Estaba traspasando aquellos hermosos muros de piedra de Northwood, camino de la clínica, cuando se me ocurrió una idea. Eran más de las cinco. Si Tom Martin ya se había marchado, que yo me presentara allí sería objeto de cotilleos y yo no podría ofrecer ninguna justificación. De modo que me aparté hasta la acera, saqué el móvil del bolso y llamé para comprobarlo. Por supuesto, saltó el contestador. «No hay mensaje —dije tranquilamente—. Ya lo veré mañana», y colgué. Llamé a Información, pedí el teléfono de la casa de Tom y me conectaron automáticamente.
Reconocí su voz de inmediato. Era intrínsecamente cálida.
—¿Tom? Soy Annie Barnes. Te he preparado la cena. ¿Quieres que me pase a llevártela?
Incluso sus palabras sonreían.
—¿Que me has preparado la cena? Qué bien. ¿Cuándo puedes venir? Estamos muertos de hambre… Bueno, sabes que tengo una hermana, ¿no?
—Sí, claro. Hay suficiente para cuatro.
—Entonces ¿te quedarás a cenar con nosotros?
—Me quedaré un ratito, pero le he prometido a Phoebe que volvería a casa pronto, para que no esté sola. ¿Me dices dónde vives?
Me lo dijo con total confianza. Evidentemente, había comunicación entre nosotros.
Estaba guardando el móvil en el bolso, sonriendo, cuando el coche patrulla se puso a mi lado. En esta ocasión no había ni luces ni público; solo el jefe de policía y yo. Mi sonrisa se desvaneció. No es que me sintiera físicamente amenazada a solas con él en una calle apartada, sino más bien incómoda. Había pasado delante de varios coches, pero en ese momento no había ninguno. Tras nuestro primer roce, pregunté si aquel tipo sería mejor o peor sin testigos.
No salió del coche. Se limitó a decir por la ventanilla abierta:
—¿Algún problema?
«Eso deberías decirlo tú», soltó Grace enfadada.
Yo estaba de acuerdo con ella, pero sabía que no me convenía decirlo en voz alta. Simplemente sonreí.
—No, gracias.
Arranqué.
—No nos gusta que se hable por el móvil mientras se conduce —gritó Greenwood.
—Desde luego. Es peligroso. Por eso he parado.
—Ponemos multas por hablar mientras se conduce.
«¿Está de broma o qué? —exclamó Grace, indignada—. Pero si esta gente no para de hablar por el móvil. En mi época no había esos chismes, y si quieres que te diga la verdad, mucho mejor».
No quería que me dijera la verdad. Parecía mi abuela, si hubiera estado viva. Tenían más o menos la misma edad.
Pero los teléfonos móviles eran un hecho real, como lo era el poder que acompañaba a la placa de aquel policía. Podía hablarle con todo el descaro que me diera la gana, pero volvería a por mí. Era exasperante. Y si pensaba en lo exasperante que era (como había hecho después de que me parase en el centro), su poder aumentaba.
De modo que dije con amabilidad, sonriendo:
—Lo tendré en cuenta.
—Es un consejo.
—Gracias.
Me dio la impresión de que quería continuar con el asunto pero que no sabía cómo. Yo no le había ofrecido resistencia, lo más sensato que podría haber hecho.
Frunció el ceño, pensando. Al darse cuenta de que no tenía nada más que añadir, arrancó y se marchó. Entonces pensé que el jefe de Policía Greenwood no tenía mucha experiencia en la tarea de hacerse el gallito, y me pregunté por qué lo intentaba conmigo.
Pero en realidad lo sabía. Había tocado una fibra sensible de los Meade y eso era razón más que suficiente para seguir adelante.
Sí, ya lo sé. Estaba lo de James, pero correr con James no tenía nada que ver con lo otro. Y claro, si entablábamos cierta relación hasta el punto de que pudiera sonsacarle información sobre lo otro, tanto mejor.
Una vez que perdí de vista a Greenwood, arranqué y me dirigí a casa de Tom. Vivía en una casa victoriana, amarilla, no muy distinta de la nuestra de Willow Street, pero con una parcela mucho mayor. Supuse que tenía varias hectáreas, la mayoría prados. En primer lugar estaba la casa, rodeada de hierba, con unos cuantos arbustos y dos árboles enormes. De la rama de un roble colgaba un columpio de madera, y un neumático grande de la rama de un arce La casa estaba circundada por una galería únicamente interrumpida por unos anchos peldaños de madera por los que se accedía a la puerta principal y a otra lateral. No lejos de esta última había una mesa plegable con bancos a ambos lados. Del borde del tejado de la galería colgaban macetas de petunias de un llamativo violeta, a intervalos regulares.
Aparqué junto a la carretera, saqué la bolsa de la comida y entré por el sendero. Apenas había llegado a la galería cuando se abrió de par en par la puerta principal y apareció una chica joven. Toda sonrisas, tenía el pelo oscuro y era guapa, aunque iba poco arreglada. Tenía los mismos ojos azules de Tom y era igualmente delgada, algo que no ocultaba el peto de pantalón corto que llevaba. Hasta que no me acerqué no me di cuenta de que no era tan joven como me había parecido.
Sin embargo, tenía una sonrisa contagiosa.
—Hola —dije—. Soy Annie.
Aunque siguió sonriendo, me dio la impresión de que se asustaba un poco, y se quedó en el último peldaño de la escalera. Estaba pensando si hablaría o no cuando salió Tom. Iba en pantalones cortos, camiseta y sandalias, y el bronceado le sentaba muy bien.
—Eres nuestra salvación —dijo, bajando a toda prisa para librarme de la bolsa—. La señora Jenkins ha llevado hoy a Ruth al mercadillo de Conway y no le ha dado tiempo a cocinar. Así que estaba a punto de abrir una lata de atún.
—Pues entonces sí que se puede decir que os he salvado la vida —repliqué—. Nunca se sabe qué puede contener el atún.
—Ah, yo sí que lo sé. —Abrió la cremallera de la bolsa—. Los filetes de atún pueden ser sospechosos, pero con el atún en lata, tomado con moderación, no pasa nada. Además, ni Ruth ni yo estamos embarazados. —Acercó la nariz a la bolsa y aspiró—. ¿Empanada de pollo?
—Buen olfato.
—Huele increíble.
—A lo mejor hay que calentarlo un poquito.
Lo tocó.
—Qué va. Está bien. ¿Seguro que no quieres cenar con nosotros? —Negué con la cabeza, y Tom miró hacia atrás—. Anda, ven, Ruth. Quiero presentarte a Annie. Ven a ver lo que nos ha traído.
Ruth no pasó del último escalón, y allí se sentó. Si tenía hambre, no lo demostró. No le dedicó ni una sola mirada a la bolsa de la comida y siguió mirándome.
—Encantada de conocerte, Ruth —dije.
Tom le hizo un gesto, pero como ella sacudió la cabeza, me acompañó hasta la escalera.
—Si la montaña no viene a Mahoma… —Se sentó junto a Ruth, porque saltaba a la vista que no quería forzar una presentación en toda regla. Me hizo una seña para que me sentara y se puso la bolsa en las rodillas—. Me has dicho que tenías que volver a casa por Phoebe. ¿Cómo le va?
Me acomodé al otro extremo del escalón, apoyando la espalda en una columna.
—Está fatal. Es una de las razones por las que he venido. He intentado convencerla de que vaya a verte, pero no quiere. Yo pienso que es porque Middle River es…, bueno, en Middle River la verán ir a tu consulta y empezarán los cotilleos. Así que el plan B consiste en vea a alguien en Nueva York. Me voy con ella el sábado para ayudarla a comprar unas cosas. Cuenta conmigo para organizarlo todo y asegurarme de que esté donde debe estar y cuando debe estar, así que podré llevarla a un médico antes de que se dé cuenta de lo que me propongo. Lo que pasa es que no conozco a nadie, y tenemos poco tiempo.
—Yo conozco a la persona adecuada —dijo Tom, tal y como yo imaginaba—. ¿Cuándo quieres verla?
Verla. Una mujer. Mucho mejor.
—El martes por la mañana.
—¿El martes que viene? —Soltó una carcajada—. Es como pedir la luna.
—Sí, lo sé. Perdona. He ido retrasándolo, con la esperanza d que se pusiera mejor. Pero incluso Sabina coincide conmigo en que algo va mal, y este viaje es la oportunidad perfecta. Si no puedes…
—Claro que puedo —me interrumpió Tom—. Es amiga mía y me hará el favor. Por si sirve de algo, que sepas que está a favor de la causa.
—¿De nuestra causa? —pregunté, aunque no hacía falta. No hablaba con Tom desde el día que lo vi en la clínica, pero ya entonces noté que éramos de la misma cuerda.
Tom asintió con la cabeza.
—Judith se dedica a las terapias alternativas. Me ha ayudado a tratar a varios pacientes de aquí del pueblo con un método llamado quelación.
—Quelación —repetí, como para ver a qué me sonaba la palabra.
—Proviene de la palabra griega para pinza o quelícero. Se utiliza un aminoácido sintético como agente quelante. Entra en el cuerpo, se aferra a los metales tóxicos que puedan existir en los tejidos y los expulsa. Al organismo no le gusta ese producto sintético. No ve el metal, pero sabe que la sustancia sintética no tiene por qué estar allí, así que transfiere todo el asunto a los riñones, que lo expulsan por la orina.
La explicación científica tenía su porqué, pero yo no acababa de entender las consecuencias éticas.
—¿Y los pacientes saben que intentas librarlos de un metal toxico?
—Se lo he explicado, si bien hipotéticamente… es decir, si existe un metal, con esto desaparecerá. Evidentemente, no puedo acusar a nadie ni a nada sobre el origen del metal. Y mis pacientes no preguntan.
—¿Cómo que no preguntan? —repetí, incrédula.
—No. Simplemente se alegran de sentirse mejor.
—Entonces, ¿funciona?
—He visto mejorías.
—¿Se lo propusiste a mi madre?
—Sí, pero ella quería dejar pasar el tiempo, para que hiciera efecto la medicina tradicional. Por desgracia, se cayó por la escalera antes de que pudiéramos comprobarlo, en uno u otro sentido.
Eso me entristeció, pero de todos modos, lo que me preocupaba era mi hermana.
—Puedo convencer a Phoebe de que lo acepte.
—Eso en el supuesto de que Judith lo recomiende —me previno Tom—. Hará un estudio completo para eliminar todas las demás posibilidades.
Pero mis pensamientos iban a toda velocidad.
—Si funciona la cura para la intoxicación por mercurio, ¿no será prueba suficiente de su existencia?
—No. ¿Es mercurio, plomo u otro metal completamente distinto? El plomo se puede detectar con un simple análisis de sangre, pero el mercurio y otros metales no.
—Pero si descubro que existe relación entre las personas a las que les ha ido bien el tratamiento y algo que tenga que ver con la papelera, ¿no sería suficiente prueba?
—Eso depende de la relación que encuentres.
—¿Puedo hablar con tus pacientes?
—No puedo decirte sus nombres. Sería violación del secreto profesional. Lo que sí podría hacer sería llamarlos y preguntarles si quieren hablar contigo, pero con eso tendríamos el problema del que hablamos la última vez que nos vimos.
—Tu situación.
—Sí —replicó, en un tono de voz que no pretendía disculparse, y tuve que respetarlo por eso.
Intenté negociar con él.
—Vale, pero si yo te presento una lista de personas que han estado enfermas, ¿me contestarías con un sí o un no?
—¿Que si han sido pacientes míos o no? No. Lo que sí puedo hacer es decirte si pienso que querrían hablar contigo o no, pero en ese caso no sería como médico, sino como residente en Middle River. Serían simples suposiciones.
—Es mucho más de lo que nadie está dispuesto a hacer. Aceptado —dije, y miré a Ruth. Apenas se había movido, salvo para inclinarse una pizca cuando Tom se sentó, para verme mejor—. Tu hermano es una buena persona. —Miré a Tom—. Por supuesto, ahora que me hace falta, resulta que no tengo la lista. ¿Podemos hablar más tarde?
—Claro. Ya sabes mi número de teléfono.
Miré la bolsa termo.
—Me parece que vas a tener que calentarlo. Y yo tengo que irme corriendo. Gracias, Tom. No sabes cuánto me alegra saber que te puedo considerar un amigo. —Me levanté—. Encantada de haberte conocido, Ruth.
Ella no replicó, y siguió mirándome con aquellos ojos que se me antojaron de gacela.
Tom también se dio cuenta, y mientras me acompañaba al coche dijo:
—Está un poco asustadiza con los desconocidos últimamente, o sea que deberías tomarlo como un gran halago. Creo que la has impresionado.
—¿Por qué?
—Le gustaría tener una hermana, y tú reúnes todas las condiciones. Le gusta tu aspecto.
—Es un encanto. ¿Cuántos años tiene?
—Veintiocho. Mi madre la tuvo muy tarde. Demasiado tarde —añadió con tristeza, y de repente se animó—. Pero le gusta vivir aquí. La ciudad le resultaba demasiado grande, demasiado ruidosa. No le sientan bien los cambios, y en la ciudad no hay más que cambios. Yo no podía hacerme cargo de todo eso. Aquí sí. Voy a trabajar y vuelvo a casa.
—¿Y qué pasa cuando asistes a conferencias?
Según lo que decía The Middle River Times, había sitios a los que no podía ir y volver en un mismo día.
—Entonces se queda la señora Jenkins. Es una maravilla. Nos está siendo de gran ayuda.
Phoebe proclamó a los cuatro vientos que le encantaba la empanada de pollo, si bien a mí me dio la impresión de que hablaba su inveterada cortesía en lugar de sus papilas gustativas. Apenas había terminado yo de recoger la mesa cuando Phoebe ya estaba tirada en el sofá del cuarto de estar, enfrente del televisor, con los ojos cerrados. Estaba poniendo el lavavajillas cuando llamó Sabina para darme las gracias por la cena, y me aseguró que no habían dejado ni una miga. Me preguntó cómo estaba Phoebe y dijo que cuanto más lo pensaba, mejor le parecía que la llevara a un médico mientras estábamos en Nueva York. Después me preguntó qué iba a hacer al día siguiente.
La pregunta me recordó lo de James y me provocó una especie de excitación malsana que me distrajo unos momentos, de modo que tardé un buen rato en plantearme el porqué del repentino interés de Sabina. En su momento simplemente me gustó que me hubiera llamado.
Me asomé al cuarto de estar. Phoebe estaba dormitando. Agradecida por tener un poco de intimidad, saqué mis notas y llamé a Tom. La conversación fue muy sencilla: yo soltaba un nombre (Martha Brown, Ian Bourque, Alice LeClaire, Caleb Keene, John DeVoux), y él decía sí o no, dependiendo de si pensaba que la persona en cuestión o su familia eran accesibles o no. Los dos sabíamos que no había nada seguro, pero dada la longitud de la lista que yo tenía, era un buen principio.
Como Phoebe seguía durmiendo, me llevé el ordenador portátil a la cocina, lo conecté al teléfono y entré en la red. Eché un vistazo al spam y después encontré mensajes de Jocelyn y Amanda. Reservándolos para lo último, fui a otros dos.
El primero era de Greg. Lo abrí a toda prisa.
HE LLEGADO A LOS 4000 DEL TIRÓN, PERO SI EL ESPOLÓN OCCIDENTAL ES LA MEJOR RUTA, IMAGÍNATE CUÁL ES LA PEOR. VIENTO Y NIEVE. ¿AGOSTO? PUES VAYA. YO ESTOY BIEN, PERO ME ALEGRO DE QUE TÚ NO ESTÉS AQUÍ. NO SOPORTARÍAS EL FRÍO. ESPERO QUE ENCUENTRES LO QUE BUSCABA GRACE. CONTESTA. TE QUIERO.
Sonriendo, le envié un correo.
Estoy haciendo progresos con un par de amigos, y las cosas van mejor con mis hermanas, lo que es de agradecer. El representante de la ley es un problema; empiezo a sentirme acosada, lo que no es agradecer. ¿Si voy a encontrar lo que buscaba Grace? ¿Y qué es? ¿El afecto del pueblo? Todavía no. ¿Tolerancia y respeto? Todavía no. ¿Familia? Tal vez. Tengo un compañero para correr. Si te cuento quién es, te caes de espalda. De momento será un secreto, uno de los muchos de Middle River. Ten cuidado con la montaña. Yo también te quiero.
Hice clic en «enviar» y, conteniendo la respiración, abrí un correo de Azul Azul.
Estás entrando en acción. Me tienes impresionado.
Sí, tengo información al respecto. He aquí un par de fechas: 21 de marzo de 1989 y 27 de agosto de 1993. Repasa la lista de enfermos para ver si alguno de ellos estaba en Northwood durante la semana anterior a esas fechas.
¿Qué ocurrió en esas fechas?
Primero, los nombres.
¿Y si te doy los nombres y de repente esos «testigos» empiezan a aparecer boca abajo en el río?
Ah, mujer de poca fe.
El jueves por la mañana me metí con ello. Reduje la lista, de modo que solo incluí los «síes» de Tom, y volví a reducirla, solo con las personas cuyas enfermedades presentaban más semejanzas con los síntomas de la intoxicación por mercurio. Lo hice antes de que Phoebe bajara a desayunar. Esperé hasta que se hubo tomado una taza de café, confiando en que se espabilaría un poco. Apenas le sirvió, pero decidí seguir adelante y le pregunté por las fechas que me había dado Azul Azul.
No las recordaba. ¿De verdad esperaba yo que las recordara? Pero me dio la sensación de que tenía menos que ver con lo que la aquejaba que con el paso del tiempo. ¿Yo habría sido capaz de decir lo que había hecho un día, una semana, o un mes concretos hace más de una década? Un gran acontecimiento, sí. Algo que hubiera marcado un hito en mi vida, también. Pero algo cotidiano, lo dudo. Como cualquiera.
A pesar de este primer revés, salí a las diez con el mapa y grandes esperanzas. Al cabo de tres horas conservaba el mapa, pero no las esperanzas. De las personas que fui a visitar, la mitad estaban trabajando (sí; en la papelera; al parecer se encontraban en condiciones de trabajar), y la otra mitad no estaban dispuestas a hablar. Entre estas últimas se contaban dos mujeres con hijos enfermos y seis hombres y mujeres a quienes les habían diagnosticado Parkinson, demencia senil, problemas neurológicos o varias neumonías. Silencio. Todos ellos. E hice grandes esfuerzos. Sí, estaba enseñando mis cartas, pero no había ninguna ley que prohibiera que charlara con la gente del pueblo, ¿no?
Sin embargo, el comisario Greenwood me vigilaba. Pasé junto a él las suficientes veces (y él redujo la velocidad en cada ocasión y se me quedó mirando) como para darme cuenta de que estaba controlando mis idas y venidas. Eso podría explicar la resistencia de aquellas personas a hablar, porque al presentarme a ellas puse sumo cuidado en parecer inofensiva.
—Soy Annie Barnes —les decía—. A mi madre le diagnosticaron la enfermedad de Parkinson el año pasado. —O Alzheimer, o neumonía, y después ajustaba mi discurso a la enfermedad respectiva—. Estoy intentando encontrar a otras personas con los mismos síntomas para ver si hay una causa común. Tengo entendido que su marido ha estado enfermo. —O su esposa, o su hijo, su hija o su madre.
Invariablemente recibía una respuesta afirmativa, pero el acuerdo no pasaba de ahí. «Ya está bien», me dijo una mujer, y me dio con la puerta en las narices. Otra me preguntó: «¿De dónde ha sacado mi nombre? ¿Del periódico? Bueno, Sam es amigo, y me gustaría ayudar a encontrar esa causa común, pero yo pienso que no la hay, y tengo muchas cosas que hacer». Una tercera dijo, por supuesto: «Sé quién es. No creo que deba hablar con usted».
Pretendían ser más objetivos que hostiles. Varias personas me preguntaron de parte de quién iba o si trabajaba para algún seguro sanitario, pero ninguna accedió a hablar conmigo, hasta que di con los McCreedy. ¿Recuerdan ese nombre? Omie lo había puesto la lista de candidatos, y Tom lo había confirmado. Ya era la una de la tarde, y el comisario probablemente estaría almorzando, lo que tal vez explicaría que me invitaran a entrar. Verdaderamente tenían una «serie de problemas», como aseguraba Omie, de modo que era posible que simplemente necesitaran desahogarse.
Tom y Emily McCreedy vivían en el barrio de Sabina. Propietarios de una floristería y un vivero, ambos tenían cuarenta y tantos años. Aunque en ninguna de las dos familias había un historial de enfermedades, Tom padecía una enfermedad renal crónica que le minaba las fuerzas y el sistema inmunológico, mientras que a Emily, quien ya estaba sometida a tratamiento por trastorno bipolar, acababan de diagnosticarle un principio de asma. Tenían tres hijos, de edades comprendidas entre los catorce y los diecinueve años. La mayor y la menor estaban sanas, pero el chico, de dieciséis años, era autista. Asistía a una escuela especial, y aunque el estado pagaba una parte, los McCreedy corrían con el resto de los gastos. Dadas las facturas de sus propios médicos, se encontraban bastante apurados.
El hecho de que estuvieran en casa en día laborable decía algo de su estado de salud. Una vez sentados en el salón, me describieron sus males con todo detalle. No les cabía en la cabeza que dos personas que gozaban de perfecta salud no hacía ni quince años padecieran enfermedades crónicas. Me hablaron de su hijo verdaderamente angustiados. Y con rabia. Estaban convencidos de que algo que había en el aire había activado la química de su cuerpo y había provocado una disfunción, y sí, claro, habían hecho pruebas del aire y de los materiales en su casa y en la tienda. Todas habían dado negativo, pero ellos no se fiaban demasiado de los resultados.
Cuando les pregunté qué pensaban que podría haber provocado esas disfunciones, desplegaron un abanico de posibilidades. Lluvia ácida, amianto en el aire, agua de pozo contaminada… Estaban convencidos de que en un momento dado había habido un problema, y que si las pruebas no lo demostraban era porque habían eliminado e problema o lo estaban ocultando. En cualquier caso, el daño ya estaba hecho, concluyó Emily visiblemente irritada.
Les pregunté por la papelera.
—¿Qué pasa con la papelera? —preguntó Tom sin comprender.
—Produce residuos tóxicos —contesté.
—Está en el otro extremo del pueblo.
—¿Trabajaron alguna vez allí?
—Sí. Preparamos centros de flores para las salas de conferencias y las reuniones.
—Y jardinería paisajista —añadió Emily.
—¿No podría haber algo en el aire de allí? —pregunté, intentando ahondar en el tema que ellos habían sacado a colación un poco antes. Por un lado, me sorprendía que no hubieran pensado en la fábrica. Por otro, quizá simplemente se hubieran tragado lo de la bondad ambiental de Northwood.
—El aire allí está bien —contestó Tom—. Los Meade no están enfermos, y se pasan el día allí.
—¿Desde cuándo les preparan los centros de flores?
—Desde hace veinte años. Fueron uno de nuestros primeros clientes y desde entonces, los mejores.
Eso no auguraba nada bueno para mí. ¿Su primer y mejor cliente? Otra vez a vueltas con la lealtad. Con todo, de las personas a las que había abordado aquella mañana los McCreedy eran mi mayor esperanza. Se podían atribuir todos y cada uno de sus síntomas a la intoxicación por mercurio. De modo que pregunté:
—¿Guardan un registro de las fechas concretas en las que estuvieron en las instalaciones de la papelera?
Tom cedió la palabra a su mujer, quien al parecer se encargaba de los ficheros pero empezaba a ponerse nerviosa.
—Tenemos facturas, que pueden demostrar qué encargos hicimos y en qué días —contestó—. Pero no veo a qué viene esa pregunta.
—¿Y si se hubiera producido un vertido tóxico en Northwood Uno de los días en los que estuvieron allí? —pregunté.
—Nos habríamos enterado. Los Meade lo habrían limpiado y han ayudado a todos los que hubieran quedado expuestos a la contaminación.
Sí, vale, pensé.
—¿Saben que los problemas físicos que padecen ustedes coinciden con los síntomas de la intoxicación por mercurio?
—Yo sufro una enfermedad renal, no intoxicación por mercurio —replicó Tom.
—Pero ¿cómo la contrajo? ¿Por qué usted? ¿No es eso lo que me estaban preguntando?
—Son cosas que pasan —contestó Tom, y en ese momento decidí intentarlo con Emily.
—Usted está en tratamiento por trastorno bipolar. Según tengo entendido, los cambios bruscos de humor son un rasgo típico. ¿Sabía que también son un síntoma de la intoxicación por mercurio? Lo mismo que el asma. Lo mismo que un problema neurológico que puede derivar en el nacimiento de un niño autista.
La expresión de Emily se endureció.
—Si cree que no hemos pensado en todas esas posibilidades, está muy equivocada. Hemos pensado en todo. Pero estaba embarazada de Ryan hace dieciséis años, me diagnosticaron trastorno bipolar hace siete y asma el año pasado. O sea que, ¿cuándo puedo haber estado expuesta al mercurio? ¿Todas esas veces? ¿Soy la única en todo el pueblo? ¿Y a los médicos no les preocupa? ¿La papelera lo ha ocultado todo?
Les expliqué algunas cosas de las que me había enterado.
—No tuvo por qué estar expuesta muchas veces. Una sola exposición a gran escala es suficiente. Pudo haberse sentido enferma después, si tuvo una gripe, por ejemplo, y después haber mejorado, solo que el mercurio seguiría en su cuerpo y se habría asentado en los órganos, provocándole exposición crónica. —Consulté el bloc, aunque sabía las fechas de memoria—. Tengo pruebas de dos vertidos en la fábrica. Uno ocurrió en marzo del ochenta y nueve, y el otro en agosto del noventa y tres. Dada la edad de su hijo, es probable que estuviera usted embarazada de él en el primero. Si supiera que había estado en la fábrica durante la semana anterior al veinticinco de ese mes…
Me interrumpió el timbre y casi al mismo tiempo se oyó llamar con los nudillos en la jamba.
—¿Todo va bien por ahí? —Era la voz bronca del jefe de policía. Entró en la casa, siguió hasta el salón muy tieso y me miró con asco—. ¿Os está molestando?
—No —contestó Tom—. Estábamos hablando.
—Lleva todo el día merodeando por el pueblo, incordiando a la gente para ver si descubre la causa de sus enfermedades, como si aquí no supiéramos cuidarnos. No tenéis más que decirlo y la saco de aquí.
—No ha hecho nada —replicó Tom.
El jefe de policía me miró.
—Pues otros no están tan contentos. Dicen que los ha acosado. No podía dejar pasar aquello.
—Si dicen eso, es porque usted les ha dicho que lo digan. Ni siquiera he hablado con ellos. Me dijeron que no querían y me marché.
—Pues estoy seguro de que los McCreedy también le agradecerían que se marchara. —Hizo un gesto con la mano—. Venga. Vamos.
—¿Estoy detenida? —pregunté incrédula.
—Todavía no. Pero como se resista, sí. Aquí no queremos agitadores. Supongo que sabrá lo que significa ese término, ¿verdad?
Parecía satisfecho de sí mismo.
A veces puedo ser impulsiva, pero no masoquista. Recogí mis cosas tranquilamente y me levanté. Dirigiéndome a Emily y Tom, dije:
—Si los he molestado, lo siento. Si quieren seguir hablando conmigo, estoy con mi hermana.
—Esperemos que por poco tiempo —les espetó el jefe de policía a los McCreedy mientras me acompañaba fuera de la casa.
Estaba furiosa. Me dije que mi furia era precisamente lo que él quería, pero no me sirvió de nada. Intenté pensar en mi verdadera vida, en mis amigos de Washington y en mi libro, pero me hervía la sangre. Lo que estaba haciendo el jefe de policía era escandalosamente injusto. Yo quería justicia.
Pensé en llamar a Sam para pedirle que editara un artículo sobre el abuso policial, solo que sabía que no lo haría. Me recordaría que semejante artículo sería una acusación directa contra Greenwood, puesto que él era el único policía del pueblo. Me recordaría que el Jefe de policía contaba con el apoyo de los Meade y que seguramente no querría enfrentarme con ellos.
Se habría equivocado con lo último. Desde luego, quería enfrentarme con los Meade, pero por el mercurio, no por el jefe de policía. Comprendí que debía centrarme y tener cuidado con quién me metía.
¿La realidad del asunto del jefe de policía? Tampoco estaría dispuesto a meterse con él nadie del pueblo. Era su jefe de policía. Lo seguiría siendo mucho después de que yo me marchara. Por mucho que quisiera a la señora Klausson y Omie, ellas no eran activistas No había muchos en Middle River. Salvo Azul Azul. Podría hablar del jefe de policía, pero ¿para qué? Azul Azul era Azul Azul (es decir, anónimo) porque no quería rebelarse públicamente. Por eso me estaba utilizando a mí. Según las normas de Middle River, yo era prescindible.
Desanimada, me dirigí al restaurante de Omie. Aparqué en un lateral, a la sombra de un viejo roble para que no diera el sol directamente en los asientos del coche. Aparcado allí, llamaría menos la atención, algo que me parecía conveniente dadas las circunstancias.
El olor de las hamburguesas en la parrilla y el susurro de los ventiladores me recibieron justo en la puerta, junto a Elton John cantando «Candle in the Wind». La letra de esa canción siempre me había obsesionado, y aquel día no fue una excepción.
Y precisamente cuando me habría venido tan bien mi sitio favorito, resultó que estaba ocupado. Había un grupo de chavales del instituto, con otros amigos suyos en las mesas de delante y de detrás. Las vacaciones de verano tocaban a su fin y esa reunión era una especie de última celebración.
Había dos mesas libres cerca de la puerta, pero no estaba de humor para ponerme tan a la vista. Mientras me dirigía a una libre en la parte de atrás, pasé junto a otros vecinos del pueblo. Me miraron, ni amables ni todo lo contrario. Sintiéndome absolutamente sola, pedí la carne con verduras de Omie y helado. No era muy sano, pero necesitaba consuelo.
«Sé cómo te sientes —comentó Grace—. Se reían de mí porque estaba gorda, pero cuando necesitas consuelo desesperadamente ¿qué otra cosa puedes hacer?».
Un psiquiatra diría que lo que tú necesitabas desesperadamente era amor, repliqué.
«Ah, ¿sí?».
Desde luego.
«¿Y tú?».
No creo. Llevo una vida plena. Soy feliz.
Llegó mi comida. Estaba devorando a dos carrillos cuando Kaitlin se sentó silenciosamente frente a mí. Estaba demasiado absorta en la comida para verla entrar, pero sus amigas estaban en una de las mesas cerca de la puerta. Hacía tiempo que Elton John había dejado paso a Sting y después a Gloria Stefan.
Kaitlin se inclinó hacia delante y dijo en voz muy baja:
—No dejo de pensar en lo que dije el domingo. Me siento como una imbécil.
—Pues no tienes por qué. —Terminé de masticar lo que tenía en la boca y dejé el tenedor sobre la mesa—. No pasó nada. Tu secreto está a salvo conmigo. Y de verdad, no importaría si no fuera así. Nadie creería ni una sola palabra de lo que yo dijera. Tengo una credibilidad cero en este pueblo. Casi he llegado a sospechar que si me atreviera a decir algo negativo sobre alguien de aquí, me llevarían a la cárcel.
—Lo dudo. Qué suerte tiene. Se marcha dentro de poco. Yo daría cualquier cosa por salir de este pueblo.
—Pero entonces no estarías con Kevin.
Se contempló las manos un buen rato, encogió un hombro y alzó los ojos.
—A lo mejor no estoy destinada a estar con él. O sea, no sé qué haría si no lo tuviera ahora, pero no estoy segura de que el amor dure. Mis padres se odian. ¿Me gustaría que eso me pasara a mí? Además, quiero ir a la universidad. Me gustaría trabajar en un hotel algún día, a lo mejor en Nueva York, o Londres o París. Quiero ser independiente.
—¿Te refieres al dinero o a tus padres?
—A las dos cosas. —Se irguió, con expresión como de desafío—. O sea, sé que alguien le va a contar a mi madre que estoy hablando con usted, y que se pondrá hecha una furia, pero ¿por qué no puedo hablar con usted? ¿Qué tiene de malo? Es usted la persona más interesante que viene por aquí desde hace siglos.
—Y eso es lo más agradable que me han dicho hoy —repliqué—. Si lo dices para asegurarte de que no voy a contar…
—No. En serio. Es muy interesante, quién es y lo que hace ¿De verdad era una tonta cuando vivía aquí?
—Totalmente.
—¿Y fea?
—Mucho… pero en parte era por mi actitud. Una actitud fea como una espinilla. —Me llevé un dedo a la barbilla. Cuando Kaitlin sonrió, añadí—: Eso está mejor. Tienes una sonrisa muy bonita.
Se sonrojó.
—Hay que agradecérselo al doctor Franks. —Como no la entendí, aclaró—: Mi ortodoncista. —Lanzó una mirada a sus amigas—. Tengo que volver. No sé… ¿podríamos hablar otro día?
—Me encantaría —contesté, y lo dije en serio. No me pregunten por qué (Kaitlin DuPuis no significaba nada para mí), pero me sentí mejor porque se hubiera acercado, menos sola. Sí, penoso. Tenía treinta y tres años, y cualquiera pensaría que debía ser capaz de aceptar estar sola unos minutos, ¿no?
Pues no.
¿VERDAD N.o 7? No importa la edad. La soledad es la soledad.
Tras haberlo reconocido, seguí comiendo más despacio, mientras escuchaba una dulce canción de Sarah McLachlan, y dejé el tenedor cuando aún quedaba un poco de comida en el plato. Saciada, me recliné en el asiento. Pensar en las demás cosas —mis amigos, mi libro, mi vida— sí me ayudó en ese momento. Al infierno el jefe de policía Greenwood. Todo me iría bien.
—Hola, cielo —dijo Omie, con el arrugado rostro iluminado por una sonrisa que se desvaneció cuando vio mi plato—. No te has terminado la carne con verduras. ¿No estaba rica?
Estaba preocupada hasta el extremo de la palidez.
—Está buenísimo, pero era demasiado. —Pensé que la palidez no se debía a la preocupación. Había desaparecido por completo el color que había visto en su cara la última vez que estuve allí—. ¿Te encuentras bien?
—Un poco cansada —contestó con una sonrisita—. Ya no soy tan joven como antes.
—¿Te vas a sentar conmigo?
—Hoy no. Me voy a casa a echarme la siesta. ¿Quieres otro he lado?
—No, por Dios. Quizá té frío, pero ya lo pido yo en la barra.
Omie me obligó a quedarme sentada con una mano frágil.
—Le diré a alguien que te lo traiga. Tú quédate aquí tranquilamente. Le das clase a este sitio.
—Tu restaurante no necesita mi ayuda —le dije mientras rodeaba lentamente la barra para entrar en la cocina. Menos de un minuto más tarde salió su nieto con un vaso largo de té con hielo. Tras haber satisfecho la necesidad de calorías, lo tomé con edulcorante.
Miré mi reloj. Eran apenas las tres. Quedaban cuatro horas para ver a James.
No estaba de humor para ir a la tienda, no estaba de humor para quedarme sola en casa, no estaba de humor para moverme de aquella mesa. El restaurante de Omie era territorio amigo y desde donde estaba sentada resultaba relativamente invisible. ¿Tenía algún sitio mejor adonde ir? Definitivamente, no.
Así que saqué del bolso la última People y me puse a leer. Cantó Billy Joel, después los Beatles, después Bonnie Tyler y Fleetwood Mac. Acepté otro té, le puse edulcorante y me relajé. El restaurante de Omie era único. Había sitios en Washington adónde iba cuando quería descansar de mi trabajo, pero en ninguno me sentía tan en casa como allí.
A pesar de que odiase eso, la casa seguía siendo la de siempre. ¿Otra verdad? Triste, pero así era.
Pensando que tendría que esforzarme más si quería encontrar un sitio como aquel en Washington, cerré la revista y me quedé allí sentada un rato. Cuando llegué al punto en que faltaban tres horas para ver a James, miré la cuenta, dejé propina y abandoné la mesa.
Al no ser ya invisible, noté las miradas de los ocupantes de todas las mesas junto a las que pasaba, ¿y cómo afrontarlo? ¿Cómo hacerle saber a aquella gente que no era un ogro, que no les deseaba ningún mal, que en el fondo… sí, era una más? Sonreí. Saludé con la cabeza. Incluso le guiñé un ojo a un niñita preciosa que no debía de tener más de cinco años.
Kaitlin y sus amigas siguieron hablando.
Pagué en la caja, salí y bajé hasta el aparcamiento, y mi coche estaba donde lo había dejado, bajo el roble, donde el sol no pudiera abrasar los asientos. Pero no debería haberme preocupado por los asientos. Lo que vi —y cómo no iba a verlo, si el coche seguía allí más solo que la una—, fue que las ruedas estaban pinchadas. No una; las cuatro.