosotros. El beso se prolongó, profundizó fue hacia un lado y hacia otro, después se retiró, y otra vez fue más dentro, pero no era suficiente. Cuando James separó su boca, yo le aferré los hombros y él me aferró la cintura, pero ni aun así era suficiente.
Sus ojos eran oscuros en la noche envolvente, su voz ronca.
—¿Queremos hacer lo que estamos haciendo?
Negué con la cabeza, pero me traicionaron mis manos, agarrándose a sus hombros y después deslizándose por aquella piel sudorosa hasta el cuello… y el sudor me excitaba tanto como todo lo demás. ¿Química? Dios, Dios. La química no podría explicar ni la mitad del deseo que yo sentía en aquel momento.
Volvió a besarme. En esta ocasión sus manos no tuvieron que guiar mi cara, de modo que fueron directamente a mis pechos, y lo que hizo con ellos fue increíble, pero aún no era suficiente.
Me faltaba la respiración, apenas podía hablar, pero al apartarme un poco para subirme la camiseta, susurré:
—No quiero hacerlo, pero si no seguimos, me muero.
Me dio la impresión de que el ruido ahogado que oí era una especie de risa, pero se convirtió en algo completamente distinto cuando él se quitó la camiseta. Yo quería sentir mis pechos contra su pecho. Él quería mis pechos en su boca, y así fue. Con un pezón entre sus dientes y el otro entre los dedos, las piernas se me hicieron gelatina. Me agarré a él para no caerme.
En medio de aquel delirio, lo pensé una vez más… ¿James Meade y yo? Pero inmediatamente se me olvidó. La identidad no tenía nada que hacer ante una pasión devoradora, y eso es lo que había entre nosotros. Todavía hoy no sé cómo nos quitamos los pantalones, sobre qué me apoyé mientras me penetraba una y otra vez, ni si hablamos o no, ni cómo logró James salirse antes del orgasmo. Pero fue estupendo, increíble. No puedo hablar por James, aunque los ruidos que hacía con la garganta parecían atestiguar lo que sentía, pero con respecto a mí, fue el orgasmo más prolongado e intenso que había tenido en mi vida. Y por si no había sido suficientemente alucinante, después nos quedamos un rato allí sentados, James sobre un tronco, yo a horcajadas sobre él, los dos completamente desnudos; allí nos quedamos hasta que se apagó el fuego y cerró la noche.
Entonces nos vestimos y cada cual se dirigió a su coche. Él parecía perdido en sus pensamientos, y yo tampoco sabía qué decir. Cuando nos detuvimos, nuestras miradas se encontraron, y James pareció sentirse confuso durante largos momentos. Después me preguntó, con calma y una extraña inseguridad:
—¿Quieres venir a conocerla?
Lo seguí hasta su casa. Era grande, de ladrillo, de estilo colonial, tal y como me la esperaba, pero no estaba en Birch como las demás. Estaba en el extremo sur del pueblo, en realidad no muy lejos de la casa de Tom, y con unas tierras que no habría podido tener si la hubiera comprado en Birch. No había luces a los lados ni enfrente, solo las de la puerta de la casa y las que iluminaban las ventanas.
La canguro nos saludó. Parecía de mi edad, pero su cara no me sonaba. James nos presentó, le pagó y ella se marchó.
Supuse que la niña estaba dormida cuando James me llevó a una sala de estar junto a la cocina, y allí, sentada en el suelo, sujetando una punta de una mantita de lana, con el resto hacia un lado, estaba la pequeña. Tenía el pelo corto, abundante y oscuro, y llevaba un pelele rosa. En la gran pantalla del televisor a la que estaba pegada había más colores vivos, formas, números y dibujos animados.
No hablamos, y la niña no se dio cuenta de que estábamos allí hasta pasado un buen rato. Miré a James. No podía apartar los ojos de su hija.
A la niña algo le llamó de repente la atención. Volvió la cabeza, y al ver a James se le iluminó la cara. Inmediatamente vino hacia nosotros, a gatas, sin dejar de mirar a James, que se puso en cuclillas y la abrazó.
Yo retrocedí un poco. Me pareció un momento tan íntimo, tan cariñoso, que yo no tenía nada que hacer allí. Pero James se levantó y se acercó con la niña, que le había rodeado el cuello con un bracito y tenía los ojos clavados en mí.
—Te presento a Mia —dijo James en un tono exquisitamente dulce.
Al verla más de cerca, me quedé sin aliento. Era preciosa, y se lo dije a James. Incapaz de resistirme, la tomé de la mano. «Hola, Mia», dije en un tono tan dulce como el de James, pero es que no había otra forma de saludar a aquella criatura. Con la piel de color crema, diminutos labios rosas y ojos oscuros y ligeramente oblicuos que sugerían su origen asiático, era la inocencia personificada. Tenía la manita cálida, pero no se agarró a la mía. Yo era una desconocida.
Mia no despegó los ojos de mí mientras íbamos a la cocina, donde James preparó un biberón. Después fuimos a su dormitorio decorado en tonos amarillo y rosa, donde la sentó en un balancín para que bebiera, y ella siguió mirándome. Cuando acabó, se sintió lo suficientemente cómoda como para dirigirme una sonrisa, pero ya adormilada. Balbuceó unos momentos mientras James le cambiaba el pañal, pero también los balbuceos eran ya de sueño. Cuando la puso en la cuna, con su peluche favorito en una esquina, su mantita favorita en la mano y su nana favorita sonando, ya estaba dormida.
James apagó la luz y activó el escucha. Me tomó de la mano, me llevó a un dormitorio que no pude ver porque no se tomó la molestia de encender la luz e hicimos el amor otra vez.
James era realmente increíble. Aparte de las energías, que le sobraban, teniendo en cuenta que era un hombre con más pelo gris que negro, era tan fuerte y al mismo tiempo tan delicado que yo ya no podía más cuando al fin me penetró. En esta ocasión se había puesto preservativo, por lo que se quedó dentro de mí nada menos que durante dos orgasmos… y me refiero a dos orgasmos simultáneos, algo que raramente ocurre. Su excitación espoleaba la mía, que después espoleaba la suya, y a su vez espoleaba la mía…
Lo siento. No me explico muy bien, ni de una forma muy poética, pero supongo que se hacen una idea. Baste decir que cuando por fin nos separamos, yo estaba completamente agotada. Pensaba que él también, hasta que, sin previo aviso, me cogió en brazos y me llevó a la ducha.
Nos hacía falta. Después de correr más de seis kilómetros y dos sesiones de sexo, apestábamos. El jabón se encargó de todo: un montón de jabón, de espuma y mucho frotar. Ya, ya sé qué estarán pensando: que hicimos el amor otra vez, en la ducha.
Pues no. Eso sí; muchas caricias y mucho cariño: él me restregó a mí y yo le restregué a él, pero no llegamos más allá. En realidad, nos envolvió una especie de timidez cuando nos cubrimos con aquellas enormes toallas que tenía. Por mi parte, estaba intentando comprender qué había pasado, por qué y qué iba a hacer con el asunto. Él debía de estar pensando otro tanto, porque, con la toalla atada alrededor de las caderas, enderezó el pecho, salpicado de mechones de vello recién lavado y seco, y dijo como sorprendido:
—Annie Barnes. ¿Quién iba a decirlo?
Me sonrojé. ¿Hasta qué punto era halagador?
Y que me sirvieran la cena… ¿no era halagador?
Tras ir a ver cómo estaba Mia, me llevó a una pulcra cocina con muebles de madera de fresno y electrodomésticos de la tecnología más moderna, y me agasajó con un excelente Pinot Noir mientras asaba cuatro hamburguesas. Yo me tomé las mías rápidamente, al mismo tiempo que él. Estaba muerta de hambre.
Cuando terminamos, yo tenía como campanillas que me avisaban de que me anduviera con cuidado, pero las dejé allí, mudas, hasta que me subí a la furgoneta para ir a casa. Entonces empezaron a resonar con toda su fuerza, y caí en la cuenta. Si James Meade había elegido algo para acorralarme y mantenerme con la boca cerrada, había dado en el clavo.
Había estado como flotando durante las dos últimas horas, y de repente había aterrizado. Y al entrar en casa me encontré con Phoebe, que me estaba esperando en la cocina, pero no en pijama. Estaba vestida de pies a cabeza. Con una lucidez que no le había visto en los últimos meses, me dijo que Omie había sufrido un infarto aquella tarde y había muerto.