Tom Martin volvió a salir tarde de la clínica. Había tenido que mediar en un enfrentamiento entre dos radiólogos por una cuestión de competencias, pero lo normal era que se quedara allí por los pacientes. Las urgencias siempre surgían a última hora, y Tom era un blandengue. No tenía valor para dejar que un paciente lo pasara mal toda una noche sin saber qué le pasaba cuando podía dedicarle treinta minutos para solucionar el problema. Por suerte, la mujer que tenía contratada para cuidar a su hermana lo comprendía.
Pero no le gustaba tentar a la suerte. Con la intención de irse derecho a casa, abrió una puerta lateral de la clínica y se dirigía al aparcamiento cuando oyó a alguien que lo llamaba. Miró a su alrededor, sin detenerse. Eliot Rollins había salido del edificio y se dirigía hacia él.
Eliot era ortopedista, con aspecto de oso de peluche grandote, barba recortada y enorme sonrisa de dientes blancos. Era un tipo agradable, simpático, con más habilidad social que curiosidad intelectual. A pesar de las múltiples fiestas universitarias, muchas de ellas en compañía de Aidan Meade, tuvo que hacer varias tentativas para entrar en la facultad de medicina hasta que por fin lo admitieron. Fue a Middle River justo al acabar el internado y llevaba tres años en la clínica cuando contrataron a Tom.
Tom podría haber atribuido a esa circunstancia el distanciamiento entre ellos; Eliot no debía de ser el único al que le molestara el nuevo jefe, pero había algo más. Tenían actitudes, gustos y amigos diferentes. Por lo general, cada uno iba por su lado.
Esa era una de las razones por las que a Tom le sorprendió ver a Eliot. Otra, que Eliot solía ser uno de los primeros en salir del trabajo, no el último. Tenía una vieja casona en el extremo sur de la ciudad, con una esposa, dos hijos y un refrigerador de cerveza junto a |a piscina. Durante el verano normalmente abandonaba la clínica antes de las cuatro.
—Alto ahí —dijo con su jovialidad de costumbre—. Tengo que hacerte una pregunta.
Tom apenas aminoró el paso.
—Perdona, pero es que llego tarde. Tengo que ir a casa.
Eliot aceleró para alcanzarlo.
—¿Cómo está Ruth? —preguntó.
—Bien, gracias.
—O sea que estás contento con Marie Jenkins.
Marie era quien cuidaba a la hermana de Tom. Era enfermera de urgencias y estaba a punto de pedir la baja por agotamiento cuando la contrató Tom. Aquel trabajo le iba bien: Ruth estaba bajo la tutela del tribunal de menores, pero no vivía ningún trauma, al contrario. Con Ruth todo funcionaba a cámara lenta. Había que ayudarla a lavarse y a vestirse, llevarla y traerla a las revisiones que le hacían tres veces a la semana en Plymouth. Necesitaba ayuda para poner el reproductor de DVD, pero si la dejaban, se pasaba horas enteras viendo Buscando a Nemo, La Bella y la Bestia y El Rey León. Le encantaba que le leyeran cosas, aunque no comprendiera el contenido, y muchas veces se quedaba dormida antes de que hubiera concluido el primer capítulo.
Marie se sentía tan agradecida por haber podido abandonar el servicio de urgencias que no le importaba el tedio de su nuevo trabajo. Cuando podía tener tranquilidad leía o cocinaba, y a Tom no le importaba.
—Sí, estoy muy contento con ella —le dijo Tom a Eliot. Al llegar a la furgoneta, abrió la puerta, tiró el maletín dentro y bajó la ventanilla—. Bueno, ¿qué pasa?
—Nada, que Julie y yo vamos a hacer una barbacoa el viernes por la noche. ¿Te apetece pasarte por casa?
Tom sonrió.
—Gracias, pero no puedo. Marie se va el fin de semana, y como Ruth últimamente se pone un poco nerviosa con los desconocidos, sería un problema.
Cerró la puerta.
—Vaya —dijo Eliot, apretando con una mano la ventanilla abierta—. Bueno, otra vez será—. Aspiró profundamente—. Oye, ¿no es la hija de Alyssa Barnes la que ha estado hoy aquí?
Esa era la pregunta que quería hacerle, pensó Tom, y debía de importarle mucho si el precio que tenía que pagar era invitarlo a su barbacoa. Le hizo gracia y le despertó tanta curiosidad que, por unos momentos, olvidó la premura por volver a casa y contestó:
—Pues sí, era ella. Quería darme las gracias por haberme ocupado de su madre.
—Qué amable. ¿No te las había dado ya en el funeral?
—No exactamente.
—Ya. Pero ahora sí que lo ha hecho. En fin, va a pasar aquí un mes. ¿No te ha contado qué va a hacer?
—Para mí que no lo tiene muy claro.
—O sea, ¿no te ha dicho que vaya a escribir algo?
—A mí no, desde luego —contestó Tom, quizá con una expresión más inocente de lo normal, pero se dio cuenta de adónde quería ir a parar Eliot—. ¿Qué, te preocupa que vaya a escribir sobre nosotros?
—Bueno, depende —replicó Eliot como sin darle importancia—. La gente dice que a lo mejor sí va a escribir algo. No sé tú, pero yo no llevaba ni diez minutos en el centro cuando empecé a oír cosas sobre Peyton Place, que si esto y lo otro. O sea, Aidan hablaba mucho sobre la relación entre las dos cosas, y desde luego existe. Es una obsesión.
—Peyton Place es historia. Eso ocurrió hace casi cincuenta años.
—En Middle River se dice que podría volver a pasar, dicen que Annie Barnes podría hacerlo. Francamente, no creo que nos hiciera mucha gracia.
—¿Y por qué? —preguntó Tom, un tanto provocador—. Si somos buena gente.
—Desde luego, pero nos ayudamos mutuamente de una forma que no siempre queremos que conozcan los extraños. ¿Quieres que escriba sobre Nathan Yancy?
No. Tom no quería nada parecido. Nathan era hematólogo cuando él empezó a trabajar en la clínica. Pasó un año entero hasta que Tom descubrió que la titulación universitaria de Nathan era falsa. Le pidieron discretamente que se marchara, y se marchó sin carta de recomendación. Estaría bien decir que Tom no era responsable de un médico que había sido contratado por otra persona, pero el hecho era que si salía a la luz lo de Nathan se debilitaría la credibilidad de la clínica y su reputación sufriría.
Lo mismo pasaría si se corría la voz sobre Eliot Rollins. Por desgracia, Eliot Rollins pertenecía al círculo íntimo de los Meade y, en consecuencia, se sentía hasta cierto punto a salvo. Pero Tom no tenía intención de pagar por la caída de quienes ejercían el poder real cuando estallara el asunto, si es que llegaba a estallar.
—Qué puedo decirte, Eliot. Ya te lo advertí. Si estás dando demasiados medicamentos a ciertos pacientes…
—Yo no estoy dando demasiados medicamentos a nadie —lo interrumpió Eliot, menos jovial de repente—. Ya te lo he dicho, y te lo repito. El tratamiento del dolor es una parte vital de la medicina. Es lo fundamental.
—Sin duda, para los pacientes de geriatría, pero el jefe de policía no está incluido en esa categoría.
—¿Vas a decirle que tiene que sufrir?
—No tiene que sufrir —replicó Tom—. Puede adelgazar veinte kilos y empezar a hacer ejercicio. Con un poco de fisioterapia, se le pondría bien la espalda.
—¿Desde cuándo eres especialista en ortopedia?
—No lo soy, ni falta que me hace. Es puro sentido común. Le diste una muleta, Eliot, y se ha hecho adicto, o sea que el problema se ha agravado.
—No tienes ninguna prueba de que sea adicto.
—Cualquiera que tome la cantidad de calmantes que toma, y con esa frecuencia, es adicto.
Eliot se metió las manos en los bolsillos. Estaba mordiéndose una comisura de la boca.
—¿Te ha preguntado ella por eso?
—¿Quién?
Tom no pudo evitar preguntarlo.
—Annie Barnes. Hoy, cuando ha hablado contigo.
—No. Me ha dado las gracias por haber cuidado de su madre.
Ya lo había dicho, pero podía repetirlo.
—Eso le llevaría un par de minutos. Estuviste fuera bastante más.
—¿Nos has estado vigilando? —preguntó Tom, pero no esperó la respuesta. Eliot no necesitaba vigilarlos para saber que estaban allí. Middle River estaba lleno de espías. Sabía que se correría la voz de que había tomado café con Annie. De modo que añadió, como sin darle importancia—: Hemos hablado de Washington. Los dos nos licenciamos en Georgetown.
Eliot no parecía convencido.
—¿Habéis hablado de Washington todo el tiempo?
—La mayor parte. También hablamos un poco sobre su madre. Es lo que más preocupa a Annie. —Sacó la llave y encendió el motor—. Perdona, pero de verdad que tengo que ir a casa. Mira, una cosa. Si se me ocurre alguien que se quede con Ruth, intentaré pasarme por tu casa el viernes por la noche. ¿Te parece?
Eliot no contestó, pero tampoco le dio Tom la oportunidad. Salió marcha atrás, giró el volante, aceleró y dejó plantado a aquella especie de oso de peluche, tan contento. Al mirar por el retrovisor, vio que Eliot tenía las manos en las caderas. Y dos cosas sabía con toda certeza: la primera, que prefería pasar cualquier noche de viernes con su hermana en lugar de con Eliot, y la segunda, que Eliot no había acabado con el asunto de Annie Barnes.