9

Kaitlin DuPuis no tuvo mucha elección a la hora de sentarse a la mesa. Distraída al ver a Annie Barnes, se dejó llevar por las demás. Cuando hubo acabado el revuelo y estuvieron todas sentadas, se vio en el banco que daba a la fachada del restaurante, y fue una suerte. Si se hubiera sentado al otro lado, no habría visto a Annie hablando con James Meade, y eso era importante. Era mala cosa que Annie hablara con James.

A Kaitlin no le importaba lo que pensara Kevin; Annie la había reconocido. Primero un guiño en El Armario de la Señorita Lissy, y después el saludo con la mano. No había saludado a ninguna de las otras chicas. Sabía lo de Kaitlin y Kevin. Vaya si lo sabía. ¿Y si se lo estaba contando a James en aquel mismo momento, como parte de la conversación?, algo así como «¿A que no adivinas qué vi haciendo a la hija de los DuPuis anoche?» James se lo contaría a su hermano, que a su vez se lo contaría a la madre de Kaitlin, que entonces se habría enterado por dos fuentes, si se lo contaba a la madre del jefe de Phoebe, que era la secretaria de James, en cuyo caso Kaitlin no podría convencer a su madre de lo contrario. No es que tuviera muchas oportunidades aun con una sola fuente, porque Nicole estaba realmente obsesionada con la virginidad de su hija, todavía más que con su peso.

¿Qué hacer? En los sueños de Kaitlin, Kevin ya habría tomado la delantera, habría ido en busca de Annie y le habría hecho jurar que guardaría el secreto. Pero Kevin seguía creyendo que eran imaginaciones suyas. Además, Kevin se sentiría totalmente intimidado por una persona como Annie. Y al fin y al cabo, ¿por qué iba a tomarse tantas molestias? A sus padres no les importaba que estuviera con Kaitlin. Su padre le animaría y se tomaría otra cerveza. ¿Y su madre? Su madre adoraba a Kaitlin. Se cumpliría su sueño, que su hijo se casara con alguien con dinero.

Kaitlin no se casaría con Kevin hasta que fuera mayor, pero desde luego, no quería verlo en la cárcel.

—Kaitlin ¿Se puede saber dónde estás?

La chica parpadeó y se dio cuenta de que sus amigas la estaban mirando. Avergonzada, replicó cortante, sin dirigirse a nadie en concreto:

—¿Es que no puedo pensar en mis cosas?

—¿En qué pensabas?

—En Kevin. Siempre está pensando en Kevin.

—No siempre —dijo Kaitlin, pero con orgullo. Era la última de su pandilla en estar con un chico. Durante mucho tiempo creyó que no llegaría jamás. Con miedo de que algo lo fastidiara de repente, se le ocurrió una idea—. En realidad, estaba pensando en Annie Barnes. ¿Sabéis que está ahí mismo?

—La he visto —dijo Bethany.

Kristal asintió con la cabeza.

—Y yo.

—¿Que Annie Barnes está aquí? —preguntó Shawna, dándose la vuelta para mirar, y al momento siguiente también se dio la vuelta Jen.

—No, no —les advirtió Kaitlin con preocupación—. No os volváis. Se va a dar cuenta de que estamos mirando.

—¿Por qué está aquí?

—Eso me gustaría saber a mí —aseguró Kaitlin—. ¿Se os ocurre algo?

—Mirad, está con James Meade. ¡Vaya!

—¿Estarán saliendo, Kristal? No puede ser. Él es demasiado viejo.

—No es tan viejo. Mi madre dice que lo del pelo gris es porque sufre por culpa de su padre.

—Yo creo que se parece a Richard Gere.

—Ese sí que es viejo.

—Annie Barnes tampoco es tan joven. A lo mejor están saliendo.

—A él no le interesa. Tiene un bebé.

—¿Y eso que tiene que ver?

—¿De verdad creen que no sabemos nada de ese bebé?

—Vamos, si lo sabe todo el mundo. Sam Winchell no dijo nada en el periódico porque Sandy Meade le dijo que no lo hiciera. A Sandy le fastidia que James adoptara un bebé. No entiende por qué no tuvo un hijo como todo el mundo.

—A lo mejor no puede.

—¿Cómo que no puede?

—O sea, ¿que es estéril?

—Eso es.

—¿Alguien ha visto al bebé?

—No lo sé, pero es una niña. Mi madre vio a James en la tienda de Harriman comprando pañales especiales. La niña estaba en casa con la niñera.

—Es increíble. La niñera es de East Windham. ¿No podía contratar a alguien de Middle River?

—Seguramente Sandy le dijo que no. No quiere que la gente la vea y se ponga a cotillear. La niña es de China.

—De Vietnam.

—Lo mismo da.

—Vamos, que criar un hijo sin nada de su herencia… ¿Sabrá James lo que hace?

—James Meade siempre sabe lo que hace —proclamó Bethany.

Kaitlin le dio la razón, desde luego. James lo sabía todo. De modo que a lo mejor lo que debía hacer ella era hablar con James. A lo mejor lo convencía para que no contara nada. Como él también era padre, quizá comprendiera su situación.

Vale, Kaitlin. Y también hay elefantes que vuelan. Volvió a la primera idea. A quien había que abordar era a Annie.

—¿Está Annie Barnes en casa de su hermana?

—Sí.

—No es muy amable que digamos —se quejó Bethany—. Esta mañana iba corriendo y pasó por delante de Buzz Madigan sin pararse y él la había saludado.

—¿Tú te habrías parado a hablar con Buzz Madigan? —preguntó Shawna—. O sea, se enrolla como una persiana. Si quieres hacer una sesión de entrenamiento y te paras a hablar con él, adiós sesión.

—¿Y pasará mucho tiempo en la tienda? —preguntó Kaitlin como sin darle importancia.

—¿En El Armario de la Señorita Lissy? No. Va a escribir.

—¿Dónde? ¿En casa de su hermana? —preguntó Kaitlin.

—¿Quién sabe?

—¿Y qué más da?

Kaitlin se encogió de hombros.

—No, es que estaba pensando que si todo el mundo dice que ha venido a escribir, a lo mejor se ha alquilado una casa para ella sola.

—No. Está en casa de Phoebe.

Bethany se inclinó hacia delante, con los ojos abiertos de par en par.

—¿Y si viene Greg Steele a hacerle una visita?

—Sería estupendo.

—Dios. Es tan guay…

—Podría haber líos si Annie se está enrollando con James.

—¿Tiene amigos aquí? —siguió preguntando Kaitlin.

—No.

—Ninguno.

—Seguro que no.

—¿Y el gimnasio? Tu madre va allí, Jen. ¿Crees que Annie Barnes podría entrenarse allí? —insistió Kaitlin.

—Mamá no me ha dicho nada —contestó Jen y le lanzó una mirada de recelo—. ¿Por qué preguntas todo eso?

—Por curiosidad.

—No me irás a decir que has leído su libro.

—No, pero tengo curiosidad. ¿O es que hay alguna ley que lo prohíba?

Eliot Rollins salió de la clínica temprano, pero no para ir a casa. Con el coche en el aparcamiento, recorrió una manzana, cruzó la calle, entró en el edificio bajo de ladrillo que albergaba la comisaría.

La comisaría. Aún se le atragantaba esa palabra cuando la pronunciaba. Desde luego, en aquel sitio había un calabozo; bueno, dos pero era cuestionable que se pudiera retener en ninguno de los dos a una persona que quisiera escapar. Eliot se había criado en Nueva York, donde hay comisarías de verdad. Aquella era sobre todo para la galería, igual que el jefe de policía. El comisario Greenwood hacía lo que podía para dar la impresión de que Middle River respetaba las leyes. La verdad era que pocos delitos se producían allí que no fueran cometidos por personas directa o indirectamente relacionadas con la papelera, y la papelera se ocupaba de sí misma.

El jefe de policía hacía la ronda tres veces al día, en el coche patrulla Se paraba a hablar con cuantos veía, de modo que una tarea que debería haberle llevado media hora a veces se prolongaba dos horas. Pasaba el resto del tiempo sentado a su mesa.

Allí estaba cuando entró Eliot y, sí, desde luego estaba demasiado gordo. Tom Martin tenía razón en eso, pero claro, era algo que el pobre no podía ocultar. En invierno, llevaba una chaqueta que le disimulaba la barriga que le colgaba por encima del cinturón. En verano, la barriga tensaba la camisa, y los botones casi se saltaban. La camisa era azul, a juego con los pantalones vaqueros. Decía que era su uniforme, lo que significaba que así no tenía que perder tiempo por las mañanas en elegir ropa. Camisa azul, vaqueros, Demerol, Oxycontin y Xanax.

Estaba sentado muy erguido en su silla de amplios brazos y respaldo alto. Era una silla ergonómica que le había comprado su amigo y benefactor Sandy Meade, y probablemente había costado más que el resto del mobiliario del despacho. Estaba haciendo un crucigrama de un grueso cuaderno lleno de estos pasatiempos. Había un montón apoyado contra el archivador, detrás de la mesa. El jefe de policía también era adicto a los crucigramas.

Vio a Eliot.

—Llega justo a tiempo, doctor Rollins —dijo con voz ronca—. A ver, una palabra de seis letras, la tercera una zeta. Es una enfermedad de la piel.

A Eliot le fastidió. No quería estar allí. No era su problema. Él simplemente estaba en medio, y no se dedicaba a los granos.

—Yo soy ortopedista, no dermatólogo.

—Venga —dijo el comisario en tono persuasivo—. Usted estudió de todo en la facultad de medicina. No puede ser muy difícil si aparece en este crucigrama.

—Deje ese crucigrama, comisario. Tenemos que hablar. —Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones—. Annie Barnes anda fisgoneando por ahí. Estuvo ayer en la clínica, hablando con Tom, y él dice que no sacó a colación este asunto, pero es solo cuestión de tiempo. Usted y yo podemos tener problemas como se huela lo de las recetas.

El comisario frunció el ceño.

—¿Y por qué demonios iba a olérselo?

—Porque anda a la caza de chismorreos y este chismorreo en concreto es de tres pares de narices. Piénselo. «El jefe de policía de Middle River, adicto a los calmantes». Buen titular, ¿no?

El comisario dejó el lápiz sobre la mesa.

—Tomo calmantes porque tengo un problema de espalda, pero no soy adicto.

—¿Quiere comprobarlo teniendo un buen mono?

La expresión del comisario dio a entender que no quería semejante cosa. Volvió a fruncir el ceño.

—Actúa como si fuera responsabilidad mía. Yo no pedí que Jebby McGinnis condujera borracho y se estrellara contra mi coche. Fui herido en cumplimiento de mi deber, y usted fue el ortopedista que dirigió mi caso. Yo me limito a cumplir las órdenes del médico. Es usted quien me manda las recetas.

—Es usted quien las pide —le espetó Eliot, porque no estaba dispuesto a cargar con las culpas—. Fue usted quien me dio la idea de extender las recetas a nombre de su mujer para que el seguro pague por los medicamentos que usted toma en cantidades superiores a lo normal. Eso se llama fraude a la asistencia sanitaria. Y ahí tenemos otro tema interesante. ¿Quiere ir a por él?

—Yo no quiero ir a por nada —replicó el comisario en tono bronco, de representante de la ley, que le dio a entender a Eliot que lo había comprendido—. ¿Tiene sentido esta conversación?

—Claro que lo tiene —dijo Eliot con satisfacción, y se dirigió a la puerta—. Me parece que ha entendido el problema, y doy por sentado que hará todo lo posible para que no pase nada.

—¿Y qué demonios tengo que hacer? —gritó el comisario, peto Eliot ya estaba en el umbral.

—Ya se le ocurrirá algo —contestó—. Ah. Es eczema. E-c-z-e-m-a. Ojalá fuera ese su único problema, ¿no le parece?