8

Estaban cocinando algo —fajitas de pollo, supuse, a juzgar por el olor y el chisporroteo—, pero con Omie nunca se sabía. Aunque estaba americanizada, aunque era sensible a las necesidades de los habitantes de Middle River, se enorgullecía de su herencia armenia. Eso significaba que cocinaba cordero con la misma frecuencia que vaca, hacía pasteles con hojaldre o con harina y lo mismo condimentaba con canela, cardamomo, nuez moscada y clavo que con sal, pimienta, perejil y tomillo. Los platos nuevos, como las fajitas, las pastas y las ensaladas César se incorporaban a la carta para mantener el restaurante al día, pero los viejos recursos siempre estaban presentes: hojaldre de pollo y verduras, macarrones con queso, y la carne con verduras de Omie, todo ello al estilo armenio. Por ese motivo, cualquier olor que escapara del restaurante llevaba la impronta de Omie.

Además, los aromas eran persistentes, porque Omie detestaba el aire acondicionado. Le gustaba tener las ventanas abiertas, y los clientes se sentían a gusto con unos ventiladores anticuados. Como nunca llegaban a eliminar la humedad, los olores permanecían en el aire.

Los ventiladores runruneaban, agitando el aire. Simon y Garfunkel cantaban en voz baja por los altavoces del techo mientras la caja de las bebidas frías entonaba una cantinela aún más baja. Lo oí todo con claridad, porque todas las conversaciones se detuvieron de golpe en cuanto entré por la puerta.

Sintiéndome incómoda, me refugié en mi mantra de Washington. En Washington triunfaba. En Washington tenía amigos. Podía entrar en Galileo, Kinkead’s o Cashion y ser como los demás. Eso era lo que más deseaba cuando me marché de Middle River: no lo de entrar en restaurantes, sino ser como los demás. ¿No es eso lo que desea la mayoría, formar parte de algo? He ahí la VERDAD N.o 4: podemos burlarnos cuanto queramos de quienes son diferentes de nosotros pero en el fondo nos morimos de ganas por formar parte del grupo.

Con el ventilador más cercano alborotándome el pelo y todas las miradas clavadas en mí, también me moría de ganas por formar parte del pueblo. Yo había nacido en Middle River. Había pasado allí los dieciocho años más importantes de mi vida, muchos de ellos deseando, rogando, anhelando formar parte de todo aquello. Naturalmente, entonces no lo habría reconocido. Entonces no me daba cuenta. Fue entonces, en aquel mismo instante, cuando comprendí cuán cierto era.

Necesitaba a Omie.

Irguiéndome, hice caso omiso de las miradas y miré a mi alrededor. Con los años, el restaurante tenía más fondo. A la derecha de la cocina, al otro lado de un arco, había mesas con capacidad para sesenta comensales, pero estaban vacías. A esa hora del día, el movimiento estaba en la parte delantera, el núcleo del establecimiento. Había cinco hombres sentados a la barra: tres delante y dos al final de la ele. De las doce mesas con bancos corridos pegadas a la parte delantera y a la derecha, había tres ocupadas.

No vi a Omie, pero ella me encontraría. Siempre lo hacía.

Mi mesa favorita estaba cinco más allá de la puerta, la del rincón antes de que la hilera de mesas con bancos formara ángulo recto y, como la barra, continuara hacia la parte trasera. Allí siempre me había sentido protegida y, por consiguiente, más segura. Estaba libre, y me sentí atraída hacia ella.

Al dirigirme hacia allí pasé junto a una mesa con dos mujeres a las que reconocí. Eran vecinas de Sabina. Su mirada se encontró con la mía. No sonrieron. Otro tanto ocurrió con la familia de cuatro miembros de la siguiente mesa.

La tercera mesa ocupada estaba a medio camino entre las que, a partir de mi esquina, se sucedían a lo largo de un lateral. Estaban allí Pamela Farrow y su marido, muy juntos, tomados de la mano. Hal estaba completamente absorto en su esposa. Los ojos de Pamela destellaron brevemente, me miró, y los clavó de inmediato en los de Hal. Ni una sonrisa, ni un hola, solo una mirada, algo muy distinto a su actitud aduladora conmigo el día anterior.

Quizá estuviera tan enamorada de su marido que no podía pensar en nada más, pero era más probable que alguien le hubiera dado un toque.

O quizá, sencillamente era muy consciente de que uno de los dos hombres sentados al extremo de la barra era James Meade. Era inconfundible, con su espalda erguida y aquella mirada oscura, inquietante, por no hablar del impresionante pelo entrecano. Vi este último detalle como no lo había visto cuando estaba a la sombra de su coche, y me habría sorprendido (James aún no había cumplido los cuarenta) de no haber sido porque su padre siempre había tenido el pelo plateado.

James no me intimidaba. Yo no trabajaba para él y no le debía nada. Naturalmente, Pamela debía de estar pensando que si era demasiado amable conmigo, James se lo diría a su padre, que presidía el Comité Escolar, que decidía la titularidad de su marido como director del instituto.

Y me parecía bien. No necesitaba que me hiciera la pelota. Yo no había ido allí para hacer amigos ni para influir en nadie. Las reuniones de ex alumnos nunca me habían fascinado. Tenía amigos, montones de amigos.

Me senté en mi banco, pensando en ellos. Mientras James Taylor invadía la radio, dejé el bolso en el banco de madera, junto a mi cadera, y apoyé los codos en la formica verde oscuro. Al menos en aquel momento, me sentía segura de mí misma.

Había una carta apretada entre el servilletero y un frasco de salsa de tomate. La saqué, la abrí y me puse a examinarla. Poco a poco se fueron reanudando las conversaciones que habían quedado interrumpidas con mi llegada.

—Precisamente cuando me hacía falta una taza de té —se oyó decir a una voz encantadora, familiar y grata.

Alcé la mirada cuando Omie se estaba sentando en el banco de enfrente. Aquellos ojos infinitamente azules se habían apagado un Poco, y sus mejillas tenían la textura del crepé lavado. Parecía más Pálida de lo que yo la recordaba, pero su sonrisa era tan sincera como siempre. Impulsivamente, me incliné sobre la mesa y le di un beso en la mejilla.

—Tienes mejor aspecto que la última vez —comentó con su voz de abuelita que conservaba un levísimo acento. Era muy pequeña cuando sus padres llegaron a Estados Unidos, y se crio hablando inglés con los demás niños. Si tenía un poco de acento era porque quería. Confería a su voz un timbre característico.

—Ha pasado el tiempo, y también el disgusto —repliqué—. Me han contado que has estado enferma.

—No es nada.

—Una neumonía es algo.

—Bueno, se me ha pasado —dijo, con un gesto desdeñoso de la mano—. A mi edad, estas cosas pasan. Dos o tres veces al año, un resfriado o algo parecido. Aquí viene demasiada gente con sus gérmenes, y no puedo quitarme las cosas tan fácilmente como antes. Me estoy haciendo vieja.

Pensé si sería eso o si su sistema inmunológico se estaba debilitando por otro motivo. Desde luego, había que planteárselo, pero más adelante. Señalé la carta.

—Si fuera por esto, podrías tener cuarenta años. Hay un montón de cosas nuevas mezcladas con las viejas.

Omie sonrió.

—Tengo que complacer a todo el mundo si quiero mantener el negocio.

Bajé la voz.

—Si el objetivo es mantener el negocio, no deberías estar tomando té conmigo. Me da la sensación de que los demás clientes preferirían que no estuviera aquí.

Las mujeres que vivían cerca de la casa de Sabina ya habían abandonado la mesa y estaban ante la caja.

Omie también respondió en voz más baja.

—Ni caso. Te tienen miedo.

—¿Miedo?

—Tú dices la verdad.

—¿Y ellas no?

Omie no contestó. Las dos sabíamos que la hipocresía se intensificaba en sitios como Middle River. Bajo la fachada de belleza había un estrato de porquería. Grace también lo sabía. Era un tema fundamental en Peyton Place, un tema fundamental en su propia vida. Tenía sueños e ideales que con demasiada frecuencia habían sido traicionados.

—¿Qué ocultan? —pregunté, ya en un susurro.

—¿Qué no ocultan? —dijo Omie, también en un murmullo.

—Ponme al corriente.

Omie parecía encantada.

—Esos tres de la barra. Doug Hartz es el que está en el medio, el que parece incómodo. ¿Ves como no para de mirarte de reojo?

Me había dado cuenta.

—¿Qué le pasa?

—Se enorgullece de no pagar impuestos. Se lo cuenta a tanta gente que lo sabe todo el pueblo. Se cree que como en su negocio le pagan en efectivo, puede escaparse de los controles.

—Entonces, ¿por qué le pongo tan nervioso?

—Tú vives en Washington. Hacienda está en Washington. Cree que lo vas contar.

—Qué curioso —dije, porque la relación era absurda—. ¿Y las dos mujeres que acaban de marcharse? ¿Qué las ha echado de aquí?

—Tu éxito. Vienen aquí todos los días a las dos de la tarde para trabajar en un libro que están escribiendo. Llevan así tres años, y no hay señales de ningún libro. Y tú te presentas aquí. Para mucha gente de este pueblo, eres todo lo que ellos nunca podrán ser.

—¿Incluso James? —pregunté, porque su presencia en la barra junto a su amigo destacaba.

—Incluso James —contestó Omie, y soltó un pequeño suspiro, abatida—. Vamos, que estar en la fábrica, dominado por su padre… Una lástima. James es el más listo de esa panda.

—No lo suficiente como para marcharse de Middle River —repliqué.

Pero Omie no me dejó seguir.

—¿Por qué tendría que marcharse? —preguntó con una dulzura muy suya—. Aquí se vive mucho mejor que en ningún otro sitio. La vida aquí es mejor que en la mayoría de los sitios. Él ya sabe lo que es vivir fuera de aquí. Estuvo fuera, en la universidad y haciendo el posgrado. En cierta época se pasaba cuatro días a la semana de acá para allá, trabajando para la fábrica. Sabe lo que es eso, y decidió volver.

—¿Lo decidió él o lo obligaron? —Podía imaginarme perfectamente a Sandy diciéndole que era libre de marcharse, pero sin un centavo de los Meade—. La extorsión puede adoptar diversas formas.

Omie no replicó. Hizo señas a su nieto y me preguntó:

—¿Qué vas a comer?

Pedí la reconfortante ensalada de pollo y té frío. La bebida llegó antes de que pudiéramos reanudar la conversación. Para entonces, la familia de cuatro miembros había puesto pies en polvorosa, estaba cantando Van Morrison y yo estaba observando al hombre que acompañaba a James. Estaba sentado con los hombros caídos, la mirada clavada en sus manos y estas aferradas a una botella de cerveza. Daba la impresión de estar hundido. Yo podría haber comprendido que ni siquiera sabía que yo estuviera allí.

De repente lo reconocí.

—¿No es Alfie Monroe? —susurré.

Omie asintió con la cabeza y yo lo miré; aparté la mirada, tomé un sorbo de té y lo observé por encima del borde del vaso. Alfie Monroe llevaba toda la vida en la fábrica. Trabajador y honrado, había subido a fuerza de trabajo hasta llegar un escalón por debajo de los hijos de Meade, que lo respetaban. El hombre que yo recordaba era guapo y altivo. Ahora debía de tener poco más de cincuenta años, pero parecía mayor y ya no parecía ni guapo ni altivo.

¿Había leído algo sobre él en el periódico? No me parecía.

—¿No se encuentra bien? —pregunté, pero mi imaginación ya se había disparado. Si la papelera desprendía residuos tóxicos, alguien que trabajara en su interior corría un riesgo aún mayor de ponerse enfermo. Los Meade trabajaban en despachos, alejados del meollo, pero no así el director de la fábrica.

—Está bien físicamente, pero no mentalmente —contesto Omie—. Pasaron por encima de él cuando Sandy contrató a Tony O’Roarke para dirigir la fábrica.

No. Eso no lo había leído. No había nada al respecto en el periódico, y sabía por qué. A Sam Winchell no le habría parecido bien que un desconocido desplazara a Alfie, pero Sam era pragmático. Sabía que nada de lo que dijera en su periódico cambiaría lo que Sandy había hecho ni ayudaría a Alfie. Su forma de protestar era no decir nada.

Me imaginé a Tony O’Roarke al volante del enorme vehículo negro junto con James Meade y sentí rabia.

—¿Por qué no le dieron el trabajo a Alfie?

—Los Meade querían a alguien con más experiencia.

—¿Y quién con más experiencia que Alfie? Lleva en la empresa toda la vida.

Omie reflexionó mientras tomaba unos sorbos de té. Con mirada triste, dejó la taza sobre la mesa.

—Sandy pensaba que necesitaban un nuevo enfoque.

—¿Un nuevo enfoque para qué?

—Para racionalizar las cosas.

Mi interpretación: abaratarlas.

—Sandy quiere mayor productividad por menos dinero.

Omie no me lo rebatió. Mientras tomaba otro sorbo de té, Pamela y Hal abandonaron su mesa y pasaron a nuestro lado sin dirigirnos ni una mirada. Llegó mi ensalada y me puse a comer. Doug Hartz y sus amigos se bajaron de los taburetes, se metieron las manos en los bolsillos, dejaron dinero junto a los platos y salieron detrás de Pamela y Hal. A continuación entró un grupo de adolescentes, todas ellas idénticas, con pantalones vaqueros de cintura baja, camisetas minúsculas y pelo liso. Dos de las cinco llevaban el móvil pegado a la oreja. Algunas miraron de pasada hacia mi mesa. Una miró dos veces.

Su cara me sonaba. Tardé unos segundos en situarla: estaba con su madre en El Armario de la Señorita Lissy el día anterior. Entonces pensé que no tendría más de quince años. Ahora, con sus amigas, todas ellas de pelo largo y con rímel, podía pasar por dieciocho. Levanté unos dedos para saludarla disimuladamente, una simple señal de reconocimiento, de que ya nos habíamos visto. Al fin y al cabo, era cuenta de Phoebe, y yo no quería ser grosera.

La pobre parecía aterrorizada. A saber qué estupideces le habrían metido en la cabeza. Apretando el paso, siguió a sus amigas hasta la última mesa, ante la que se habían amontonado todas. Empezó a cantar Shania Twain.

—Así que, según dicen, has venido a escribir —dijo Omie con dulce sonrisa—. ¿Sigues siendo la discípula de Grace?

—No. He seguido mi propio camino.

—¿Seguís hablando?

Si me lo hubiera preguntado otra persona, me habría dado mucha vergüenza. Oír voces, mantener conversaciones con personas que ya no existían… eran cosas que la gente en su sano juicio normalmente no hacía.

Pero Omie estaba enterada de lo de aquellas conversaciones. Se lo confié en una ocasión, cuando creía que me estaba volviendo loca. Entonces yo tenía quince años. Mi cuerpo al fin había empezado a cambiar, si bien poco y a destiempo, y a mi familia, toda de mujeres, les alivió saber que yo era «normal», al menos en ese sentido, porque bastante tenían ellas con lo de los períodos, los pechos y las emociones como para prestar atención a mis dudas, suponiendo que yo hubiera sido capaz de expresarlas, que no era el caso. Me sentía como una extraña dentro de mi cuerpo. Además de los cambios físicos, me aterrorizaba la relación con Grace.

—Necesitas una amiga —me explicó Omie en aquellos días—. Y Grace te comprende.

—Pero Grace está muerta —repliqué, un poco asustada.

—Bueno, sí, pero eso no significa que no esté aquí, con nosotros.

—¿Como un fantasma? —pregunté con escepticismo.

—Depende. ¿Tú la has visto?

—No. Solo la oigo, pero ¿cómo es posible? Nunca he oído su voz en la vida real. ¿Cómo puedo saber cómo suena?

—Sabes lo suficiente sobre ella como para imaginártelo.

—Grace está muerta —insistí.

—Es su espíritu.

—Vamos, Omie. No me lo creo.

—Pues yo sí. Tú has venido a preguntármelo y lo que yo te digo es esto. Grace Metalious no fue una mujer feliz. Murió sola y frustrada. Tú podrías ser el medio de cumplir sus deseos. —Sin darme tiempo a replicar, Omie me preguntó—: Cuando habla contigo, ¿qué dice?

¿Qué decía Grace? Me había dado ánimos, incluso me había provocado en ocasiones. Podíamos discutir (yo decía cosas terribles), pero siempre volvía. Me decía que tenía madera de escritora, y en aquella época era lo que mi maltratado ego de quince años necesitaba oír.

Grace y yo seguimos hablando hasta que me marché de Middle River. Ya en Washington, me convertí en otra persona. Como no necesitaba a Grace, cesaron nuestras conversaciones.

¿Seguíamos hablando Grace y yo?, me había preguntado Omie.

Oía susurros, pero no estaba segura de que no fueran el ronroneo de un gato o el zumbido de una mosca. ¿Y la mujer que me había provocado aquella mañana cuando se me cruzó un hombre apuesto en pantalones cortos y zapatillas? Desde luego que era Grace pero solo para divertirse… mi álter ego más que otra cosa.

—No —le dije a Omie, dándole cierta versión de la verdad—. A Grace no le gustaba Washington. Estuvo allí una vez para promocionar la continuación de Peyton Place. La prensa no fue amable con ella.

—En el fondo era muy provinciana, creo.

—Sí y no. Detestaba el control social de las pequeñas ciudades, las expectativas de la gente de miras estrechas. Le fascinaban las grandes ciudades, París, Los Ángeles, Nueva York, Las Vegas… pero no sabía cómo actuar en esos lugares. No sabía qué ropa ponerse ni qué decir. No tenía mucho sentido común y siempre metía la pata; sus propias palabras la perdían.

Omie me dirigió una sonrisa radiante.

—Pero a ti no te pasa eso. ¿No ves lo lejos que has llegado? —Se inclinó hacia delante—. Y lo de escribir, ¿es verdad?

Una vez saciada el hambre, dejé el tenedor.

—Ya estoy metida en otro libro. Se publicará el año que viene. —Hice una pausa—. Oye, Omie.

—Dime, cielo.

—¿Crees que aquí hay demasiados enfermos?

Reflexionó unos momentos.

—No sé cuántos hay en otros sitios.

—El médico dice que mi madre tenía Parkinson. No es la única en el pueblo.

Omie me miró más fijamente.

—No.

—¿Crees que existe alguna razón para que haya tantos?

—¿Qué razón?

—No lo sé. ¿No ha habido rumores… no sé, sobre algo del aire que causa enfermedades?

—Siempre corren rumores. En cuanto alguien se resfría, lo atribuyen a los gérmenes que circulan por el aire.

—No me refiero a eso.

—Ya lo sé.

—El hijo de Alice LeClaire, de tres años, es autista —dije—. ¿Crees que ella querría hablar conmigo?

—Lo dudo. Además de ese niño, tiene otros cuatro a su cuidado y ningún hombre la ayuda.

—¿Ninguno? Yo pensaba que había al menos dos.

Mi madre aseguraba, con verdadero desprecio, que emparejar a los padres con los hijos de Alice era un juego muy popular en Middle River. Al parecer, Alice nunca rompía definitivamente con sus ex.

—Según el último recuento, son tres —me confirmó Omie—, pero desde que diagnosticaron lo del pequeño, todos se han largado. No quieren que les echen la culpa. Están convencidos de que es por los genes.

Se oyó el sonido amortiguado de un teléfono. Abrí instintivamente el bolso, pero venía de la cocina. Unos segundos más tarde se oyó otro teléfono y James Meade abrió de golpe un móvil.

—El autismo también puede ser consecuencia de la exposición a elementos tóxicos —le dije a Omie—. ¿No querría saberlo Alice?

Omie sonrió con tristeza.

—¿Y pensar que ha dejado que su hijo se expusiera a algo malo? —El teléfono más lejano volvió a sonar—. Además, los Meade pagan el seguro médico de sus trabajadores.

Ya. Y Alice trabajaba en la papelera. Teniendo en cuenta las necesidades especiales de un niño autista, estaría perdida sin un seguro, por no hablar del trabajo.

James Meade se guardó el móvil en un bolsillo. Alfie Monroe se bajó del taburete y echó a andar.

—¿Y los Dahill? —le pregunté a Omie cuando Alfie ya no podía oírme—. ¿Cuántos hay en esa casa con problemas de riñón?

Según lo que había leído, era ya la tercera generación de afectados. Las tres generaciones trabajaban en la papelera, aunque no recordaba en qué puestos.

—Los problemas de riñón son hereditarios —dijo Omie.

—Es posible. Vale. Es probable, pero ¿y si guardaran relación con el trabajo?

Me pareció que Omie estaba a punto de advertirme de algo cuando la llamó su nieto desde el pasillo de la cocina.

—Omie, la prima Ara al teléfono.

A Omie se le iluminaron los ojos.

—Tengo que contestar —dijo. Se levantó, se inclinó hacia mí, me dio un beso en la mejilla y susurró—: Inténtalo con los McCreedy. Han tenido una mala racha, y están buscando un porqué.

Apenas había digerido sus palabras cuando Omie desapareció y me llamó la atención otro movimiento. James Meade se había levantado. Dejó dinero en la barra y se dirigió hacia donde yo estaba. No siguió ese camino por casualidad. Sabía que yo estaba allí y tenía intención de detenerse.

James era impresionante. No solo era el más alto de los Meade, sino también el más guapo, y no lo digo por meterme con Aidan. Sencillamente era la verdad. Como Sabina y yo, James y Aidan tenían rasgos parecidos: pelo abundante, profundos ojos castaños, nariz puntiaguda y mandíbula cuadrada. Pero en James, al igual que en Sabina, el todo era algo más que la suma de las partes. De Aidan podía llamar la atención el pelo, los ojos o la boca. Lo que llamaba la atención en James era su autoridad. Era tranquilo, pero cuando hablaba, escuchabas.

Se paró delante de mí con ojos sombríos. Llevaba pantalones vaqueros y una camisa azul bien planchada, con el cuello desabrochado y arremangada hasta el antebrazo. Las hebras plateadas del pelo le conferían aún más prestancia.

—Acaba de llamar mi hermano —dijo con voz tranquila, autoritaria—. Está hundido. Ha visto tu coche y piensa que no estás aquí para nada bueno.

Había algo en James que me alteraba. No debería ser tan alto, ni unos ojos tan penetrantes. Sintiendo la necesidad de guardar las distancias, me eché hacia atrás en el asiento.

—Tenía hambre y he venido a comer —dije.

—Lo pones nervioso.

—¿Por qué?

James dio la impresión de reflexionar sobre la pregunta, pero sus ojos no perdieron intensidad. A lo mejor eran imaginaciones mías pero pensé que intentaban penetrar en mis pensamientos. Por fin contestó con absoluta calma:

—Yo diría que Aidan se siente culpable por lo que ocurrió hace años, pero dudo que sea eso. Lo más probable es que tenga miedo de tu pluma. No sabe qué vas a escribir.

Sonreí.

—Si tiene miedo de mi pluma, será porque tiene algo que ocultar. Me pregunto qué.

James estuvo a punto de devolverme la sonrisa.

—Yo que tú no lo haría.

—¿Qué?

—Preguntarme. Podría causar problemas, y Aidan no quiere problemas.

—¿Y debería importarme lo que quiera Aidan?

—Sí —contestó James, como si la cosa no fuera con él—. Damos trabajo a Sabina y a su marido, arrendamos el local a Phoebe. Hay mucho en juego.

Sentí un amago de ira.

—¿Es una amenaza?

—No mía. Solo transmito lo que ha dicho mi hermano. También quería recordarte que nos portamos bien con tu padre cuando estaba enfermo. Northwood siguió pagándole mucho después de que dejara de ser productivo. Lo hicimos por lealtad.

Naturalmente, la implicación era que les debíamos lealtad a cambio, o más bien que la debía yo, puesto que era quien estaba poniendo en peligro el statu quo. Eso me enfureció aún más; yo no les debía nada a los Meade.

—¿Fue por lealtad? —le espeté, quizá precipitadamente, pero es que no me caía bien James Meade—. ¿O fue por miedo? Mi padre trabajó en vuestra fábrica toda la vida, y quizá supiera cosas que hubierais preferido que no supiera. Tratáis a vuestros empleados demasiado bien. ¿Es para inspirar lealtad, de modo que no den la voz alarma si ven algo que no va bien?

No debería haberlo dicho. Lo comprendí en el momento mismo en que aquellas palabras salieron de mi boca… y si no lo hubiera comprendido por mí misma, me lo habría indicado la expresión de James. De repente pareció ponerse en guardia, como si de pronto se sintiera personalmente implicado en la discusión.

Sin apenas apartar sus ojos de los míos, se sentó en el banco que había ocupado Omie. Apoyó los antebrazos en la mesa, con las grandes manos irritantemente relajadas.

—¿Es que algo anda mal en la papelera? —preguntó con una calma crispante.

Estuve a punto de echarme atrás, pero me contuve. Se me puede llamar impulsiva por haber soltado todo aquello, pero echarse atrás era una estupidez cuando había algo más importante en juego. De modo que dije:

—Eso pregunto yo. ¿Algo anda mal en la papelera?

Se recostó en el asiento. No contestó; se limitó a mirarme. En cierto momento vi que movía un poco la mandíbula, pero por lo demás permaneció inmóvil. Parecía muy inteligente, y eso era lo que más me molestaba.

Siguió mirándome fijamente. Cantaba Elton John. Me gustaba Elton John, pero en aquel momento no me interesaba.

—¿Qué? —pregunté al fin.

—¿Estás escribiendo algo sobre la papelera? —preguntó él a su vez.

—¿Debería hacerlo?

—¿Lo estás haciendo?

—Es increíble —dije pensativamente—. Parece que aquí la gente no quiere hablar conmigo de otra cosa que de si estoy escribiendo un libro. Cuanto más me preguntan, más me pica la curiosidad. Como me pregunte alguien más, a lo mejor lo hago.

Sin decir nada, James siguió mirándome.

—¿Qué? —insistí, más furiosa.

Tardó bastante en responder, y parecía realmente intrigado. Frunció el ceño. Preguntó en voz aún más baja:

—¿Me odias?

La pregunta me sorprendió.

—No a ti, sino lo que representas.

—Mi familia.

—Lo que representa.

—El poder.

—Ninguna familia debería tener tanto. La gente no debería tener que temer por su vida si abre la boca.

—¿Por su vida?

—Por su forma de ganarse la vida —corregí—. Acabas de amenazar a mis hermanas y a mi cuñado.

—Yo no. Aidan. Yo solo soy el mensajero.

—Es lo mismo.

—No —replicó con tranquilidad y convicción—. No es lo mismo. Yo no soy mi hermano. Ni mi padre.

Lo miré directamente a los ojos.

—Entonces, ¿no cometerías perjurio como Aidan, ni sobornarías a suficientes funcionarios, como hizo tu padre, para que no pase nada?

James ni parpadeó.

—Jamás he cometido perjurio.

—¿Y sobornar a funcionarios? Ah, claro, a ti no te hace falta. Papá se encarga de eso.

Estaba metiendo el dedo en la llaga. Lo veía en sus ojos oscuros y en la mandíbula apretada.

—No me conoces —replicó—. Yo que tú, no quemaría las naves.

—¿Eso quiere decir que si escribiera un libro sobre la papelera colaborarías?

—Depende de lo que quieras decir en el libro. Si es la simple diatriba de una mujer que detesta este pueblo…

—Yo no detesto Middle River. Si hiciera el esfuerzo de escribir un libro, sería porque me importa este pueblo.

—¿De verdad te importa?

—Me crie aquí. Mi familia vive aquí.

—Contesta a la pregunta.

—Jamás escribiría un libro por rencor. No me considero capaz de una cosa así.

La pregunta de James seguía en el aire. Me miró fijamente, desafiándome a confesar. Y al fin y al cabo, lo que había preguntado no era tan terrible. Ya era una mujer hecha y derecha. El rencor no debía desempeñar ningún papel en mi respuesta. Podía sobreponerme al pasado.

—Sí, me importa —admití—. Aquí hay muchas cosas positivas.

—¿Como por ejemplo?

—Cuatro estaciones. Árboles y flores. Buenos colegios. Marsha Klausson y Sam Winchell. Este restaurante. Omie. —Como no dijo nada, añadí—: La barbería. La manicura. La tienda de la Señorita Lissy, El almuerzo en el hostal de Road’s End. Las monedas de chocolate. —Continuó en silencio—. El paseo de octubre —agregué, porque era una tradición preciosa, y había más—. Nochebuena en el cruce de Pine y Oak. Los fuegos artificiales en el estadio el Cuatro de Julio. Incluso el club de los que lo hacen en sitios públicos. —Sonreí—. Parece mentira que los chavales sigan haciéndolo, pero pillé a dos la otra noche cuando venía hacia aquí.

—¿Tú lo hiciste alguna vez?

Aquello me indignó. Me estaba dejando en ridículo. Sabía que yo no había salido con nadie. Lo sabía el pueblo entero. Pero más que de suficiencia, su expresión era de curiosidad.

—No —respondí con voz cansada—. Pasé la mayor parte del último curso en el promontorio de Cooper esperando a que apareciese tu hermano.

—Por si sirve de algo, a mí me parece que hizo mal —dijo James.

—¿A qué te refieres? ¿A enrollarse con la mujer de otro o a utilizarme para salir tan campante del asunto?

—A las dos cosas.

Como excusa, era un tanto indirecta, pero parecía sincera. Y me extrañó. Recordando que James era un Meade, apoyé los codos en la mesa y me incliné un poco.

—Si estás intentando ablandarme, no te molestes. Estoy aquí para ver cómo va mi hermana. Me parece que no está bien.

—¿Qué le pasa?

—No lo sé.

—¿Y Tom? ¿Tiene alguna idea?

—¿Tom? —pregunté, sorprendida, pero me recuperé inmediatamente—. Tom no está tratando a Phoebe. He ido a verlo para darle gracias por haberse ocupado de mi madre.

—¿Y Sam? ¿Tampoco tiene ninguna idea?

Saltaba a la vista que allí había algo. James me estaba dando un toque, una continuación del mensaje que había empezado a transmitirme antes, a saber, que me estaban vigilando.

—Sam es un amigo —dije—. He pasado por allí para saludarlo.

—Y te has quedado tres horas después de que él se marchara —dijo James a modo de información.

—Y esa es una de las cosas que detesto de Middle River —proclamé—. ¿Por qué tiene que meterse nadie en dónde voy y lo que hago? ¿Es que los Meade tenéis un espía en cada esquina?

—No hay ninguna necesidad de espías y no somos esquineras. Ese coche tuyo se ve a mil leguas. Déjalo en casa la próxima vez —gruñó James.

—Lo dejaré, la próxima vez —dije, resentida, y añadí secamente—: ¿Alguna advertencia más? ¿Algún consejo? ¿Más recados?

James se levantó del banco y se alzó en toda su estatura.

—Solo una pregunta. Aidan quiere saber por qué no estás en Washington con tu Don Juan.

La alusión a Greg me dio fuerzas.

—¿Mi Don Juan? Qué gracioso.

—El corresponsal.

—Sé a quién te refieres. No estoy allí con él porque estoy aquí —repliqué con toda lógica, y levanté la barbilla—. ¿Más preguntas de Aidan?