La clínica de Middle River estaba en Cedar Street, a un kilómetro de Oak. Como el pueblo mismo, y con el mismo eufemismo, el edificio de la clínica tenía más profundidad de lo que parecía indicar la fachada, que ocupaba una manzana entera hasta School Street, con hondonadas y suaves lomas cubiertas de hierba y, por supuesto, generosamente plantada de cedros y robles. La entrada de School Street daba directamente a una pequeña sala de urgencias que durante años había sido escenario del tratamiento de innumerables heridas producidas en el parque, inflamaciones de garganta y accesos de alergia. La generación más antigua de Middle River había nacido y había dado a luz allí, cuando la clínica era un verdadero hospital. En la actualidad, salvo en casos de emergencia, los partos y demás se producían en Plymouth.
La primera planta albergaba las consultas de los médicos que atendían a los pacientes del pueblo como miembros del Grupo Médico de Middle River. La segunda planta estaba alquilada a médicos particulares, que en la actualidad formaban un amplio equipo de fisioterapeutas, dos quiroprácticos y un acupuntor. Los psicólogos estaban diseminados por todas partes (siempre los había en los pueblos), junto con los abogados, asesores de inversiones e informáticos. Sandy Meade no era quisquilloso; era el propietario del edificio y quería que todos los espacios estuvieran llenos. Quizá se hubiera mostrado reacio a alquilar un local para la distribución de vídeos para adultos (tenía sus principios), pero con casi todo lo demás se conformaba, siempre y cuando cada mes recibiera el alquiler.
El edificio era una bonita construcción de ladrillo, de dos plantas, con los postigos, los canalones y el pórtico blancos. La última vez que yo había estado allí fue para visitar la sala de urgencias el día de Acción de Gracias antes de marcharme del pueblo. Sam Winchell, propietario del periódico y cuya familia vivía en otro estado, cenaba con nosotros el día de Acción de Gracias desde la muerte de papá, y aquel último año se cortó al afilar el cuchillo para el pavo. Como yo era la persona con la que tenía más confianza, fui la encargada de conducir el coche, mientras los demás se quedaban en casa evitando que se enfriara la comida.
Cuando llegué allí aquel día de agosto, ya había dejado a Phoebe en su trabajo, había parado en Correos y me había topado con todas las personas que me preguntaron si iba a escribir sobre ellas; además estuve en la tienda de comestibles de Harriman y pasé por casa para dejar la comida en la nevera. Estaba desoladoramente vacía. ¿Huevos para tres? No había suficientes ni para una persona. Cuando se marchó Sabina (ninguna discusión por eso), las dos tomamos copos de salvado rancios. Sin leche.
Yo no soy tonta. Mientras estaba en el centro, también me había parado en Prensa y Chucherías para comprar una bolsa de monedas de chocolate. Con una bolsa de M&M habría saciado mi deseo de chocolate, pero podía encontrar M&M en cualquier sitio y a cualquier hora. Las monedas de chocolate, servidas a mano por los Walker durante tres generaciones, eran otra cosa. Merecía la pena arriesgarme a que me viera más gente.
Pero ya se había corrido la voz. Sospechaba que mis hermanas se lo habían contado a sus amigos, que a su vez se lo habían contado a sus amigos y así sucesivamente. No tenía ganas de pasar con el descapotable por Oak (habría sido un espectáculo de mal gusto el primer día de mi estancia en el pueblo), pero no podía hacerme invisible en un sitio tan ávido de cotilleos.
Thomas Martin, el médico que había tratado a mi madre, era el director de la clínica de Middle River. Era un recién llegado según el criterio de Middle River, pues se había trasladado allí hacía tres años, cuando se jubiló el doctor Wessler. The Middle River Times describía al doctor Martin no solo como respetado médico de medicina general, sino como licenciado en Ciencias Empresariales, circunstancia que le resultaba muy útil para atender las necesidades de una clínica moderna.
No había llamado para pedir cita; la clínica de Middle River no era el hospital Memorial Sloan-Kettering. Tampoco les había contado a mis hermanas lo que pensaba hacer. No quería público, ni especulaciones de mentes ociosas. Que conste que lo único que quería era darle las gracias al médico por haber atendido a mi madre durante sus últimos días. Aunque lo había conocido en el funeral, no tuve entonces suficiente presencia de ánimo para cortesías. Desde luego, mi gratitud resultaría vana en el caso de que hubiera metido la pata con un diagnóstico erróneo. Pero era un extraño, como yo, y aunque fuera solo por eso, le concedí el beneficio de la duda.
Estaba con un paciente cuando llegué, pero su secretaria me conocía. Habíamos sido compañeras de clase, ella animadora y yo ratón de biblioteca. Abrió los ojos de par en par y sonrió, una respuesta mucho más agradable que la que solía darme cuando éramos adolescentes.
—Estás estupenda, Annie —dijo, sorprendida, e inmediatamente añadió, con afecto—: Siento lo de tu madre. Era una mujer buena, siempre tan amable, tanto si acababas comprando algo en su tienda como si no. Y cuando venía aquí siempre era muy respetuosa. Es que algunas personas no lo son. Detestan el papeleo y nos echan la culpa a nosotros. Y nosotros también detestamos el papeleo. De verdad, Annie, estás estupenda. Te sienta bien ser famosa.
—En realidad no soy tan famosa —repliqué, porque el éxito de los escritores es distinto. No reconocen tu cara, no tienes gente a tu alrededor, ni siquiera agente. Mi nombre era conocido por los lectores, pero nada más.
No dije nada de eso entonces. Estaba socialmente muda y a la defensiva, reflejos condicionados de mi relación con Middle River. Añadí, con cierta descortesía:
—Me gustaría ver al médico para darle las gracias por haber cuidado a mi madre. ¿No tiene un rato de descanso?
—Ahora mismo —contestó la secretaria alegremente, y se puso de pie—. Voy a decirle que estás aquí.
El médico apareció al cabo de cinco minutos. Llevaba la bata preceptiva, sobre una camisa azul con el cuello desabrochado y pantalones caqui. Tenía el pelo oscuro y corto, los ojos azul claro y era delgado. Cuando me levanté para saludarlo, vi que era más o menos de mi estatura, quizá con el centímetro que mi hermana insistía en que me sacaba.
¿Un matasanos incompetente? En tal caso, no parecía sentir culpa, porque se acercó con una sonrisa tranquila y me tendió amistosamente la mano.
—Eres la mujer del momento.
Su cordialidad me desarmó de inmediato, aunque, a decir verdad, es posible que me cayera bien por el simple hecho de que no fuera nativo de Middle River. Además, como no era del pueblo, no había nada emocional que pudiera interponerse en mi forma de expresarme. Con un desparpajo que había fomentado durante los últimos quince años le dije:
—Parece que alguien ha estado hablando demasiado, y no solamente la amiga Linda.
—Esta mañana, tres de cada cuatro pacientes —confirmó con los ojos brillantes.
—No te creas nada de lo que dicen, por favor. No me conocen bien.
—Eso nos pasa a todos —replicó y, sin más ceremonia, me tomó del brazo—. Te invito a café —añadió, sacándome de allí.
La cafetería era en realidad un pequeño restaurante que llevaban dos nietos de Omie. Más joven que el restaurante de Omie, con tantas generaciones de por medio, se llamaba Hamburguesas y Granos, y la última palabra se refería a los granos de café, a juzgar por el intenso aroma que nos recibió en la puerta. Además de hamburguesas, había bocadillos y ensaladas. Nosotros solo tomamos café.
—¿Nos arriesgamos a ir afuera? —preguntó Tom, lanzando una mirada al patio con sus mesas redondas de hierro forjado y sus sombrillas.
Sonreí agradecida. El hecho de que comprendiera mi aversión a ser vista contribuyó a que me cayera aún mejor. Pero ya se había descubierto el pastel. Habría sido inútil disimular.
—Vale —dije, como sin darle importancia.
Adoptando una expresión valerosa, me adelanté a él y pasé junto a varias personas que me resultaban conocidas y me miraban descaradamente, hasta llegar a un extremo del patio. Unos barriles de whisky rebosantes de balsaminas marcaban la línea divisoria entre la piedra y la hierba. Yo me senté al sol, justo al borde de la sombra que daba la sombrilla. Era todavía bastante temprano, y el calor resultaba agradable.
Tras acomodarse, Tom dijo:
—Tenemos algo en común. Yo pasé diez años en Washington, entre la universidad, la facultad de medicina y la residencia.
—Ah, ¿sí? —le dije, pensando que cada vez compartíamos más cosas—. ¿Dónde?
—En Georgetown.
—Pues somos compañeros. ¿Vivías cerca de Wisconsin?
—Una temporada. Después me fui a Dupont Circle, un sitio estupendo. Mucho calor en verano, pero es estupendo.
—Sí, en verano hace mucho calor —confirmé, y tomé un sorbo de café. En Middle River podía hacer calor (esa misma tarde hacía calor), pero no con la temperatura abrasadora que asolaba Washington día tras día.
—¿Por eso has venido? ¿Huyendo del calor? —preguntó Tom.
Me hizo gracia.
—¿Qué te han dicho tus pacientes?
—Que estabas aquí para escribir. Que eres la versión Middle River de Grace Metalious y, por supuesto —de nuevo se le pusieron los ojos brillantes—, que si conozco la relación con Peyton Place.
—Y supongo que la conoces.
—¿Cómo no? En eso está basado el turismo de aquí. El hostal ofrece fines de semana de Peyton Place, el historiador oficial dirige las visitas por el «auténtico» Peyton Place, el periódico local saca un especial Peyton Place Times el día de los Inocentes todos los años. Y encima, la librería. Es imposible no verlo cuando entras allí. Peyton Place está por todas partes, junto a una guía del lector en la que se resaltan los paralelismos entre Peyton Place y nosotros.
—¿Te acuerdas de Peyton Place?
—Tengo cuarenta y dos años. Apareció antes de que yo naciera, pero mi madre lo tuvo en su mesilla de noche durante años, todo sobado. Lo leí cuando vine aquí.
—¿Y te cuestionaste la decisión de venir?
—Qué va. Peyton Place es ficción. Middle River tiene sus cosas, pero no es mal sitio.
Podría haberle rebatido, haberle dicho que Middle River era un sitio asqueroso para quien no se adaptaba a sus esquemas, pero habría parecido resentimiento por mi parte. Así que me limité a aclararme la garganta y dije:
—Sandy Meade ha tenido que hacerte una oferta muy tentadora para que vinieras aquí después de estar en Washington y donde estuvieras después.
—En Atlanta —dijo como sin darle importancia—. Y quería una vida más tranquila. He comprado una casa en East Meadow. Es tres veces más grande que la que podría haber comprado en otro sitio, y además me quedó dinero para hacer reformas.
—¿Annie? —se oyó preguntar a alguien con curiosidad.
Al darme la vuelta reconocí inmediatamente a la mujer, a pesar de que hacía años que no la veía. Se llamaba Pamela Farrow. En el colegio iba un curso por detrás del mío, pero la fama de chica fácil y muy suelta que se ganó salvó la diferencia de edad con los de mi curso e incluso los mayores. En aquella época era una monada de pelo negro y brillante y cálidos ojos verdes que lucía unas curvas perfectas donde tenía que tenerlas mucho antes de que las demás tuviéramos ninguna curva. Ya no tenía el pelo tan brillante ni los ojos tan verdes, pero sí unas curvas más grandes. Los años no le sentaban tan bien como a mí.
Lo siento. No está bien pensar esas cosas.
Intenté repararlo con una sonrisa.
—Hola, Pamela. Cuánto tiempo.
—Sí, mucho. Ya nos hemos enterado de las cosas tan increíbles que te están pasando. ¿Es verdad que vives con Greg Steele?
No se me habría ocurrido que Pamela supiera quién era Greg Steele; no me parecía la clase de persona que viera las noticias, ni siquiera las de la noche.
Y tampoco estaba bien pensar esas cosas. Esa era otra de las razones por las que detestaba Middle River: sacaba a flote lo peor de mi carácter. Apenas llevaba allí doce horas y ya había empezado a Pensar de forma insidiosa. Por supuesto, era porque estaba a la defensiva. Estaba arremetiendo con las palabras, en este caso con los pensamientos, por sentirme socialmente torpe. Y en aquella época no me sentía así. Al menos en Washington. En Middle River había retrocedido.
Por toda respuesta asentí con la cabeza y tomé otro sorbo de café.
—Pues a nosotros nos encanta tener noticias tuyas —soltó Pamela—. Eres nuestra nativa más famosa. —Se volvió hacia el hombre que estaba con ella. Con gafas, camisa y corbata, el pelo pulcramente peinado, irradiaba un aire conservador; no me resultaba conocido. Me quedé de piedra cuando Pamela dijo—: Annie, es mi marido, Hal Healy.
No me lo habría imaginado. Jamás. O Pamela había cambiado, o hacían mala pareja.
Le tendí una mano y me la estrechó con demasiada firmeza.
—Trajeron a Hal aquí para ser el director del instituto —añadió Pamela con orgullo; también eso me sorprendió. En mi época, el director era un tipo muy atractivo que se parecía al Tomas Makris de Peyton Place. Hal Healy tenía aspecto de idiota insignificante—. Llevamos seis años casados —dijo Pamela— y tenemos dos niñas. Greg y tú todavía no tenéis hijos, ¿no?
Como no quería explicar que Greg y yo no teníamos nada que ver sexualmente, me limité a contestar:
—No, no. Supongo que conocéis a Tom, ¿verdad?
—Sí, claro —repuso Pamela sin apenas mirar al médico. Podría haberme sentido halagada porque me dedicara toda su atención de no haber considerado que era una grosería tremenda para con Tom—. Bueno, cuéntame —añadió en tono confidencial—. Estamos todos sobre ascuas. ¿Has venido con la intención de escribir sobre nosotros?
Sonreí, agaché la cabeza y me froté una sien. Aún sonriendo, alcé la mirada.
—No. No he venido a escribir.
Se le cambió la expresión.
—Pero ¿por qué? O sea, si todavía hay un montón de cosas sobre las que podrías escribir. Yo podría contarte historias que…
Se calló cuando su marido le apretó un hombro.
—Vamos, cariño. Están tomando café. No es el momento adecuado.
—Bueno, pero podría contártelo —insistió Pamela—. O sea que si cambias de opinión, llámame, Annie, por favor. Estás tan cambiada… Se nota que tienes éxito. Siempre supe que llegarías lejos.
Sonrió, se despidió con la mano y dejó que su marido la sacara de allí.
Abatida, me volví hacia Tom.
—Qué va a saber esa. Entonces yo era una imbécil, una niñata desgarbada con ínfulas. Y encima escribía unos relatos espantosos.
—Pero ahora no —replicó el médico, y de repente me dio la impresión de que se avergonzaba un poco—. Leí Al este de la soledad; me gustó tanto que me compré tus dos libros anteriores y me los leí. Eres una escritora increíble. Eres capaz de reflejar las emociones con el mínimo de palabras. —Se sonrojó de verdad—. Pienso que mereces el éxito, o sea que cuando se trata de Middle River, quien ríe el último ríe mejor. Hay gente como Pamela que está realmente orgullosa de ti. Por si sirve de algo, yo nunca he oído nada malo.
—Llevas muy poco tiempo aquí —dije, moviendo la cabeza, pero sus palabras me sirvieron de consuelo. Me recordó a Greg, no por su aspecto físico, sino por su actitud. Los dos eran tranquilos y capaces de sonrojarse. «Honrado»: esa fue la palabra que me vino a la cabeza.
Sí, ya lo sé. Quería que me cayera bien porque necesitaba un amigo, y porque necesitaba un amigo no quería tener en cuenta la posibilidad de que Tom fuera un tipo con mucha labia y cualquier cosa menos honrado. Mi madre había muerto. Tenía que recordarlo. Pero entonces Tom dijo lo que más fácilmente podía hacerme olvidar. Preguntó:
—¿Qué sabes de Grace Metalious? —preguntó.
Sonreí.
—Casi todo. —De eso podía vanagloriarme, al contrario que de las demás cosas de mi vida—. ¿Qué quieres saber?
—¿De verdad la mató la bebida?
—Bebía mucho, bastante más de medio litro de vodka al día durante cinco años, según ciertas fuentes. Y murió de cirrosis hepática. Hepatitis A y B…
—Ya. ¿Era tan terrible su vida como para refugiarse en la bebida? ¿Fue por no poder escribir una continuación de Peyton Place?
—No; el libro tuvo continuación. Su editor se empeñó pero ella no quería; escribió el libro deprisa y corriendo, en un mes. Tuvieron que contratar a un «negro» para revisarlo y que resultara publicable. De todos modos, lo pusieron por los suelos. Después aparecieron otros dos libros, uno de los cuales era su preferido. Ninguno de los dos tuvo buena acogida.
Pasó de un tema a otro con facilidad.
—Y tú también has tenido un gran éxito, como Grace con Peyton Place. ¿Te preocupa no tener otro éxito como el de Al este de la soledad?
—Pues claro —contesté sin rodeos—. Son cosas del ego, del orgullo profesional e incluso de la supervivencia como escritora. Ese mundo es asqueroso, pero a mí me encanta el proceso de la escritura.
—¿Y a Grace no?
—Sí, pero yo no triunfé al primer intento, y ella sí. Cuando consigues con el bate un cuadrangular a la primera, te cuesta trabajo superarte. Además, hay otras cosas que la hundieron: su agente, por ejemplo. Le timó un montón de dinero, y lo poco que Grace ganaba se lo gastaba. Tenía gustos muy caros.
—¿Una chica de Manchester? —preguntó Tom con una sonrisa, y al ver mi mirada de sorpresa, añadió—: A ver, es que he hecho la ruta de Peyton Place. Se crio en Manchester, con su madre y su abuela.
—Exacto. Como yo, en una casa llena de mujeres.
—Su padre se marchó —dijo, a modo de advertencia—. El tuyo se murió. Existen ciertas diferencias.
—Pero las dos teníamos unos diez años cuando ocurrió, y el resultado fue el mismo. En la casa no había un padre que llevara las riendas. Las llevaban las mujeres. Eran fuertes porque no les quedaba más remedio; esa es la razón por la que estoy aquí. —Ya iba siendo hora, Annie—. Quiero hablar sobre mi madre.
El médico se puso serio.
—Lamento que muriese. Ojalá hubiera podido hacer más.
—Se murió por la caída. Lo sé. Se rompió el cuello y murió de asfixia. Pero antes… ¿tenía realmente Parkinson?
A Tom no pareció sorprenderle la pregunta.
—Resulta difícil saberlo —reconoció—. Tenía una gran variedad de síntomas. El temblor de manos, el trastorno del equilibrio, los problemas de motricidad… todo eso coincide con el Parkinson. El problema de la memoria sugiere Alzheimer.
—Pero te decidiste por el Parkinson.
—No. Como los síntomas más tratables eran los asociados al Parkinson, me dediqué a ellos.
—¿Le recomendaste que viera a un especialista? —pregunté con cierta brusquedad, porque, al fin y al cabo, Tom Martin era solamente médico de medicina general, y aunque siento el mayor respeto por estos profesionales y por cómo hacen malabarismos con tantas cosas, no estábamos hablando de un resfriado común o de una gripe.
—Sí —contestó con calma—. Le di el nombre de un médico de Dartmouth-Hitchcock, pero no fue a verlo. Pensaba que le costaría demasiado esfuerzo. E hizo bien, porque consulté con colegas, aquí y en Boston. Estudiaron su historial por ordenador y coincidieron con mi diagnóstico. No se habría conseguido nada más si hubiera hecho el viaje hasta Dartmouth-Hitchcock. No existen pruebas que permitan diagnosticar de manera concluyente ni el Parkinson ni el Alzheimer. Es estrictamente un diagnóstico clínico, una opinión del médico. La medicación que le di la ayudó bastante.
—En nuestra familia no hay antecedentes de ninguna de las dos enfermedades.
—No tienen por qué ser hereditarias.
—¿Es posible que tuviera un poco de las dos?
—Es posible.
—¿Qué probabilidades de sobrevivir habría tenido a su edad?
—Escasas.
Aun siendo profana en la materia, asentí.
—¿No podrían derivarse sus síntomas de otra cosa?
Frunció el ceño.
—¿Qué se te ocurre?
—No lo sé —contesté vagamente, a propósito—. Algo del aire…
—¿Como lluvia ácida?
—Quizá —concedí—. Con las corrientes de aire, Nueva Inglaterra se ha convertido en receptáculo de toxinas de las fábricas del centro del país, pero en realidad pensaba en algo más local, como el plomo.
—¿El plomo?
—La pintura de plomo. Rasparon la pintura vieja cuando volvieron a pintar la tienda de mi madre. El aire debía de estar cargado de plomo.
Sí, ya lo sé. Sabina decía que mamá tenía los síntomas desde hacía cinco años, y la obra se había llevado a cabo hacía solo cuatro. Pero ¿y si mamá hubiera estado simplemente envejeciendo antes de eso? ¿Perdiendo el interés por las tareas cotidianas? ¿Sufriendo una fuerte depresión posmenopáusica? ¿Y si la intoxicación por plomo hubiera empezado cuando acabó lo otro?
Tom sonrió con tristeza.
—No. Lo siento. Lo comprobé al principio. No tenía plomo en la sangre.
Sentí una punzada de aflicción. Estaba segura de que era por el plomo.
—¿No es posible que lo tuviera y desapareciera?
Tom negó con la cabeza.
—Me parece que mi hermana tiene algunos de esos síntomas.
El médico frunció el ceño.
—¿Sabina?
—No, Phoebe.
—Yo no he notado ningún síntoma. ¿En qué consisten?
—Falta de equilibrio y mala memoria. Son recientes. Yo los noté muy al principio, cuando estuve aquí en junio. Sabina dice que es el dolor por la muerte de nuestra madre, empatía. Pero ¿y si no es eso?
—Si no es eso, debería venir a verme —me aconsejó—. ¿Crees que podrás convencerla?
—No lo sé. A lo mejor me cuesta trabajo, con Sabina montando guardia. Si ves a Phoebe, ¿sabrás si el problema es real o psicosomático?
—Es posible. Tu madre no tenía control sobre los síntomas, pero tu hermana quizá sí. Eso sería importante. Y además, podría hacer pruebas para buscar plomo.
Terminé el café y dejé la taza en la mesa.
—Volviendo a lo otro, la lluvia ácida o lo que sea. ¿Crees que hay un porcentaje anormal de enfermedades en esta ciudad?
Tom tomó un sorbo de café y pareció perderse unos momentos en sus propios pensamientos. Después dejó la taza, parpadeando.
—Podría ser.
—¿Y cuál crees que es la causa?
—Intento averiguarlo desde que llegué.
—¿Cómo?
—Observando. Preguntando.
—¿Y qué piensas?
Guardó silencio, dándole vueltas a la taza, observando cómo giraba. La dejó quieta y alzó los ojos.
—Lluvia ácida o lo que sea. Pero yo no te he dicho nada.
—¿Por qué?
—Porque no tengo pruebas científicas.
—Diagnosticas Parkinson y Alzheimer sin pruebas científicas —repliqué.
—Lo otro es distinto. Supone un problema muy grave, de carácter político. Puedo dar mi opinión, incluso deducir que existe cierta propensión, pero los hay que dirán que estoy loco, y quizá sean lo suficientemente poderosos como para destruir mi credibilidad en esta ciudad.
—¿Sacrificarías la salud de la gente por tu credibilidad? —pregunté, otra vez con brusquedad.
Se inclinó hacia delante, con más vehemencia.
—He vivido suficiente tiempo en Washington como para conocer gente de allí. Digo cosas, puedes creerme, de verdad, y quizá mis argumentos han caído en saco roto hasta la fecha, pero en cierto modo estoy atado de pies y manos. He tenido que tomar una decisión: ser político o ser médico. Sí, me preocupa mi credibilidad. Creo que soy el mejor médico de la ciudad, en parte porque hago todas las preguntas que sé hacer y trato a mis pacientes en consecuencia. Si dejo la consulta para dedicarme a la causa, ¿quién se ocupará de toda esta gente?
—Un sustituto —dije, comprendiendo adónde quería ir a parar, pero quizá fuera alguien que estuviera en deuda con los Meade hasta el punto de negar todo lo que intentaras hacer en Washington. ¿Has hablado con los Meade sobre esto?
—¿Sobre qué?
—Sobre la lluvia ácida o lo que sea.
Con suma cautela, Tom preguntó:
—¿Por qué tendría que hablar con los Meade?
—Porque son los dueños de la única industria de la ciudad.
—Yo pensaba que estábamos hablando de la contaminación del centro de Estados Unidos.
—Así es.
Tom guardó silencio. Al cabo de unos segundos, dijo:
—Dicen que por ahí no van los tiros.
—¿Con respecto a qué? ¿La lluvia ácida o lo que sea?
Me mantuvo la mirada.
—Lo que sea.
—¿Qué es lo que sea?
—No estoy seguro.
—¿Has hecho alguna investigación?
—Varias.
—¿No me puedes contar nada?
—Si lo hiciera y se enterasen ciertas personas, podría perder mi trabajo.
—¿Como lo de perder tu credibilidad?
—Haces demasiadas preguntas —replicó, irritado.
Tranquilizándome, e incluso sonriendo, dije:
—En Washington soy más diplomática. Aquí vuelvo a las andadas y no paro de hacer preguntas. A nadie le gustaban cuando era pequeña.
—Pues ahora tampoco gustarán —me previno—. Algunos dirán que lo único que quieres es un chivo expiatorio por la muerte de tu madre.
—Pues sí. Casi quería que fueras tú.
—Y yo también. Cuando muere un paciente, me rompo la cabeza pensando si no podría haber hecho otra cosa, pero en este caso no tengo respuesta. Seguí con toda atención los síntomas de Alyssa, consulté con colegas, la animé a que pidiera una segunda opinión a otro médico, le hice todas las preguntas pertinentes para determinar si había estado expuesta a algún elemento maligno. Hice cuanto pude por aliviar sus síntomas salvo obligarla a hacer una tontería para curar una enfermedad indeterminada.
—Lo sé —dije. Y era cierto—. Pero ahora tengo que encontrar a otra persona.
Si pensaba que se había librado, no lo demostró.
—Ten cuidado, Annie. Los Meade son los dueños de esta ciudad, y tú lo sabes mejor que yo.
Tras una pausa, dije:
—O sea, que ya conoces la historia.
—¿La de Aidan Meade y tú?
Asintió con la cabeza.
—Vaya. —Tomé una profunda bocanada de aire—. En fin, lo que pasa es que ahora soy distinta de como era entonces. La influencia de Middle River no es la única que existe en el mundo. A lo mejor tú estás atado de pies y manos, pero yo no. Sé cómo se pueden hacer las cosas. Verás —añadí con calma—, es posible que los síntomas de mi madre fueran de Parkinson o de Alzheimer, pero lo que importa es que Phoebe presenta los mismos síntomas, y tú aseguras que no es por el plomo. Tengo un mes por delante, tengo energías y un aliciente para utilizar las dos cosas. Plantéatelo como si yo pudiera hacerte el trabajo más desagradable. No me importa nada mi credibilidad en Middle River y, desde luego, no tengo que preocuparme por mi trabajo. Tú cuidaste a mi madre y he venido a darte las gracias. Eso es lo que le he dicho a tu secretaria. Lo más probable es que ya lo sepa casi todo el mundo. —Me incliné sobre la mesa y susurré—: Dime por dónde tengo que ir, Tom. Te estaré eternamente agradecida.
Se terminó el café y se levantó; cogió mi taza, ya vacía, y depositó las dos en un contenedor que estaba al lado. Yo empezaba a pensar que hasta ahí había llegado todo cuando volvió, se sentó en la misma silla y dijo con tremenda seriedad:
—Yo había pensado en el mercurio.
Suspiré.
—No puede ser. En la fábrica dejó de utilizarse mercurio mucho antes de que mi madre se pusiera enferma.
—Pero el mercurio es especial —replicó Tom—. Entra en el cuerpo, se instala en un órgano y se queda esperando. Los síntomas a lo mejor no salen a la superficie hasta varios años después. Por eso resulta tan fascinante la posibilidad de la intoxicación por mercurio en Middle River.
Sentí una descarga de adrenalina.
—Decir que es fascinante me parece un eufemismo. ¿Estás seguro de que es así como actúa?
—¿Que permanece latente? Completamente seguro. El problema es que no he podido relacionar a ninguno de mis pacientes con una exposición directa a ese elemento. Demuéstralo y superarás a Grace, Annie.