Empecé a correr cuando tenía dieciocho años. Acababa de mudarme a Washington y estaba borrando el pasado, reinventándome: nueva actitud, nuevos amigos, nuevas aficiones. En Middle River se jugaba al béisbol, al baloncesto y al fútbol, pero ¿correr? No en nuestro pueblo. Esa habría sido razón suficiente para hacerlo, pero, por supuesto, había otras razones: la principal, Jay Riley, un estudiante de tercero que había ayudado a estudiantes de primero a trasladarse a mi residencia y que, claro, era corredor. Me chifló desde el primer día.
Cosas del destino, mi compañera de habitación, Tanya Frye, a quien sigo queriendo muchísimo, llevaba corriendo en competiciones desde los doce años, y aunque yo no tenía ni la mitad de la aptitud natural que ella, me inicié en ese deporte con gran facilidad. Desde luego, ella me enseñó poco a poco. Antes de que acabara el curso podía correr diez kilómetros en cuarenta y cinco minutos, lo que, para quien quiera saberlo, no es ninguna tontería.
Jay nunca se fijó en mí, pero mi nueva personalidad se desarrolló. Salía con otros chicos. Unos corrían, otros no. Todos alababan mis piernas en pantalones cortos. Supuso una nueva experiencia para mí.
Con el paso de los años he ido dejando la competición, y corro por puro placer. Siempre me siento mejor después de correr. Me han contado que es un proceso químico relacionado con las endorfinas, pero nunca he profundizado en el aspecto científico. Lo único que sé es que después de correr tengo la cabeza más despejada, el cuerpo más ágil y las tripas en mejor armonía con el resto de mi persona. Después de correr, me siento bien engrasada. Por el contrario, cuando paso varios días sin correr, me siento pesada.
Así me sentía al despertar el jueves. De modo que me puse una camiseta pantalones cortos y zapatillas de deporte, me estiré allí mismo, en la cocina, y salí mientras Phoebe emergía lentamente de su letargo con café y huevos.
Normalmente corro a las seis de la mañana para evitar el calor y vuelvo a casa para aprovechar las mejores horas de trabajo, pero en Middle River hace más fresco que en Washington, y no estaba trabajando. Pero correr a las ocho allí suponía un problema distinto: Middle River ya estaría en pleno movimiento.
De modo que, como había hecho con el descapotable el día anterior, me ceñí a las calles más apartadas, y fue muy agradable. No circulaban coches; la zona era estrictamente residencial, con las casas muy distanciadas, y aunque vi a algún que otro vecino regando el césped o limpiando hierbajos, nos separaba suficiente distancia como para que ellos apenas me vieran a mí.
Corrí por Willow, hasta el final, torcí hacia el este y tomé un atajo, sobre un pavimento cuarteado y combado, pero tan indulgente como podría serlo una arpía furibunda. Aquellas calles no tenían nombres de árboles; cuando a los fundadores de la ciudad se les acabaron, ¿a qué podían recurrir sino a sus propios apellidos? Así que las calles se llamaban Harriman, Farnum y Rye. Y también Coolidge, Clapper, Haynes… y, por supuesto, Meade. Ninguna de las familias homónimas vivía en aquel barrio; estaban más cerca del centro, en casas más grandes e imponentes. Allí las casas eran incluso más modestas que las de Willow, nuestra calle. Eran pequeñas, y si las habían ampliado había sido como añadirles una especie de furgón. De todos modos, estaban cuidadas, con bonitos senderos y arriates, y postigos y puertas pintados del mismo color.
A mí me gustaba una casa en especial. Era una casita de una planta al final de Hyde, escondida entre abetos blancos, como la casita de la bruja de Hansel y Gretel, de color chocolate y rosa.
Allí vivía Omie, pero hablaré de Omie más adelante.
Me sentía estupendamente, y seguí corriendo a paso ligero. Al final de la calle torcí a la derecha y estaba a punto de dirigirme hacia el Centro cuando vi a alguien que también iba corriendo.
¿Alguien más que corría? Pero ¿adónde iba a parar Middle River?, pensé con ironía.
Podría haberle dicho algo… bueno, sí, era un tío, si hubiera estado más cerca, pero cruzó a una manzana de distancia. Me miró al pasar y desapareció.
«Madre mía, qué bueno está», dijo una vocecita obscena en mi cabeza.
Incapaz de juzgar desde tan lejos, me olvidé inmediatamente de aquel comentario, pero quien lo había hecho no me dejó en paz. No se oía ni el zumbido de una mosca, y aquellas palabras eran más claras que el agua.
«Es alto. A mí me gustan los altos —me recordó—. ¿Quién crees que es?».
No tengo ni idea, pensé.
«Nada como un hombre desnudo de cintura para arriba para que se te remueva todo».
Está corriendo, razoné. No es lo mismo. Seguramente estará todo sudado y asquerosito.
«Pero si el sudor es de lo más erótico… Venga, nena, síguelo».
Ni hablar.
«¡Venga! ¿De qué vas ahora?».
—¡Eh! ¿No eres Annie Barnes? —preguntó un hombre que había salido del sendero de su casa durante mi breve distracción. Era bajo y más que de mediana edad, justo lo contrario del corredor (sí, bueno, es solo una impresión general), y parecía esperar que me parase a hablar.
Eso es lo que hacían los del pueblo, pararse a hablar. Yo no, y mucho menos cuando estaba corriendo.
Levanté una mano mientras pasaba a su lado, pero no aminoré el paso. Había cogido el ritmo y me sentía bien. ¿Una grosería? Probablemente. A donde fueres, haz lo que vieres, como se suele decir. Pero mi sentimiento de culpa no llegó más allá. El pueblo entero ya pensaba lo peor de mí. ¿Qué significaba una pequeña grosería más?
Quizá piensen que todo el mundo me odiaba en Middle River los primeros años en los que viví allí. No es así. Tenía algunos amigos. Desde luego, no eran precisamente de mi edad, pero me apoyaban.
Entre mis amigos estaba Marsha Klausson. Desde tiempo inmemorial era la dueña de La Librería, que estaba en Willow, muy cerca de El Armario de la Señorita Lissy, y era una especie de segunda casa mí. Cuando era pequeña me pasaba horas enteras sentada en el suelo de madera todo lleno de rajaduras, frente a las estanterías, curioseando las cosas adecuadas para mi edad, hasta que me decidía a comprar algo. Nuestro padre nos había dicho que cada una de nosotras podía comprar un libro al mes. A pesar de que entonces no nos sobraba el dinero, quería que fuéramos haciendo nuestras pequeñas bibliotecas. Según él, con un libro al mes tendríamos un buen comienzo.
Y se murió. Yo tenía diez años por entonces, y mi madre siguió con la costumbre, pero nunca se alegraba tanto al ver lo que yo había comprado como mi padre. Además, me recomendaba los libros «adecuados» para mí, y empecé a pasar más tiempo en la biblioteca pública. Tenía gustos más maduros. Ya estaba con J. D. Salinger, Jack London y Ursula K. Le Guin cuando la mayoría de las niñas seguían con Louisa May Alcott. No sé si a mi madre le habría gustado que leyera El señor de las moscas y El gran Gatsby, pero aquellos libros me fascinaban. Eran mi válvula de escape.
Creo que la señora Klausson lo comprendía. Me consideraba su «crítica literaria», mucho antes de que eso empezara a ser algo normal y corriente. De mutuo acuerdo, mis reseñas no iban firmadas. Era una especie de secreto. Yo leía los libros sin comprarlos, y la señora Klausson tenía que hablar sobre libros que no había leído. Seguí enviándole reseñas incluso cuando me marché de Middle River. Y seguí haciéndolo después, de vez en cuando. Nos comunicábamos por el correo tradicional. Aunque la librería se había informatizado, no era muy aficionada al correo electrónico, y a mí no me salía llamarla Marsha. Rondando ya los ochenta, para mí siempre sería la señora Klausson, y no solo por respeto a su edad. Ya tenía estilo antes de que la idea del estilo llegara a Middle River, y sospecho que me atrajo tanto esta diferencia suya como sus libros.
También me atraía su aroma. Olía a madreselva, toda ella, dese el aceite que se ponía detrás de las orejas hasta el jabón con el que se lavaba las manos, pasando por las bolsitas que guardaba entre la ropa del armario. Creaba una nubecilla de aroma que la seguía por toda la librería. No es que la madreselva fuera mi aroma favorito, no más que el de las rosas, pero al igual que el olor de las rosas me recordaba el hostal de Road’s End, indicándome que volvía bien a casa, la madreselva me recordaba el refugio de La Librería. Como un perro de Pavlov, ya no me hacía falta el olor para experimentar la sensación; nada más entrar en aquella tienda, sentí que era bienvenida.
El paso de quince años apenas había dejado huella en el aspecto de la señora Klausson: seguía llevando una blusa ceñida y pantalones de lino. Eso sí; vi que era más baja que cuando yo me marché del pueblo, y que tenía más arrugas, pero yo no estaba de humor para notar ninguna de las dos cosas cuando fue a casa a darnos el pésame en junio, y se le iluminaron los ojos cuando me vio entrar y, dejando a un par de clientas nada menos que ante el mostrador de Grace, vino hacia mí en un segundo.
—Vaya, vaya —dijo con una sonrisa radiante, mirándome de arriba abajo con cariño—. Aquí tenemos a nuestra escritora más famosa.
—Después de ya sabe quién —le recordé.
Era una broma entre nosotras desde hacía tiempo.
—Ella está muerta, pero tú estás viva —replicó. Para no forzar el cuello, porque tenía artrosis, giró todo el cuerpo y, aferrándome la mano, me llevó hacia las clientas que había dejado abandonadas—. Es Annie Barnes. Annie, te acordarás de mi vieja amiga Carolee Haynes. Y esta mujer estupenda es la hija de una vieja amiga suya. Es Tyra Ann Moore; vive en Tucson y ha venido a vernos, con su mando y sus dos hijas.
Carolee sonrió amablemente. Podría ser amiga de la señora Klausson, pero nunca había sido amiga mía. Y, pensándolo bien, tampoco había sido amiga de mi madre. Los Haynes vivían en una mansión georgiana en Birch Street. Carolee siempre nos había considerado a los que vivíamos en las casas victorianas de Willow Street muy por debajo de su clase. Era alta, enjuta y estirada. Incluso las arrugas alrededor de la boca parecían almidonadas, sin duda por la continua expresión de desprecio de los labios fruncidos.
Tyra Ann Moore era otra cosa. Rubia y de apenas uno sesenta de estatura irradiaba afecto y generosidad, y su voz lo reflejaba.
—¿Que eres Annie Barnes? ¡No me lo puedo creer! Eres una de mis escritoras preferidas.
—Pues ya tenemos algo en común —repliqué con media sonrisa—. Tucson es uno de mis sitios preferidos.
—Annie se crio aquí —intervino la señora Klausson—, que es lo que estaba a punto de deciros cuando ha llegado. Fue parte del mobiliario de esta tienda durante más años de los que puedo recordar. Por eso tengo sus libros en la estantería más cercana a este mostrador.
—A la sombra de Grace —entonó Carolee con dramatismo.
—Al este de la soledad es el mejor de tus libros —dijo Tyra con la mano en el pecho—. ¡Es que no puedo creer que seas tú de verdad! Pareces tan normal… o sea, con los pies sobre la tierra y tal. ¿Pasas el verano aquí? ¿Vienes para escribir? ¿Estás trabajando en un libro nuevo?
—A mí también me gustaría saberlo —espetó Carolee.
—Ya he terminado mi próximo libro —le dije a Tyra—. Se publicará en primavera.
—Eso no contesta a la pregunta —replicó Carolee.
—Vamos, Carolee, haz el favor —la reconvino la señora Klausson—. Acaba de perder a su madre, y ha venido para estar con sus hermanas, ¿verdad, cielo?
Apenas tuve tiempo de asentir con la cabeza cuando entró otra clienta. Era más o menos de mi edad, de pelo oscuro y piel aceitunada. Tenía una voz intensa.
—Este sitio debe de ser lo mejor para una escritora. Detrás de cada esquina hay un secreto.
—Juanita… —le dijo Carolee con mal humor.
La señora Klausson nos presentó.
—Annie, te presento a Juanita Haynes. Está casada con Seth, el hijo menor de Carolee.
Nunca había tenido motivo para interesarme por Seth, quien tampoco había tenido motivo para interesarse por mí, pero mis sentimientos cambiaron inmediatamente. Saber que se había enamorado de una latinoamericana y que se había atrevido a llevarla a Middle River hizo que sintiera cierto aprecio por él. Del mismo modo, saber que aquella pobre chica tenía que enfrentarse con una suegra como Carolee en un pueblo como Middle River hizo que sintiera cierto aprecio por ella.
—Encantada de conocerte, Juanita. ¿Vivís aquí Seth y tú, o estáis de visita?
—De visita —contestó Carolee por su nuera—. Viven en Nueva York. Raramente los vemos. Unos días aquí, otros allí. Desde luego, no lo suficiente como para enterarse de secretos.
Juanita sonrió con picardía.
—Pero me he enterado de lo del padre William.
Carolee la hizo callar, pero a Tyra le llamó mucho la atención.
—¿Qué pasa?
—Pues que tiene novia.
—Mary Barrett es el ama de llaves —la corrigió Carolee—. Vive en la misma casa porque da la casualidad de que hay una habitación libre en la parroquia, y al padre William le viene bien el dinero del alquiler.
—No le cobra alquiler —dijo la señora Klausson.
—Ya lo sé, Marsha, pero es como un juego de palabras. Él le deja la habitación a cambio de que limpie la casa y la iglesia. Es un acuerdo económico, el equivalente de un alquiler. Y no hay nada entre ellos.
—Pues no es eso lo que dice Peter, el amigo de Seth —replicó Juanita, provocadora—. Peter es carpintero y trabaja para el padre William, y los ha visto juntos en la cama.
Carolee puso unos morros tremendos.
—Peter Doohutton es un borracho, como su padre, y no es amigo de Seth. Dio la casualidad de que estuvieron en la misma clase en el colegio. De verdad, Juanita, yo no me fiaría de lo que dice Peter. El padre William es sacerdote, y lleva aquí mucho más tiempo que tú.
Yo habría defendido a Juanita de no haberme dado cuenta de que le gustaba lo que hacía. Era muy guapa e irradiaba confianza en sí misma e inteligencia. Pensé que Carolee había dado con la horma de su zapato.
—Pero si a mí me parece bien lo que haga el padre William —dijo Juanita—. Es un tipo estupendo.
—Pues entonces, basta de cotilleos.
—¿Cotilleos? —repitió Juanita, sin poder disimular una sonrisa—. Pero si ya se sabe, o al menos esa impresión me dio cuando fuimos a la iglesia.
—Nosotros somos congregacionalistas —observó Carolee—. El padre William es católico. A nosotros no puede darnos ninguna impresión, porque no estuvimos en su iglesia.
—Pero hubo mucha gente —dijo Juanita—. Nos lo contó en el almuerzo John, otro amigo de Seth, y ni él ni su padre son borrachos. Son concejales, los dos, aquí, en Middle River. John dice que asiste tanta gente a Nuestra Señora como siempre, y que a la mayoría no le importa lo que haga el padre Williams por las noches, siempre y cuando sea con una mujer.
Carolee miró furibunda a la señora Klausson.
—¿Te das cuenta de lo que está pasando? Lo consienten.
La señora Klausson intentó calmar a su amiga.
—Que no, Carolee. Simplemente lo dejan en paz.
—Pero los cotilleos…
—Los cotilleos no van a ninguna parte. No pasan del pueblo.
—A menos que a alguien le dé por escribir un libro sobre el asunto —replicó Carolee, y me miró con los labios fruncidos.
Ya me tenía suficientemente harta aquella señora como para devolverle la pelota, y seguramente habría quedado en peor lugar si hubiera dicho algo como: «¿Conque escribir un libro? Pues no sería mala idea, porque el padre William no es el único que está liado con su ama de llaves, y además, es posible que la idea se la diera su marido, que durante años y años entraba en su casita mientras a usted le hacían las uñas para arreglarle las cuentas al ama de llaves de toda la vida… ¿cómo se llamaba?», de no haber sido porque Tyra Ann Moore, todavía fascinada por mi presencia, salvó la situación con sus preguntas.
—Annie, cuéntanos cómo es tu próximo libro. ¿Qué título le vas a poner? ¿Van a aparecer personajes de Al este de la soledad? ¿Cuándo va a salir, o sea, qué mes? —Sin darme tiempo a contestar, añadió: Es que no puedo creer que estés aquí. Voy a comprar un ejemplar de todas tus obras para que me las firmes. ¿Lo harás? No, mejor voy a comprar dos ejemplares, uno para mí y otro para una amiga a la que le encanta tu obra, tanto como a mí…
Sam Winchell era otra de las pocas personas a las que consideraba amigo durante los años que viví en Middle River. Sam era más joven que la señora Klausson; a lo mejor tenía sesenta y cinco años, lo que significa que debía de tener cuarenta y tantos cuando trabajábamos juntos y unos cincuenta cuando yo me marché. Como Seth Bushwell en Peyton Place, Sam era hijo de un hombre influyente, en este caso senador. Como el Seth de Grace, Sam había heredado suficiente dinero para ser el dueño y director del semanario local y poder permitirse una casa en Birch Street. Como el Seth de la ficción, Sam despreciaba a los intolerantes y no aguantaba a quienes ejercían su poder en todos lados, es decir, que no aguantaba demasiado a personas como Carolee Haynes, por no hablar de Sandy Meade.
Sin embargo, era golfista entusiasta, uno de los cuatro que jugaban dieciocho hoyos en un club a cuarenta minutos de distancia todos los jueves salvo que lloviera a cántaros. Ya lo hacía cuando yo trabajaba para él durante las vacaciones de verano, y a juzgar por la veneración con que hablaba del golf en el periódico, no había cambiado.
En el grupo de cuatro de Sam estaba Sandy Meade. Las historias sobre sus peleas en los greens eran legendarias, al igual que las pocas ocasiones en las que jugaban una partida con un jugador de menos y entonces apuntaba una disputa que apenas duraba.
A propósito: sentía el mismo respeto por Sam que por la señora Klausson, pero a Sam siempre se le llamaba así, Sam. Los únicos que le llamaban señor Winchell eran desconocidos, y solo lo hacían hasta que él, con un gesto de la mano, decía bruscamente: «Llámame Sam».
Llegué a la redacción de The Middle River Times un jueves a las once, a propósito. Sí, quería saludar a Sam, pero aún más revisar los archivos para hacer una lista de los enfermos del pueblo. Por supuesto, no sería exacta. Greg tenía razón: los médicos podían ofrecerme mejores datos, pero solo si querían, y ese «si» era muy importante. Fácilmente podían salirse con evasivas y, nada más darme la vuelta, contarle a los Meade que andaba haciendo preguntas. ¿Valía la pena arriesgarse? Todavía no. Pensé que podía pasar un rato con Sam hasta que se fuera a jugar al golf y después examinar los archivos a mis anchas. Los ayudantes de Sam no andarían por allí. La revista salía el jueves por la mañana, y aquel día era jueves. Al cabo de una hora la redacción estaría vacía.
La fachada daba a Oak Street, con las molduras y los ladrillos recién pintados y los parteluces lavados. Sam siempre había sido muy maniático con esas cosas, y saltaba a la vista que no había cambiado.
Apenas había entrado por la puerta cuando el olor a puro me dio una bofetada en la nariz. Las exigencias de Sam nunca habían llegado hasta el extremo de sus pulmones. El puro en la boca siempre había sido parte integrante de su persona, tanto como los pantalones grises o la pajarita. Nadie que trabajara para Sam se había quejado jamás del olor; eso habría supuesto el despido inmediato. Pensé que cuando llegara el día en que Sam se hubiera ido, tendrían que fumigar la redacción para que desapareciera el olor.
En la mesa del despacho central no había nadie, y las sillas de cuero a su alrededor estaban vacías. Había otros dos despachos. Fui al de la derecha, guiándome tanto por el olor como por la fuerza de la costumbre.
Sam, que estaba arrellanado en su silla leyendo The Middle River Times con las últimas noticias, miró por encima del periódico y me dirigió una sonrisa de oreja a oreja. La silla chirrió al enderezarse; la revista aterrizó sobre la mesa con un leve crujido. Sam se levantó, vino hacia mí y me rodeó los hombros con un brazo, apretándolos con cariño paternal.
—Ya era hora de que vinieras —se quejó con voz áspera—. Has ido a todas partes menos aquí.
—No he estado en ninguna parte —repliqué—. A lo mejor se te ha olvidado, pero no hay muchos sitios a los que pueda ir en este pueblo.
Sam hizo una especie de pedorreta.
—Eso ha pasado a la historia. Ahora eres una escritora famosa, y puedes ir adonde te dé la gana. Me siento muy orgulloso de ti, Annie.
Sonreí.
—Gracias. Significa mucho para mí. Los demás… en fin, ya sabes, los que se suben al carro, pues a mí me da igual.
—Pues por eso vas a seguir triunfando. No se te ha subido a la cabeza, y esa es otra de las cosas que te diferencian de nuestra Grace —dijo, al hilo de una conversación que habíamos mantenido con frecuencia años atrás.
Como la señora Klausson, Sam también estaba fascinado por Grace.
Yo la defendí, como siempre.
—No creo que el éxito se le subiera a la cabeza. Es que no estaba preparada, y no tenía ni idea de lo que debía hacer. Y yo tampoco sé si habría sabido qué hacer, en aquella época. Peyton Place supuso el comienzo de un nuevo género, y nadie tenía ni idea de lo que podía pasar.
—Pues ahora sí lo sabemos —dijo Sam, dando el asunto por concluido—. Así que quiero que me prometas una cosa: que lo que escribas mientras estés aquí, se publique en el Times.
Me eché a reír.
—Pero si no he venido aquí para escribir…
—Pues Sandy dice que sí. Me ha llamado hace un rato y me ha ordenado que te sonsaque lo que pueda—. Miró el reloj de la pared—. Voy a verlo dentro de cuarenta minutos, y como bien puedes suponer, sabrá que has estado aquí y querrá enterarse de qué hemos hablado.
—Vaya. ¿Está nerviosillo? —pregunté, divertida.
Al haberme criado en aquel pueblo con una sensación de absoluta impotencia, me encantaba ver aquellas reacciones. Lo había sentido con Aidan, de una forma muy personal. Con Sandy era algo más general, más extenso y, dado el poder que ejercía, más satisfactorio.
—En fin, ya sabes… —dijo Sam en tono displicente, pero yo no estaba dispuesta a dejarlo pasar.
—No. No sé nada. ¿Qué han hecho los Meade?
Sam soltó un gruñido.
—Querrás decir qué no han hecho. Pero será mejor que no empecemos con eso. Sandy y yo nos andamos con pies de plomo. Podría contarte un montón de cosas que me ponen de los nervios.
—Pues cuéntame una —repliqué.
Sam se apartó de mi asiento, fue hasta la mesa y dobló cuidadosamente la revista.
—¿Conque una? Si te la contara y te pusieras a escribir sobre eso, a lo mejor no me funcionaban los ordenadores el próximo martes y no saldría la revista el próximo jueves. No es que mi sustento dependa de una semana de la revista, pero sería una verdadera faena, por no hablar del lío que se montaría con los anunciantes que pagan semanalmente.
—Sandy no sabotearía tus ordenadores. Mi hermana es la encargada de la informática y no haría una cosa así.
—¿Ni siquiera si estuviera en juego su trabajo? ¿Y también el de su marido? Los dos trabajan para Meade y él se aprovecharía. Si perdieran su trabajo, puedes estar segura de que no encontrarían otro en este pueblo, ¿y cómo mantendrían a sus hijos?
—Podrían presentar cargos contra Sandy.
—¿Y quién testificaría? —Sam sonrió con tristeza—. Eso es lo que me pone furioso. No es nada nuevo, Annie. Nada ha cambiado.
Yo estaba pensando que debía cambiar, que los Meade eran realmente malvados, que si lograba demostrar que la papelera estaba contaminando el pueblo con residuos de mercurio y violando las leyes con ello, aquella familia recibiría al fin su merecido, cuando Sam dijo:
—Tengo que irme corriendo si no quiero perder mi salida. Vamos. Te acompaño al coche. Cuando se entere el viejo Sandy…
—Es que me encantaría quedarme aquí un rato a leer la revista. Para ponerme un poco al día.
—¡Pero si te la mando todas las semanas!
Le dirigí una mirada de disculpa. Él suspiró.
—Y no la lees.
—Le echo un vistazo —dije, sin faltar del todo a la verdad. A veces echaba un vistazo a un par de artículos, pero por lo general, la leía con rigor. Sin embargo, mi memoria no era tan rigurosa y tenía que refrescarla.
Inocente, Sam se sintió halagado y me dejó con mi tarea.
Empecé por el último número, el que estaba leyendo Sam. Explicaba con todo detalle que la biblioteca había recibido otra subvención de los Meade para comprar libros; que se había incorporado un oftalmólogo a la clínica de Middle River; que un incendio al otro o del río había destruido dos casas, dejando a once personas sin hogar; que el estado estaba recortando de nuevo el presupuesto de las escuelas y que se requería una reunión ciudadana urgente, en septiembre, para discutir qué hacer; que un fontanero de la localidad había sido detenido por conducir borracho; que por tercer fin de semana consecutivo una pandilla de gamberros habían destrozado con bates de béisbol los buzones del correo de Birch y Pine; que los Hepplewaite, propietarios del hostal de Road’s End que patrocinaban los viajes de Peyton Place, celebraban sus bodas de oro el sábado, y que Omie se estaba recuperando de una neumonía.
La noticia sobre Omie me interesó. Omie me caía bien. Era mayor desde que yo tenía uso de razón, la abuela de todos y muchas veces bisabuela en su propia familia. No muy habladora, pero sumamente amable. Cuando yo me sentaba sola a una de las mesas con bancos de respaldo alto de su restaurante, ella se traía su té y me hacía compañía. A veces eso empeoraba las cosas, como ir al cine con tu madre un sábado por la noche y ver a todas tus amigas con chicos. Otras veces lo agradecía.
Omie tenía un corazón de oro. Me prometí que pasaría a verla.
Dejé el último número del Times, me fui al despacho central, donde estaban los números de los últimos meses, impecablemente colocados en estantes de madera, y me puse a examinar los archivos. El artículo de «El rincón de la salud» siempre estaba en la cuarta página, arriba y a la izquierda. Sam también era muy maniático con eso. Su idea era que la gente debía saber dónde encontrar su sección favorita, y no le hacía ninguna gracia que le llamaran por teléfono los lectores cuando no encontraban lo que querían.
Leí un artículo tras otro, por orden cronológicamente inverso. No tardé mucho en recorrer todo lo impreso, y entonces me fui al despacho de dentro para examinar las microfichas. Tomé notas en un cuaderno: fechas, nombres y enfermedades.
La mayoría de los periódicos seguramente no enumeraban suficientes enfermos como para que valiera la pena investigar, pero Sam sabía vender. Sabía que a la gente le encantaba ver su nombre en letra impresa. Middle River era suficientemente pequeño y The Middle River Times tenía suficiente necesidad de temas como para que los detalles no solo fueran posibles, sino aconsejables. Se incluía lo que en otra ciudad podría considerarse irrelevante: un brote de varicela en la serie local de los exploradores más jóvenes, con los nombres de los niños afectados, o casos aislados de asma o de la enfermedad de Lyme. Se informaba de extremidades fracturadas, caso por caso la causa de la fractura (accidente de tráfico, caída de bicicleta, partido de fútbol), e incluso a veces el color de la escayola y quién la había puesto. También se consignaba qué médicos del pueblo asistían a qué congresos fuera de Middle River. Nuestro Tom Martin iba a la cabeza en la asistencia y realización de seminarios. Su especialidad era medicina general, o la aplicación de la misma, lo cual no me decía gran cosa sobre la posibilidad de intoxicación por mercurio.
Pero otras cosas sí. Anoté todas las referencias al Alzheimer y el Parkinson. Anoté referencias al autismo (el hijo de Alice Le Claire, de tres años, había empezado a asistir a un centro especial para niños autistas), referencias a dificultades respiratorias y problemas digestivos, y puse asteriscos junto a los casos en los que se mencionaba un historial (por ejemplo, Susannah Alban se estaba recuperando de otro aborto espontáneo). Anoté cuando nacían niños o demasiado pronto o con enfermedades que requerían hospitalización.
Al echar una ojeada a las microfichas, encontré el anuncio de la boda de Seth y Juanita Haynes. Aparecía en primera plana en la edición de junio de hacía dos años. El acontecimiento había tenido lugar en Nueva York, y a juzgar por la complicada descripción, había sido muy elegante. Curiosamente, no aparecía ninguna fotografía, aunque no me cabía duda de que habían hecho fotos. Carolee Haynes no era solo intolerante, sino cobarde.
Revisé cinco años de The Middle River Times, no porque tuviera planeado remontarme tanto ni dedicar tanto tiempo a la tarea, sino porque seguí mordisqueando monedas de chocolate mientras pensaba que iba a leer solo un número más y ese «solo uno más» fue aumentando. Cuando terminé, tenía un montón de notas.
Las hojeé lentamente, con la esperanza de encontrar una línea que seguir. El potencial estaba allí. Había montones de personas enfermas, muchas con síntomas como los de mi madre; pero ¿era intoxicación por mercurio? No tenía ni idea.
Me dije que necesitaba más datos, que tenía que coger un mapa d pueblo y poner puntos en los lugares donde vivía cada uno de los afectados para ver si había bolsas de enfermedad, que tenía que averiguar si Northwood producía realmente residuos de mercurio y, en tal caso, dar el siguiente paso, fuera cual fuese. Me dije que no debía preocuparme por la falta de respuestas inmediatas, que no era sino el principio.
Pero me desanimé. Y encima, tenía hambre porque se me había agotado la provisión de monedas de chocolate. Era media tarde, y tenía ansias de proteínas. Podría haber vuelto a casa, con Phoebe, pero el pueblo entero ya sabía que estaba allí, y era innecesario mantener un perfil bajo. Además, no dejaba de pensar en Omie. Era la tercera y última de mis amigos en el pueblo. La había visto brevemente en el funeral pero no había tenido valor para hablar con ella, como tampoco con la señora Klausson ni Sam. El periódico de aquel día decía que había estado enferma, y de verdad quería saludarla.
Así que guardé las microfichas en sus cajones, cuidadosamente y ordenadas, para que nadie supiera que había estado allí, y salí de la redacción. Aunque Middle River no era precisamente una metrópoli bullente de actividad en una calurosa tarde de jueves de agosto, el centro no estaba ni mucho menos desierto. Mi coche era uno de los doce o trece aparcados en batería en los espacios reservados en la calle. Desde luego, el mío era el único descapotable. Los descapotables no resultaban prácticos en sitios como Middle River, donde en invierno se necesitaban vehículos de tracción a cuatro ruedas para llevar grandes cargas y con suficiente espacio para las familias.
Tiré el bolso dentro del coche y entré. Por suerte, llevaba pantalones vaqueros, y aun a través del grueso tejido noté el calor del asiento achicharrado por el sol. Igualmente achicharrada, me puse las gafas de sol, arranqué el motor y miré hacia atrás para sacar el coche. No vi ningún coche en la carretera, pero me estaban vigilando. Justo enfrente, varias personas miraban desde la acera, delante de la ferretería Farnum, y un poco más allá, varias más junto a la tienda de comestibles Harriman. Una furgoneta estaba al ralentí con el morro hacia el bordillo enfrente de Prensa y Chucherías, con el conductor esperando (también me observaba), hasta que salieron tres niños con bolsitas marrones de caramelos y se subieron a la cabina.
No saludé a nadie. Mi personalidad de Middle River no estaba acostumbrada a los cumplidos. Cambiando de marcha, seguí por Oak, crucé Pine y Cedar, donde las rosas del hostal Road’s End eran estallido de aroma al sol de la tarde. En School Street torcí a la izquierda y pasé Junto a varias casas con tigridias, amarillas y anaranjadas y volví a torcer a la izquierda para entrar en el aparcamiento de Omie. Afortunadamente, solo había unos cuantos vehículos. Por mucho que deseara ver a Omie, no estaba de humor para esperar una mesa, y no era solo que me molestara que me mirasen; me rugían las tripas y el fuerte olor a comida llegaba hasta el aparcamiento.
El restaurante era de lo más auténtico. Construido en sus orígenes por el padre de Omie a principios del siglo XX como vagón restaurante con mostradores de madera que se doblaban hacia fuera entre las ventanas (algo nuevo para la época), lo había modificado, ampliado y renovado muchas veces. A pesar de todo, mantenía el aspecto y la idea del auténtico restaurante norteamericano.
En cierto modo, Omie se le parecía. Bajita, de pelo blanco recogido en un moño, rostro surcado de arrugas y ojos eternamente azules, era viejísima o no, dependiendo de lo que se quisiera pensar. Su verdadera edad era irrelevante. Lo mismo ocurría con su apellido. Los pocos que lo conocíamos no podíamos leerlo ni pronunciarlo, y no importaba. Sus hijas lo habían americanizado y después se habían casado con hombres del pueblo de ascendencia francocanadiense, de modo que prácticamente había desaparecido. Aunque Omie tenía bisnietos, y posiblemente también tataranietos, seguía siendo una abuela para cuantos abrían la puerta de su establecimiento y entraban en él. Aunque seguía teniendo el aspecto de una tradicional abuela armenia, por dentro era muy distinta. Para empezar, tenía un exquisito sentido comercial. Además, le sentaba estupendamente el trabajo. Mucho después de que otras bisabuelas del pueblo se hubieran retirado al porche de sus casas para pasar el tiempo entre la mecedora y el ganchillo, ella seguía en el restaurante supervisando las contrataciones, los despidos, la decoración y los cambios del menú. Oficialmente, había dejado el negocio en manos de su hija mayor hacía ya muchos años, pero la transferencia solo contaba en el papel. El restaurante era de Omie.
Donde había ruedas, en los albores del edificio, ahora había una base de ladrillo. La nave tenía los lados de acero inoxidable con círculos bruñidos y paneles de ladrillo vidriado entre las anchas ventanas. Los ladrillos vidriados eran verdes, azules y blancos, como el letrero del tejado. «OMIE», decía, en reconocimiento a la fuerza de aquella mujer. Era un regalo que le había hecho su familia hacía varias décadas; antes no había ningún letrero.
Oí un susurro, pero no era Grace. Era mi propio no sé quién interior que me decía que aquel sitio era especial, y no necesité más empuje. Cogí el bolso, salté del coche y entré en el restaurante.