No llamé directamente allí. Llamé a la ayudante de Greg en Washington, que conocía todos los entresijos de esos asuntos y además era amiga mía. Me conectó con una de las líneas que utilizaba la cadena cuando se requería discreción.
¿No se lo creen? Piensen un poco. La gente de los medios de comunicación tiene toda clase de recursos. Hacer llamadas telefónicas ilocalizables es uno de los más sencillos.
Naturalmente, habría preferido, con mucho, tomar el camino directo, pero las circunstancias recomendaban precaución. ¿Cómo se sentirían si los parasen en medio del pueblo por hacer algo que hacían todos continuamente y los obligasen a quedarse allí mientras todo el mundo los miraba? ¿Estuvo todo ese rato revisando mi documentación el jefe de policía Greenwood? ¿Estuvo comprobando si realmente podía haber algo contra mí? Claro que no. Me hacía esperar para que sufriera la humillación.
Y que conste, no iba a demasiada velocidad. Era intimidación pura y dura. ¿Era eso tomar el camino directo? El jefe de policía representaba a la ley, y sin embargo, hizo que me sintiera impotente y acosada. Además, con tantas personas como estaban mirando, ni una sola salió en mi defensa. Se volvieron contra mí, y no era una cuestión de paranoia por mi parte. Hasta entonces me habían mirado con cierta amabilidad, pero ahora me censuraban abiertamente. La frialdad de Marylou Walker fue la gota que colmó el vaso.
¿Qué les había hecho yo? Tanta injusticia me sublevaba. Si alguna vez han sentido lo mismo, comprenderán que recurriese a ese subterfugio de la llamada telefónica, y dio la casualidad de que ni siquiera tuve que mentir sobre mi identidad. Me presenté como una novelista que estaba investigando el asunto de la intoxicación por mercurio como posible tema para un libro, algo que en teoría era verdad. Aunque no tenía pensado un libro sobre Middle River, ¿quién sabe si mi libro no giraría en torno a ese tema?
La mujer del departamento de Servicios Medioambientales de Hampshire que me contestó al teléfono ni siquiera me preguntó mi nombre. Confiada y cándida, se limitó a preguntarme qué deseaba.
—Me gustaría saber si hay fábricas que producen residuos de mercurio en este estado —contesté sin ceñirme a nada concreto.
—Sí, existen esas fábricas —replicó.
—¿Papeleras, sobre todo?
—¿Que producen mercurio? Son la mayoría, pero no exclusivamente.
—¿Las controlan ustedes?
—Sí. A toda fábrica que vierta residuos de cualquier clase en nuestras aguas se le exige un permiso. Después hacemos pruebas, mensual o trimestralmente. Se toman muestras de agua en el lugar de los vertidos y se envían a los laboratorios para que las analicen. También hacemos pruebas del aire, tomando muestras de las emisiones.
—¿Quién se encarga de esas pruebas?
—De las del agua, la propia fábrica. Con el aire, normalmente enviamos a un observador de nuestro departamento.
—¿No supervisan directamente las muestras de agua?
—Normalmente no.
Pensé que era como lo del zorro que vigila gallinas.
—¿Y si a alguien se le ocurriera llevar al laboratorio agua embotellada como si fuera del río?
—Notarían la diferencia en los laboratorios. Conocemos la composición química del agua del río.
—¿Y si a alguien se le ocurriera tomar agua del río y filtrarla, librarla de los elementos nocivos?
—Si alguien llegara a tal extremo, daría a entender que la contaminación es importante, y entonces lo corroborarían las muestras aire. Además, realizamos inspecciones anuales para comprobar que las fábricas eliminan adecuadamente los residuos peligrosos. El proceso de eliminación es fundamental. No es solo que haya que atenerse a las normas, sino que todo lo que exceda los límites legales tiene que cargarse en contenedores y llevarse a un depósito autorizado. Las fábricas pagan una cantidad por eliminar ese exceso de residuos, y guardan los registros sobre la cantidad que ha ido a parar a cada sitio. También pagan al estado correspondiente por cada kilo de desechos producido.
—¿Qué cantidades se manejan?
—Depende de cada fábrica.
—La Papelera Baxter, o Wentworth, o Northwood, por ejemplo.
—Todas esas fábricas podrían producir hasta trescientos o cuatrocientos kilos en un período dado. A razón de seis centavos por kilo pagados al estado, se podría calcular unos dos mil dólares.
Dos mil dólares no me parecía una cantidad prohibitiva, y no me cabía duda de que Northwood podía afrontarla sin llegar a la bancarrota.
—¿Comprueban si los informes que envían son correctos?
—Solo cuando se desvían de lo normal.
—¿Y cómo calculan qué es lo normal?
—Tenemos nuestros archivos. Hay una página web, si quiere consultarla.
Me dio el localizador uniforme de recursos y me explicó cómo funcionaba.
—¿Y los resultados de las pruebas? —pregunté—. ¿También se pueden encontrar en la página web?
—No. Las fábricas guardan esos resultados, y también nosotros, durante una temporada. Después los archivamos.
Northwood no iba a enseñarme sus archivos.
—¿Podría alguien como yo acceder a sus archivos?
—Sí, pero hay que seguir un procedimiento.
Sabía cómo eran esos procedimientos. Tendría que presentar una solicitud; eso me llevaría tiempo y, entre la información que tendría que dar y la posibilidad de que alguien del departamento notificara a Northwood, la liaría.
—De acuerdo —dije—. En otro orden de cosas, se sabe que la exposición al mercurio provoca problemas de salud. ¿Se encarga de eso su departamento?
—Conocemos los problemas de salud, pero no seguimos el desarrollo de casos concretos. Resultaría complicado. Es difícil diagnosticar la intoxicación por mercurio. Nos enteramos de algún caso agudo, pero nada más. Un inspector local de Sanidad podría saber más. Quizá debería ponerse en contacto con alguno.
—Es una buena idea —repliqué agradecida. Y era buena idea, si bien discutible. En Middle River no había inspector de Sanidad—. Ha sido usted muy amable.
—Forma parte de mi trabajo —replicó con simpatía.
—Entonces, ¿no le importaría que le hiciera un par de preguntas más?
—Por supuesto que no.
Planteé una hipótesis.
—Supongamos que una papelera quisiera ocultar la cantidad de residuos de mercurio que produce. ¿Qué haría?
—Podría enterrar los residuos indebidamente. O falsificar los archivos.
—¿Podría ocultar un vertido?
—Técnicamente, sí. Pero si el vertido fuera de grandes dimensiones, las repercusiones serían evidentes, con personas repentinamente muy enfermas. En tal caso, la fábrica podría intentar ocultar la importancia del vertido, pero no podría esconder el hecho mismo.
—¿Y el soborno?
Se rio.
—Sería difícil, teniendo en cuenta la cantidad de personas que trabajan en las papeleras.
Evidentemente, no sabía el poder que tenían los Meade.
—¿Cómo podría una persona, mi protagonista, por ejemplo, sacar a la luz un intento de ocultar un vertido?
—Eso está un poco fuera de mis competencias.
—Imagíneselo. Por simple especulación.
Reflexionó unos momentos.
—Probablemente hay informes, pero serán internos. Necesitaría tener a alguien dentro para que se los proporcionase, igual que para mostrar que se han falsificado los registros.
Azul Azul. Él era mi hombre. Él podría darme esos datos.
Sabiendo lo que tenía que hacer a continuación, cedí ante una auténtica curiosidad.
—¿Cómo se limpia un vertido de mercurio?
—No es fácil —contestó la mujer—. La limpieza supone descontaminar todo lo que ha estado en contacto con el mercurio: ropa, piel, suelo, maquinaria… Como el mercurio es pesado, se deposita en el suelo, y en caso de un vertido en el suelo, la limpieza podría conllevar excavar la tierra y extraer el metal que se ha filtrado. Resulta muy caro y requiere mucho tiempo.
—¿Cree que ha habido vertidos en New Hampshire?
—Sé que ha habido vertidos.
—¿De alguna fábrica que yo conozca? —pregunté en broma, y me apresuré a añadir—: Podría entrevistar a algunas personas para darle un toque de autenticidad.
—Por suerte para nosotros y para desgracia de usted, han cerrado. Así son las cosas. Un vertido de mercurio puede destrozar una fábrica. Comprenderá por qué intentarían mantenerlo en secreto.
Busqué en el localizador que me había indicado. Gran parte de la información era de carácter técnico, como números y códigos de identificación, pero a la hora de la descripción, la cantidad total y el peso de los residuos, los datos eran muy claros. Hasta hacía ocho años, Northwood había producido residuos de mercurio. Comparé la cantidad con la de otras papeleras y eran parecidas. No es que me importaran las demás papeleras. Mi hermana no estaba enferma en aquellas ciudades; solo en Middle River.
Para: Azul Azul
De: Annie Barnes
Asunto: Posibilidades
Parece que Northwood no está en la lista de investigaciones de Medio Ambiente lo que concuerda con que ya no produzca residuos de mercurio. Por eso supongo que uno o más de los siguientes puntos es cierto:
1) Northwood falsificó los informes anteriores para ocultar la cantidad de residuos producidos.
2) Northwood falsificó las pruebas anteriores para ocultar la potencia de la toxicidad de esos residuos.
3) Northwood se deshizo indebidamente de los residuos.
4) Northwood ocultó los vertidos.
¿Tienes o puedes obtener información sobre esto? Lo ideal serían copias de informes internos.
Lo envié con una sensación de satisfacción. Era fundamental avanzar en el frente del mercurio.
Detrás de todo aquello estaba Phoebe. No mejoraba. Yo ya había reservado billetes de avión para Nueva York, pero ella seguía preocupada por Sabina.
Yo quería que Sabina estuviera de mi parte, de verdad. Suponía que seguiría enfrentándose conmigo por lo del mercurio, pero esperaba llegar a un acuerdo sobre Phoebe. Y además, estaba Tom. Tenía que ponerlo al corriente de lo que estaba haciendo. También quería que me diera el nombre de un médico de Nueva York para llevar a Phoebe.
Para matar dos pájaros de un tiro, telefoneé a Washington a mi amiga Berri, la que me había ayudado con la cena en casa de Sabina el viernes anterior.
—Hola —dije, encantada de oír su voz al otro extremo—. Cuánto me alegro de que estés en casa.
Lo dije de corazón, menos por asuntos de comidas que por el afecto. Llevaba en Middle River toda una semana, y cada día era Peor recibida.
—Annie, cielo, ¿qué tal estás?
—Ahora mejor, porque me has contestado al teléfono. Aquí me siento muy sola.
—¿Sola? —repitió en tono de broma—. ¿Con tus hermanas, Sam, Omie y todos esos que, según me has dicho, no te quitarán ojo?
Berri había sido una válvula de escape para mí en los momentos de duda antes de marcharme de Washington. La había preparado bien, mejor dicho, proféticamente, dada la escenita en Oak Street, desde luego, la gente no me quitaba ojo.
—No es lo mismo que tomarme un café con Amanda y contigo. Me da la impresión de llevar fuera de ahí un mes.
—A mí también —dijo Berri—. Por cierto, estamos leyendo Peyton Place.
—¿En serio? ¿También Amanda y Jocelyn?
—Las tres.
—Estupendo —repliqué entusiasmada. Y agradecida. Mis amigas eran mujeres muy ocupadas, con poco tiempo para leer. Un libro al mes era con mucho su límite, y normalmente uno actual, de la lista de los más vendidos. La única razón para que hubieran elegido Peyton Place era yo. Esa expresión de lealtad no podría haber llegado en mejor momento. Evidentemente, tenía una tremenda necesidad de sentirme querida—. ¿Y qué os parece?
—A mí me encanta. Todavía no he pasado de la página cincuenta, pero es buena escritora. No me lo esperaba.
—¿Pensabas que era una novelucha?
—Pues sí. Vamos a vernos la próxima semana para hablar de ella.
—¡No! —exclamé—. ¡Esperad a que yo vuelva!
Quería participar en aquella conversación.
—La próxima semana solo serán los prolegómenos. Ten por seguro que no la habremos acabado. Amanda tiene una agenda de trabajo bastante tranquila, pero Jocelyn tiene que terminar los planes de estudio dentro de dos semanas. Bueno, y yo también tengo con qué entretenerme. —Bajó la voz, pero añadió con entusiasmo—: He conocido a un tío.
Menuda novedad. Berri se pasaba la vida conociendo tíos. Me eché a reír y replicó:
—O sea, quiero decir que he conocido a un tío. Se llama John. Es muy listo, muy guapo y muy guay. Estaba en la recepción que organicé anoche. Voy a verlo el viernes por la noche.
Berri trabajaba como voluntaria a tiempo completo. La noche anterior había sido para la Fundación para el Riñón, si no me fallaba la memoria.
—¿En qué trabaja?
—Estamos en Washington —respondió burlonamente—. O sea que es abogado. Pero no tiene nada que ver con los demás abogados que he conocido. Para empezar, lleva el pelo largo. Y un pendiente Y tiene un tatuaje.
Añadió las últimas palabras con algo que yo solo podría describir como orgullo.
—¿Y dónde tiene el tatuaje?
—No lo sé. Evidentemente, vi el pelo y el pendiente, pero cuando quise ver el tatuaje se puso muy engreído. Dijo que no hacía esas cosas en la primera cita. En serio es encantador. Y buena persona. Trabaja de abogado gratuitamente para la fundación. Y quiere tener hijos.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.
—Lo dijo así, de buenas a primeras, porque había un niño insoportable que alguien había llevado al evento y John fue el único que logró que la criatura dejara de manosear los canapés. Bueno, toqueteaba todo lo que había en las bandejas. Cuando le dije que tenía mano con los niños, dijo que adora a sus sobrinos y que está deseando tener hijos. Tiene veintinueve años.
Contuve el aliento.
—Un hombre más joven. —Berri tenía treinta y tres, como yo—. Ay, Berri, espero que te funcione. Cruzaré los dedos.
Claro que lo haría. Berri quería casarse. Quería la casa, los niños, los coches. Quería amor.
Pero al fin y al cabo, ¿no es lo que queremos todos?
—¿Cómo te salió el solomillo? —preguntó.
—Increíble. Todo salió increíble. Les encantó. Esa es una de las razones por las que te llamo. Necesito otro menú.
—¿Para quienes?
—Algunos son los mismos, otros distintos. Quiero hacer algo aquí para llevar a varias casas ya listo para comer.
—¿Plato único?
—Si es posible…
—Espera cinco minutos. Yo te llamo.
El teléfono sonó al cabo de tres minutos.
—Qué rapidez —dije sin saludar—. Eres un cielo. ¿Sabes lo que significa para mí contar con alguien como tú?
Hubo un brevísimo silencio, y después, en tono bajo, como si le divirtiera:
—No. Dímelo tú.
Era James, claro. Habría reconocido su voz incluso si allí me estuvieran llamando decenas de hombres, cosa que no ocurría. Aun a bajo volumen, su voz era más profunda y resonante que la de la mayoría de los hombres que conocía, y ejercía el mismo efecto sobre mí que cuando lo veía. ¿Química? Tremenda.
Mentiría si dijera que no me gustaba que hubiera llamado. Pero me alegré de que no pudiera ver cómo me sonrojaba ni oír cómo me palpitaba el corazón.
¿Qué podía hacer? Reírme.
—Perdona. Estaba hablando con una amiga de Washington y había prometido volver a llamarme. ¿Te has enterado de lo que me ha pasado esta mañana cuando volvía a casa?
—Sí. El comisario a veces se toma su trabajo demasiado en serio. Supongo que será solo una multa.
—Es algo más que eso. Es el principio de todo el asunto. Me está controlando. Ha estado esperando. ¿Y qué será lo siguiente?
—Pues lo siguiente es que vayas al ayuntamiento y pagues la multa para que nadie pueda echarte nada en cara. Y después, a conducir con muchísimo cuidado.
Yo había pensando en lo siguiente que haría el comisario. En cuanto a lo otro, James tenía razón, por supuesto.
Siguió hablando, en el mismo tono bajo, y me di cuenta de que estaba intentando ser discreto con aquella llamada.
—Tengo una reunión dentro de poco y otra mañana a primera hora, así que ir a correr antes del trabajo me va a ser imposible. ¿Puedes ir después de que termine? ¿Sobre las siete?
—Claro que sí —contesté con una tranquilidad extraordinaria—. ¿En el mismo sitio que hoy?
—Si te viene bien…
—Sí, perfectamente.
La llamada de James me alegró el día. Me dio algo con lo que ilusionarme, algo que tramar mientras esperaba la respuesta de Azul Azul. Me conecté poco después de que me llamara Berri, pero no había nada, ni después, cuando miré el correo a mediodía. Volví a mirar al ver de la tienda de Harriman, y una vez más, cuando metí la empanada de pollo en el horno.
Sí, empanada de pollo. Bueno, más bien empanadas, en plural, porque hice tres bastante grandecitas. Pero no eran empanadas de pollo normales y corrientes. Berri había mezclado varias recetas para llegar a lo que ella llamaba empanada de pollo a la Toscana, con, entre otras cosas, corazones de alcachofa, aceitunas negras, tomates secos y ajo. Si alguna vez hubiera tenido alguna duda sobre la habilidad de Berri, mis dudas se habrían disipado en cuanto la cocina se inundó de olores deliciosos.
Las cortezas se habían inflado y habían adquirido un color ámbar cuando sonó el reloj automático. Saqué las empanadas del horno las puse encima del fogón, y el olor era aún mejor.
Miré la hora. Eran casi las cuatro. Sí, podía dejar la empanada de Sabina en su casa, pero quería ir a la fábrica. Hacía quince años que no la veía y sentía curiosidad.
Abrí el armario de abajo, donde mamá guardaba las bolsas aislantes para llevar la comida caliente a las cenas de la iglesia. No estaban allí, y busqué en los demás armarios de abajo. Fui a buscar a la despensa.
Podría haber llamado a Phoebe, pero quería dejarla tranquila aquel día. Pasé el lunes y el martes entrando y saliendo de la tienda. Estaba harta de hacer recados sin importancia, y también de ver a Phoebe intentando ocultar lo que la aquejaba. Me preguntaba si, teniendo en cuenta su estado, recordaría si habían tirado las bolsas al renovar la cocina o si, en caso contrario, recordaría dónde estaban.
Regresé al centro. Encontré lo que quería en la tienda de Harriman. Compré dos bolsas. Sin hacer caso de las miradas descaradas de los dependientes, pagué, subí al coche y volví a casa.
Cinco minutos más tarde, con dos empanadas de pollo en sus respectivos envoltorios en el asiento delantero, me dirigí hacia la fábrica.
Bueno, aquí estamos, a punto de entrar en la cueva del ogro, Pensé. Desde luego, no parecía un lugar diabólico. Por el contrario, entrada era preciosa, y lo demás muy bonito, pero me estoy ademando. Permítanme describir lo que vi, que es lo que sé hacer.
El complejo estaba situado al norte del pueblo, que, teniendo en cuenta lo que ahora sabemos sobre la toxicidad que arrastraba la corriente del río, no era el emplazamiento más adecuado. Sin embargo, en la época de su fundación, el pueblo ya tenía sus raíces, y la tierra al sur de esas raíces era de granito. Por una cuestión de defecto, la fábrica se construyó al norte.
Considerábamos a Benjamin Meade el fundador. Eso era lo que nos enseñaban en los colegios del pueblo y lo que nos remachaban en los cursos de civismo, cuando nos llevaban a los de tercer curso a visitar la fábrica, pero en realidad fue Matthias, el padre de Benjamín quien la había puesto en marcha. A principios del siglo XX era simplemente un aserradero. Desde el norte enviaban troncos por el río a la pequeña factoría de Matthias, donde los aserraban y los transformaban en tablones para la construcción de viviendas en las ciudades más al sur. En los años treinta, Benjamin se hizo cargo del negocio, y al poco tiempo había ampliado lo suficiente la esfera de actividad de la empresa como para hacerse merecedor de la consideración de fundador de la fábrica.
Aun así, empezó de una forma modesta, con un solo edificio a la orilla del río, al extremo de una carretera abierta en el bosque, la misma que tenía ante mi vista, si bien ahora con una señalización nueva, grande y —he de admitirlo— de muy buen gusto. Como hacía un siglo, estaba rodeada de árboles, de abetos blancos y pinos, pinos del Canadá y píceas, todos de hoja perenne, frondosos y pintorescos durante todo el año y con un intenso aroma que no desprendía la fábrica de papel por sí misma. Habían añadido una entrada de piedra, con piezas que habían labrado y llevado allí tras la construcción del edificio más reciente. El cantero siempre era un Arsenault. Los Arsenault labraban las piedras de los edificios de alrededor de la fábrica desde los primeros tiempos de Benjamin, e incluso estaban en nomina. Era una de las pequeñas joyas que nos enseñaban en tercero. ¿Sabíamos valorarla entonces? Claro que no. En ese momento comprendí que esa circunstancia contribuía a la disensión que podría destruir la imagen de la fábrica. Ninguno de los Arsenault hablaría de actividades sospechosas. Si pagas a alguien, te lo devuelve con lealtad.
Los Arsenault eran artistas; su mampostería, sin argamasa, era digna de admiración. A la entrada de la fábrica, el abanico de la piedra iba desde el ámbar hasta el negro de la pizarra en cuanto a coló res, y en cuanto a tamaños, desde las losas pequeñas y estrechas hasta piezas del tamaño de una pantalla de ordenador. Yo he visto construir muros de piedra y sé la maestría que requiere. En este caso, las piezas estaban dispuestas de tal modo que no solo el muro era resiste sino que formaba un interesante mosaico de la piedra local. El producto acabado describía una suave curva a ambos lados de la carretera, a modo de pastoril invitación a entrar.
Entré sin detenerme. No había puesto de vigilancia. Los Meade no necesitaban vigilantes, pero garantizaban su seguridad de maneras más sutiles. Supuse que habría cámaras en los árboles, con un guardia de seguridad que controlase las entradas y salidas. Me pregunté qué pensaría de mi coche.
La carretera era más ancha de lo que la recordaba, un cambio seguramente realizado en los últimos años para dar cabida a los todoterrenos de los Meade. La vía de acceso estaba en el otro extremo del complejo, y era aún más ancha, para dar cabida a los gigantescos camiones articulados que transportaban las mercancías desde las plataformas de carga.
Desde aquellos hermosos muros de piedra la carretera discurría entre fragantes arboledas a lo largo de unos quinientos metros hasta que aparecía el primer edificio. Eran de ladrillo rojo, con aire colonial: de una sola planta, puertas altas, con frontón, buhardillas, columnas y postigos blancos en la fachada. Ninguno era grande, pero había muchos, que habían ido añadiéndose a medida de las necesidades. Era el campus administrativo, según rezaba el letrero —¿no es encantadora esa palabra, campus?—, debajo del cual había un haz de flechas. Una señalaba hacia el edificio que albergaba el departamento de ventas, otra hacia el departamento de mercadotecnia y otras hacia los despachos de la dirección, desarrollo de productos y centro de datos, respectivamente.
Sabina debía de estar en este último, pero no me dirigí directamente allí. Seguí por aquella ruta tan pintoresca, por la carretera que rodeaba aquellos edificios y, sí, me fijé en el que albergaba los despachos de la dirección. El todoterreno de James estaba a la entrada. O a lo mejor era el de Aidan, porque había una silla para niños en el asiento trasero. También había un coche grande y oscuro, con ventanas de cristales ahumados y el nombre de Sandy Meade escrito por todas partes.
El edificio que albergaba los despachos de los Meade, de ladrillo rojo, se parecía a los demás, pero el tejado era más alto y las ventanas abuhardilladas no eran un simple adorno. Aquel edificio tenía una segunda planta, muy espaciosa, en gran parte de cristal. El despacho de Sandy Meade estaba allí, junto a la sala de conferencias donde él era el rey. Su teoría era que desde la segunda planta tenía una vista del río que no podría tener desde la primera. Todo el mundo sospechaba que lo único que quería era estar por encima de los demás.
Con la excepción de esa segunda planta, los edificios de la dirección se parecían a los demás. Árboles y arbustos estaban bien cuidados, testimonio del trabajo de los jardineros a tiempo completo de Northwood. El césped, recién cortado, aún con las huellas del cortacésped y un olor agradable y cálido a verano, estaba salpicado de sillas blancas de jardín. Los lilos y los rododendros, con las flores desaparecidas hacía ya tiempo, suavizaban la superficie de ladrillo entre las ventanas. No se veía ni un solo hierbajo.
Las entrañas de la fábrica estaban más allá, ocultas tras los árboles. En primer lugar aparecían tres edificios, con una finalidad tan bonita como su estilo, empezando por el Club. Subvencionado en su totalidad por la papelera, era un lugar de reunión para las celebraciones del pueblo. Recordé cuánto tiempo pasaba mi madre allí cuando empezaba a formarse un grupo llamado Mujeres Empresarias de Middle River. Las reuniones se celebraban en torno a una cena, proporcionada por la fábrica a modo de soborno. A nadie le apetecía especialmente ir en su coche hasta allí, pero la promesa de cenar gratis —y además una cena exquisita—, animaba a las pequeñas empresarias. Otros grupos siguieron su ejemplo, pero no hasta que el edificio fue reconstruido tras un incendio causado por una de esas cenas exquisitas en la cocina, que se propagó rápidamente. Nadie resulto herido en el incendio, y el club que reconstruyeron tenía todas las medidas de seguridad imaginables. Según The Middle River Times, la mayoría de los grupos cívicos se reunían en la actualidad allí. Northwood se encargaba de servirles la comida.
¿Agobiante? Claro que sí. Enfrente del club estaba El Cenador. Embutido entre árboles, tenía vistas al río y era realmente encantador. Muchas parejas de Middle River se habían casado allí. Los Meade donaban flores y champaña. ¿A que es bonito?
Y por último, un poco más adelante, estaba el Centro Infantil, en esto Northwood estaba a la vanguardia, al haber abierto una guardería en el lugar de trabajo antes de que lo hicieran los demás. Los padres pagaban una pequeña cantidad, y del resto se encargaba la fábrica. ¿Se imaginan lo agradecidos que estaban aquellos padres a los Meade?
La fábrica propiamente dicha estaba tan cerca que daba un poco de miedo. Algunos días había un ligero olor a azufre, pero en esta ocasión no lo percibí. Quizá estuviera demasiado pendiente de la desaparición de árboles y la repentina aparición de los edificios de ladrillo rojo, surgidos como el ave fénix de las cenizas del gran incendio. Pese al ladrillo rojo, aquello no tenía ningún encanto. Los edificios eran funcionales, estructuras grandes, cuadradas o rectangulares que albergaban la maquinaria para producir el papel a partir de los troncos. Al verlos cuando estaba en tercero me parecieron enormes, tenebrosos. Al contemplarlos desde fuera en ese momento, junto a la garita de seguridad, también me parecieron desmesurados. Y había otro elemento, el tributo al crecimiento de Northwood. Se veía un edificio de ladrillo rojo tras otro. También vi a muchas personas, a pie y en coches. Acababa el turno de día, y la gente salía por la vía de acceso.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó el vigilante.
Respiré hondo.
—No, gracias. Voy al centro de datos.
Tras dedicarle mi más radiante sonrisa, di marcha atrás, giré y me dirigí otra vez hacia el bosque. ¿Me daba miedo la fábrica? Probablemente, pero no tenía nada que ver con la exposición al mercurio. A los Meade no les gustaba que nadie se metiera en su terreno… y sí, allí había una señal al respecto.
El campus administrativo resultaba mucho más acogedor. Apareando junto al incombustible cochecito de Sabina frente al centro de datos, salí del coche, saqué una de las bolsas del asiento y me acerqué a la puerta.
El centro de datos era especial. En primer lugar, el aire estaba fresco, por los aparatos que albergaba. En segundo lugar, más que cuatro espléndidos despachos, cada cual con su sonriente rostro junto a la puerta, había una habitación muy amplia a un lado, con tres mesas, y al otro lado, tras un cristal, el servidor.
Dos de las tres mesas estaban ocupadas, la más alejada de la puerta por Sabina. No le sorprendió verme; alguien la había avisado. Sonreí a su compañero, y me dirigí hacia ella.
—Deberíamos llevar esto a tu coche para que se mantenga caliente.
Sabina se levantó rápidamente y salió delante de mí. Si no la hubiera conocido, podría haber pensado que quería que me marchara, o que no me vieran. O que no me oyeran. ¿Quién sabía si su compañero de trabajo era de fiar?
Curiosamente, no se puso furiosa. En cuanto salí por la puerta empezó a andar a mi lado.
—¿A qué viene tanto cocinar? ¿La teoría de conquistar el corazón por el estómago?
—Pues sí —contesté—. No sé hacerlo de otra manera.
—¿Y tanto importa? —preguntó sin mirarme. No tenía el coche cerrado con llave. Abrió la puerta de la derecha y cogió la bolsa.
—Sí. A mí me importa.
—¿Qué es?
—Empanada de pollo, con verduritas. Ah, un momento.
Fui a mi coche, y del hueco que había detrás del asiento saqué una baguette. La puse encima de la bolsa de la empanada, que Sabina había dejado en el asiento.
—Qué bien huele —dijo, y cerró la puerta. Se apoyó en ella y me miró, más extrañada que enfadada—. ¿Quieres algo o qué?
Podría haber acometido el asunto principal, que quería una familia, pero ya lo había hecho.
—Pues hoy sí —contesté, y las palabras me salieron a borbotones—. Quiero que te parezca bien lo que voy a hacer. He decidido ir a Nueva York con Phoebe, porque me parece que no puede estar sola en ese viaje de negocios.
—¿No debería ser Joanne quien la acompañara?
—Joanne le hace más falta aquí. Si no voy yo con ella a Nueva York, no puede ir nadie. Phoebe ya me ha dicho que yo no sé nada de compras, y tiene razón, pero sí que sé un poco sobre Nueva York y al menos puedo estar allí para que no se caiga, no se pierda o cometa un error tremendo.
—No está tan mal como todo eso —replicó Sabina, en un tono de indecisión que no le conocía.
—Llevo aquí una semana, y no ha mejorado. Ha empezado a justarse, pero se niega a ver a Tom Martin. Por eso voy a llevarla un médico en Nueva York.
—¿Cuál?
—Todavía no lo sé. El próximo reparto de comida es para Tom. —Sonreí—. Espero que agradezca el detalle y nos ayude a pedir cita con alguien que sepa de estas cosas.
—¿Qué cosas? —preguntó Sabina con un dejo de desconfianza—. No seguirás con lo del mercurio, ¿no?
—Lo primero que me preocupa es lo del Alzheimer y lo del Parkinson. —Mordiéndose la comisura de los labios, desvió la mirada hacia el bosque y asintió con la cabeza—. En principio no le voy a decir nada del médico —añadí—. Estoy segura de que se negaría. Pero llegado el momento, me gustaría que supiera que tú estás de acuerdo conmigo.
Sabina respiró hondo y me miró a los ojos.
—Yo también estoy preocupada por ella.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo sobre lo del médico?
—Yo sigo pensando que es algo psicológico.
—Si un médico llega a la conclusión de que no es otra cosa, a lo mejor Phoebe quiere ver a tu amiga terapeuta.
Sabina asintió con la cabeza y volvió a desviar la mirada. Pero en esta ocasión me dio la impresión de que se ponía en guardia. Mirando hacia donde ella tenía clavados los ojos, vi a Aidan Meade, que bajaba por el sendero. Se plantó delante de nosotras, con las manos en las caderas, miró a Sabina, después a mí, y sonrió.
—No estaré molestando, ¿verdad?
¿Molestar? ¿Encarándose con nosotras de aquella manera?
Estaba yo pensando en una respuesta cortante cuando Sabina dijo:
—No, no molestas. Annie tiene que marcharse. Solo ha venido a traerme la cena para mi familia. Cocina muy bien.
—Vaya, conque nos hemos metido en los fogones, ¿eh? —dijo Aidan, mirándome con aire de suficiencia.
Yo podría haber contestado un montón de cosas, pero ninguna de ellas le habría servido de nada a Sabina, y era ella lo que me preocupaba. De repente coincidimos en eso, mentalmente, y me importaba mucho más fomentarlo que poner en su sitio a Aidan.
Además, había quedado con James… bueno, no en el sentido tradicional, pero estábamos estableciendo una especie de vínculo. A los corredores se les da muy bien ese tipo de cosas. Pero yo dudaba que Aidan lo supiera. Así que James y yo también teníamos un secreto, y eso me daba fuerzas.
Le di un golpecito a Sabina en un brazo.
—Está hecho, o sea que solo tienes que calentarlo un poco, unos diez minutos.
Sin dirigirle otra mirada a Aidan, entré en mi coche y arranqué.