10

Tenía una lista de personas de Middle River que estaban enfermas, y sabía que las papeleras producían residuos de mercurio. Me quedaba por establecer la relación entre ambas cosas. Concretamente, tenía que saber si Northwood era una de las papeleras que se había limpiado o si seguía contaminando.

¿Cómo averiguarlo? Ese era el dilema con el que me enfrentaba mirando por la ventana de la cocina con una taza de café a primera hora de la mañana del viernes. Era una ventana en saliente con vistas a tres lados del jardín. Vi una pequeña extensión de césped mullido, rodeado por las flores de mi madre: el púrpura, naranja y blanco de los asteres, tigridias y hostas. Más al fondo, las desgarbadas jovinovas se balanceaban con la brisa junto con las ramas colgantes de los sauces, un poco más atrás. Y aún más allá fluía el río, una franja ondulante de un azul grisáceo.

Era un día nublado que parecía debatirse entre la lluvia y el sol, indecisión que reflejaba mi estado de ánimo. Sí, el departamento estatal de Medio Ambiente tendría información sobre la situación de la limpieza en la Papelera Northwood, pero no me gustaba especialmente la idea. Lo único que conseguiría sería que alguien vinculado a los Meade me llamara por teléfono y me contara unos cuantos cuentos, con el consabido las cosas son así.

Una alternativa consistía en hablar tranquilamente con alguien de dentro de la fábrica, pero mis posibilidades eran limitadas. Quienquiera que fuese tenía que ocupar una posición lo suficientemente elevada como para que su testimonio tuviera validez y al mismo tiempo para que supiera la verdad sobre lo que hacía la papelera. No me habría extrañado que Sandy les dijera a los empleados de categoría inferior que la fábrica estaba limpia cuando podía ser justo lo contrario.

Como posibles candidatos de topos, se me ocurrieron cuatro Uno era Alfie Monroe. Si tenía algo personal contra los Meade después de que lo hubieran rechazado para el puesto por el que había trabajado toda su vida, quizá me ayudaría. Otro era Tony O’Roarke. Conocería desde dentro el funcionamiento de la papelera, sin vínculos con Middle River que lo ataran a los Meade. Supongamos, por ejemplo, que hubiera descubierto algo raro, que se hubiera quejado a Sandy Meade y este lo hubiera censurado. Podría ser mi aliado simplemente para salvar el pellejo.

Otra posibilidad era Aidan Meade. Sí, Aidan Meade. Tenía un ego enorme, siempre lo había tenido y siempre lo tendría, y era sabido por todos que le preocupaba su posición en la fábrica. Si estaba harto de vivir a la sombra de James, quizá pudiera incitarlo a dar un golpe con el asunto del mercurio. ¿Me haría caso? Cosa rara, pensaba que sí. Me había dado una impresión muy clara: que le intrigaba dónde vivía yo y lo que había llegado a ser, que incluso lo excitaba. Quizá me engañara a mí misma, o fuera simple vanidad o pensara demasiado al estilo de Washington, pero casi sospechaba que podía seducirlo si se me antojaba.

No lo haría, por supuesto. Aparte de la razón ética de que estaba casado, lo despreciaba demasiado como para desear el contacto de su piel con la mía. Pero podía engatusarlo, llevarlo hasta el límite. Podía sacarle lo que quisiera y dejarlo plantado cuando me hubiera enterado de los trapos sucios de la fábrica. Podía utilizarlo como él me había utilizado a mí. Habría sido muy poético.

Y por último, James. Me había dado a entender que estaba de parte de la justicia, pero si era cierto y el mercurio constituía un problema, ya tendría que haber tomado medidas. Era el primero en la línea de sucesión al trono. ¿Iba yo a creer que arriesgaría su posición oponiéndose a su padre? No.

Se oyó un ruido sordo en el pasillo y acto seguido otros dos. Asustada, dejé la taza sobre la mesa y corrí hacia allí. Encontré a Phoebe sentada en medio de la escalera, frotándose un codo. Aliviada al ver que no se había caído, subí rápidamente. Le levante una manga del pijama para ver el codo. No había nada fuera de su sitio.

—Creo que no está roto —dije—. ¿Te duele en otra parte?

Phoebe tenía un aspecto horrible, despeinada y más pálida que nunca. Se quedó mirándome con ojos vidriosos y preguntó con voz débil:

—¿Por qué se me olvida continuamente que estás aquí?

—¿Puedes doblar el codo?

Sí podía, pero con cuidado.

—Me he dado un golpe contra la barandilla. No sé qué ha pasado. Se me resbaló el pie.

Si hubiera llevado zapatillas de suela lisa, podría haberme tragado esa explicación, pero iba descalza, y la escalera estaba enmoquetada.

—Has perdido el equilibrio. ¿Estabas mareada?

—No. Es que soy muy lenta para despertarme.

—Cuando éramos pequeñas no te pasaba eso.

—Es por el resfriado.

—Parece que estás mejor del resfriado —rebatí. Tenía la voz mucho menos nasal que antes—. ¿Qué tal has dormido?

—Como un tronco.

No era verdad. Me había despertado con el crujido del suelo no una, sino dos veces durante la noche. No pensaba que estuviera mintiendo. Sencillamente, no se acordaba.

—Vamos —dije, tomándola por el otro brazo—. Deja que te ayude.

Empezamos a bajar lentamente; Phoebe temblaba. Sin embargo, cuando llegamos a la cocina, saltaba a la vista que no se había hecho nada. Le puse una taza de café y me senté con ella.

Le pregunté con delicadeza:

—¿Te preocupa tener algunos síntomas como los de mamá?

—¿Los síntomas de mamá? Pero si no los tengo. Lo que tengo es un resfriado.

—Con síntomas iguales que los de mamá. Mira, Phoebe, ¿y si resulta que mamá no tenía Parkinson? ¿Y si se puso enferma por otra cosa… algo ambiental, como el mercurio, por ejemplo?

Phoebe me miró como si yo estuviera loca.

—¿Y de dónde demonios pudo haber salido una cosa así?

—De la fábrica de papel.

—¿Nuestra fábrica de papel?

Asentí con la cabeza.

—A nuestra fábrica no le pasa nada. Además, mamá y yo ni nos acercábamos por allí.

—No hace falta acercarse. Si la fábrica contamina el río y comes pescado…

—No del río. Compramos el pescado en la tienda de Harriman. Además, Sabina trabaja allí, y está bien. Todos están bien. Pasé a recogerla hace unas semanas y estuve en su despacho. Fuimos a poner flores en la tumba de mamá.

La tumba de mamá. El corazón me dio un vuelco al oír aquellas palabras. Una cosa era pensar en mamá enferma o cayéndose por las escaleras o yendo a la fábrica, y otra pensar en ella enterrada en el cementerio de la colina detrás de la iglesia. Sentí un enorme vacío por dentro.

Fue peor cuando Phoebe desvió la mirada hacia la ventana.

—A ver si llueve. Ha sido un verano terriblemente seco —dijo con una voz tan asombrosamente parecida a la de mamá que incluso miró rápidamente hacia el fogón, donde habría estado ella. Como no estaba, se echó a llorar. Inclinó la cabeza y se tapó los ojos, y por Dios que yo no sabía qué hacer. No éramos una familia de mucho contacto físico, y yo también sentía pena. Pero Phoebe necesitaba algo.

Pañuelos de papel, decidí, y corrí al cuarto de baño. Volví con varios, y ella los aceptó inmediatamente. Mientras se los apretaba contra los ojos, acerqué una silla, me senté y le froté un brazo. Pobre consuelo me pareció. Cuando amainó el llanto, dije:

—Lo siento, Phoebe. Las últimas semanas tienen que haber sido mucho más difíciles para ti.

—¡Es que no sé qué me pasa! —exclamó con la voz quebrada, sujetando el pañuelo contra los ojos—. Tropiezo constantemente, pierdo el hilo de las conversaciones y hago las mismas cosas que hacía mamá, pero soy demasiado joven para tener lo mismo que ella, ¿no?

—Sí —dije. De repente pensé que quizá no fuera una intoxicación por mercurio ni nada, sino que mi hermana estaba deprimida—. Creo que deberías ir a ver al doctor Martin.

Phoebe negó con la cabeza. Destapándose la cara, se enderezó.

—No, de verdad, estoy bien —dijo mientras se secaba los ojos—. Es natural que me preocupe a veces. Los catarros de verano no hay quien se los quite de encima.

—A lo mejor deberías tomarte un descanso con el trabajo.

Pareció asustarse.

—¿Y hacer qué?

—Descansar.

—No. Me pasaría aquí todo el día, preocupándome más. Y además, en la tienda me necesitan. —Se sonó la nariz y esbozó una sonrisa temblorosa—. Ya está. Me siento mejor.

Volví a sentirme impotente.

—¿Quieres que te prepare algo? ¿Unos huevos? ¿Cereales? ¿Pizza?

Phoebe sonrió con más naturalidad.

—A mamá no le gustaba nada que desayunáramos pizza, ¿no es cierto?

Le devolví la sonrisa.

—Nada.

—Tú no eras tan aficionada como Sabina y yo. Nosotras dejábamos unos trozos de la cena a propósito para desayunar al día siguiente.

—No he visto nada de eso en la nevera.

—No, pizza no hay. Pero es igual. La comida me sabe fatal últimamente. —Nuestras miradas se encontraron—. Ni el café me sabe como antes. ¿Eso qué significa?

—No lo sé. A lo mejor el doctor Martin sí lo sabe.

—No pienso ir a ver al doctor Martin.

—Si tienes miedo de lo que pueda encontrarte, es contraproducente.

—Para ti es muy fácil decirlo. No eres tú quien se siente fatal.

No, fatal no, pero necesitaba tomar el aire. Miré el reloj de la pared. Eran casi las ocho.

—¿Vas a quedarte aquí un ratito?

Phoebe asintió con la cabeza.

—¿Te importa si voy a correr un poco?

—¿Y por qué iba a importarme? —replicó con brusquedad.

No contesté; apuré lo que me quedaba de café y subí a cambiar me. Cuando volví a la cocina, Phoebe no se había movido. Miraba fijamente su taza, tal y como yo la había dejado.

—¿Quieres que te traiga algo antes de marcharme? —le pregunté.

Levantó la mirada y frunció el ceño.

—¿Adónde vas?

—A correr —contesté, aunque ya se lo había dicho—. Volveré dentro de cuarenta minutos. No desayunes. Ya prepararé yo algo después.

Salí de la cocina, sin querer preocuparme más, me estiré rápidamente y me marché.

El cielo se había oscurecido aún más y el aire estaba cargado. Empecé lentamente, con esfuerzo, y en cuanto se me calentaron las piernas me lancé a buen paso. Seguí la misma ruta que el día anterior, sí, y a la misma hora; me di cuenta de eso, y me puse al acecho. No sé por qué. Desde luego, no estaba allí con intenciones amorosas. ¿Quizá encontrar a alguien con quien hablar de mi afición a correr?

«Sí, y yo soy Caperucita Roja. Acéptalo, bonita. Te gusta».

No sé cómo es, rebatí. Estaba demasiado lejos.

«Viste lo suficiente. ¿Por qué si no andas detrás de él ahora? Oye, ¿es ese?».

No. Es un hombre cortando el césped junto al bordillo.

«Vaya, qué lástima. Yo también quiero ver a nuestro chico. ¿Quién es?».

¿Y cómo lo voy a saber?, repliqué, respirando más fuerte a medida que volvía a apretar el paso. No vivo aquí desde hace quince años. No conozco ni a la mitad de la gente.

«Pero ellos sí te conocen a ti. Ahora comprendes cómo se siente una cuando no paran de mirarte, ¿eh? Ya te decía yo que era horrible, pero tú no me creías».

No es tan terrible si aprendes a esperarlo.

«Ah, ¿no? ¿Que la gente te mire como si tuvieras cuernos y después te pregunte que por qué no te pareces a Harriet Nelson?».

Con eso demuestras que eres mayor, Grace. Además, en tu caso era peor, porque bebías, soltabas palabrotas y llevabas ropa de hombre.

«Por Dios, estaba en mi derecho».

Es verdad, pero ciertas conductas tienen sus consecuencias. Hacías todo lo posible para espantar a la gente.

«¿Y tú no?».

Antes sí, pero era muy joven. Tú ya tenías veintitantos, treinta y tantos años. ¿Por qué le llevabas la contraria a todo el mundo?

«¿Y cómo iba a saber si no quiénes eran los amigos y quiénes los enemigos? La gente es muy falsa, bonita. Todo va a las mil maravillas cuando quieren algo de ti, y cuando lo consiguen te dan una puñalada trapera. Creía que lo habías aprendido con Aidan Meade».

Estaba pensando que no todo el mundo es falso —por lo menos no Greg ni mis amigos de Washington— cuando de repente algo me distrajo, y no precisamente la ligera lluvia que empezaba a caer.

«¡Mira! ¡Madre mía! Es él».

Efectivamente. Yo acababa de doblar una esquina, y allí estaba él, corriendo una manzana más adelante. Me dio la impresión de que mi respiración se hacía más ruidosa de repente. Me sorprendió que él no lo oyera, pero supongo que el tamborileo de las gotas de lluvia sobre las hojas lo disimulaba. No se detuvo, ni se dio la vuelta. Me ofreció una visión maravillosa de sus anchas espaldas que se iban estrechando hasta la cintura. Iba otra vez sin camisa; los pantalones eran ceñidos y se pegaban a los muslos.

«Un trasero impresionante».

Sí.

«Corre más deprisa».

No puedo. No funcionaría la sesión de entrenamiento. Además, me gusta mirarlo… aunque no sea el mejor corredor que he visto. No es muy garboso que digamos. Creo que tiene los pies planos.

«Pero es alto y de hombros anchos. Y moreno. Me gustan los morenos. Mi George tenía el pelo oscuro y rizado. Era griego. ¿No te lo había contado?».

Sí. Muchas veces.

«No veas cómo lo detestaba mi madre. Ella quería que me casara con un norteamericano de pura raza. Nosotros éramos francocanadienses, como muchos otros que vinieron a Manchester a trabajar en las fábricas. Mi madre quería ser mejor que ellos. Nada de lo que hacía mi padre le parecía suficiente. Ella lo echó de allí. ¡Leches! ¡Está doblando la esquina! ¡No lo dejes escapar!».

¿Qué quieres que haga?, pensé, casi soltando una carcajada. Iba corriendo más deprisa de lo normal e iba acortando distancias, pero respiraba peligrosamente fuerte. Aunque tuviera los pies planos, era rápido.

«¡Llámalo! —me ordenó Grace—. Haz que se pare. Podría ser el auténtico».

¿El auténtico qué?, pregunté.

«El auténtico hombre perfecto».

No estoy buscando al hombre perfecto.

«Claro que sí, cielo. Como todas».

El hombre perfecto no existe. ¿No es lo que subrayas en tus libros? Todos tus hombres eran unos canallas.

«No todos. Me gustaban Armand Bergeron y Étienne de Montigny. Estaban locamente enamorados de sus mujeres en Sin Adán en el Edén».

Étienne era un maltratador.

«Su mujer lo empujó a ello. Se convirtió en una auténtica arpía. Pero ¿y Gino Donati? No podía ser mejor. Yo habría querido a un hombre como Gino. Tenía potencial para ser perfecto, lo mismo que el tipo ese que va delante. Venga, bonita. Corre más rápido. Ya ha doblado la esquina».

No tenía intención de hacerlo. Aliviada por el frescor de la lluvia sobre mi piel, adopté un ritmo más comedido y seguí en línea recta. Quizá no hubiera llegado a saber quién era aquel corredor de no haber sido por la vocecita que me pinchó para que mirase a la derecha sin dejar de correr.

«¡Vaya, vaya! ¿Será posible?».

El corredor se había parado en medio de la calle y estaba bajo la lluvia, mirándome con las manos en las caderas. Vi que respiraba fuerte y que, como estaba empapado, el pelo parecía más oscuro de lo que realmente era. En unos segundos, antes de que un roble enorme se interpusiera entre nosotros, vi los cabellos grises. Después, en la siguiente manzana, desapareció.

Acabé yendo al trabajo con Phoebe, quiero decir, trabajando en la tienda con ella. Normalmente no lo hubiera hecho; de pequeña, El armario de la Señorita Lissy era precisamente el sitio que menos me gustaba. Representaba todo lo que yo no era. Al comprenderlo en cierto sentido, mi madre me dejaba en la parte trasera. Naturalmente a mí me daba la impresión de que me tenía escondida para que no perjudicara las ventas.

De pronto se me ocurrió que a lo mejor todavía podría perjudicar las ventas, si bien por motivos totalmente distintos. Pero me preocupaba tanto Phoebe que olvidé mis recelos. Me había advertido de que las mañanas eran malas, y aquella mañana lo confirmó. No encontraba el bolso, a pesar de que estaba a plena vista al pie de la estantería del pasillo, y cuando encontró el bolso, no encontraba las llaves de la furgoneta, a pesar de que estaban dentro del bolso. Buscó las dos cosas mientras estaba en sujetador, porque no encontraba la blusa que quería ponerse, y cuando al fin localizó la blusa, estaba en el suelo del lavadero, porque se había caído de la percha.

Entonces perdió por completo los nervios.

—¡Mira esto! —gritó, tendiéndome la blusa—. ¡Con lo bien que la planché el otro día, y mira! No me la puedo poner.

—Está perfectamente.

—Está arrugada. No puedo ponerme una blusa arrugada.

—Pues ponte otra —le sugerí.

—Pero esta blusa pega con esta falda, y mira cómo está. La colgué con tanto cuidado… No sé por qué se habrá caído, pero no puedo presentarme a trabajar así. ¿Qué hago yo ahora?

Preparé la tabla de planchar, enchufé la plancha y planché la blusa. Phoebe se la llevó a su habitación y bajó sujetándose a la barandilla. Estaba preciosa, pero saltaba a la vista que se sentía mal. Dijo que era por la lluvia y después murmuró algo sobre comprar las cosas que no debía.

—¿Qué cosas? —pregunté.

Hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—¿Qué cosas no deberías comprar? —insistí, y ella replicó de mal genio:

—¿De qué me estás hablando?

Comprendiendo que era una batalla perdida, la senté a la mesa y le puse delante un vaso de zumo, huevos, tostadas y una taza de café y mientras ella picoteaba un poco de aquí y de allá con mano temblorosa, me duché y me vestí. Cuando acabó, cogí las llaves, fuimos hasta la furgoneta protegidas por un paraguas y la llevé hasta el final de Willow Street.

Hacía años que no llegaba a la tienda tan temprano, y aunque la informatización había racionalizado las cosas, ciertas tareas seguían siendo las mismas. Había que revisar las cuentas del día anterior, entrar en los mensajes que habían dejado los proveedores de la costa Oeste después de la hora de cierre y preparar los ingresos bancarios. Había que comprobar, etiquetar y colocar los nuevos envíos y llamar a las clientas que estaban esperando aquellas prendas. Había que tirar los restos de café y preparar otra cafetera.

Como mamá, Phoebe tenía contratadas a varias personas que hacían la limpieza una vez a la semana, pero se pasaba la aspiradora a diario. Había que ordenar los estantes y enderezar las perchas; se volvían a doblar y a organizar por tallas las prendas que habían quedado revueltas el día anterior. Había que descorrer las cortinas de los probadores para inspeccionarlos y retirar las prendas que habían quedado desperdigadas.

Como la tienda se había creado la fama de vender líneas de ropa que pocos establecimientos del centro y el norte de New Hampshire vendían, los pedidos por teléfono eran constantes; la mayoría se enviaban durante los momentos tranquilos del día, pero otros se despachaban antes de abrir, con el correo de la mañana. Aquel día solo había que embalar un pedido.

Phoebe me lo encargó a mí. Dejó bien claro que Joanne (quien, según comprobé con alivio, ya estaba ante el ordenador cuando nosotras llegamos) y ella eran las únicas que sabían lo suficiente como para ocuparse de las cosas «complicadas» (Phoebe hizo hincapié en esta palabra); no me sentí ofendida, ni entonces ni cuando me indicó que volviera a doblar las camisetas y los pantalones vaqueros y que ordenara por números las cajas de zapatos que andaban por ahí sueltas. Aquella tarea (no agotadora, pero sí monótona), me sirvió para ayudar y me permitió observar el toma y daca entre Joanne y ella.

No me sorprendió nada de lo que vi. Como ya intuía que Joan era eficiente, me imaginaba que haría la mayor parte del trabajo pero sí, me descorazonó; era otra prueba de la discapacidad de Phoebe. Dicho esto, Joanne era sumamente delicada, comprensiva y amable. Trabajaba con Phoebe de tal forma que mi hermana se convencía de que hacía su parte.

Joanne era una asistente discreta, como lo había sido yo aquella mañana al ayudar a Phoebe a prepararse para el trabajo. Le facilitábamos que culpara de su problema a un resfriado mal curado o, algo peor, a que no le hiciera caso. Pero hacemos estas cosas por las personas a las que queremos, ¿no? Y también por nosotros mismos. Queríamos que Phoebe se sintiera bien.

Y eso parecía una vez abierta la tienda; pero yo sospechaba que era el triunfo de la fuerza de voluntad de Phoebe. Vi la máscara de amable eficacia que le cubría el rostro cuando aparecía una clienta y que se caía en cuanto el tilín de la puerta anunciaba que la dienta se había marchado. Y sonaban muchos tilines. Si bien El Armario de la Señorita Lissy nunca sería una zona de intenso tráfico al estilo de Neiman Marcus la víspera de Navidad, la clientela entraba ininterrumpidamente. Claro, era viernes, y si había un día en que se desataba el impulso de comprar pantalones cortos, camisetas o sandalias para un fin de semana que anunciaba sol a pesar de la continua lluvia, era precisamente ese. El cartero entró y salió con el tilín de la puerta y dejó huellas de pisadas húmedas en el suelo. Otro tanto ocurrió con el repartidor de paquetes, que entregó tres grandes cajas.

—En agosto hay mucho trabajo —me explicó Joanne mientras la ayudaba a revisar las cajas, que contenían vaqueros, camisetas de manga larga y chándales—. Aunque hace calor, la gente ya empieza a pensar en el otoño. Hay que poner a la vista la ropa del colegio, y lo mismo pasa con los jerséis y los pantalones de entretiempo. Esto lo pedimos en marzo.

—¿Estuviste en la muestra con Phoebe? —pregunté. Sabía que mamá estaba ya demasiado enferma y no había ido.

—No. Lo hizo ella sola.

Me sentí mejor. A juzgar por lo que contenían las cajas, lo que había hecho Phoebe estaba bien. Colores, estilos y tejidos eran convenientes y elegantes.

Pero eso había sido en marzo. Estábamos en agosto.

—¿Está como para ir a Nueva York?

Nuestras miradas se encontraron y Joanne respondió en voz queda:

—Me he ofrecido a acompañarla, pero ella insiste en que me necesita más aquí. ¿Tú qué opinas?

Pensé que no, que no estaba como para ir a Nueva York, y me convencí aún más durante el almuerzo. Yo había salido un momento a por ensaladas, y como seguía lloviendo, pensamos comer en el despacho… ¡Qué caos! Al parecer, mientras yo estuve fuera, Phoebe llegó a la conclusión de que, como no era capaz de encontrar nada, había que reorganizarlo todo. En el transcurso de aquellos pocos minutos, se había dedicado a vaciar frenéticamente estanterías y cajones. Espantada ante aquel caos, me ofrecí a ayudarla a poner las cosas en su sitio, pero se empeñó en hacerlo ella sola. Propuse que comiéramos en otro sitio, pero también rechazó aquella idea.

De modo que nos quedamos allí, pero Phoebe apenas probó bocado. Parecía perdida: cogía el tenedor; lo dejaba; hurgaba entre el revoltijo que tenía sobre la mesa para sacar una nota; sin apenas leerla, la dejaba; volvía a coger el tenedor y, cuando estaba a punto de empezar a comer, desenterraba otra nota. Pasó un buen rato así, de acá para allá, sin terminar nada, y pensé en lo bien que sabía controlarse cuando había clientes en la tienda, lo pausadamente que hablaba, lo despreocupadamente que tocaba cualquier cosa —la pared, la jamba de una puerta, el mostrador— para mantener el equilibrio, lo desesperada que estaba por crear una sensación de bienestar, cuando no estaba en absoluto bien.

Cuando sonó el teléfono, fue aún peor. A juzgar por el monólogo que oí, se trataba de un proveedor, pero Phoebe estaba desconcertada, incapaz de recordar quién era el proveedor ni de ordenar sus palabras. Arreglándoselas como pudo, estaba al borde del llanto cuando colgó.

Al parecer olvidándose de que yo estaba allí, se llevó una mano a la cabeza y murmuró:

—Dios mío… Estoy perdiendo la cabeza… ¿Qué me pasa? No puedo estar enferma… soy demasiado joven… Tengo la tienda, y sin mí la tienda no… no puede funcionar… y no tengo a nadie que se pueda hacer cargo si me pongo peor… Ya estoy mal aquí, y encima, Nueva York.

Sintiendo una terrible lastima por ella, le pregunte:

—¿Qué significa lo de Nueva York?

—La semana que viene… ¿estaré mejor? Es que no lo sé… y si no estoy mejor, no podré encargarme de ello… O sea, una cosa es atender a los clientes aquí… Llevo tanto tiempo en esto que podría hacerlo incluso dormida, pero lo otro es difícil… Hay que pensar como es debido y a veces soy tan incapaz… Estoy muy asustada.

—¡Phoebe! —grité para que me hiciera caso. Cuando sus ojos se volvieron hacia mí, repetí—: ¿Qué significa lo de Nueva York?

Parpadeó, tragó un bocado, desvió la mirada y volvió a mirarme.

—La muestra dura un par de días. Hay muchos puestos. Todos los vendedores estarán allí para mostrar la línea de vacaciones.

—¿Tienes que hacer encargos allí mismo?

—No. Puedo esperar hasta más tarde, pero hay un montón de papeleo y es difícil acordarse de todo… quién vende cada cosa y eso… y ver las tendencias y decidir qué funcionará aquí. —Se pasó una mano por el pelo y añadió en tono lastimero—: Tengo que estar mejor como sea.

Si tenía Parkinson, la medicación podría ayudar. Por supuesto, si sufría esa enfermedad, el pronóstico a largo plazo no era bueno, en cuyo caso resultaría completamente inútil aquel viaje de negocios, puesto que al final la tienda tendría que cerrar.

Pero yo no creía que tuviera Parkinson, y si los síntomas eran psicosomáticos e iban unidos a la depresión, empeorarían si no hacía el viaje. Además, si yo la llevaba a Nueva York, podíamos ver a un especialista. No se lo diría con antelación. Seguramente se pondría furiosa conmigo, pero ya estaría hecho, y sin que nadie se enterase en Middle River.

—Yo podría ir contigo —dije.

Phoebe se sobresaltó.

—¿Tú? Pero si tú no sabes nada de comprar ropa.

—Compro ropa constantemente —repliqué riéndome.

—No es lo mismo.

—Ya lo sé. —Me puse seria porque ella lo estaba, y mucho—. Pero yo podría ocuparme de los detalles y del papeleo. Sería tu ayudante. Yo me haría cargo de lo secundario, como los vuelos y los hoteles y de averiguar dónde está cada vendedor. Así tú solo tendrías que ver la ropa y elegir la que te guste. Sería divertido, Phoebe. Nunca hemos hecho una cosa así, solas tú y yo.

Parecía interesada, pero cautelosa.

—No. Es verdad.

—Conozco unos restaurantes estupendos. Podrían ser unas minivacaciones, un verdadero descanso para ti. No has desconectado del trabajo desde la muerte de mamá.

Se le iluminaron los ojos.

—A lo mejor me libro por fin de este… bueno, de lo que tengo.

—Claro.

—Bueno, entonces… —Su voz se fue apagando. Frunció la frente. En medio del silencio, al principio pensé que había perdido el hilo, pero no era así. Por el contrario; estaba en un prolongado momento de lucidez, como demostraba la claridad de sus ojos. Pero esa claridad iba acompañada de preocupación, y de repente caí en la cuenta de que quizá no quisiera verse atrapada en Nueva York a solas conmigo. Resultó que se preocupaba por otra cosa—. ¿Y Sabina? —preguntó al fin.

Sabina y Ron vivían en Randolph Road, una de esas calles tranquilas bautizadas con los nombres de los primeros habitantes de Middle River. Tenían una casita más antigua que otras, pero que parecía casi nueva, gracias a la habilidad de Ron con el martillo y los clavos, pintada de azul pálido con molduras blancas. No había césped, ni arbustos complicados, ni flores cultivadas. El jardín era totalmente natural: pinos, con las agujas que alfombraban el suelo, y helechos silvestres.

Tras parar un momento en la tienda de Harriman, llegué a media tarde con los ingredientes de una magnífica cena. Sabina y Ron estaban trabajando y a Timmy no se le veía por ninguna parte. A Lisa, que estaba leyendo un libro en la hamaca del jardín de atrás, encantó verme. Husmeó impaciente en la bolsa que le puse en los brazos.

—¿Qué llevas ahí, tita Annie?

—Un solomillo de vaca —contesté, cogiendo la otra bolsa y dirigiéndome a la casa—. Y judías verdes frescas, patatitas rojas e ingredientes para una ensalada de espinacas, queso de Brie y galletas saladas, arándanos, frambuesas y una receta de tarta de frutas. ¿Me ayudas a darle una sorpresa a tus padres?

Lo pasamos estupendamente. La puse a lavar las cosas y después | enseñé a cortar los extremos de las judías y a trocear las patatas. Mezclamos lo primero con láminas de almendra y lo último con orégano fresco picado. Hicimos la masa de la tarta, la extendimos en una bandeja y la metimos en el horno. Preparamos el aliño para el solomillo, lo aplicamos y reservamos la carne. Lavamos la fruta y las espinacas. Preparamos la mesa.

Yo no cocinaba con frecuencia, pero cuando lo hacía, ninguna receta me resultaba demasiado complicada, al menos con una amiga como la que yo tenía. Berri Barry sabía mucho de cocina, y lo único que yo tenía que hacer era decirle lo que quería —como había hecho con un correo electrónico que le había enviado desde la tienda— y ella me daba un menú completo con recetas, además de posibles sustitutos para el caso de no poder encontrar los ingredientes necesarios.

En esta ocasión quería preparar algo sencillo, porque Ron era muy de carne y patatas. Sin embargo, cuando Timmy subió por el sendero en su bicicleta, en la cocina olía divinamente.

Phoebe llegó poco más tarde, y después Sabina. Les di una copa de vino a cada una. Cansada, Phoebe se retiró al porche, a sentarse en una silla. Sabina estaba más atenta a todo; saltaba a la vista que desconfiaba de mí por estar allí.

¿Y por qué estaba yo allí? En teoría, quería ganarme su confianza para que no se opusiera a que llevara a Phoebe a Nueva York. Pero había una razón más profunda, que iba unida a la última. Estaba tendiéndole una mano a Sabina, reconociendo que sabía lo mucho que trabajaba e intentando hacerle la vida más agradable, al menos una noche. Era mi forma de darle las gracias por haber cuidado a mamá cuando yo no lo había hecho. Estaba celebrando que tuviera aquellos dos hijos tan increíbles y aquella casa.

Pero con solo mirar a Ron, que llegó tarde, deprisa y corriendo me olvidé de todo. No sé por qué no se me había ocurrido antes. Tenía delante de las narices a la mejor fuente de información. Ron trabajaba en la sección de mantenimiento de la papelera. Si había alguien que supiera algo sobre el mercurio, tenía que ser él, ¿no?

Pues no, y por dos motivos, pero tuve que esperar casi hasta el final de la cena para saberlo, porque no podía preguntarle a bocajarro nada más entrar por la puerta, como tampoco podía preguntarle durante la cena, delante de todos. Sabina se habría puesto como una hidra. Así que me mantuve a la expectativa mientras comíamos, esforzándome por ser simpática. Contesté a las preguntas de los niños sobre Washington, a las de Ron sobre Greg, a las de Sabina sobre las especias que había puesto en el solomillo. Vi la oportunidad cuando pasamos al postre. Se me había olvidado la nata para la tarta. Sabina se ofreció a salir a comprarla.

Fue en mi coche, con los niños. Phoebe volvió al porche, mientras Ron y yo nos disponíamos a fregar los cacharros, y no me mordí la lengua. En cuanto nos quedamos solos, le conté mis sospechas y le pregunté a las claras qué sabía del asunto.

—No mucho —respondió, con los largos brazos metidos hasta el codo en la pila llena de agua jabonosa—. Yo trabajo sobre todo en embalaje y transporte, en el garaje y la zona de carga. Eso está al otro lado de la fábrica.

—¿Habéis hablado de algo?

—Hablamos de coches, barcos y deporte.

—¿Y nadie pronuncia las palabras «mercurio», «contaminación» o «normativa»?

No contestó; se limitó a enjuagar una fuente y a pasármela.

—¿Hay una tendencia de mala salud en la fábrica? —probé a preguntar.

Cuando empezó a restregar la fuente del horno con un estropajo, al parecer dispuesto a dejarlo correr, le pregunté si me lo contaría si se enteraba de algo.

Entonces me miró, con los ojos llenos de afecto, pero muy serio.

—Me caes bien, chata. A veces te he defendido, cuando pensaba que Sabina era demasiado dura contigo, pero esto es distinto. Esto es nuestra vida. Incluso si supiera algo, que no lo sé, hay demasiado en juego.

—¿Más que la vida y la muerte? —pregunté atónita. Habría pendo que nada es más importante que la vida y la muerte, pero no era sino otra premisa mía, para refutar, la cual Ron me ofreció con toda calma, la VERDAD N.o 5:

—¿Más que la vida y la muerte? Pues claro. Mi trabajo y mi mujer. Sin ellos, de todos modos estaría muerto. Tú no comprendes el poder que tienen los Meade. Pueden hundirnos.

—Claro que lo comprendo. Lo comprobé en su momento.

—Cuando tenías dieciocho años. Para mí es diferente, Annie.

—Pero ¿y el mercurio? —le pregunté, porque me parecía lo esencial—. Sí, tienes una familia, pero ¿y su salud?

—Míralos. Están bien. Tengo mucha suerte —dijo, y volvió con la fuente del horno.

Al volver a casa aquella noche, me sentía tan confundida y perdida como aquella misma mañana. Desanimada y con necesidad de que alguien me subiera la moral, me conecté a la red para consolarme con los amigos, pero primero tuve que tragarme el spam de costumbre. Señalé los más sospechosos… y me detuve. Había uno que destacaba entre todos. El nombre de usuario era «Azul Azul», y el dominio, tino muy corriente. Yo no conocía a ningún «Azul Azul», pero el asunto me dejó de piedra: «Sé lo de la fábrica».

A lo mejor era un anuncio de una fábrica de cualquier cosa; podía ser un aserradero, una fundición de acero, o algo enfermizo, como una fundición de personas. Podía llevar un virus, me dije.

Pero si alguien tenía información sobre nuestra fábrica, yo quería esa información.

Lo abrí, más decidida que nunca en mi vida.