13

Algo me ocurrió aquel domingo en el cementerio, y no tuvo nada que ver con lo que supe sobre Kaitlin DuPuis ni con lo que sabría más adelante sobre Hal Healy. Para empezar, se debió a la buena llantina que me eché y a aceptar que mi madre había muerto y que no volvería por mucho que yo lo quisiera. Podía luchar. Podía despotricar y maldecir cuanto quisiera por lo que la había intoxicado. Podía arder en deseos de venganza, pero mamá había perdido el equilibrio, se había caído por la escalera y había muerto porque se rompió el cuello. ¿De qué serviría la venganza? ¿La devolvería a la cocina, a esperar a que yo volviera a casa?

Entonces apareció Kaitlin con sus temores, y yo me puse a pensar en cómo decepcionamos a nuestros padres. Hal Healy me dio a entender después que yo era una mala influencia para los jóvenes de Middle River, y me puse a pensar en eso.

Aún seguía pensando en el asunto cuando terminó el oficio religioso y me encontró Phoebe. La vi venir hacia mí, con seguridad al principio, después no tanto, buscando apoyo preventivo en cada lápida. En ese momento sentí algo —una toma de conciencia—, pero no adquirió forma hasta que ella y yo pasamos unos minutos más en silencio junto a la tumba de nuestros padres. Cristalizó cuando llegó Sabina.

—Estaba preocupada —se quejó, mirándome a la cara—. Pensaba que a lo mejor había pasado algo. No has entrado.

¿Entrar? ¿Qué necesidad tenía de ver a los Haynes, a los Clapper, a los Harriman o a los Rye? ¿Qué necesidad tenía de ver a los Meade?

—No —repliqué con tranquilidad—. Me hacía más falta estar aquí.

—Eso es muy discutible. El sermón del pastor ha sido sobre el respeto en las familias.

—Sabina… —le advirtió Phoebe.

—Ha sido sobre comprender las necesidades de los demás —añadió Sabina. Saltaba a la vista que se iba a ensañar conmigo—. Incluso cuando no coinciden con las tuyas. Te habíamos guardado un asiento, y ha estado vacío y bien a la vista durante todo el oficio. Sí ya sé que no te convence la religión. Todo lo que signifique acatar algo va en contra de tus principios, pero aparte del mensaje del pastor, que ha sido muy bueno, la familia es clave. Que te hubieras sentado con tu familia en la iglesia habría contribuido enormemente a demostrar a ciertas personas de este pueblo que puedes encajar, de vez en cuando. Si les demostraras eso, quizá no estaríamos en la línea de fuego, o no tanto. Mis amigos hacen preguntas. Mis vecinos hacen preguntas. Y también mi jefe hace preguntas. Pero a ti te da igual. Es como si la cosa no fuera contigo. —Se volvió hacia Phoebe con expresión indignada—. Me está esperando mi familia. ¿Quieres que te deje en casa?

Phoebe sonrió. Quizá no tuviera los medios para reñir a Sabina, pero no se arredró.

—Voy a quedarme otro rato.

Sabina se alejó a paso vivo. Y no hablamos sobre aquello, Phoebe y yo. Mi hermana había hecho un pequeño manifiesto, y yo me sentía agradecida.

Sin embargo, no hizo que me sintiera engreída. El engreimiento era un lujo que no podía permitirme con mis hermanas.

Yo había avanzado —o retrocedido, según se mirase—, y mientas estábamos allí mis pensamientos fueron solidificándose. Buscar una venganza podía ser algo noble si había actividades ilícitas por parte de los Meade, pero también sería agotador. Tendría que nutrirme de la rabia, algo que podría haber funcionado cuando tenía dieciocho años. Pero ¿a los treinta y tres? Imposible.

Pero tampoco podía dejarlo pasar como si tal cosa. Nada podía volverme a mi madre, pero ahí estaba la VERDAD N.o 6: ella no era la única implicada. Yo podía librar aquella lucha por Phoebe, cuya enfermedad era evidente. Podía librarla por Sabina, que tanto hablaba de respeto pero no tenía ni idea de ciertas amenazas. Podía librar la batalla por Hal Healy, cuya preocupación por la moral de los chavales del pueblo era poco menos que para echarse a reír si se tenían en cuenta factores como la contaminación del aire que respiraban el agua que bebían y el pescado que comían.

No puedo decir con certeza que oyera la voz de mi madre. Ni siquiera sé con certeza que ella hubiera querido que yo hiciera lo que iba a hacer. Al igual que Sabina, a ella le daba miedo que la gente hablara.

Sí que oí a Grace, pero desde muy lejos. A Grace no le gustaban las tumbas. Pero eso sí, le gustaba desenterrar cosas que estaban enterradas. Desde luego que sí; esas cosas le encantaban.

Para resumir: mamá estaba muerta. Phoebe estaba enferma. Y aparte de la necesidad de Grace de escandalizar a la gente, sabía qué era lo que debía hacer.

Para: Annie Barnes

De: Azul Azul

Asunto: ¿Qué hacemos ahora?

Depende. ¿Qué planes tienes tú?

Para: Azul Azul

De: Annie Barnes

Asunto: Re: ¿Qué hacemos ahora?

No he pensado en nada, salvo averiguar si mi madre enfermó por algo de Middle River. No, no estoy planeando ningún libro. ¿No es eso lo que vuelves a preguntar? Y si no tú, es lo que hace todo el mundo, y la pregunta se está poniendo rancia. ¿Estás dispuesto a ayudarme? ¿Sí o no?

Depende. Hay otros medios además de los libros para dar a conocer un error. Podrías publicar la información que yo te dé en The Washington Post, que sería lo mismo que escribir un libro. Y otro tanto si se la das a tu amigo Greg Steele.

¿He de entender que no te gustan esas opciones? ¿Te estás echando atrás?

¿Echarme atrás? De ninguna manera. Recuerda que yo vivo aquí. Tengo incluso más razones que tú para querer que se solucionen las cosas. Pero mi problema es el siguiente: si haces lo que no debes con lo que averigües, este pueblo se transformará de una forma que tu querida Grace no podría comprender. Un libro, un periódico, las noticias de la noche… no importa cómo salga la historia a la luz, pero si vas a por algo espectacular, Middle River será invadido no solo por los medios de comunicación, sino por los abogados. ¿Y sabes qué ocurre entonces?

Que atacan como fieras.

Eso es quedarse corto. Vienen auténticas hordas de abogados especializados en casos de daños corporales y les hacen promesas delirantes a todas las posibles víctimas. Organizan sus pleitos colectivos, filman las historias, que aparecen en portada en el césped del ayuntamiento, y consiguen titulares, un gran juicio y una jugosa resolución judicial. Por desgracia, ellos son los únicos que sacan algo en limpio. Northwood pierde un dineral por el pago de daños y perjuicios y costas, incluso quiebra, en cuyo caso la economía del pueblo se va al garete junto con los puestos de trabajo de los que viven aquí. ¿Y las víctimas que supuestamente están recibiendo dinero por su sufrimiento y su dolor? Una vez que los abogados recojan su parte, se paguen las costas del juicio y se reparta el resto entre todos los interesados, la víctima individual se lleva una miseria.

Parece que no te gustan los abogados.

No es cierto. Mi compañero de habitación en la universidad es abogado, y haría cualquier cosa por él, pero es el primero en aconsejarme que evite los litigios. Y eso es lo que estoy haciendo. Quiero que las cosas se solucionen, si no por mí, al menos por los chavales del pueblo. No quiero que lo destruyan, y eso es lo que ocurrirá si vas a por titulares escandalosos.

No tengo ninguna necesidad de titulares. Lo que necesito son respuestas. Si las respuestas lo justifican, quiero un cambio.

Si eso es todo, estamos en la misma situación. El problema es que una vez que te dé la información, en realidad puedes hacer lo quieras con ella. ¿Puedo confiar en que me estás diciendo la verdad?

Y yo te pregunto: ¿puedo confiar en que me dirás la verdad? ¿Cómo sé yo que no eres un instrumento de los Meade y que me darás pistas falsas para tenerme entretenida mientras estoy aquí?

A ver qué te parece esto. Las normas del gobierno permiten cierta cantidad de contaminación. Cuando una fábrica como Northwood supera esa cantidad, se le exige que la cargue en bidones de unos 210 litros y que la lleve a una zona autorizada para depositar residuos tóxicos. Cuesta mucho dinero y reduce los beneficios. A veces, en Northwood se emplearon otros métodos.

¿Qué métodos?

Ahora te toca a ti. Ofréceme algo. Estamos intentando establecer una confianza mutua. Aporta algo o cierra.

Acabo de terminar de señalar con puntos un mapa del pueblo. Cada punto representa a alguien que ha surtido una enfermedad grave durante los últimos cinco años. En algunos casos, no hay ninguna pauta. En otros casos, hay grupos claros. En la orilla del río, por ejemplo. Hiperactividad, distrofia muscular, autismo… montones de problemas en los niños del otro lado.

Podría ser genético, coincidencia o toxicidad. ¿Qué crees tú?

Azul Azul no respondió, pero no me preocupé. Cuando envié el último mensaje era muy tarde. Me fui a la cama y volví a dormir más de lo debido. Pero estaba de vacaciones, ¿no? ¿Para qué son las vacaciones sino para dormir hasta tarde?

Por eso empecé a correr a las ocho. Grace no podría haberse puesto más contenta.

«Buena chica. Conque jugando con fuego, ¿eh? En cuestión de hombres eres muy aburrida».

Perdona, objeté. Tú no me ves en Washington. He salido con varios hombres nada corrientes.

«¿Nada corrientes?».

Impresionantes.

«James Meade es otra cosa. Y con drama. Es el archienemigo número uno».

Más bien el archienemigo número dos. Aidan es el número uno, a juzgar por su conducta en el pasado, que aún no he perdonado. Pero no te entusiasmes. Nada de dramas. Me lo encuentro corriendo. ¿Y qué?

«Sabes qué. Te gusta su físico».

De eso nada. Me gusta cómo corre.

«Es lo mismo. ¿Dónde está?».

Todavía no hemos llegado. Sigue una ruta.

«¿Y por qué sigue esa ruta? ¿Está cerca de donde vive?».

No sé dónde vive.

«¿No has preguntado?».

No, no he preguntado. Eso daría a entender que quiero saberlo, y no quiero.

«¿Está casado?».

No que yo sepa. En el periódico no ha aparecido ningún anuncio, ni han hablado de una esposa, ni ha aparecido ninguna fotografía de los dos juntos en un acontecimiento social. Y punto Si hubiera ocurrido algo, Sam lo habría sacado. Le encanta lo visual.

«¿A qué espera James? ¿Qué le pasa?».

Ni lo sé ni me importa. Ya te lo he dicho: me gusta cómo corre. Nada más.

Apenas había llegado a esa conclusión cuando lo vi salir de la cae transversal que tenía delante. Estaba segura de que continuaría como otras veces, pero no. Me miró y aflojó el paso. Siguió corriendo, describiendo un óvalo, hasta que llegué a su altura y, sin pronunciar palabra, empezó otra vez en línea recta.

Yo cogí el ritmo detrás de él. Eso era lo que debía de querer porque si no, no habría aflojado el paso, y a caballo regalado no le mira el diente. ¿Pies planos? Sí, pero era bueno. Cuando corres con alguien mejor que tú, corres mejor. Lo mismo ocurre con la mayor parte de los deportes, ¿no?

No me defraudó. Corría a una velocidad que no sé si sería la habitual en él, pero suponía un desafío para mí y seguí su ritmo. No estaba lo suficientemente cerca como para beneficiarme del tirón que supone un corredor más rápido, pero me marcó de un modo que no había hecho nadie desde la época en que pertenecía a un club de atletismo, hacía varios años. Vale, de acuerdo. Había un elemento de orgullo en aquello. Él había lanzado un reto y yo estaba dispuesta a aceptarlo. Pero también tenía algo de poético. Yo lo estaba utilizando, y la idea me gustaba.

A unos tres metros detrás de él, lo seguí por las carreteras secundarias del pueblo, y aunque había pocas casas, pasaron a nuestro lado varios coches. ¿Me preocupaba que me vieran corriendo con James? En absoluto. Mi imagen en Middle River estaba por los suelos; no tenía nada que perder. La imagen de James era otra historia. Podía empañarse si lo veían corriendo conmigo. Pero era idea suya, ¿no? Podría haber acelerado en cualquier momento y haberme dejado en la estacada.

Casi esperaba que lo hiciera, aunque solo fuera para ponerme en mi lugar. Habría sido algo típicamente Meade. Pero era corredor, y yo había llegado a considerar a los corredores un poco por encima de los demás.

Se quedó conmigo, o dejó que me quedara con él, hasta que llegamos al cruce de las calles Coolidge y Rye, donde nos habíamos encontrado la primera vez. Entonces se dirigió hacia Willow, levantó la mano para saludar y continuó sin mirar hacia atrás.

El martes corrimos codo con codo. No hablamos. Él hacía un gesto cuando quería torcer, siguiendo una ruta ligeramente diferente de la del día anterior, y a mí no me importaba dejarlo elegir. Conocía mejor que yo las mejores calles para correr, y eso me permitía concentrarme en apoyar en el suelo la parte exterior del talón, en mantener las rodillas bien flexionadas, en modular la respiración y mantenerme al ritmo de James. Y lo conseguí. Al separarnos en el cruce de Coolidge y Rye, me sentía orgullosa.

Llamó a casa aquella noche. No sé qué habría hecho si Phoebe hubiera contestado el teléfono. No se lo pregunté. La conversación fue breve.

—¿Vas a correr mañana? —preguntó.

—Sí.

—¿Quieres probar por el campo?

Estaba dispuesta. Me molestaba un poco una rodilla, y un sendero de tierra sería más indulgente que el pavimento.

—Claro.

—¿En la pista estudiantil a las ocho?

—Allí estaré.

Éramos los únicos, observé mientras atravesaba el aparcamiento hasta la parte posterior de este y doblaba una esquina para llegar a la franja en la linde del bosque, pero no me sorprendió. Los corredores no hacían la ruta a campo traviesa a las ocho de la mañana, al menos durante el curso o en pretemporada. Llegarían más tarde. De momento, estaba todo tan desierto como prometía estarlo el sendero que atravesaba el bosque.

No es que James hubiera podido pasarme inadvertido, incluso si el aparcamiento hubiera estado lleno. Había llevado el gran todoterreno negro en el que lo había visto una vez. Entonces iba al volante Tony O’Roarke, pero en esta ocasión no había nadie. Las ventanillas estaban bajadas —ya hacía calor a las ocho—, y James estaba haciendo ejercicios de estiramiento en la hierba, no lejos de donde comenzaba el sendero.

Aparqué y me acerqué a él, y he de reconocer que sentí ciertos reparos. ¿Timidez? No lo sé. Anteriormente siempre había ido con Pecho al descubierto, pero aquel día llevaba una camiseta sin mangas. En cierto modo parecía más personal, como si, puesto que sabía con seguridad que íbamos a correr juntos, hubiera pensado mejor lo de la desnudez.

Sí, lo sé. No quería que nadie, es decir, yo, pensara lo que no era. Pero cubrirse esa pequeña parte no influía para nada en el decoro al menos no para mí. Llevaba al descubierto brazos y piernas, largos y firmes, de muñecas y tobillos delgados, y la camiseta no ocultaba los mechones de vello del pecho, ni la sombra más oscura bajo los brazos, ni la sombra de la barba. Ni la nuez. James Meade era muy viril.

Sin embargo, quizá resultara más impresionante por estar allí estirándose, sin correr. Desde luego, parecía una especie de garza, con una pierna doblada y el pie en el trasero y apoyado sobre la otra. Pero incluso con una sola pierna resultaba impresionante.

Sea como fuere, me sentí ligeramente intimidada. Greg y yo habíamos estado en una cena ofrecida a los medios de comunicación y me presentaron a George Clooney. Vale, es posible que George Clooney no sea santo de su devoción, pero despierta algo en mí. James tuvo el mismo efecto en ese momento, y posiblemente por una razón similar. Era una especie de celebridad, sin duda la atracción estelar de Middle River. Dada la sinergia entre el pueblo y la papelera, él dirigiría ambos cuando Sandy se jubilara. En ese sentido era un hombre poderoso.

El poder seduce, decía la intelectual que hay en mí. La visceral vio de repente química pura y dura. No sentía nada de carácter físico por Tom Martin, y con Aidan Meade quizá era demasiado joven e ingenua para superar lo que él era. No me pasaba lo mismo con James. Él era peligroso.

¿Tímida? ¿Intimidada? Me sentía atraída hacia él, y era la mayor estupidez del mundo. ¿Acaso era masoquista? James era un Meade, de la misma calaña que Aidan. Sentirme atraída por él era sencillamente una tontería.

Y yo era tonta, y estaba cohibida.

Así que empecé a estirarme. Eso es lo que hicimos: ejercicios de estiramiento. Yo seguí mi rutina de siempre, pura costumbre, y me vino bien, porque no tenía que pensar en ello. No tenía que mirar a James para saber qué estaba haciendo su cuerpo. Las largas piernas estirándose, el torso inclinado sobre los muslos extendidos, el pecho elevado por las manos entrelazadas mucho más arriba de lo que yo podría llegar jamás, la cabeza moviéndose lentamente de un lado a otro.

¿Estimulación? Madre mía, si cuando empezamos a correr yo tenía tal carga de energía que habría batido mi propia marca sin necedad de que James me marcara el ritmo.

El sendero era estrecho. Él iba delante, y yo me centré en la carrera. Correr por el campo es distinto a correr por la calle. Se necesita mayor concentración, sencillamente porque el terreno es menos llano.

Por cierto; la ruta estudiantil está en la colina de Cooper. La colina de Cooper. ¿Les suena? En ese caso, son astutos. La colina de Cooper alberga el promontorio de Cooper, escenario de mi humillación a manos de Aidan Meade. Al contrario que la colina, el promontorio es una atalaya sobre el pueblo, al que se llega por un sendero que asciende por el bosque. Es un recorrido fácil, incluso por la noche a la luz de una linterna, de diez minutos como máximo. Con respecto a la colina, la única atracción que ofrece es una pista para trineos en invierno.

Por otra parte, la pista para correr es el lugar favorito para el esquí de fondo. Ondula suavemente alrededor de la falda de la colina a lo largo de unos tres kilómetros. Y si piensan que tres kilómetros no es gran cosa, tengan en cuenta que esa distancia a campo a traviesa equivale a casi cinco sobre una superficie llana en cuanto a tiempo y esfuerzo físico.

Pero lo cierto es que estaba dispuesta a dar otra vuelta cuando acabamos la primera, y le hice un gesto a James cuando me miró con expresión interrogativa. Sí, me molestaba un poco la rodilla, pero por lo demás estaba dispuesta a continuar. Tras haber superado el asunto de la atracción —fue suficiente para curarme pasar una vez por el sendero del promontorio de Cooper—, aquella ruta era la ideal para correr en un día caluroso y soleado como aquel. Aparte era hierba que cubría la pista de trineos, el sendero tenía sombra de sobra. Allí corrimos por un lecho de hojas, agujas de pino y tierra. Sí, había que sortear las raíces de los árboles al descubierto. Yo tropecé con una al principio, y apenas pude enderezarme antes de que James mirara hacia atrás. No volví a tropezar.

La segunda vuelta resultó más agotadora. Seguí el ritmo, pero me sentí agradecida cuando llegamos al punto de partida. James estaba empapado en sudor; le caían goterones por la cara, que se apartó con un brazo, un brazo también brillante, y el vello pegado a la piel, pero yo no estaba mucho mejor. Los mechones de pelo que se me habían escapado de la cola de caballo estaban adheridos al cuello, la cara resplandeciente, la camiseta y los pantalones cortos empapados. Los dos respirábamos con dificultad, pero en ese momento yo no estaba pensando en su cuerpo. Estaba pensando en que la carrera había sido divertida.

Eso debía de pensar él también, porque su cara húmeda tenía una expresión sorprendentemente plácida. Nos quedamos allí jadeando unos momentos, mirándonos y nada más. Y yo sonreí. ¿Por qué no, qué demonios? Si volver a las inmediaciones del promontorio de Cooper era una prueba, la había pasado. Me había mantenido a la altura de James. Me miraba fijamente, y yo me negué a desviar la mirada.

Al cabo de unos momentos sacudió la cabeza y se dirigió a su coche. Sacó dos botellas de agua de una nevera que había en el asiento de atrás y me ofreció una. Me la bebí de un tirón, y acepté agradecida otra de las dos que cogió. Me la apoyé en la cara, y me encantó sentirla contra la piel sudorosa y colorada. Después cerré los ojos, eché la cabeza hacia atrás y me puse la botella fría en el cuello.

Cuando enderecé la cabeza y abrí los ojos, James estaba mirándome.

En realidad, estaba mirándome los pechos.

Me aclaré la garganta. Sus ojos se encontraron con los míos. ¿Se sentía avergonzado? No. Pero eso es lo que tiene el poder. Los Meade rezumaban poderío. No sentían vergüenza a la hora de utilizar a la gente… y de eso se trataba en aquel momento. De ninguna manera iba a desear realmente James Meade a Annie Barnes, a no ser para frustrar la misión que yo tenía allí. Pero yo no iba a picar. No tenía intención de que me tomaran el pelo, de tropezar dos veces en la misma piedra.

Y no iban a tomarme el pelo. Si alguien utilizaba a alguien, en esta ocasión iba a ser yo. Una vez tomada la decisión, seguí mirándolo mientras hacía ejercicios de estiramiento. Sí, vale, era un hombre, pero si yo me sentía atraída, ¿qué daño podría hacerme jugar un rato? Si lames podía hacerlo, yo también. Correr era una cosa mía de Washington; siempre y cuando mi contacto con él se limitara a eso, yo mantendría una posición de fuerza.

¿Me sentía como una lagarta? Pues no. Si acaso, me gustaba saber que mientras corría con James Meade, estaba planeando joderlo.

Bueno, no he elegido bien la expresión. Evidentemente, es una forma de hablar.

Pero supongo que me entienden. Quizá no estuviera ya por la labor de la venganza, pero si, como se deducía de las palabras de Azul Azul, resultaba que se habían retirado residuos tóxicos de una forma imprudente, James Meade y su familia tendrían algo de lo que responder.

No hablamos gran cosa aquella mañana. James no volvió a mirarme los pechos. Me miró la boca, los ojos, las piernas… y me pareció que se quedaba perplejo, como si no esperase que yo tuviera ninguno de esos elementos o que no funcionaran como las mismas partes del cuerpo en otras mujeres. Parecía confuso, como si no creyera que yo pudiera correr, y mucho menos mantener su ritmo.

Naturalmente, con un Meade nunca se sabía qué podía significar una mirada.

Pero yo no era ni virginal ni inocentona, no trabajaba en la papelera y no le tenía miedo a James. Le di las gracias por el agua. Fueron las únicas palabras que pronuncié antes de dirigirme a mi coche.

Era Grace quien tenía necesidad de hablar. Apenas había salido del aparcamiento cuando empezó a arremeter.

«Pero ¿qué estás haciendo? —preguntó. Evidentemente, estaba enfadada—. O sea… no se juega con un hombre así. Ve a por él como es debido. Podrías haberlo conquistado. Podrías haberle dicho algo bonito. Podrías haberle dicho que es un corredor fantástico. Podrías haberle hecho ojitos, por Dios».

¿Hacerle ojitos? Pero si eso ya no lo hace nadie hoy en día.

«Si quieres jugar, adelante. Sácale todo lo que puedas, cielo. Podría ser la parte fundamental de tu libro».

¿Qué libro? No estoy escribiendo ningún libro.

«Pues yo creo que deberías hacerlo, pero tienes que meter algo de sexo. El sexo vende bien. El sexo de verdad. El sexo explícito, directo».

Mis libros se venden bien sin necesidad de eso.

«Pues se venderían mejor si lo incluyeras. ¿Te acuerdas de lo pasó cuando al fin vendí Peyton Place? Que mi editora me obligó añadir una escena de sexo entre Constance y Tomás. Lo escribí en su despacho, en una hora, y a mí no me gustó, pero a mis lectores les encantó. Vendí doce millones de ejemplares de Peyton Place. ¿Has conseguido algo parecido con alguno de tus libros?».

No, reflexioné, acelerando mientras torcía a la izquierda, desde School hasta Oak, porque los tiempos han cambiado. Prácticamente ningún título vende doce millones de ejemplares en la actualidad. Hay demasiada competencia, demasiados libros de otros escritores, demasiadas formas de diversión, como el cine, los DVD y la televisión por cable. Además, en su día Peyton Place fue algo único con su contenido de sexo. El sexo en los libros actuales es algo de lo más corriente.

«Pero ¿qué te pasa? Seduce a James Meade y tendrás un argumento estupendo para un libro».

Me paré en el cruce de Cedar y Oak, dejé pasar un coche y volví a acelerar. Grace estaba empezando a fastidiarme. No voy a seducir a James Meade, insistí. Solo conseguiría quemarme. Y no voy a escribir un libro.

«Vaya chasco contigo».

Pues vaya pesadez contigo.

«Me voy».

Muy bien. Vete. De todos modos voy a parar dentro de nada. Quiero The New York Times y monedas de chocolate.

«Vale. Olvidemos lo del libro, pero seduce a James Meade y encontrarás toda la porquería que necesitas sobre la fábrica».

Eso es repugnante, pensé.

«Es la mejor forma de obtener información. En mi época se hacía continuamente. Vosotros sois todavía más promiscuos, así que no veo el problema por ninguna parte».

Vete.

«Desde luego. Pero cuando tus investigaciones no lleguen a ninguna parte, acuérdate de lo que te he dicho».

¡Que te vayas!

Oí una sirena y al principio pensé que era un aviso, para mí, para Grace o para las dos. Después me di cuenta de que era el coche que estaba detrás de mí. ¿Un coche? Más bien un coche patrulla de la policía, a juzgar por los destellos que despedía la barra del techo.

En nuestra ciudad raramente se oían sirenas ni se veían destellos de luz. Pensando que había ocurrido algo grave, me hice a un lado y paré junto a la barbería para dejarlo pasar. Para mi desgracia, se paró justo detrás de mí y apagó la sirena. Pero las luces siguieron encendidas.

Estaba intentando dilucidar a qué venía todo aquello cuando el jefe de policía Greenwood se aproximó hacia mí, con toda la tranquilidad del mundo, con la barriga por delante pero más tieso que una vela. Lo miré y le dije hola.

—Carnet de conducir y documentación del coche, por favor —dijo con una voz que se había hecho más áspera durante los años que yo no había estado allí.

Parpadeé.

—¿He hecho algo mal?

—Iba a demasiada velocidad. El carnet y la matrícula, por favor.

Enganchó los pulgares en el cinturón, a la espera.

—¿A demasiada velocidad? —repetí—. ¿Aquí? Si acabo de parar. ¿Cómo podía ir a demasiada velocidad?

—El límite es treinta. La señal está ahí mismo. Usted iba a más de treinta.

Miré a mi alrededor. Antes había un coche delante de mí, y venían otros a la misma velocidad que yo había ido antes de parar.

No. No es verdad. No iban a la misma velocidad. Todos habían reducido para mirarme. Me aclaré la garganta.

—Quizá fuera a cuarenta, como muchísimo.

—Cuarenta sobrepasa el límite.

—¿Lleva radar?

—No me hace falta. Sé cuando alguien lleva exceso de velocidad. Carnet y documentación del coche, por favor.

No me habían puesto una multa por exceso de velocidad en mi vida, y no sabía de nadie a quien se la hubieran puesto en aquella calle.

—¿Es una nueva campaña o algo así? —Volví a mirar a mi alrededor. Había varios hombres en la barbería, otros en las mecedoras a entrada de la tienda de Harriman, varios hombres y mujeres en las sillas repartidas por el césped del ayuntamiento. Todos estaban pendientes de lo que pasaba (y los destellos chillones llaman mucho la atención) pero nadie cruzó la calle—. ¿He puesto a alguien en peligro?

El jefe de policía suspiró.

—No se trata de eso, señorita Barnes. La gente que vive aquí pues bueno, están al tanto de lo que pasa aquí. Pero ustedes, los de fuera, vienen aquí e intentan hacer las cosas a su manera, sin importarles el bien común. Y cuando se está en este pueblo, hay que respetar nuestras leyes.

Tendió una mano y esperó.

Para no montar un número, saqué el carnet y la documentación de la guantera.

Tardó diez minutos en rellenar la multa. Estoy segura de que la mayoría de la gente del pueblo sabía que me estaban poniendo una multa antes de que yo tuviera el papel en mi poder. Pasaban coches y camiones, y sus conductores volvían la cabeza para mirarme. La gente entraba y salía de los edificios, estirando el cuello para cotillear. Y seguían las luces destellantes.

Empecé a sudar: estaba allí sentada, a pleno sol, encima teniendo que soportar el ardor de las docenas de pares de ojos clavados en mí.

Desde luego, Greenwood, el jefe de policía, lo estaba haciendo a propósito. Era un títere de Sandy Meade. Pero si lo que Sandy tenía pensado era intimidarme, su táctica me daba risa. Allí parada, esperando la multa por exceso de velocidad, expuesta a la mirada de cuantos habitantes del pueblo pasaban a mi lado, tuve una súbita inspiración.

Paré un momento para comprar el Times y unas monedas de chocolate, pero si bien Marylou Walker estuvo conmigo mucho más fría que en los días anteriores, no me importó. Salí de la tienda en un pispas, metí las cosas en el coche y me fui a casa.

Dio la casualidad de que Phoebe ya se había ido a la tienda, lo que significaba que no tendría que bajar la voz para hablar por el teléfono de la cocina con el departamento de Servicios Medioambientales de New Hampshire.

Sí, vale. Antes había dicho que no me atrevía a llamar a ese organismo por si acaso se enteraba alguien relacionado con los Meade; pero eso había sido el viernes, y estábamos a miércoles, antes de que Azul Azul apareciese como un aliado, antes de la revelación en el cementerio, antes de mi codo a codo con ni más ni menos que el poderoso James Meade. Antes de que Greenwood, el jefe de policía, e pusiera una multa por exceso de velocidad con un «Márchate de aquí» escrito con tinta invisible. Y antes de que se me cruzaran los cables.