12

El jefe de policía Greenwood tenía los nervios de punta. Sabía que si Annie Barnes estaba indagando en su caso, podría haber problemas. Una solución consistía en jubilarse. Como tenía sesenta y seis años, le faltaba poco. Para jefe de policía, ya era viejo. Pero Middle River no le exigía demasiado y necesitaba el dinero. Además, su mujer no quería que anduviera por la casa. No se lo había dicho así exactamente, pero lo había dado a entender.

Aparte de la jubilación, la otra solución evidente era dejar todas las pastillas. Si no tomaba nada, no era adicto, y podría negar las acusaciones. Dicho y hecho.

Aguantó tres horas, al cabo de las cuales tenía tanto dolor de espalda y estaba tan asustado que cambió de idea. Además, aunque fuera capaz de abandonar el hábito, resultaría difícil negar el pasado. Entre su médico, su seguro y la farmacia había una tira de papel de más de un kilómetro. No; tenía que haber otra respuesta.

Pasó casi todo el viernes intentando encontrarla, pero nunca se le había dado bien encontrar respuestas. Hacía cosas que eran evidentes. Cuando alguien estaba borracho, lo llevaba a casa o lo encerraba que durmiera la mona. Cuando un coche chocaba contra un árbol, primero llamaba a la ambulancia y después a la grúa. Cuando un hombre le pegaba una paliza a su mujer, llevaba a la mujer a casa de su madre, y si el hombre volvía a hacerlo, llamaba al sheriff del condado.

Las únicas claves con las que bregaba el comisario Greenwood eran las de los crucigramas. El viernes por la noche se estaba rompiendo la cabeza con una que decía «el que apadrina». Era una palabra siete letras, la segunda una e y la última una ese. Estuvo dándole vuelta a todas las posibilidades relacionadas con el bautismo hasta que al final se frotó los ojos, sacudió la cabeza con fuerza y enfocó el asunto de forma distinta. Y acertó. La respuesta era «mecenas».

Se lo tomó como una especie de mensaje; cogió el teléfono a primera hora de la mañana del sábado y llamó a Sandy Meade. Sandy era su amigo más respetado en Middle River. Habían ido al mismo colegio, y aunque el comisario iba dos años por detrás, habían sido compañeros de equipo en todos los deportes. Sandy era inevitablemente la estrella, pero el comisario era mejor deportista. Hizo quedar bien a Sandy en tantas ocasiones que se ganó su eterna lealtad. Sandy fue el responsable de que lo contrataran para el equipo de seguridad de la fábrica, hacía muchos años, y cuando ganó una plaza en la jefatura de Policía de Middle River, también Sandy fue el responsable.

—¿Tienes un momentito? —preguntó.

Estaba en el camino de acceso a su casa, llamando desde el coche para que no lo oyera Edna, pero la llamada no fue inoportuna. Era sábado por la mañana y Sandy estaría a aquellas horas en el patio de piedra de su enorme casa de Birch Street, leyendo el periódico con la tercera o cuarta taza de café solo que su ama de llaves hacía muy fuerte y mantenía caliente en la cafetera de cristal.

—No podías haberme llamado en mejor momento —respondió Sandy. Como telón de fondo se oyó el crujido del papel, y en primer plano aquella voz Meade, como el acero—. Eres justo la persona con quien quería hablar. Annie Barnes ha vuelto. ¿Lo sabías?

—Sí —contestó el comisario, encantado de que Sandy hubiera sacado el tema a colación.

—Pues Aidan está atacado. Piensa que ha venido para desenterrar viejas historias. ¿Tú qué crees?

Al comisario no se le había ocurrido lo del perjurio, pero también estaba implicado en aquel asunto.

—Dios santo, esperemos que no. Tiene que existir una ley de Prescripción. ¿Qué dice Lowell?

Lowell Bunker era el abogado de Sandy.

—Pues lo mismo que tú, que ya ha prescrito y no se puede interponer una acción judicial. Otra cosa es el asesinato. Podría escribir un libro con todo eso, disimulándolo un poco.

—Pero ¿por qué tendría que haber vuelto para eso? Conoce todos los hechos.

—Quiere saber más. No puede escribir un libro solo con ese incidente, así que ha vuelto para rebuscar en la porquería.

—¿En cuál? —preguntó el comisario. No era estúpido; no pensaba hablar de las pastillas a menos que se viera obligado a hacerlo.

—Supongo que es la fábrica. Nos acusará de todo, y no será capaz de demostrar nada, pero aparecerá en televisión soltando cosas como que el arte es reflejo de la vida, y la palabrería bastará para que se nos eche encima el departamento de Protección del Medio Ambiente. Es peligrosa. Hay buenas razones para compararla con Grace.

El jefe de policía se animó con la posición fuerte de Sandy.

—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó con aspereza y mal humor, como el jefe de policía inflexible que muchas veces imaginaba ser. Inflexible, «duro como el hierro», una palabra que le había salido en un crucigrama no hacía mucho. Le gustaba mucho esa palabra.

—Jorobarla —dijo Sandy—. Desde mi punto de vista, cuanto antes le demos a entender que no la queremos por aquí, antes se marchará. Si sigue insistiendo, tengo un par de ideas, pero antes vamos a ver qué puedes hacer.

El jefe de policía no era mala persona. Consideraba su trabajo más reactivo que proactivo (otras dos palabras estupendas), pero Sandy Meade le había dado una orden, y a Sandy había que complacerlo.

Le resultó fácil encontrar a Annie. La furgoneta verde claro con el logotipo de la tienda en la puerta era inconfundible, casi tanto como el descapotable. Además, Annie entraba y salía sin cesar de las tiendas, e iba de un extremo del pueblo al otro… (Sandy tenía razón. Saltaba a la vista que andaba en busca de algo). Le echó el ojo enseguida.

La siguió un rato, manteniéndose a una distancia prudencial, pero observando todos sus movimientos. A la menor provocación, la habría parado y le habría puesto una multa, pero en ningún momento sobrepasó los límites de velocidad, puso el intermitente al tomar cada curva e incluso se detuvo para que cruzaran dos niños en d paso de cebra del centro del pueblo. El jefe de policía estaba seguro de que podría pillarla cuando girase a la derecha en la esquina de Oak y School: la mitad del pueblo pasaba por esa esquina sin detenerse por completo, a pesar de la señal que así lo ordenaba. Pero ella sí se detuvo.

Incapaz de fastidiarla con ese método, probó otro. Era más enrevesado (o «solapado», que es palabra más sutil), pero dada la orden de Sandy, se sentía justificado. Se puso a investigar, visitando los sitios en los que Annie se había parado e intentando averiguar lo que ella estaba averiguando.

—Bueno, bueno. He visto aquí a Annie Barnes hace un rato —le dijo a Jim Howard, que se dedicaba a clasificar las botellas en el vertedero—. ¿Qué se cuenta?

—Poca cosa —contestó Jim. Era un hombre de ojos tristes, silencioso, nada afable, razón por la que se dedicaba a clasificar botellas en lugar de a policía, reflexionó Greenwood.

—¿No ha preguntado nada?

—No.

—¿Ni ha dicho nada?

—Ha dicho «hola».

Volvió a su trabajo.

—¿Ha hablado con alguien más?

Jim negó con la cabeza. Entonces vio una botella marrón entre las verdes que había en el gran contenedor y la sacó.

—Bueno, si vuelve y pregunta algo, me lo dices, ¿de acuerdo? Es muy lista, esa chica. Piensa que si le pregunta cosas a gente como tú, se lo contaréis para haceros famosos. Es que está escribiendo un libro, o intentando escribirlo.

El jefe de policía repitió la misma canción en la gasolinera, donde trabajaba Normie Zwibble, tan inocentón como Jim Howard.

—¿Que está escribiendo un libro? —preguntó el mecánico, incrédulo—. Qué guay.

El jefe de policía sabía reconocer la admiración. Como tenía que cortar aquello de raíz, fue deliberadamente cruel.

—No si escribe sobre un ayudante de mecánico gordo que se gasta la mitad del sueldo en lotería. ¿A quién crees que señalará la suerte con el dedo?

Señalarían a Normie, y eso le traería problemas. Todo el mundo sabía que jugaba a la lotería, todos menos sus padres, que estaban convencidos de que las apuestas eran malas y que además creían que el dinero que Normie no tenía en el bolsillo el fin de semana había ido a parar al cepillo de la iglesia. Daba igual que Normie tuviera más de treinta años. Aún vivía en casa de sus padres, aún iba a todos los bailes del pueblo con el pelo peinado hacia atrás y la cara rebosante de esperanza.

Aquella cara palideció.

—No haría una cosa así —protestó.

—Claro que sí —replicó el jefe de policía—. Yo en tu lugar, ni me acercaría a Annie Barnes. Y pienso decirle lo mismo a mis amigos —añadió, sintiéndose satisfecho de sí mismo. Que otras personas le hicieran el trabajo sucio era una idea muy brillante.

Así que intentó el truco con Marylou Walker en Prensa y Chucherías, pero no hasta haber comprado unas tortugas de almendra mientras esperaba a que abandonara la tienda una pareja de turistas que hacía la ruta de Peyton Place. Marylou tenía cuarenta y tantos años, y representaba la segunda generación de las tres que llevaban la tienda.

—He visto a Annie Barnes aquí hace un rato —comentó cuando terminó de comerse la tercera tortuga de almendra—. ¿Qué ha comprado?

—Monedas de chocolate —contestó Marylou con orgullo—. Viene casi todos los días. Dice que echa de menos nuestras monedas, que en Washington no hay nada parecido.

—Salió con algo más que una bolsa de monedas de chocolate.

—Pues sí. También compró el periódico, varias postales y un mapa del pueblo.

—¿Postales? ¿Y un mapa? ¿Por qué un mapa?

—Supongo que para ver las calles nuevas.

—Yo diría que está investigando algo —le previno el jefe de policía—. Sabrás que está escribiendo un libro. ¿Qué pensarías si aparecieras tú?

—¿Y por qué iba yo a aparecer en un libro?

—Porque eres miembro de una familia con una historia… digamos que interesante.

Marylou tardó unos momentos en reaccionar. Entonces frunció el ceño.

—Si se refiere a mis primos, eso es agua pasada.

—Fue incesto —le recordó el jefe de policía—. ¿Quieres que la historia vuelva a salir a la luz en un libro?

—No.

—Entonces ya me encargaré yo de que no hagas demasiadas buenas migas con Annie Barnes. Eso es lo que hacen los escritores, ¿comprendes? Camelarte para que les cuentes cosas que normalmente no contarías. Voy a advertir a tu familia. Ten cuidado, Marylou. Tus padres estaban aquí cuando salió Peyton Place. Pregúntales a ellos. Recuerdan lo que pasó en este pueblo. Entonces fue Grace Metalious, y ahora Annie Barnes tiene la oportunidad de vengarse.

Al ver que Marylou lo escuchaba con atención, comprendió que había dado en el clavo.

Salió de la tienda sacando otra tortuga de la bolsita y pensando en las demás personas a las que tenía que avisar. Además de los turistas de la ruta de Peyton Place, habían pasado por la tienda varios niños. Todos estaban pendientes de Annie Barnes. ¿Acaso no había visto a la hija de los DuPuis varias veces aquel día, haciendo casi el mismo recorrido que Annie?

Naturalmente, cuando se le ocurrió hablar con Kaitlin, no apareció por ninguna parte. Así que se dirigió al restaurante de Omie para comer, ya un poco tarde, y allí, saliendo en aquel preciso momento con su mujer, estaba Hal Healy. Fue una suerte. Hal era aún mejor. Podía llegar a más gente en el plazo de una hora que Kaitlin DuPuis en dos semanas.

—¿Tiene un momentito? —preguntó. Siempre empezaba así.

Hal sonrió a Pamela.

—¿Me esperas en el coche, cielo?

La besó en la frente y la contempló mientras se alejaba.

También la observó el jefe de policía. Pamela era una mujer guapa. Jamás la habría emparejado con un tipo tan formal como Hal. ¿Lo de la zorra y las uvas? Quizá. Pero no porque él deseara a Pamela. El caso es que recordaba cuando Edna y él estaban como Pamela y Hal. Era muy bonito.

—¿Puedo ayudarlo en algo? —preguntó Hal con su tono de voz tranquilo, sensato.

Greenwood acometió el interrogatorio de otra manera.

—Annie Barnes. ¿Le suena ese nombre?

—Claro. Pam y ella eran amigas en el colegio.

—¿Conoce la historia de Annie y Grace?

—Sí. Me lo ha contado Marsha Klausson. He leído Peyton Place varias veces.

—Entonces sabe lo que hay dentro. Tremendo, ¿eh?

Hal se puso colorado. Se encogió ligeramente de hombros, evidentemente incómodo por hablar de eso.

—Sí —añadió el jefe de policía, para sacarlo del atolladero—. Tremendo de verdad. Según tengo entendido, Annie Barnes es del mismo estilo y, francamente, me preocupa. Ha estado por todas partes. Veo que los chavales la miran como si fuera su nuevo ídolo. Podría ser una mala influencia. Las clases no empiezan hasta dentro de dos semanas, pero ustedes ya están con reuniones de profesores. ¿Cree que debería avisarles de lo que está pasando?

Hal lo pensó unos momentos. Se encontraba realmente ante un dilema.

—Me horrorizaría remover un asunto que debería descansar en paz.

—¿Descansar en paz? —repitió el jefe de policía y se aclaró la garganta para contener la carraspera—. El pueblo entero está preocupado. Annie Barnes tiene público en todo el país, y los medios de comunicación son como buitres. Como se le ocurra decir algo en el sitio oportuno, nos pondrán verdes en todas las noticias. ¿Es eso lo que quiere?

—¿Y cree que lo evitaría hablando con los profesores?

—Así no hablarían con Annie Barnes. Ese es el factor clave, ¿comprende? Si nos mantenemos unidos e impasibles, no nos sacará nada.

Impasibles. Esa palabra le gustaba de verdad.

Al parecer a Hal también, porque asintió con la cabeza.

—Sí, parece muy sensato. Buena idea, comisario.

Enarcando maliciosamente las cejas, ladeó la cabeza hacia el coche, señaló con el pulgar en la misma dirección y se largó.

Kaitlin DuPuis siguió a Annie por el pueblo casi todo el sábado pero no se le presentó una oportunidad hasta el domingo por la mañana, y de pura chiripa. Raramente iba a la iglesia; detestaba sentarse entre sus padres escuchando aquella palabrería sobre el amor, cuando no existía ni a derecha ni a izquierda. Se le antojaba la hipocresía de las hipocresías en su propia casa.

Pero para sus padres era importante que la gente los viera juntos en la iglesia, y como Kaitlin no sabía en qué acabaría lo de Annie Barnes, pensó que aquella semana le convenía ir allí.

Entonces vio a Annie en el aparcamiento, saltando de su coche descapotable y yendo hasta el otro lado para ayudar a bajar a su hermana Phoebe. Cuando se reunieron con Sabina Mattain y su familia, Phoebe subió los escalones de piedra y entró con ellos. Annie se separó del grupo y fue hasta la parte trasera de la iglesia.

Kaitlin siguió a sus padres hasta el interior de la iglesia y dijo precisamente lo que le garantizaba un poco de tiempo.

—Quiero ver a la abuela. Vuelvo enseguida.

Bajó por la escalera lateral, salió por la puerta baja, se internó en el sendero, atravesó una pequeña extensión de césped bien cortado y llegó a la valla blanca del cementerio.

Entró a toda prisa por la puertecita de la valla, y siguió por el sendero empedrado que llevaba hasta la tumba de su abuela, pero no se detuvo allí. Siguió andando por la cuesta y bajó hasta una hondonada rodeada de árboles. Aunque técnicamente allí acababa el cementerio, a Kaitlin siempre le había parecido la parte más bonita.

Annie estaba ante la tumba de sus padres, y eso le dio a Kaitlin tiempo para pensar. La lápida con el apellido BARNES no era nueva, pero sí la tierra en la parte de Alyssa. Aquella muerte era reciente. Si Kaitlin irrumpía en la privacidad de Annie, no contribuiría a su causa.

Que ella supiera, Annie ya había estado allí. Kaitlin iba con frecuencia a estar con su abuela, como hacía en la residencia de ancianos durante los meses anteriores a su muerte. Su abuela la quería, la quería de verdad. Cuando el resto del mundo le resultaba insoportable a Kaitlin la ayudaba ir al cementerio.

Así que a lo mejor Alyssa Barnes estaba ayudando a Annie, en cuyo caso Annie estaría más amable, más relajada y más receptiva a las suplicas. O eso esperaba. De todos modos, no tenía más opciones. Pillar a Annie a solas en un sitio en que no las viera todo Middle River resultaba prácticamente imposible.

Aflojó al paso al aproximarse. Annie estaba sentada en la hierba con las piernas dobladas hacia un lado. Llevaba gafas de sol. Sin embargo, saltaba a la vista que estaba mirando aquella lápida con el grabado reciente.

Kaitlin se quedó esperando pacientemente, deseando que Annie alzara los ojos y sonriera. Como no fue así, dio un paso hacia delante. Esperó un poco más, y dio otro paso. Estaba a punto de aclarar se la garganta cuando Annie levantó al fin la mirada. Tras unos segundos sin nada, Kaitlin creyó ver que enarcaba las cejas. ¿Sorpresa? ¿Reconocimiento?

—Hola —dijo Annie, en un tono que no revelaba nada.

—Hola —replicó Kaitlin en un tono tembloroso que lo revelaba todo. Estaba muy nerviosa. A la mínima provocación, se habría dado la vuelta y habría echado a correr. Para evitarlo, soltó de un tirón lo que tenía que decir—. Tengo que pedirle un gran favor. Es por lo de la otra noche. Sé que sabe que éramos nosotros, pero o sea, quiero que sepa que sería terrible, pero terrible, si se lo contara a alguien, y todavía peor si lo pusiera en su libro. Verá, es que mis padres no saben lo de Kevin. Se pondrían hechos unos basiliscos si se enterasen, porque no es la clase de chico que quieren para mí, y no me serviría de nada decirles que estamos enamorados, porque para mis padres el amor no significa nada. —Se apretó el pecho a la altura del corazón, donde sentía un dolor—. Kevin es muy especial para mí. Es el primer chico que se ha interesado por mí, y no es solo por el sexo, porque si fuera solo por eso ya me habría dejado, porque creo que tampoco soy buena en eso. No le importa que no sea guapa. O sea, me quiere… ¿no es impresionante? Me quiere como nadie me ha querido jamás, excepto mi abuela, y ella también está muerta.

—¿La otra noche? —preguntó Annie. Tenía el ceño fruncido.

Kaitlin notó que se sonrojaba.

—Sí, ya sabe. La otra noche. —Como Annie no decía nada, y seguía allí, sentada y confusa, a Kaitlin empezó a asaltarle la duda—. Nos vio. Sé que nos vio. Supo que era yo en cuanto entré en la tienda de su hermana. —La duda se acrecentó—. ¿No? —Annie parecía desconcertada. Se le notaba, a pesar de las gafas de sol—. O sea, si no lo sabía, ¿por qué me guiñó un ojo?

—Porque te quedaste mirándome.

—Pero también pasó en el restaurante de Omie… o sea, me saludó con la mano.

—Te reconocí porque habías estado en la tienda.

Annie Barnes hablaba completamente en serio. Y Kaitlin DuPuis sintió como una perfecta imbécil.

—Ay, Dios mío —murmuró, y lo repitió, porque no sabía qué hacer ¿Quedarse? ¿Salir corriendo? ¿Cavar un agujero y meterse en él junto a su abuela?

Miró hacia delante, hacia atrás, otra vez hacia delante y oyó vagamente un «¡Oye!» que salía de alguna parte. Al oírlo por segunda vez, más alto, sus ojos se dirigieron al lugar de donde procedía. Annie se había quitado las gafas de sol y le hacía señas para que se acercara.

Kaitlin no se movió.

—No me lo puedo creer —dijo angustiada, y se llevó una mano a la cabeza—. ¡No lo sabía!

—¿Cómo iba a verlo? Estaba oscuro.

—Eso es lo que dice Kevin, pero estábamos delante de los faros, y yo estaba segura de que nos había visto. —Se rodeó la cintura con los brazos, pero eso no impidió que se le llenaran los ojos de lágrimas—. Qué horror. O sea, soy una imbécil.

—No eres ninguna imbécil.

—¡Qué sabrá usted! —replicó, sin importarle ser grosera. Annie Barnes haría lo que quisiera, independientemente de la conducta de Kaitlin.

—Yo he pasado por eso —dijo Annie—. ¿Quieres sentarte aquí?

—Lo que quiero es que olvide lo que acabo de decir, pero claro, no lo olvidará.

No era una pregunta. Kaitlin se apartó las lágrimas con la mano y volvió a mirar hacia la tumba de su abuela. Ella sí sabría qué debía hacer. Sin embargo, Kaitlin no sintió vibraciones.

—No se lo voy a contar a nadie —insistió Annie.

Kaitlin debería haberle hecho caso a Kevin. Tenía razón. Y ella lo había echado todo a perder.

—Estoy perdida. Menuda la que he liado. Mis padres lo acusarán de violación. ¿Sabe lo espantoso que es eso?

—He dicho que no lo voy a contar.

A Kaitlin le daba vergüenza solo de pensarlo. Volvió a llevar una mano a la cabeza, como si con ese gesto pudiera mantenerse de algún modo conectada a la tierra. Hasta entonces no había oído las palabras de Annie. La miró. Annie parecía muy seria.

En realidad, parecía como si hubiera llorado. No tenía los ojos exactamente rojos, pero estaban brillantes, como húmedos. Sin embargo, dijo:

—¿Por qué iba a contarlo? ¿Por qué motivo?

A Kaitlin se le ocurrieron varios, pero solo mencionó el más evidente.

—Pues… por su libro.

Su voz se elevó al final de la frase. Menuda tontería.

—No estoy escribiendo un libro.

—Pues todo el mundo dice que sí.

—Se equivocan.

—De todos modos, podría contárselo a mis padres.

—¿Y por qué iba a hacer semejante cosa? Yo no les debo nada a tus padres. Lo que tú hagas no es asunto mío. ¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete.

—¿No te parece que eres un poco joven para el sexo en medio de la calle?

Kaitlin se puso tensa.

—¿Lo ve? Piensa como ellos.

—No. —Annie le dirigió una especie de sonrisa, muy rara—. Pero soy una persona adulta, y se supone que eso es lo que tengo que decir.

Kaitlin intentó interpretar aquella sonrisa.

—Claro, y se supone que también tiene que contarlo, ¿no?

—¿Y para qué me iba a molestar? Nadie me creería. Dirían que soy una envidiosa, porque yo nunca lo hice. Y en realidad tienen razón. No tenía muchas amistades, y mucho menos de la variedad masculina. Como ya te he dicho, yo también he pasado por eso. —Dio unos golpecitos en el suelo—. ¿Seguro que no quieres sentarte?

Kaitlin sí quería sentarse, no porque lo necesitara, sino porque había algo en Annie que la empujaba hacia ella, algo en aquella sonrisa o lo que fuera. Le daba a entender que Annie no era una de ellos. Pero Kaitlin ya lo sabía. No debería estar hablando con ella. En todo el pueblo decían que era un peligro.

A Kaitlin no le parecía peligrosa, al menos no allí, sentada junto la rumba de su madre. Parecía… triste.

Podía estar fingiendo, por supuesto. A lo mejor en cuanto se alejara de allí le contaba a la primera persona que pasara que eran Kaitlin DuPuis y Kevin Stark los que estaban haciendo el amor en medio de Cedar Street la noche que ella apareció en el pueblo. Pero Annie no parecía dispuesta a salir corriendo para contarlo. Y ya que estaba allí, Kaitlin no veía por qué iba a perjudicarla quedarse un rato. Era mejor que estar con sus padres. A lo mejor incluso le servía de ayuda. Si se hacían amigas, quizá podría convencer a Annie de que no contara nada. ¿No era una de las ideas favoritas de su madre, gánatelos y después contrólalos?

Dio un paso adelante pero se detuvo.

—¿Seguro que quiere que me quede? ¿No está… o sea, hablando con su madre?

—No, solo pasando aquí el rato. Me siento un poco sola. En este pueblo no es que me adoren precisamente.

Kaitlin sabía lo que era pasar por eso. Hasta hacía dos o tres años no había tenido amigos, al menos amigos que le importaran. Acortando distancias, se sentó en la hierba.

Annie le dedicó una ínfima sonrisa antes de volver a mirar la lápida.

—¿Seguro que no molesto? —preguntó Kaitlin.

Annie negó con la cabeza, como si se conformara con el silencio. Como Kaitlin, de momento. Los pájaros hacían ruido entre los árboles, pero no tan fuerte como para sofocar los lejanos sones de los himnos de la iglesia. A Kaitlin le gustaban esos himnos. La ayudaban a aclarar las ideas, a concentrarse.

—¿De verdad no lo va a contar? —preguntó.

—No lo voy a contar.

—¿No se lo ha contado ya a su hermana Phoebe? ¿Ni a James Meade? La vi hablando con él en el restaurante de Omie.

—¿Cómo iba a contárselo a ninguno de los dos? No sabía que fueras tú.

—Y ahora que lo sabe, ¿se lo contará? —insistió Kaitlin, maldiciéndose por su estupidez.

Annie la miró.

—Hay cosas más importantes. Ni siquiera sé cómo te llamas.

Por desgracia, en Middle River lo sabía todo el mundo, lo que significaba que incluso si Kaitlin se negaba a decírselo, Annie lo averiguaría fácilmente.

—Kaitlin DuPuis.

—Kaitlin. Bonito nombre.

—Ya. Es bonito, delicado y alegre… todo lo que mi madre esperaba que yo fuera, pero resulta que no soy nada de eso.

—¿Por qué te gustas tan poco?

—Porque es la verdad. Soy la mayor decepción de mi madre. Bueno, después de mi padre.

—No me voy a meter en eso, pero con las madres quizá estemos todos destinados a decepcionarlas. No podemos ser lo que ellas quieren.

—¿Usted no lo era? —preguntó Kaitlin, sorprendida—. ¿Por qué? O sea, fíjese. Usted tiene un éxito tremendo.

—Mis libros se venden, pero eso no lo es todo.

Kaitlin reflexionó. No, vender libros no lo es todo. Sin embargo…

—No parece usted tan mala.

Annie hizo un ruido ronco con la garganta.

—¿No tan mala como dicen?

—Seguro que se refieren a cuando era pequeña —apuntó Kaitlin—. O sea, antes de que se marchara de aquí. Yo pensaba que además era fea.

—Yo también lo pensaba.

—Pero no lo es, en absoluto. Quiero decir, es usted muy guapa. Daría cualquier cosa por ser como usted. He sacado todo lo malo de mi padre: la nariz, el nacimiento del pelo, la piel… —Hizo un movimiento para indicar sus ojos—. Llevo lentillas y estoy operada de la nariz, también me han arreglado los dientes y la mandíbula. Tenía la barbilla hundida, espantosa, pero también la han arreglado con un aparato. Hemos hecho todo lo posible para que parezca un poco más atractiva.

—Yo creo que eres muy atractiva.

—Jamás seré muy atractiva. O sea, lo único que podemos hacer es poner remiendos, para que luego todo lo malo aparezca en mis hijos.

—¿Eso quién lo dice?

—Mi madre. Me dice que debería casarme con alguien rico que pueda pagar las operaciones de cirugía plástica de mis hijos.

—¿En serio?

—Sí. Mi madre está obsesionada con la belleza. Ha hecho todo lo que estaba en su mano por mí. Ahora me está machacando con la dieta baja en hidratos de carbono, pero está a punto de darse por vencida con el rollo de los kilos, porque es como con mi padre, que los acumula. No sé si funcionará la dieta South Beach. Otra cosa, no creo. O sea, si estamos en el restaurante de Omie y todo el mundo pide cosas con patatas fritas, ¿no voy a pedirlas yo también? Es como si llevara una letra escarlata en la frente: G de gorda.

—No eres gorda.

—Sí que lo soy. Pregúnteselo a cualquiera.

—A mí no me pareciste más gorda que ninguna de tus amigas. No te rebajes. Además, no querrás ser tan escuálida como algunas, ¿no?

—¿Lo ve? —Kaitlin la había pillado—. Lo ha notado. Soy más grandona.

—No más grandona. Eres normal. Y por eso precisamente, mucho más guapa y agradable.

Kaitlin no se lo creyó, pero le gustó oírlo en boca de Annie. ¿Más guapa y más agradable? Desde luego, eso le gustaría ser.

Annie andaba detrás de algo. Seguro. Si no, ¿a qué tantos halagos? A Kaitlin se le ocurrió una idea: que podían hacer un trato. Kaitlin podía ofrecerle algo más para su libro, a cambio de que Annie mantuviera la boca cerrada sobre lo de Kevin y ella.

—Yo sé cosas de este pueblo que a lo mejor querría usted saber —dijo con calma—. Estoy dispuesta a hacer un intercambio.

Pero apenas había acabado de pronunciar aquellas palabras cuando Annie ya estaba negando con la cabeza.

—Voy a guardar tu secreto, y no tienes que darme nada a cambio.

—¿Seguro? O sea, es que de verdad que no quiero que se enteren de lo de Kevin, y yo puedo ayudarla. Sé un montón de cosas.

Annie volvió a negar con la cabeza.

—Gracias, pero no hace falta.

Miró la tumba.

—Siento mucho lo de su madre. —Annie se limitó a asentir con la cabeza, y Kaitlin se puso de pie—. Tengo que volver. No quiero que mis padres vengan a buscarme. Les daría algo si supieran que he estado hablando con usted.

Se oyó un susurro entre los árboles. Kaitlin miró hacia allí justo en el momento en el que un hombre salía de la espesura. Era el señor Healy, el director del instituto. Pareció sobresaltarse tanto al verlas como ellas. En realidad, Kaitlin se quedó algo más que sorprendida. Se quedó horrorizada.

—Dios mío —murmuró—. Dios mío, tengo que marcharme de aquí. —Apartándose de Annie, dijo, elevando la voz—: Hola, señor Healy. Ya me iba. Había venido a visitar la tumba de mi abuela y he oído ruido ahí abajo, o sea que he ido corriendo, y ya me iba. Tengo que volver. Adiós.

Hal Healy observó a Kaitlin mientras se alejaba. Cuando la chica desapareció tras la cuesta, se alisó el pelo con una mano. Llevaba la corbata bien puesta; ya lo había comprobado. Pasándose un pulgar y un índice por ambas comisuras de la boca, se volvió hacia Annie, que estaba sentada en la hierba mirándolo abierta, provocadoramente. No dudó ni un segundo que estaba a punto de producirse un escándalo.

—¿Por qué estaba aquí Kaitlin? —preguntó.

—Ha venido a la tumba de su abuela.

—Sí, eso ha dicho, pero no sé si creerla. —Suspiró—. No quería hablarle sobre este asunto, pero el encontrarla aquí significa que debo hacerlo. Estoy preocupado, señorita Barnes.

—Annie.

—Sabe en qué consiste mi trabajo. Gran parte de la responsabilidad de lo que hacen los chavales de este pueblo depende de mí. Y de repente, después de quince años, vuelve usted, y tiene aproximadamente la misma edad que Grace Metalious cuando se dedicaba a ponerle los pelos de punta a la gente que vivía aquí.

—No hace falta que me hable de Grace. Yo noté las consecuencias de su libro más que la mayoría.

—Entonces comprenderá lo que quiero decir. Los chicos son impresionables y su fama puede deslumbrarlos. Si la ven fisgoneando por ahí, buscando historias excitantes, se las ofrecerán sin más ni más. Suficientes problemas tenemos para controlarlos como para que encima se les dé más pie.

Tenía que soltárselo, pero Annie no cedió. Lo miró con ojos fríos duros, sí, ante la tumba nueva de su madre. También su voz era fría cuando replicó:

—Yo no me pongo a la venta por sexo y excitación.

—Bueno es saberlo —dijo Healy—. Me alegro de que lo diga. Esos chicos son nuestro futuro, y tenemos que garantizar que estén preparados. No me gustaría que nuestro trabajo fuera más difícil de lo que ya es.

Annie siguió mirándolo, en silencio. Haley pensó que había dicho cuanto tenía que decir.

—Eso es todo lo que quería decirle. Gracias por escucharme. Estoy seguro de que lo tendrá en cuenta. Estamos de acuerdo en que solo queremos lo mejor para nuestros hijos, ¿no?

—Por supuesto.

Healy asintió con la cabeza. Levantando una mano a modo de saludo, rodeó las tumbas de los Barnes y subió la cuesta camino de la iglesia. Una vez dentro, ocupó un asiento vacío en la última fila. Vio la cabeza de Pamela, con su inconfundible pelo negro, en la primera fila. También vio a Nicole DuPuis al otro lado del pasillo, junto a Kaitlin, que había vuelto como una buena hija.

No quería ir más allá con aquel asunto. Pero a medida que avanzaba el oficio religioso empezó a preocuparse por si Kaitlin le contaba a su madre que lo había visto salir del bosque. Prefería que Nicole conociera su versión en lugar de la de Kaitlin. De modo que esperó hasta que terminase la ceremonia y los feligreses empezasen a arremolinarse fuera. Kaitlin se marchó con sus amigas, y su padre con los suyos. Hal se situó no lejos del coche de Nicole, pero por desgracia, antes de que ella llegara a donde estaba apareció Pamela y ya no tuvo ocasión.