5

Con el corazón latiéndome con fuerza, observé por el retrovisor a Aidan Meade mientras examinaba mi coche y después a mí, pero aquellos fuertes latidos no tenían nada que ver con la atracción física. Ni siquiera estoy segura de haber sentido tal cosa por Aidan cuando tenía dieciocho años, cuando nos veíamos en el bosque, en el promontorio de Cooper. Yo entonces me sentía intimidada: Aidan era el hombre de veintiún años más solicitado de Middle River, y se interesaba por mí… o eso creía yo.

Ya había aprendido, y sabía que los latidos de mi corazón obedecían a la rabia. Intenté dominarla mientras él examinaba mi coche, pero no solo no disminuyó, sino que se avivó cuando abrió la puerta de su coche, bajó y se acercó al mío.

Quince años era suficiente tiempo para que se calmara la ira. Tranquila, Annie, me advertí a mí misma. Sé la misma mujer que en Washington, imperturbable, que no actúa por impulso y precisamente por eso tiene más poder.

—Vaya cochazo, Annie Barnes —dijo Aidan con tranquilidad, pero cuanto más se aproximaba, menos seguro parecía—. ¿Annie?

—Sí.

—Te pareces a ella, pero no. ¡Hay que ver cómo has cambiado!

Si hubiera sido un cumplido, a lo mejor me habría calmado, pero tal y como lo dijo me molestó aún más.

—Pues tú no, Aidan —repliqué—. Estás igual. Un poco más viejo, pero igual.

Sonrió con aires de suficiencia.

—Esperaba que dijeras más viejo pero más formal.

—¿Más formal? —No lo pude evitar—. ¿Por qué boda vas ya? ¿La cuarta?

—La tercera. Cuatro sería de pena, ¿no crees? —Yo pensaba que tres, a su edad, ya era de pena, pero sin darme tiempo a decírselo, añadió—: Por lo que veo, estás al tanto de mi vida.

—No solo de la tuya. Me leo The Middle River Times de pe a pa todas las semanas. Es mejor que People, más jugoso. Siempre me sorprende. Informa de todas y cada una de tus bodas como si fuera la primera.

—¡Papá! —se oyó gritar desde el coche.

Aidan levantó una mano para acallar la voz.

Yo no vi nada por las ventanillas, pero no me hacía falta.

—Y también eres papá —comenté con cortesía—. ¿Cuántos hijos tienes?

—Cinco.

—¿En total?

—Tres con Judy y dos con Bev. Lindsey y yo no tuvimos hijos.

Fruncí el ceño, confundida.

—Lindsey fue la primera. ¿No te casaste con ella porque estaba embarazada?

Claro que sí. Fue el gran cotilleo del pueblo en su momento. Pero tuvo un aborto y el divorcio se produjo inmediatamente después. El matrimonio apenas duró seis meses.

—No —mintió Aidan, y miró hacia su coche en respuesta a otro grito.

—¡Papá, me está dando patadas! ¡Déjame en paz, Micah!

—¡Micah, cuidadito con esos pies! —vociferó Aidan. Se volvió hacia mí—. Qué sarcástica eres, Annie. Bueno, siempre lo has sido. Si mal no recuerdo, hubo algo entre nosotros, hasta que tú lo echaste todo a perder.

No merecía la pena devolver semejante pulla.

—Que yo recuerde —repliqué sonriendo—, nunca hubo nada entre nosotros, porque tú nunca estuviste allí. Me decías que nos íbamos a ver a las ocho, y yo esperaba sola en el bosque hasta que tú te presentabas a las diez o las once. Entonces me contabas cualquier cuento sobre el trabajo que tenías y que por eso llegabas tarde y estabas agotado y que me llamarías al cabo de un par de días, y claro, llamabas. Y de pronto Michael Corey te acusó de estar enrollado con su mujer, y dijiste que era imposible, porque en las fechas en cuestión estabas conmigo. Lo dijiste en una declaración jurada, y yo no lo negué.

—Pues no —replicó él con aires de suficiencia.

—Porque negarlo habría significado reconocer ante todo el mundo que no habíamos estado juntos, y tú sabías que yo no habría hecho semejante cosa —añadí, agradeciendo la catarsis—. Sabías que yo nunca había salido con nadie más y que pensaba que era tremendo que un Meade quisiera ligar conmigo. Sabías que no dejaría escapar la oportunidad de ser tuya.

Aidan sonrió.

—Y no la dejaste escapar.

—Y que mentiría y no diría que me habías dejado plantada todas aquellas veces.

—Sí, también hiciste eso.

—Sí, mentí, pero no bajo juramento, como tú; eso jamás. —Dejé de sonreír—. Yo era tu coartada hasta la noche de la fiesta del instituto. Te ofreciste a acompañarme.

—Por gratitud —dijo Aidan.

—Y me dejaste plantada.

Volvió a sonreír con displicencia.

—No me quedó más remedio. Estaba muy liado.

—Así que yo me quedé sola en casa aquella noche, toda arreglada con el vestido más bonito de la tienda de mi madre. Le había dicho a todo el mundo en el colegio que había quedado contigo. Como no aparecí, llegaron a la conclusión de que me lo había inventado.

—Y por eso diste marcha atrás y dijiste que habías mentido sobre lo otro —dijo Aidan, continuando la historia—, pero nadie te creyó. Al fin y al cabo, era yo quien estaba bajo juramento. Tú dabas lastima, y la gente entendió por qué hice lo que hice.

—A pesar de que mentiste.

—Mentí por el bien de todos. A Mike Corey no le habría hecho ningún bien saber la verdad sobre Kiki y yo. Volvieron después de que ella y yo rompiéramos.

Le dediqué la más serena de mis sonrisas.

—¿Por el bien de todos? Ya. ¿Y qué harías si te dijera que llevo un micrófono oculto?

Vi un ligero destello de sorpresa en sus ojos, pero le distrajo un chillido espeluznante que salió del coche, más agudo pero menos fuerte.

—¡Dejad a la criatura en paz, o si no os vais a enterar cuando volvamos a casa! —rugió Aidan.

¿Así que también pegas a tus hijos?, me dieron ganas de preguntar, pero con eso habría cambiado de conversación, y todavía no habíamos acabado con la anterior.

Aidan estaba menos chulito.

—No llevas micrófono. No sabías que fuera a pasar por aquí.

—Pues no, pero me alegro de que hayas aparecido —dije, y lo dije en serio. Cuando lo pensaba, me espantaba aquel encuentro, pero había tenido lugar y yo no me había derrumbado, lo que venía a demostrar que no era la chica solitaria de antes, a la que Aidan Meade había dejado esperando en el bosque, a la que había dejado plantada en la fiesta de graduación del instituto, la que se sintió decepcionada, humillada y en una situación comprometida. Ya era una mujer dueña de sí misma, y añadí, con contundencia—: Siempre he tenido ganas de decirte que eres un auténtico cerdo. Me utilizaste, Aidan, y eso no lo voy a olvidar jamás.

Otro cuatro por cuatro enorme dobló la esquina, detrás del de Aidan. Eran idénticos, con cristales ahumados y todo, salvo que el último en llegar llevaba el logotipo de Northwood en la puerta. Se detuvo con tanta brusquedad como el de Aidan, y se quedó al ralentí mientras el conductor abría una puerta y se acercaba. De cuarenta y tantos años y aspecto inteligente, llevaba pantalones vaqueros y un jersey con el mismo logotipo de la fábrica en el bolsillo superior.

—Tu padre está en pie de guerra —le dijo a Aidan—. Acaban de presentarse los del anuncio, y no has contestado al móvil.

Aidan miró con furia hacia su coche y gritó:

—¿Ha sonado el teléfono, Micah?

Me volví un poco en el asiento para ver la sombra de un niño, pero primero me fijé en otra sombra, que estaba en el asiento del pasajero del vehículo de Northwood. A juzgar por el tamaño, era un hombre, y por el perfil, un Meade. Debía de ser James. Era el mayor, el heredero evidente, el cerebro que se escondía tras el reciente crecimiento, y la mano derecha del padre.

No sé si el niño había contestado a Aidan, pero él estaba discutiendo con el trabajador de la fábrica.

—No tenían que venir hasta las cuatro. —Cuando vio que el empleado me estaba mirando, dijo en tono malicioso—: Es Annie Barnes. Ha vuelto para crear problemas.

No me molestó el comentario. Estaba guapa, y lo sabía. Tendiéndole una mano al hombre, sonreí con simpatía.

—¿Y usted es…?

—Tony O’Roarke.

—Es el vicepresidente de operaciones —intervino Aidan—, lo que significa que es el listo de la fábrica al que recurre el viejo cuando tiene quejas de alguno de nosotros. —Y dirigiéndose a Tony, que me había estrechado la mano con amabilidad, añadió—: Esa gente dijo que vendría a las cuatro, y a esa hora estaré.

—Quiere que vayas ahora mismo.

Aidan replicó, en un tono tan frío como su mirada:

—Ahora estoy ocupado.

Notando la frialdad, Tony levantó una mano, retrocedió un paso y después se batió en retirada. Aidan los observó mientras se alejaban en el coche. Tenía los labios y las aletas de la nariz tensos cuando se volvió hacia mí, pero retomó la conversación donde la habíamos dejado.

—Así que has vuelto para vengarte. Lo siento, cielo, pero no hay nada que vengar.

—Entonces no tienes nada de que preocuparte, ¿no? —repliqué con rudeza, y eso le puso nervioso de verdad.

Preguntó con recelo:

—¿Has venido a escribir?

Miré hacia la farmacia justo en el momento en el que salían Lisa Y Timmy.

—Bueno, es a lo que me dedico.

—¿Cuánto sacas por cada libro?

Al este de la soledad se vuelve a editar dentro de poco. Creo que en total se aproxima a los dos millones.

—¿Cuánto sacas?

Me hizo gracia.

—Lo siento, pero yo no hablo de dinero.

—Puedo averiguarlo.

—No lo creo. Los Meade controláis Middle River, pero no Nueva York ni Washington, si a eso vamos. —Sonreí—. No me das miedo, Aidan. —Dirigí la sonrisa a mis sobrinos—: ¿Tenéis lo que queríais?

A modo de respuesta, Lisa levantó una bolsa.

—Hola, señor Meade —dijo con una deferencia que repitió su hermano mientras se ponían el cinturón de seguridad.

Le dije a Aidan cortésmente:

—Tendré que pedirte que muevas tu vehículo.

Probablemente se habría puesto a discutir (los Meade se preciaban de decir siempre la última palabra) de no haber sido porque uno de sus hijos chilló:

—¡Papá, tengo mucho pis!

Contrariado, soltó un gruñido, le dio un golpecito a mi BMW y se marchó.

Le vi por el espejo retrovisor mientras subía al enorme cuatro por cuatro, cerraba la puerta de golpe y se alejaba. Ya no me latía el corazón con fuerza. Había rogado para que mi enfrentamiento con Aidan tuviera lugar más adelante, pero Alguien ahí arriba debía de pensar otra cosa. No es que mi ruego no hubiera sido atendido, sino que había pedido lo que no debía. Tendría que haber pedido acabar con aquel asunto lo antes posible. Una vez acabado, me sentía serena y contenta. No podría haber esperado un encuentro más satisfactorio.

Al volver a casa, mientras Timmy lavaba mi coche con el cariño de sus diez años y Lisa, ya casi una mujer, preparaba el chili con carne, que venía mezclado en un paquete, entré en la red para informarme sobre la intoxicación por mercurio. Las hay de dos clases: aguda y crónica.

La intoxicación aguda es resultado de una exposición intensa durante un breve período de tiempo, sobre todo por ingestión de mercurio o por inhalación de sus vapores sin diluir. Los primeros síntomas consisten en tos u opresión en el pecho y evolucionan hasta llegar a problemas respiratorios y gástricos. La muerte se produce por neumonía. En los casos en los que se ingiere el mercurio, pueden darse fuertes náuseas, vómitos y diarrea, además de lesiones permanentes en los riñones.

No me parecía que ni mi madre ni mi hermana encajaran en esta categoría. Sin embargo, no podía rechazar tan fácilmente la intoxicación crónica. Consiste en la exposición continuada, en niveles bajos, a materiales contaminados; como los síntomas tardan en aparecer, es posible que la exposición haya tenido lugar mucho antes. Además, los síntomas varían enormemente de una víctima a otra. A una le pueden sangrar las encías, a otra se le duermen las manos y los pies. Otras arrastran las palabras al hablar y tienen dificultades para andar, o sufren cambios de humor, irritabilidad, apatía e hipersensibilidad. En las últimas fases de la intoxicación crónica puede verse afectado el sistema nervioso central, así como las funciones hepática y renal. Los problemas congénitos suponen un riesgo muy grave, y de ahí que se prevenga a las embarazadas de que no consuman los pescados que retienen concentraciones elevadas de ese metal. La relación entre intoxicación por mercurio y autismo en niños pequeños es capítulo aparte.

Entré en más sitios en busca de otros síntomas. Cuando acabé, había encontrado la descripción de todos los que había observado en mi madre y los que empezaba a observar en mi hermana: el ligero temblor de las manos, pérdidas de equilibrio y memoria, la frecuente incapacidad de mantener una línea de pensamiento durante cierto tiempo.

Por desgracia, estas disfunciones también pueden atribuirse al Alzheimer, al Parkinson o a otras enfermedades. Aún peor; diagnosticar con certeza la intoxicación crónica por mercurio es punto menos que imposible. La intoxicación aguda sí puede probarse, ya que los análisis de sangre realizados al cabo de unos días tras la exposición a grandes dosis de mercurio muestran elevados niveles del metal. Sin embargo, tras esos días, se transfiere al sistema nervioso y deja de aparecer en la sangre, por lo que un análisis resulta inútil. Los análisis de orina son aún menos determinantes: como el mercurio no se expulsa del cuerpo a través de la orina, no aparece en la prueba.

De modo que lo esencial es que jamás se puede diagnosticar con toda certeza la intoxicación crónica por mercurio.

Por otra parte, si se pudiera demostrar que una persona con unos síntomas concretos ha estado expuesta al mercurio, podrían encontrarse pruebas circunstanciales; aquí es donde entraba en escena la Papelera Northwood. Desde luego, yo no era imparcial. Quería cargárselo a la fábrica. Porque ¿qué otra causa podía haber? Si los habitantes de Middle River estaban enfermando en los porcentajes que yo creía, la fuente del mercurio debía de ser grande, y la papelera también lo era.

—¿Qué haces, tita Anne? —preguntó Lisa.

—Nada, buscando unas cosas —contesté, sabiendo que supondría que eran para un libro. Marqué los últimos datos que había encontrado y los archivé en una carpeta junto con los demás—. En este punto es como rastrear. —Cerré la carpeta y me aparté del ordenador—. Ese chili huele estupendamente, cielo. ¿Te ha enseñado tu madre a hacerlo?

—No, papá. Es él quien cocina. Mamá solo llega a tiempo para comer. —Volvió rápidamente los ojos hacia la puerta y se le agrandaron con el entusiasmo—. Aquí está. Ha salido pronto de trabajar para verte a ti. —Corrió hacia la puerta y abrió la mampara—. Hola, mamá. Ven a ver. Estoy haciendo la cena para la tía Phoebe y la tita Anne.

Sabina entró con aire cansado y tenso.

—Eres la mejor niña del mundo —dijo, y besó a su hija en la frente—. ¿Quieres ayudar a Timmy con el coche, para que yo pueda estar un ratito a solas con la tita Anne?

—Primero tengo que remover el chili —contestó la niña, y volvió al fogón.

Con movimientos pausados (que sin duda le habían enseñado cuidadosamente) se puso una manopla, levantó la tapa de la olla, removió la comida de forma que no salpicara, volvió a poner la tapa, se quitó la manopla y nos sonrió.

—Muy bien —dije, devolviéndole la sonrisa.

Salió con expresión de orgullo.

Apenas se había cerrado la mampara cuando Sabina se sentó en una silla en diagonal con la mía y dijo, a punto de estallar:

—Me ha llamado Aidan Meade. Quiere saber por qué has venido. ¿Qué le has dicho?

—Nada —repliqué. Me enfadó su enfado—. A mí no me preguntó por qué he venido. —Al menos, no con esas palabras—. ¿Por qué te lo pregunta a ti?

—Porque debes de haberle dicho algo que le ha molestado. Te pregunté si estabas escribiendo un libro, y me dijiste que no. Aidan piensa que sí. Piensa que sigues con la fijación de hacer lo mismo que Grace.

—Esto no tiene nada que ver con Grace.

—En tu caso, todo tiene que ver con Grace. Odiaba las ciudades pequeñas. Y tú también.

—No odiaba las ciudades pequeñas. Simplemente no encajaba.

—Las detestaba. Fíjate en Peyton Place.

—Hizo un retrato realista. En ese pueblo hay tanto para amar como para odiar.

—¿Lo ves? La defiendes.

—La comprendo. Sé qué se siente cuando no encajas. Tengo buenas razones para guardarle rencor a Middle River, pero ¿por qué iba a querer escribir un libro sobre eso? Tengo ideas de sobra para futuros libros que no tienen nada que ver con esta ciudad. Aidan Meade debe de tener mala conciencia si se le ocurre que estoy escribiendo un libro sobre él.

—O sobre nosotros. ¿Por qué, si no, estás aquí?

—Esta es mi casa.

—Ni hablar —replicó Sabina—. Tu casa está en Washington. Aquí te criaste, pero te marchaste. Nos rechazaste.

—De eso nada —le espeté—. Vosotros me rechazasteis a mí. Middle River me hizo la vida tan imposible que tuve que marcharme. Y no pienso venirme a vivir a aquí. Puedes estar segura. Me gusta la vida que llevo, pero aquí están mis raíces. Tengo necesidad de conectar.

—¿Por qué? Mamá ha muerto.

—Pero tú estás aquí, y Phoebe. Vosotras sois mi familia más próxima.

Ahí estaba la VERDAD N.o 3: la necesidad de la familia, que subía a borbotones a la superficie sin que pudiera controlarla… y créanme que me habría gustado. Compartir emociones era algo que no solíamos hacer. Darle a entender a Sabina mis intenciones me haría vulnerable.

Pero mis palabras parecieron tranquilizarla. Suspiró con cansancio y se arrellanó en la silla.

—Entonces intenta verlo desde mi punto de vista, Annie. Me encuentro en una situación difícil. Es mi jefe.

Sabina era la persona encargada de los ordenadores, una especie de manitas de la tecnología informática. Cuando fallaba un ordenador, allí estaba ella. Cuando había que enseñarle algo a un empleado, allí estaba ella. Allí estaba cuando conectaban más ordenadores a la red, cuando había que limpiar el sistema de virus, y también era quien decía la última palabra cuando se trataba de actualizar. Naturalmente, eso significaba que tenía que formar a todos y cada uno de los empleados cuando llegaba el momento de la actualización.

Como yo apenas rebasaba el nivel de analfabeta funcional en cuestión de informática, es decir, que sabía hacer lo que necesitaba, o sea, enviar correos electrónicos, escribir y buscar, pero poco más, sentía un enorme respeto por ella. Me daba la impresión de que trabajaba más horas que cualquiera de los Meade.

—Te necesitan más que tú a ellos —dije, fiándome de ese presentimiento.

—No es verdad —replicó Sabina—. Me pagan bien, y tengo el doble de ventajas que en ningún otro sitio. Tenemos dos críos que cuidar, pero claro, tú no sabes nada de eso.

No, desde luego. Cambiando de conversación, pregunté:

—Sabina, ¿sabes algo de las intoxicaciones por mercurio?

—¿Tendría que saberlo?

—Los síntomas que tenía mamá eran muy parecidos.

—Mamá tenía Parkinson. —Me miró con el ceño fruncido—. ¿Por qué no lo aceptas? ¿Tanto te asusta tenerlo tú también?

—No es eso. Es que esos síntomas me preocupan, lo mismo que los de Phoebe. Y por lo que he leído en The Middle River Times, parece que muchas personas padecen uno u otro de esos síntomas.

—Ah, ¿sí? —preguntó Sabina con recelo.

—Si lo que he leído es verdad, sí. Sabes a qué artículo me refiero…

—Sí, pero los achaques son algo general. Reconócelo, Annie: River Middle envejece, y la gente mayor tiene más achaques.

—¿Más abortos espontáneos en mujeres de veinte y pocos años? ¿Más niños autistas?

—¿Qué quieres decir? —preguntó mi hermana desabridamente.

—La fábrica. ¿Crees que podría estar contaminando?

—No.

—¿Has oído pronunciar allí la palabra «mercurio»?

—No.

—¿Eres consciente de que el mercurio es un asunto político candente?

—No. ¿Adónde quieres ir a parar?

Di marcha atrás.

—No lo sé. Simplemente me planteo todas estas cosas.

Sabina se levantó, cansada y triste.

—Te conozco, Annie. Plantearse cosas no sirve de nada. Por favor. Te lo pido por favor. No hagas nada que nos fastidie la vida. Mi marido trabaja en la fábrica. Yo trabajo en la fábrica. Es nuestro medio de vida, nuestro futuro, el futuro de nuestros hijos. No podemos permitir que te metas en esto.

Yo no me estaba metiendo en nada. Cuando volví a conectarme a la red aquella noche después de que Phoebe subiera al otro piso, llegué a la conclusión de que lo único que estaba haciendo era averiguar más cosas sobre un problema que, quizá, solo quizá, estuviera causando perjuicios.

Fundamentalmente, existen dos fuentes emisoras de mercurio: la natural y la artificial. Las emisiones de mercurio por causas naturales proceden de las erupciones volcánicas, la erosión de la tierra y las rocas y los vapores oceánicos. Han existido siempre y no se pueden evitar. Las fuentes artificiales de contaminación por mercurio son capítulo aparte. Son dos los grandes villanos de esta historia. El primero, las incineradoras de basura que se deshacen de objetos cargados de mercurio, tales como termómetros, tubos fluorescentes y empastes dentales. El segundo son las fábricas que funcionan con petróleo y carbón. Esas fábricas son las que más contaminación por mercurio producen en Estados Unidos: una vez emitidas, las toxinas permanecen en la atmósfera durante siglos. Además, cuando el mercurio que transporta el aire se amontona en la tierra y se mezcla con las bacterias del suelo, se transforma en metilmercurio, y el metilmercurio es sumamente tóxico. Es además bioacumulativo, es decir, que aumenta su potencia al introducirse en la cadena alimentaria. El mercurio que contiene una carpa no es tan perjudicial como el que contiene una trucha, que a su vez no lo es tanto como el de un atún o un pez espada, que tienen mayor tamaño. Al estar al final de la cadena alimentaria, el ser humano sufre las consecuencias más graves.

Aunque parte del mercurio transportado por el aire procede de las industrias de la región central de Estados Unidos, Nueva Inglaterra genera casi el cincuenta por ciento. New Hampshire aún no ha prohibido la contaminación por mercurio y, por consiguiente, es uno de los mayores infractores.

Algo había descubierto, pero todavía me faltaba un dato fundamental. Tenía que buscarlo; saltaba a la vista que la industria no quería que el pasado volviera a mostrar su feo rostro. Tras mucho remover vínculos, al final encontré lo que andaba buscando: efectivamente, las papeleras contaminaban con mercurio.

Si la Papelera Northwood emitía mercurio, la víctima más probable de la contaminación era el río. La tienda de mi madre estaba a la orilla del río, no lejos de la fábrica, corriente abajo. Había pasado allí gran parte de su vida laboral. Y ahora mi hermana ocupaba su lugar. Y había muchas más personas que trabajaban en otras tiendas en las orillas, y muchos clientes que pasaban horas en las terrazas tomando el sol e inhalando vapores potencialmente dañinos, y muchas personas del otro lado del río que pescaban y se comían lo que pescaban.

Las posibilidades eran infinitas.

No sabía si emocionarme u horrorizarme por el hallazgo. Necesitada de apoyo y, por supuesto, de ayuda, apagué el ordenador y llamé a Greg. Suponía que estaría en algún sitio, celebrando su última noche en Washington, pero tuve suerte. Estaba en casa.

—Hola —dije, sonriendo con alivio.

—Pues hola también —replicó, y en contestación a mi pregunta por correo electrónico, añadió—: El equipaje está hecho, gracias.

—Entonces, ¿por qué no estás de fiesta?

—Estoy de fiesta.

Ah, no estaba solo.

—Vaya. ¿Podemos hablar en otro momento?

Pero con la tranquilidad de siempre, dijo:

—Estamos esperando a que nos traigan la cena, así que ahora es un momento estupendo. ¿Qué pasa?

No hizo falta que me animara más.

—Puede que haya dado con algo importante —dije con ansiedad—. Los síntomas de mi madre son idénticos a los de la intoxicación crónica por mercurio.

—¿Mercurio? Ya. ¿Tienes idea de cómo pudo exponerse al metal?

—La fábrica de papel de aquí.

—¿Produce residuos de mercurio?

—Ya no, pero antes sí. Es bien sabido que las papeleras contaminan. Los residuos van directamente al río. Mi madre estuvo trabajando años y años a la orilla del río. Mi hermana lleva allí una temporada y no está bien.

—¿Con los mismos síntomas?

—Sí, algunos. Y está resfriada. Una de las consecuencias de la intoxicación crónica por mercurio es el debilitamiento del sistema inmunológico, y aparecen resfriados, gripes y hasta neumonía.

—No estoy seguro de que se pueda sufrir intoxicación por mercurio simplemente por trabajar junto a un río. Creo que tiene que existir un contacto directo con el metal, algo que comas o que toques.

—Es posible —admití—. Pero refréscame la memoria. ¿Cuál es la última normativa sobre el mercurio?

Greg no vaciló ni un segundo; su punto fuerte era resumir las noticias en términos comprensibles para el gran público.

—Todo el mundo está de acuerdo en que hay que reducir las emisiones. En lo que no se ha llegado a un acuerdo es al cuánto y al cuándo. En la ley del Aire Limpio se apuntaban las normas y los planes pero el departamento de Protección del Medio Ambiente ha reducido las normas y ha prolongado los plazos.

—¿Por los grupos de presión?

—Pues claro. Y además, está lo del negocio de los créditos. Todas las fábricas contaminan. La cantidad de contaminación que se les permite producir se estipula mediante créditos. Una fábrica que limpia sus residuos y no tiene que utilizar los créditos se los vende a otra fábrica que no quiere limpiarlos. La fábrica limpia gana un dinero que la compensa por la limpieza, y la fábrica sucia paga para mantener la suciedad. Quienes se oponen a este sistema dicen que así se crearán zonas peligrosas donde la contaminación será peor que nunca. ¿Queremos vivir en una de esas zonas?

—No, pero seguramente mi madre vivió en una zona así, y mi hermana y gran parte de Middle River también.

—El contacto directo, Annie. Tenlo en cuenta. Además, yo no acusaría a nadie hasta saber algo más. La cuestión es deshacerse de los residuos. Si cumple la normativa, la papelera puede ser de fiar.

—¿Y cómo lo averiguo?

—Preguntando.

—No puedo preguntar a los de la papelera. Se pondrían hechos una furia.

—Entonces tendrás que llamar al departamento estatal de Medio Ambiente.

—¿Y sabrían si la papelera está incumpliendo la normativa? ¿No lo ocultarían en Northwood?

—Lo intentarían. Si los pillan, pagan una multa y eso sí lo ocultan, pero quedaría en los archivos del estado.

Era una buena idea, precisamente para lo que había llamado a Greg. Siempre sugería cosas inteligentes, con sentido, diplomáticamente. Yo, tan impulsiva, tenía que aprender especialmente esto último.

«Departamento estatal de Medio Ambiente», escribí, y dije:

—Voy a revisar los archivos del periódico local para averiguar quién está enfermo y por qué. La columna sobre salud es muy completa.

—Sería mejor hablar con los médicos locales.

—Pero entonces se descubriría el pastel.

—¿Y sería tan terrible?

—Sí. Los Meade son los dueños de la papelera, y son unos malvados. Como llegue a sus oídos que estoy investigando ese asunto, la pagarán con mis hermanas. He hablado con el médico de mi madre, que dirige la clínica. Fue él quien me dio la idea del mercurio, pero se encuentra en una situación precaria. La fábrica de papel controla gran parte de la ciudad, incluyendo la clínica. —Hice una pausa—. Cuando se habla de Middle River, se habla de la papelera. Al final siempre se reduce a eso.

—Y a ti te encantaría desquitarte con los Meade —dijo Greg.

—Mi madre tenía algo y es posible que Phoebe también.

—Y a ti te encantaría desquitarte con los Meade —repitió Greg.

Me quedé en silencio. Me conocía demasiado bien.

—Sabes que sí —acabé por reconocer.

—¿Estás pensando en hacer lo mismo que Grace?

—Por supuesto que no. Grace escribió un libro y yo no voy a hacerlo.

—¿Ni siquiera si descubres que existe relación? ¿Ni siquiera si sigues adelante y consigues que cambien las cosas?

—Si las cosas cambian, no hará falta un libro.

—¿Y si descubres que lo han encubierto? Sería una historia tremenda.

—Ese es tu campo, Greg. Tú eres periodista. Yo escribo ficción.

—También Grace.

—Yo no soy Grace.

—Eso dices —replicó burlón, pero en cierto modo tenía razón—. Llevas diciéndolo desde que te conocí, hace doce años, pero ella es tu modelo. Echaste los dientes como escritora con su legado.

—Mi trayectoria es completamente distinta de la suya.

—Y ahora eres importante, lo cual significa que puedes escribir lo que quieras, a sabiendas de que tendrás muchos lectores.

—A mis lectores les horrorizaría.

—Pero tendrías una buena plataforma. —Preguntó, con auténtica curiosidad—: ¿Grace lo hizo a propósito, o sea, escribió Peyton Place para hacer la puñeta? ¿Lo hizo para provocar un escándalo?

—¿Con premeditación? —pregunté, sonriendo. Era una expresión que Neil, nuestro amigo abogado, empleaba continuamente—. No creo. Le encantaba escribir, y conocía las ciudades pequeñas. Se limitó a escribir sobre lo que conocía.

—Pero tuvo problemas.

—Sí. No era de las que se ajustaban a lo que tradicionalmente se esperaba de las mujeres, no podía limitarse a ser la esposa y la madre mona, sonriente y dócil que la gente quería. Llevaba pantalones vaqueros y camisas de hombre. No limpiaba la casa, salvo el rinconcito donde tenía su máquina de escribir, algo que dice mucho de ella —reflexioné en voz alta—. Despreciaba la imagen propia de los años cincuenta… No podía actuar como la típica esposa de un maestro de escuela, acompañar a los niños a las excursiones o participar en ventas benéficas de galletas caseras. Era una escritora espléndida que fastidiaba a su casero con el constante traqueteo de las teclas de su máquina de escribir. Escribir, eso es lo que hacía, y lo demás le daba igual. Por eso le hicieron el vacío.

—Y ella devolvió el golpe.

—Contó la verdad.

—Y se vengó.

—Eso es más que discutible, si se tiene en cuenta que cayó en picado tras la publicación del libro.

—Pero demostró algo.

—Sí —tuve que admitir—. ¿Y tú? ¿Qué quieres demostrar?

—Te quiero. No me gustaría que te hicieran daño. Te admiro por estar ahí y por querer averiguar qué le pasa a Phoebe, y si sacas a la luz que hay una serie de enfermedades que apuntan a una intoxicación por mercurio a gran escala y que la papelera es responsable, te ayudaré a escribir el libro. Lo que pasa es que no quiero que lo pases mal mientras tanto.

—¿Por qué iba a pasarlo mal? En Middle River ya me odian. ¿Qué tengo que perder?

Greg tardó un buen rato en contestar, y entonces me habló con el cariño que yo deseaba desesperadamente.

—Has pasado por muchas cosas, Annie. Cuando te conocí, todavía estabas haciendo esfuerzos para distanciarte de Middle River, y lo has conseguido. Pero vuelves a lo mismo cuando hablas de ese sitio. Estás muy quisquillosa y a la defensiva. No tengo muy claro que ese pueblo te siente bien.

—Ni yo tampoco —repliqué, pero con otro sentido y con mayor decisión—. Yo también te quiero, Greg. Buen viaje.