Inmediatamente cambié de chip. No era plomo. Era mercurio, y no el planeta Mercurio ni el encantador dios alado de la mitología romana. Se trataba de esa resbaladiza sustancia plateada que contienen los termómetros, un metal. Yo no era experta en la cuestión, porque lo había investigado precipitadamente; quizá me había equivocado al rechazar esa posibilidad. Pero era prácticamente imposible vivir en Washington y no haberse enterado de la polémica. Raramente pasaba una semana sin que apareciera en el Post un artículo sobre el mercurio y el auténtico problema que significaba. Las emisiones de mercurio representaban un grave riesgo para la salud, según los ecologistas, pero la otra parte, cuyos beneficios dependían de la producción de las fábricas emisoras de mercurio, se oponía abiertamente a medidas reguladoras.
Como culpable, el mercurio sería perfecto, y si la fábrica de papel era la causa de la contaminación, tanto mejor para mí. Cierto que en Northwood ya no se utilizaba mercurio, y eso me despistó un poco, pero Tom volvió a ponerme sobre la pista al decirme que el mercurio puede permanecer latente en el cuerpo humano durante años hasta que se manifiestan los síntomas. ¿Y si había ocurrido algo entonces? Los Meade tenían que conocer los daños potenciales. Si la papelera había contaminado la ciudad sin que lo supieran los Meade era una lástima, pero si ellos lo sabían y no habían hecho nada o, Peor aún, lo habían ocultado, se les podía imputar un delito.
Refrené mis pensamientos no sin esfuerzo. El mercurio era un asunto más explosivo que el plomo. Aunque solo fuera por ese motivo, tenía que andarme con sumo cuidado, y no siempre lo había hecho. En épocas pasadas habría atacado con toda clase de acusaciones; pero era una mujer adulta y responsable… o eso quería pensar. La credibilidad se basa en la serenidad y la reflexión. Había aprendido a no sacar conclusiones antes de tener suficientes datos, porque inmediatamente se planteaban interrogantes. Si el problema era el mercurio y su origen la papelera, quedaba por ver por qué mi madre, y quizá mi hermana, habían sido afectadas. Ninguna de ellas había trabajado en la fábrica. Eso sí, un poco más allá, río abajo, pero no en un sitio donde estuvieran directamente expuestas a la contaminación. Además, ¿por qué mi madre y mi hermana, y no mi abuela? Tras una vida con una salud de hierro, Connie había muerto a causa de un aneurisma.
Desde luego, podía haber muchas respuestas. Yo no quería entusiasmarme demasiado hasta que no atara ciertos cabos, lo que suponía volver a empezar: síntomas de intoxicación por mercurio, circunstancias de la exposición a él, clase de fábricas que lo emiten. Tom no había conseguido establecer ninguna relación entre sus pacientes y la exposición al metal. Yo tenía que intentarlo.
Pero lo primero que tenía que hacer era pasarme por la tienda para ver a Phoebe. Se lo había prometido, puesto que me había llevado su furgoneta y a lo mejor la necesitaba. También le había prometido que llevaría la comida.
Pertrechada con ensaladas de Hamburguesas y Granos, volví por Cedar Street, atravesé Oak y seguí por Willow. En esta ocasión, en lugar de torcer a la derecha para ir hacia nuestra casa, me metí a la izquierda y pasé junto a otras casas victorianas; las residencias enseguida daban paso a las tiendas.
Si Oak Street cubría necesidades imprescindibles tales como comida, productos de salud y servicios urbanos, Willow ofrecía artículos más sofisticados. Allí había tiendas de libros, ordenadores y antigüedades, dos salones de belleza, un gimnasio y un salón de manicura; asimismo, dos establecimientos que vendían muebles usados, artículos de oficina y lámparas y velas, una tienda de marcos y un taller de reparación de automóviles. Y estaba El Armario de la Señorita Lissy.
La señorita Lissy era mi bisabuela, Elizabeth, quien había abierto la tienda. Mi abuela, que se encargó de ella después de la muerte de Lissy, podría haber cambiado el nombre y ponerle El Armario de Connie, que tenía cierta distinción, de no haber sido por su obsesión por no destacar. Cuando Connie falleció y tomó las riendas mi madre, la Señorita Lissy había llegado a ser una parte demasiado importante de la ciudad como para arriesgarse a cambiar el nombre. Además, como mi madre se llamaba Alyssa, El Armario de Lissy quedaba bien.
Lo mismo ocurrió, sorprendentemente, con su forma de administrar la tienda. Ella querría haber sido escritora, no comerciante. Que se dedicara a esto último comenzó después de que las hijas empezáramos a ir al colegio, cuando se puso de manifiesto que podía ganar más dinero trabajando para Connie que vendiendo relatos a las revistas locales. Y necesitábamos dinero. Como representante de ventas de la papelera —sí, la mismísima Papelera Northwood—, papá tenía unos ingresos decentes, pero no tanto como para sufragar nuestros estudios. Lo que ganaba mamá estaba destinado a eso. Después, cuando murió papá, únicamente contábamos con los ingresos de mamá.
La tienda ocupaba las dos plantas de una pequeña casa de madera de una hilera de casitas iguales, cada una de ellas con un minúsculo jardín delante, porche, y el suficiente espacio entre un edificio y otro para permitir el aparcamiento, la descarga y las medidas de seguridad contra incendios. La familia Meade, propietaria de todo ese extremo de la calle que arrendaba a las tiendas, se enorgullecía de su previsión. Tras haber perdido parte de la fábrica a causa de las llamas antes de que el ladrillo sustituyera a la madera en los años cincuenta, sabían qué podía ocurrir cuando en agosto la ciudad se moría de sed, reseca y calurosa. Aquel verano era más húmedo, pero Middle River no había olvidado el olor acre del humo que permaneció en el aire durante días tras el incendio.
La tienda estaba en la parte de Willow que daba al río. Los alquileres eran más elevados en esa zona, pero las ventajas compensaban el coste. Cada casa tenía una terraza trasera, perfecta para almuerzos, exposiciones de artículos en oferta y, en el caso de El Armario de la Señorita Lissy, mercadillo de objetos de segunda mano. Además, esas terrazas estaban conectadas con el malecón, escenario del legendario paseo de octubre, cuando el follaje otoñal alcanzaba su mejor momento y la gente empezaba a comprar regalos de Navidad. Los propietarios de las casas que no daban al río, como en la fábula de la zorra y las uvas, aseguraban que así no tenían que ver «el otro lado», como llamaban al barrio más pobre de Middle River. Los Meade también eran los propietarios de estas tierras, y adornaban la orilla del río con flores y árboles, pero en cuanto caían las hojas, nada podía ocultar la fealdad de las casas.
Aquel agosto, la tierra estaba húmeda; los sauces, espectaculares, y el mundo ribereño, verde. Con respecto a El Armario de la Señorita Lissy, estaba verde todos los meses del año, por dentro y por fuera, con todos los tonos de verde imaginables, que combinaban sorprendentemente bien. Antes de haberlo pintado, hacía cuatro años, era verde, pero monocromo. Ahora presentaba la variedad abigarrada de una cañada en el bosque. Los guijarros de las paredes de fuera estaban pintados de verde grisáceo, y los postigos y las puertas, de verde bosque. Por dentro las paredes de cada habitación estaban pintadas en un tono diferente: una de verde luminoso, otra del color del apio, otra de verde mar, otra de verde oliva. El papel de envolver era de color salvia; las bolsas, verde tornasolado; las bolsas para los vestidos y los trajes, de un verde manzana muy especial, y no se salía de la tienda con una compra que no llevara una cascada de cintas de diversos tonos de verde. El logotipo era omnipresente, también renovado durante la época en la que mi madre llevaba la tienda y la modernización y la mercadotecnia pasaron a ocupar un lugar fundamental. Era una puerta de armario a base de pinceladas, con el nombre de la tienda en vigorosos caracteres verde hierba.
Estacioné la furgoneta en el sendero y me dirigí hacia el frente de la casa. Tuve que reconocer que era muy bonita. Aunque temía que tantos tonos de verde resultaran excesivos, por fuera el verde grisáceo, el hierba y el bosque quedaban muy bien, y otro tanto pasaba con las hortensias, del verde más pálido imaginable, que cubrían profusamente la fachada.
Tras subir dos escalones, crucé el porche. La puerta ya estaba abierta. Con el repiqueteo de una campanilla, empujé la mampara y entré. Me quedé unos momentos mirando a mi alrededor. No recordaba cuándo había estado allí por última vez, pero seguro que no cuando el funeral, porque habían cerrado la tienda por respeto a mi madre. Estaba en el salón; la puerta de enfrente y la de la derecha daban a otras habitaciones. Una escalera más a la derecha llevaba a la segunda planta, donde había más habitaciones. Cada una de ellas era una sección, por decirlo así: ropa interior, ropa de calle, vestidos de fiesta, maquillaje, solo por citar unas cuantas cosas.
¿Mercadotecnia y modernización? Desde luego. El salón era un ejemplo perfecto. Cuando yo era pequeña, aquella habitación estaba llena de percheros de los que colgaban los vestidos que llevaban las mujeres de Middle River en aquella época. Ahora había pantalones, vaqueros y de otro tipo, camisetas, polos y jerséis, todo de marcas conocidas. Francamente, era lo que me gustaba.
—Hola, Annie —dijo Phoebe saliendo de la habitación que estaba a la derecha.
Parecía menos atontada y congestionada que antes. Vestida de color marfil de pies a cabeza —blusa, pantalones y zapatillas—, con el pelo cepillado y recién maquillada, tenía un aspecto elegante y controlado. Se parecía tanto a mamá que se me puso un nudo en la garganta.
Se dirigió a la caja seguida de dos clientas que tenían que ser madre e hija. Aunque la madre era más baja y más delgada que la hija, sus rasgos eran casi idénticos, así como la forma en que se fijaron en mí, a pesar de que la hija no debía de tener más de quince años y, por consiguiente, no podía recordarme. Pero sabía quién era yo. No cabía duda. A pesar del largo flequillo que casi le cubría los ojos, vi que me reconocía.
Le guiñé un ojo a la chica —¿por qué no darle un poquito de emoción?— y saludé con la cabeza a su madre.
—¿Qué tal? —dije al pasar junto a ellas mientras entraba en la habitación que habían abandonado. En ella había zapatos. También en este caso, la diferencia entre aquellos zapatos y los que estaban a la venta la última vez que yo había estado allí era muy marcada. No había nada de piel. Había zapatillas de deporte y sandalias, zapatos ajos, zapatos de tacón con el talón al descubierto y calzado con tiras. Para la noche, aunque sin duda esas noches se pasaban en otros sitios, no en Middle River. No me imaginaba que allí nadie fuera medianamente arreglado. Celebraciones en la iglesia, bodas, bautizos y fiestas de aniversario… no eran para ir hecho un pincel, a menos que tuvieran lugar fuera del pueblo, cosa que ocurría un día sí y otro también. Por lo que había leído, incluso las fiestas de graduación del colegio se celebran en otros sitios.
—¿Qué desea? —me preguntó alguien con delicadeza.
Al darme la vuelta me vi frente a una mujer de veintitantos años. De pelo oscuro, alta y delgada, llevaba una blusa de seda, pantalones negros, estrechos, y sandalias negras. Serena y con estilo, no dio muestras de reconocerme.
Como yo tampoco la reconocí, pude sonreír tranquilamente.
—Soy Annie, la hermana de Phoebe.
Entonces se le agrandaron los ojos.
—Phoebe me había dicho que estabas aquí, pero no que fueras a venir a la tienda. —Me tendió una mano—. Soy Joanne. Trabajo aquí.
—¿A jornada completa? —le pregunté mientras nos estrechábamos la mano.
—Sí. Empecé a trabajar los fines de semana y los veranos cuando estaba en el instituto, pero estoy a jornada completa desde que terminé la universidad. Phoebe me hizo encargada el año pasado.
—Pues tengo que darte las gracias. El mes pasado debió de ser muy duro.
Joanne asintió con la cabeza.
—Yo quería mucho a vuestra madre. Siempre se portó muy bien conmigo, y tenía un gran sentido del estilo. Te partía el alma verla bajar por la cuesta. Ella quería estar aquí, pero cada vez le costaba más trabajo.
—¿Por la escalera?
Yo estaba pensando en el problema del equilibrio.
—Y por las enfermedades. Cuando no era un resfriado era la gripe. Se pasaba en la cama la mitad del tiempo y siempre se sentía mal. También lo pasaba fatal cuando se le olvidaban los nombres de la gente, o cuando perdía el hilo en una conversación en medio de una frase. El ordenador era otra cuestión: teníamos que estar siempre con ella cuando introducía las ventas. Pobre Phoebe. La tensión se ha cobrado un precio.
Podría haberle preguntado por ese precio, a saber, el comportamiento y la salud de mi hermana, pero Joanne era una desconocida para mí, así que habría parecido una traición a Phoebe. De modo que asentí y dije:
—La tienda está preciosa. Tiene mucho estilo. Tú habrás contribuido, supongo.
—Bueno, no he hecho gran cosa —reconoció Joanne—. Phoebe se encarga de comprar. —Miró por encima de mi hombro cuando Phoebe llegó hasta nosotras y dijo con dulzura—: Querías que te recordara lo de Nueva York.
—Ya está todo —replicó Phoebe con soltura—. He hecho las reservas.
—¿Para un viaje de negocios? —pregunté.
—Sí. ¿Quieres que vayamos a comer a algún sitio?
A modo de recordatorio, levanté la bolsa con las ensaladas, y Phoebe, como burlándose de su mala memoria, se dio un golpecito en la cabeza, puso los ojos en blanco, se fue adentro, y yo la seguí.
En la terraza hacía calor, pero el sol se había movido lo suficiente como para dar sombra a los anchos tablones desgastados. Desde el río soplaba una brisa ligera, que arrastraba un aroma de flores silvestres: verbena, lavanda, espliego y muchas más. Me fijé en unas nomeolvides; llevaban allí toda la vida.
Nos sentamos a una mesita y abrimos las ensaladas y las botellas de té.
—¿Qué tal te encuentras? —pregunté.
—Bien. ¿Por qué lo preguntas?
—Parece que estás mejor del resfriado.
—Era solo un resfriado. —Levantó el tenedor, que se quedó vacilante unos momentos sobre la ensalada (vacilante o tembloroso, no estoy segura), lo dejó sobre la mesa, se puso la mano en el regazo y preguntó—: ¿Adónde has ido después de dejarme aquí?
Llegué a la conclusión de que aquella mano había temblado. Phoebe estaba intentando disimularlo.
Enumeré despreocupadamente, entre bocado y bocado, las paradas que había hecho, hasta la última en casa para llenar la nevera.
—¿Y después?
Phoebe lo preguntó sin haberme dado siquiera las gracias.
—Estuve en la clínica. Quería hablar con Tom Martin.
—¿Para qué?
—Para darle las gracias por haber atendido a mamá. ¿No vas a comer?
—Sí. Ahora. —Miró la bolsa vacía—. ¿Hay servilletas?
Lo comprobé.
—No. ¿Hay dentro?
—En el despacho.
Empezó a levantarse, pero me dio la impresión de que forcejeaba con los brazos de la silla al tiempo que la corría hacia atrás.
—Ya voy yo —dije rápidamente para abreviar la situación—. Además, tengo que ir al cuarto de baño.
Me marché antes de que Phoebe empezara a discutir.
—¡Están encima de la nevera! —gritó.
El despacho estaba en la segunda planta. Entré en el cuarto de baño, que habían renovado desde la última vez que estuve allí, y eché un rápido vistazo al despacho al salir. También lo habían renovado. Estaba pulcramente organizado, con dos mesas ante dos paredes opuestas, armarios y estantes empotrados; había espacios para el ordenador, el fax y el teléfono. Una de las mesas, la de Joanne quizá, estaba vacía. La otra, con una fotografía enmarcada de nuestros padres, era la de Phoebe. Tenía un lío de papeles y estaba desordenada. Un tablón de anuncios de corcho cubría la pared, lleno de notas autoadhesivas. Algunas parecían estar duplicadas. Vi variaciones de HACER RESERVAS PARA NUEVA YORK en cuatro notas distintas. Al parecer, Nueva York era algo de lo que Phoebe no quería olvidarse, y también daba la impresión, a juzgar por las notas, de que no se fiaba de su memoria. Me pregunté cuántas notas tendrían el mismo objetivo y si servirían para compensar una memoria frágil.
Phoebe usaba notas autoadhesivas; mamá, cuadernos. Mucho antes de la enfermedad, anotaba ideas y cosas que debía recordar en un bloc, un diario al año. Y allí estaban, ordenados, en su sitio, en las estanterías a la derecha de la mesa de Phoebe.
Ya los leería enteros en otra ocasión. Al fin y al cabo, mamá era escritora. Seguro que de aquellos cuadernos podría aprender algo sobre ella.
Pero de momento, como sabía que Phoebe me estaba esperando, cogí un par de servilletas que había sobre la nevera, que llegaba a la altura de la cintura, y volví a la terraza. Primero noté el calor, una sensación agradable, y después el olor a hierba recién cortada que venía de unas casas más arriba, donde zumbaba un cortacésped. Los pájaros estaban en un comedero junto al río: jilgueros, los machos de un amarillo vivo y las hembras de un verde amarillento apagado. En un continuo ir y venir, a veces desaparecían entre los sauces y volvían revoloteando, y otras cruzaban el río. En aquel día soleado, el otro lado presentaba su mejor aspecto, inofensivo. No distinguí casas entre los árboles, pero la orilla estaba llena de pescadores. De ambos sexos y todas las edades. Conté hasta doce, y eso solo en la parte de la ribera que se veía entre nuestros sauces. Mientras estaba observando, un joven delgado cogió algo, soltó el anzuelo y lo tiró a un cubo. No pescaban solo por deporte; era para cenar.
Aquel marco era como una vuelta al pasado, pero no exactamente… anticuado, pero muy real. El calor, los olores, los pájaros, los peces y el ocio… He de reconocer que era idílico.
«Un caballo de Troya», oí en un susurro. Volví rápidamente la cabeza, pensando que alguien se estaba haciendo el gracioso, pero el zumbido era de una mosca. Dándole un manotazo me volví hacia Phoebe. Había comido un poco de ensalada mientras yo estaba dentro, pero el tenedor estaba inmóvil, apoyado en el borde de la bandeja de plástico. Estaba repantigada en la silla, con la cabeza apoyada en el respaldo y los ojos cerrados. La dejé descansar mientras acababa de comer. Pero cuando arrastré mi silla hacia la sombra, el leve ruido la hizo erguirse bruscamente. Me clavó la mirada, al principio inexpresiva, después irritada.
—Debes de estar cansada —dije, y le pasé una servilleta por encima de la mesa.
Volviendo a relajarse en la silla, cogió la servilleta, la observó y la dejó sobre la mesa. Con las manos sobre los brazos de la silla, me miró con cautela.
—Dime dónde has estado esta mañana.
La miré con curiosidad.
—Pero ¿es que no te lo he dicho ya?
Se quedó callada unos momentos, como si estuviera procesando la pregunta y reagrupándola.
—Bueno, cuéntame qué tal. ¿Te dio vergüenza?
—¿Por qué vergüenza?
—Volver a Middle River siendo de aquí. Debe de parecerte una ridiculez en comparación con Washington.
—Yo no las comparo. Middle River es lo que es, y no me da vergüenza.
—Pero para ti es como si no existiera.
—Eso no es verdad. Es mi pueblo, nací aquí. Lo he dicho en muchas entrevistas, y no es ningún secreto.
Phoebe arrugó la frente.
—¿Dices que has ido a la clínica? —Asentí con la cabeza—. ¿Para ver a Tom? —Volví a asentir—. ¿Y qué te ha dicho?
—Tenemos algo en común, que es Washington, o sea que hablamos de eso. Es un hombre digno de admiración, me parece increíble que los Meade pudieran convencerlo para que viniera aquí.
—Vino por su hermana —replicó Phoebe.
Volvió a coger el tenedor, lo dejó y cogió el té frío. Se llevó la botella a la boca con un pulso relativamente firme.
—No me dijo nada de su hermana ¿Vive aquí?
A Phoebe se le iluminaron los ojos. Saltaba a la vista que le encantaba poder dar información.
—La trajo Tom. Es retrasada mental y estuvo en un centro especial, hasta que Tom la sacó. Aquí puede cuidar de ella.
Aquello me emocionó.
—Qué generosidad.
—Así que no esperes nada.
No lo comprendí.
—¿Que no espere qué?
—Pues que vayáis a salir. A lo mejor tenéis un montón de cosas en común, pero no sale con nadie. Dedica todo el tiempo libre que tiene a su hermana. Es su misión en esta vida. A algunas personas les extraña.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que a lo mejor hay algo entre ellos, ya me entiendes —contestó Phoebe con una sonrisa picara.
Tardé unos momentos en comprender a qué se refería, porque era una idea totalmente contraria a la impresión que me había dado Tom.
—Me parece asqueroso, Phoebe.
—No estoy diciendo que yo lo piense, pero hay gente que sí. Ya sabes cómo son, les encanta encontrar perversiones por todas partes. A mí Tom me cae bien y es muy atractivo, ¿no te parece?
—Pues sí, y vamos a ser amigos, pero ¿algo más?
Negué con la cabeza. No había química entre nosotros.
—¿Qué tal Greg? —preguntó Phoebe.
—Bien. Se va de viaje dentro de un par de días.
—¿Por qué no vas con él?
—Porque estoy aquí. —Pero eso no era lo que estaba preguntando Phoebe, de modo que, suspirando, añadí—: Ya te lo he dicho, que no somos pareja.
—¿Por qué? ¿A qué estás esperando?
—A nada —contesté con tranquilidad—. No tengo prisa.
—Pues deberías darte prisa. Fíjate en lo que me pasó a mí, un aborto detrás de otro, porque esperé demasiado.
Era la primera noticia que tenía de que la edad de Phoebe hubiera influido en esos abortos, pero claro, era algo sobre lo que no solíamos hablar. No se trataban asuntos dolorosos durante los fines de semana que pasábamos juntas. Pero como ella sacó el asunto a colación, me picó la curiosidad.
—Yo no diría que a los treinta y pocos años se sea vieja —le comenté—. En Washington es la media.
Phoebe se enfadó de repente.
—Mira, Washington no es Middle River. A lo mejor esas mujeres son diferentes.
—¿Y el médico lo atribuyó a la edad?
—No le hizo falta. Era evidente.
A mí no me parecía tan evidente. Muy pocas amigas mías tenían hijos, porque estaban dedicadas a su trabajo, pero conocía a bastantes mujeres a punto de cumplir los cuarenta que habían tenido hijos sin problemas. Por el contrario, también había oído hablar de mujeres más jóvenes con un largo historial de abortos.
Empecé a pensar si la exposición al mercurio podría provocar abortos. Casi todo lo que había leído al respecto hablaba de la vulnerabilidad de los niños pequeños, y de que las mujeres embarazadas no debían comer pescado con alta concentración de mercurio, porque incluso una pequeña cantidad podía afectar al feto.
Me resultaba curioso que una washingtoniana como yo supiera más sobre la normativa del mercurio que sobre los efectos del mercurio sobre el organismo. Tenía que enterarme de más cosas.
Ya en casa, abrí el ordenador portátil y me conecté a la red con el código de Phoebe… pero ¿cómo no iba a ver primero el correo electrónico? Me dije que era por una cuestión de trabajo; esa era la premisa. Pero por supuesto, era algo más. Así que, he aquí la VERDAD N.o 2: el ego interviene: queremos que nos quieran. En mi caso, y dado el aislamiento de mi infancia, el correo electrónico es para mí como una fiesta. Desde luego, lo celebro yo sola, pero qué agradable me resulta entrar en mi pequeño ciberhogar desde dondequiera que esté y encontrar los saludos de los amigos.
No me decepcionó en esta ocasión, aunque no todas las notas recibidas eran de amigos. Eliminé rápidamente los spam y archivé unos cuantos mensajes relacionados con el trabajo que no requerían respuesta, como uno de mi editora, con acuse de recibo, sobre las revisiones del libro y otro de mi agente para desearme buen viaje. Un publicista quería saber si me interesaba dar una conferencia para recaudar fondos en Idaho en primavera, pero como aquella era la época en la que escribía en serio, rechacé cortésmente la invitación.
Había guardado lo mejor para el final, y leí los mensajes de mis tres mejores amigas —Amanda, la diseñadora gráfica; Jocelyn, la profesora universitaria, y Berri, que trabajaba en una organización de voluntarios—, tres versiones diferentes para las preguntas de qué tal me había ido el viaje y cómo me habían recibido en Middle River.
Greg había enviado un mensaje rápido. Los suyos siempre eran rápidos, a veces solo una nota sobre el asunto. Este decía: «¿Has llegado?». Pulsé «responder», y escribí «Sí. ¿Has hecho las maletas?» y lo envié.
Una vez acabado el juego, entré en Google, pero apenas había escrito «intoxicación por mercurio» cuando oí algo en el sendero de piedra. Al reconocer el ruido, sonreí y me levanté de la mesa de la cocina. Estaba en la escalera a un lado de la casa cuando Lisa y Timmy mis sobrinos, dejaron las bicicletas y echaron a correr hacia mí.
Los abracé a los dos al tiempo. Esa era mi vuelta a casa. Si existía alguna razón para que pasara una temporada en Middle River, eran ellos dos.
Los aparté y me quedé mirando sus rostros sonrientes, morenos.
—Supongo que os habréis dado cuenta de que no he tenido que agacharme —dije—. Hay que ver lo altos que estáis. ¿Qué habéis hecho?
—Yo cumplo trece dentro de tres meses —advirtió Lisa.
—Y yo voy a ser tan alto como papá —dijo su hermano, para no ser menos.
—Estáis los dos guapísimos —concluí—. Sois justo lo que necesito para mi primer día aquí.
—Mamá dice que te vas a quedar todo el mes. ¿Es verdad? —preguntó Lisa.
Asentí con la cabeza y Timmy dijo, quejoso:
—Pues vaya. Tenemos que volver al colegio dentro de tres semanas.
—Podemos hacer muchas cosas en tres semanas —les dije—. Pero para empezar, voy a hacer zumo de lima con azúcar —sabía que les encantaba pero que su madre lo detestaba— y después —dirigiéndome a Lisa— quiero que me cuentes los detalles del campamento de guías y también quiero saber qué has estado haciendo para no contarme esos detalles por correo electrónico.
—Robert Volker —contestó Timmy con expresión de asco.
—¡Ya está aquí el listillo! —exclamó Lisa, insultante, pero se sonrojó.
—Robert Volker —repetí, un poco en broma, y de repente Timmy salió disparado—. ¡Y tú tienes que contarme lo del béisbol! —le grité—. ¿Ganaste la serie? —Iba corriendo por el sendero—. Vuelve aquí. Todavía no he acabado contigo.
Pero de pronto lo comprendí.
—¡Este coche es guay! —gritó el chico en tono respetuoso mientras daba la vuelta al BMW—. ¡Caray!
Rodeando con un brazo los hombros de Lisa (no estaba dispuesta a dejar que se marchara), nos acercamos al descapotable.
Timmy me miró desde el otro lado, con los ojos como platos.
—¿Nos das un paseo, tita Anne?
Era Lisa la que había empezado a llamarme tita Anne. Tenía dos años cuando de repente empezó a hablar, pero invariablemente decía e en lugar de Annie, y nadie la corregía. Yo tampoco. Me gustaba que me llamaran tita Anne. Hasta el día de hoy, me hace sentirme especial, querida, y quería disfrutar de esa sensación tan cálida unos momentos. Supuse que si podía distraerlos el tiempo suficiente, quizá con unas cuantas galletas para acompañar el zumo de lima, se les olvidaría. Aún no me sentía en condiciones para pasear en el descapotable por la ciudad.
—Más tarde —le dije—. Ahora vamos a charlar un rato.
Pero Lisa se desasió y corrió hacia el coche.
—Me encanta, tita Anne. Debe de ser impresionante conducirlo. Dentro de tres años a partir de octubre, podré hacerlo. ¿Lo traerás entonces? —Y añadió sin apenas respirar, dirigiéndose a su hermano—: ¿No sería impresionante que tuviéramos un coche así?
—¿Vamos a dar una vuelta? Por favor, tita Anne —me suplicó Timmy.
Con el pelo rubio rojizo cortado al rape, los anchos hombros y la promesa de una buena estatura, era el vivo retrato de su padre. Por el contrario, Lisa era una Barnes, de pelo largo y negro, que llevaba recogido en una cola de caballo, y tipo esbelto. Los dos tenían la personalidad de su padre. Siempre me había caído bien Ron Mattain. Era un tipo decente, bondadoso, mucho más soportable que mi hermana.
Pero soy injusta. A la gente le cae bien Sabina. Puede ser amable, divertida y cariñosa, pero no conmigo. Pasa lo mismo con Phoebe, aunque a menor escala, y en parte sé que tengo merecida su hostilidad. Me porté fatal con ellas cuando éramos adolescentes. Además de seguirlas por la casa como si fuera tonta, fueron el blanco de más de uno de los mordaces editoriales que escribí cuando era la corresponsal del instituto para The Middle River Times.
Intenté desagraviarlas con las vacaciones que organizaba yo, pero si los comentarios de Sabina aquella mañana significaban algo, yo no lo había pillado. Esa era definitivamente la VERDAD N.o 1: debería haber estado aquí cuando mamá estaba enferma. Ellas habían cargado con toda la responsabilidad, y en justicia he de reconocer que no me habían dado a entender hasta qué punto iban mal las cosas, ni que las tres hermanas no estuviéramos unidas, ni que no me quisieran allí. Alyssa era mi madre. Yo tendría que haber echado una mano.
Nuestra familia iba reduciéndose y la generación de los mayores ya había desaparecido. Sin duda, esa era la razón por la que tener hermanas me pareció de repente tan importante, y no me refiero solo al simple hecho de tener hermanas. Me refiero a estar unida a ellas. Nunca me había preocupado el rencor entre nosotras, pero ahora sí.
De las verdades que reconocería mientras estuve en Middle River, esa sería otra, pero aún no había llegado el momento.
—Por favor —me rogó Timmy, que estaba al otro extremo del coche.
Lisa también tenía una expresión suplicante.
—Podríamos ir a dar un paseo y hablar después.
—¿Y dónde vais a sentaros? —pregunté con pedantería—. En este coche solo caben dos personas.
—Pues los dos en el asiento del copiloto —dijo Timmy.
—Somos muy delgaditos —añadió Lisa.
—Si nos llevas a dar una vuelta, te lavo el coche.
—Y yo te hago la cena. Cocino estupendamente.
—¿De verdad? —le pregunté a Lisa, pensando que, para no haber cumplido ni siquiera trece años, tenía una extraordinaria confianza en sí misma—. ¿Y qué vas a hacer?
—Chile con carne.
—Ah, qué tentador.
—Ya verás cuando lo vean los chicos —dijo Timmy mientras pasaba una mano por la carrocería del coche, extasiado. Alzó los ojos, expectante.
Si me lo hubiera pedido cualquier otra persona, podría haber dicho que no, pero adoraba a aquellos niños, y me encantaba darles caprichos. Si me veía todo Middle River conduciendo mi BMW de época con la capota bajada, seguro que comprenderían que era por mis sobrinos. Desde luego, no iba a hacerlo para impresionar a los nativos, y no me importaba lo que Middle River pensara de mí. Además, e repente me apetecía dar una vuelta.
—Vale. Me rindo —dije.
Subimos al coche, los niños se pusieron el cinturón de seguridad y salimos. Era una tarde estupenda para dar un paseo: con calor pero con una brisa agradable. El calor y la brisa no eran ninguna novedad para mí; en Washington los experimentaba continuamente. La diferencia consistía en que no había prisas. Teníamos todo el tiempo del mundo. Íbamos a dar una vuelta, a ningún sitio en concreto. Oía el motor de mi coche (que iba como la seda, por cierto), un cortacésped aquí y allá, el silbido de un aspersor, los críos gritándoles a sus amigos. Era divertido, novedoso, relajante.
Bajé tranquilamente por Willow, hasta el final de la calle, y di vueltas por aquí y por allá, bajo el dosel moteado de las hojas, internándome en carreteras secundarias por el extrarradio de la ciudad, mientras los niños saludaban a cuantos veían. Pasamos por la orilla del río, después fuimos hacia el centro, y fue entonces cuando me di cuenta de que se me estaba acabando la gasolina. Torcí para ir a la gasolinera, justo al final de Oak. Fue un error táctico. Para empezar, en Middle River no había nada que fuera de autoservicio. Al fin y al cabo, los cotilleos no podían propagarse a menos que la gente tuviera oportunidades para hablar. No había acabado de sacar el surtidor cuando Normie Zwibble salió del taller. Normie había acabado el instituto a duras penas, y desde entonces llevaba la gasolinera con su padre. El Normie que yo recordaba tenía más pelo, pero siempre había estado rechoncho. También había sido siempre muy amable y cariñoso, y en eso no había cambiado, por lo que tardó veinte minutos en llenarme el depósito. Antes de poner siquiera la manguera en su sitio, Normie tuvo que exclamar «¡oooh!» y «¡aaah!» dando vueltas al coche, como era su deber. Después, mientras llenaba el depósito, no paró de hacer comentarios sobre todas las personas del instituto de Middle River a las que yo podía recordar. Siguió hablando mucho después de que la manguera se hubiera parado por sí misma. Pagué en efectivo, simplemente para acelerar la huida.
Pero Timmy y Lisa ya estaban preguntando la hora, intercambiando miradas de preocupación, y dijeron que tenían que recoger un medicamento en El Boticario para su madre, pero que la farmacia cerraba a las cuatro y ya era casi esa hora.
No tenía elección. Pasando por Oak, aparqué en batería ante la farmacia y me quedé en el coche mientras los niños entraban. No llevaban allí más de un minuto cuando un monstruoso cuatro por cuatro negro con cristales ahumados dobló la esquina a toda velocidad Pasó junto a mí y se detuvo bruscamente, después retrocedió y se puso detrás de mi coche, impidiéndome el paso. El conductor bajó la ventanilla. La mandíbula cuadrada, la napia y la pelambrera castaño rojiza eran inconfundibles.
Sabía que me toparía con Aidan Meade si pasaba un mes en la ciudad, pero deseaba que fuera más tarde que temprano.