Llegué a Middle River a medianoche por pura cobardía. Podría haber salido de Washington a las siete de la mañana y haber llegado a tiempo para pasar por Oak Street a plena luz del día, pero entonces me hubieran visto. Mi pequeño BMW descapotable, que había comprado de segunda mano pero que me encantaba, habría destacado entre las camionetas y furgonetas; para remate, tenía matrícula de Washington. Middle River me esperaba en junio, para el funeral, pero ahora no. Por esa razón no me habrían quitado ojo.
No estaba yo para que me mirasen, y mucho menos para ser la comidilla de la noche. La seguridad que tenía con mi personalidad de Washington se fue desvaneciendo a medida que me aproximaba al norte. Bebí agua mineral, piqué un poquito de salmón a la parrilla de un Sutton Place y entre horas tomé Toblerone de chocolate con leche. Me arremangué los vaqueros blancos hasta las rodillas, me subí el cuello de la camisa de punto, que era de importación, me hice un moño con unos palillos de bambú… cualquier cosa con tal de parecer sofisticada, pero no sirvió de nada. Cuando estaba a punto de llegar a Middle River me sentía como la estúpida inadaptada que era cuando abandoné la ciudad quince años atrás.
Concéntrate, me dije por enésima vez desde que había salido de Washington. No eres ninguna estúpida. Has encontrado tu huequecito. Eres una mujer triunfadora, una escritora de talento. Lo dicen los críticos y lo dicen los lectores. La opinión de Middle River no tiene la menor importancia. Estás aquí por una razón y nada más que por esa razón.
Y así era. Solo con recordar que mamá no estaría en casa cuando yo llegara, me puse más furiosa. Arropada por esa rabia y el cálido aire nocturno, justo al llegar al sur de la ciudad, en un acto de rebeldía, bajé la capota del coche. Cuando Middle River apareció ante mi vista, pude controlar hasta el rincón más remoto.
Para un observador ingenuo, sobre todo bajo el claro de luna, el escenario resultaba pintoresco. En Peyton Place, la calle principal era Elm. En nuestro pueblo, era Oak. Al pasar por el centro era lo suficientemente ancha como para tener sus aceras, sus árboles e incluso estacionamiento en batería. Las tiendas que había a ambos lados de la calle estaban tenuemente iluminadas, de forma que ofrecían una ligera idea de lo que había en su interior: cortacéspedes en la ferretería Farnum, estanterías con revistas en Prensa y Chucherías, frascos de vitaminas en El Boticario. A la vuelta de la esquina estaba el bar del barrio, El Redil, a oscuras salvo por la jarra de cerveza con espuma colgada sobre la puerta.
En el cruce de las calles de Pine y Oak, a la izquierda, un poste de peluquería señalaba el lugar donde Jimmy Sacco había ejercido de peluquero durante años, antes de traspasarle las tijeras al otro Jimmy, el más joven. El poste relucía a la luz de los faros de mi coche, rodeando con un halo los bancos a ambos lados de la esquina. Cuando hacía buen tiempo esos bancos estaban siempre llenos, cada centímetro era un centro de cotilleos como el de la manicura de Willow Street. Por la noche se quedaban vacíos.
O así era por lo general. Algo se movió en uno de ellos, algo pequeño y muy pegado al asiento, y al instante desapareció. ¿Sería Barnaby? Era un gatito muy pequeño cuando yo me marché de la ciudad. Muchos gatos viven más de quince años.
Incapaz de resistirme, me acerqué al bordillo y puse el freno de mano. Dejé la puerta del coche abierta, subí el escalón y crucé con precaución el paseo hasta el banco. Le tenía mucho cariño a Barnaby, o mejor dicho, él me tenía mucho cariño a mí.
Pero no era Barnaby. Me di cuenta cuando me aproximé. Aquel gato, que se había sentado, era atigrado. Era anaranjado, no gris, y tenía el pelo más encrespado que Barnaby. ¿Hijo suyo? Posiblemente. El muy bobo había engendrado una caterva de gatitos en el transcurso de los años. Mi madre, que sabía de mi cariño por Barnaby, me había mantenido al corriente.
Tranquilizada por el leve olorcillo a tónico capilar que impregnaba los listones detrás del banco, extendí una mano hacia el nuevo guardián. El gato la olisqueó por delante y por detrás y apretó la cabeza contra el pulgar. Sonriendo, le rasqué las orejas hasta que empezó a ronronear suavemente. No hay nada como el ronroneo de un gato. Lo echaba en falta.
Me estaba enderezando cuando oí un murmullo que pareció decir «Los gatos sacan las uñas», pero cuando miré a mi alrededor, no había ni sombras ni siluetas humanas.
El gato siguió ronroneando.
Presté atención unos momentos, pero el único ruido procedente de la puerta de la peluquería era el ronroneo. Volví a mirar a mi alrededor y tampoco vi nada.
Atribuyéndolo al cansancio, regresé al coche y continué. De nuevo me dejé atrapar por el encanto de la ciudad: al otro lado de la calle estaba el banco, y apartado de la acera, el ayuntamiento; tenía detrás de mí la iglesia católica y delante la iglesia congregacionista, con las agujas blancas delicadamente iluminadas. Cada una estaba rodeada por su rebaño boscoso, una generosa congregación de árboles que proyectaban sombras de luna sobre la tierra. Era como el sueño de un poeta.
Pero yo no soy poeta. Y tampoco ingenua. Conocía los terribles secretitos que ocultaba la oscuridad, mucho más allá de aquellos hombres que, al igual que Barnaby, sembraban su semilla por toda la ciudad. Sabía que en el letrero de la ferretería Farnum antes había un «e Hijo», hasta que ese hijo fue detenido por abusar de una vecina de nueve años y le impusieron una larga condena. Sabía que había estallado una terrible trifulca familiar tras la muerte de Harriman, que acabó en la división de los Almacenes Harriman en una tienda de comestibles y una panadería, dos entidades distintas, cada una con puerta propia, su propio espacio y un sólido muro de ladrillo en medio. Sabía que había marcas de quemaduras, limpiadas y desvaídas pero aún visibles, en la fachada de piedra de la redacción del periódico, ante la que Gunnar Szlewitchenz, el que fuera el borracho oficial del pueblo, había encendido una hoguera, furioso con el director por haber escrito mal su apellido en un artículo. Sabía que había un tramo arreglado del bordillo frente al banco, recordatorio de la ocasión en que Karl Holt intentó usar su camión como arma mortífera contra su mujer, que trabajaba dentro y lo engañaba.
Todas estas cosas eran ya leyenda en Middle River, historias conocidas por todos los lugareños, que detestaban compartirlas con los forasteros. Middle River estaba encerrado en sí mismo, con la cara meticulosamente maquillada para ocultar sus defectos.
Aferrándome a esta idea, logré evitar la nostalgia hasta que pasé junto a las rosas del hostal de Road’s End. Entonces me atacó de una forma visceral. Aunque no podía ver las flores en la oscuridad, el olor me resultaba tan familiar como cualquier recuerdo de la infancia, tan evocador del verano en Middle River como el roble maduro, el abeto blanco, la tierra húmeda.
Sucumbiendo unos instantes, volví a ser una niña que acababa de comprar monedas de chocolate en Prensa y Chucherías, que había ido a una tienda ella sola por primera vez, sirviéndose de los rosales como indicador del camino a casa. Reviví el sabor del chocolate, la emoción de estar sola, la sensación de ser mayor pero de estar un poco asustada, el olor de las rosas, increíblemente fragante y dulce, y el convencimiento de que no iba a perderme.
Como entonces, torcí a la izquierda en Cedar, pero acababa de tomar la curva cuando pisé el freno. A media manzana de distancia, destacando en la oscuridad, había un amasijo de carne desnuda, un cuerpo, no, dos cuerpos entrelazados unos segundos más de lo debido de una forma muy reveladora. Antes de que se levantaran y corrieran hacia los árboles entre estallidos de risa, yo había agachado la cabeza, con los ojos cerrados y las mejillas rojas. Cuando levanté la mirada, habían desaparecido. Seguía ruborizada.
«Hacerlo en un sitio público»: así lo llamaban los chavales del pueblo, y se consideró una travesura atrevida durante años. Respuesta de Middle River al «club de los superaltos», hacerlo en un sitio público conllevaba hacer el amor a medianoche en el centro del pueblo. A aquella pareja les quitarían puntos por estar en Cedar Street en lugar de en Oak, y también si el apareamiento no acababa en… esto… desahogo. Difícilmente dirían la verdad sobre ninguna de las dos cosas, pero la versión que dieran perpetuaría el rito.
Mientras crecía allí, pensaba que hacerlo en un sitio público era el colmo del mal. En aquel momento, el ver a dos personas que evidentemente se lo estaban pasando bien, haciendo algo que de todos modos harían en otro sitio, me divirtió. A Grace le habría encantado. Lo habría reflejado en uno de sus libros. Qué demonios; lo habría hecho ella misma, probablemente con George, el griego alto y atractivo que fue su primer y tercer marido y, con frecuencia, su compañero en la rebelión.
Me acerqué al río, aún sonriendo. De repente, el aire era más cálido y húmedo, apenas me acariciaba el rostro ruborizado mientras seguía conduciendo. El sonido de las ranas y los grillos se superponía al zumbido del motor del coche, pero el río fluía en silencio; al parecer, aquella noche no quería competir. Y sin embargo, yo sabía que estaba allí. Siempre estaba allí, con su nombre y su realidad. Seguramente, el setenta por ciento de la población activa del pueblo obtenía su sueldo semanal de la fábrica Northwood, y el río era el alma de la fábrica.
En la manzana siguiente giré a la derecha y me interné en Willow. No era la calle más elegante; la más elegante era Birch, donde vivía la élite, en sus magníficas casas coloniales de ladrillo recubiertas de hiedra. Pero todo lo que le faltaba a Willow de magnificencia le sobraba de encanto. Aquí las casas eran victorianas, y no había dos iguales. La luna ponía de relieve una gran variedad de aguilones, travesaños y adornos; los faros del coche rebotaban sobre vallas de distintos estilos y alturas. Los jardines no estaban ni la mitad de bien cuidados que los de Birch, pero eran exuberantes. Los arces se desplegaban a lo ancho y a lo largo de la calle; aunque ya había pasado la época de floración, los rododendros, las kalmias, los lilos y las forsitias rebosaban de hojas. ¿Y los homónimos de la calle, los sauces[1]? Se erguían a la orilla del río, con toda la altura y la arrogancia que puede tener un ser llorón; sus brazos de manantial eran lo suficientemente gráciles como para hacerse perdonar los problemas que causaban sus hojas en el césped de nuestros jardines.
El pintoresco centro, la quintaesencia de los hogares de Nueva Inglaterra, la histórica fábrica… Comprendí que un visitante se enamorase de Middle River. Tenía un atractivo visual muy fuerte; pero a mí no me engañaba: aquella rosa tenía una espina, y yo me había pinchado demasiadas veces para olvidarla. No había ido allí para dejarme embaucar, sino para encontrar respuestas a unas cuantas preguntas.
Naturalmente, en el mensaje de voz que había dejado a Phoebe fui más diplomática. Las pocas preguntas que había formulado la última vez que estuve allí no habían sido bien recibidas. Phoebe estaba alterada y Sabina a la defensiva. No quería volver a entrar con mal pie.
Tras la muerte de mamá, Phoebe, que era la mayor de las tres, vivía sola en la casa en la que nos habíamos criado. Si yo seguía teniendo un hogar en Middle River, era esa casa. No me planteaba alojarme en ningún otro sitio.
—Hola, Phoebe —había dicho tras el pitido—. Soy yo. Aunque no te lo creas, voy camino de casa. La muerte de mamá sigue preocupándome. Creo que necesito pasar una temporada con vosotras. Sabina no sabe que voy. Mañana le daré la sorpresa, pero no quería darte un susto presentándome por las buenas en plena noche. No me esperes levantada. Nos veremos por la mañana.
La casa era la quinta a la izquierda, amarilla con molduras blancas que relucieron con la luz de los faros cuando me interné en la entrada. Rodeando la furgoneta de Phoebe, aparqué junto al garaje, donde mi coche no pudiera verse desde la calle. Miré al cielo: ni una nube. Me apeé y saqué el equipaje del maletero. Colgándome las bolsas de los hombros y haciendo malabarismos con las maletas, empecé a subir la escalera lateral y me detuve, no tanto por la carga del equipaje como por la de los recuerdos. No los acompañaba la rabia, sino la pena. Mamá no estaría allí. Nunca volvería a estar allí.
Sin embargo, me la imaginaba allí, al otro lado de la puerta de la cocina, sentada a la mesa, esperando a que yo volviera a casa. Sin maquillaje, con su pelo corto, rubio y ondulado detrás de las orejas, y sus ojos llenos de preocupación. Ah, y en pijama. Sonreí con el recuerdo. Ella aseguraba que era para estar abrigada, y quizá fuera cierto, pero la recuerdo con camisón cuando yo era pequeña. El cambio sobrevino en mi adolescencia. Por entonces mi madre debía de tener cuarenta y tantos años y estaba más delgada que nunca. Con menos grasa para protegerla, a lo mejor sentía más el frío, así que posiblemente tenía buenas razones para abrigarse.
De todos modos, yo sospecho otra cosa. Mi abuela, que siempre llevaba pijama, murió cuando yo tenía catorce años. La transformación se produjo poco después. Mamá pasó a comportarse como su madre, y no solo en lo de los pijamas. Desaparecida Connie, se convirtió en la guardiana de la moral familiar, y se quedaba despierta hasta que llegaba la última de nosotras sin percances. Sin percances: esa era la clave, porque los incidentes traían la deshonra. Una borrachera en público, la conducta lasciva, un embarazo no deseado… esas eran las cosas sobre las que hablaba todo Middle River, sumergido en la nube con fragancia de tónico que flotaba sobre los bancos de la peluquería y que se superponía al olor a laca de la tienda de la manicura y al olor de la carne con verduras del restaurante de Omie.
Grace Metalious había dado en el clavo con aquello. Con tanto miedo de que se descubriese su secreto como la Constance MacKenzie de Peyton Place, le horrorizaba aún más que hablaran de ella.
Claro que, aparte de la decepción con Aidan Meade, yo nunca le di a mamá motivo de preocupación. No salía con nadie. Lo que hacía, desde poco después de empezar a conducir, era ir a Plymouth los sábados por la noche, sentarme a una mesa en una cafetería y leer. Estar sola en un sitio en el que no conocía a nadie era mejor que pasar sola la noche del sábado en Middle River. Y mamá me esperaba despierta hasta que llegaba, lo que aliviaba un poco la soledad.
Sintiendo todo el peso de esa soledad, subí la escalera, abrí la puerta y entré sigilosamente. Mamá no estaba allí, pero tampoco la cocina que yo recordaba. La habían renovado por completo hacía dos años; mamá estaba ya enferma, pero se empeñó en hacerlo. Había visto los cambios cuando estuve allí para el funeral, pero al subir por la escalera lateral aún guardaba en la memoria la antigua, con la vetusta encimera de formica, los anticuados electrodomésticos y el suelo de linóleo.
La nueva cocina vibraba al cálido resplandor de los halógenos bajo los armarios. Las paredes estaban pintadas de color burdeos, las encimeras eran de granito beis y el suelo de gres rojizo. Los electrodomésticos eran de acero inoxidable, incluyendo el triturador de basura.
Yo no tenía triturador de basura, ni dispensador de cubitos de hielo en la puerta de la nevera. Aquella cocina era mucho más moderna que la mía de Washington. Me dejó impresionada, cosa que no había ocurrido en junio, dada mi preocupación.
La mesa era redonda, con tablero de madera de arce y patas de hierro forjado, y las sillas blancas de listones, de época. Dejé la bolsa del ordenador en una de ellas, apagué las luces, seguí por el pasillo y entré en la sala para apagar la lámpara. Allí estaba mi hermana Phoebe, en el sofá, tapada con una manta de punto, los ojos cerrados, inmóvil.
Era la que más se parecía a mamá de las tres. Tenía la misma frente despejada y los mismos ojos verdes, brillantes, el mismo pelo rubio y ondulado, la misma boca de labios finos de los McCall. Parecía mayor que cuando la había visto el mes anterior, y un poco pálida, por el esfuerzo de seguir adelante. Independientemente de los problemas físicos que pudiera sufrir, empecé a imaginar lo que habría sido para ella el mes anterior. Mi soledad al volver a una casa sin la presencia de mamá no era nada en comparación con la de Phoebe, que notaba su ausencia continuamente. No solo había vivido con mamá todo el tiempo, salvo el breve período de su matrimonio, sino que había trabajado con ella. Aquella pérdida debía de reflejarse en su rostro un día sí y otro también.
Dejé las maletas en el suelo, me acerqué al borde del sofá y toqué ligeramente la parte de debajo de la manta que debía de corresponder a un brazo.
—¿Phoebe? —murmuré.
Como no se movió, la sacudí con dulzura.
Abrió los ojos lentamente. Se quedó mirándome fijamente unos momentos, como sin comprender, y a continuación dijo, confusa:
—¿Annie?
Tenía una voz inusualmente nasal.
—Has oído mi recado, ¿no?
—El recado —repitió, hecha un lío.
Se me cayó el alma a los pies.
—Sí, en el buzón de voz. Te decía que iba a venir.
Yo pensaba que había dejado las luces encendidas por mí.
—No… ¿En el buzón de voz? Sí, supongo que sí… —. Se le iluminaron un poco los ojos—. Estoy atontada, por las medicinas. Estoy resfriada. —Eso explicaba la voz nasal—. ¿Qué hora es?
Miré mi reloj.
—Las doce y diez. —Llegué a la conclusión de que lo de las medicinas para el resfriado era algo razonable e intenté animar las cosas con una sonrisa—. Me he llevado una sorpresa con la cocina. Siempre espero ver la antigua.
No estoy segura de que oyera mi comentario. Tenía el ceño fruncido.
—¿Por qué has venido?
—Sentía necesidad de estar aquí.
Tras una brevísima pausa, añadió:
—¿Por qué ahora precisamente?
—Estamos en agosto. En Washington hace mucho calor. He terminado de revisar mi libro. Y mamá ha muerto.
Phoebe no se movió, pero se espabiló un poco.
—O sea que es por mamá. Eso dice Sabina.
—¿Le has dicho a Sabina que iba a venir? —pregunté, consternada. Habría preferido llamar a Sabina para contárselo yo misma.
—He ido a cenar allí. No podía dejar de contárselo.
Vale. No quería empezar a discutir. Sabina se habría enterado de todos modos, y enseguida.
—Echo de menos a mamá —dije—. No he tenido tiempo para llorarla, y quiero saber más cosas sobre sus últimos días, qué le pasaba… ¿comprendes?
—¿Y la casa?
Dije, frunciendo el ceño:
—¿Qué pasa con la casa?
—Sabina dice que querrás quedarte con ella.
—¿Esta casa? —pregunté con sorpresa—. ¿Y por qué iba a quererla? Tengo mi propia casa, y esta es tuya.
—Sabina dice que de todos modos la querrías. Dice que seguro que te conoces todos los trucos legales, y que es por el dinero.
—Perdona. ¿El dinero? Tengo suficiente dinero. —No me sorprendió que Sabina pensara que quería más. Siempre esperaba lo peor de mí, motivo por el que habría preferido telefonearla para informarle de que estaba allí. Así podría haber cortado sus sospechas de raíz—. ¿Acaso he pedido algo de la herencia de mamá? —añadí.
Phoebe no respondió. Me dio la impresión de que estaba intentando recordar.
—Mamá murió hace apenas seis semanas —añadí—. ¿Lleva Sabina dándole vueltas al asunto todo este tiempo?
—No. Solo… solo desde que se enteró de que ibas a venir, supongo.
Así de rápido había vuelto a las trifulcas de la infancia. Sabina era la mediana, con lo que debería haber adoptado el papel de conciliadora de la familia, pero nunca había sido así. Los once meses de diferencia entre Phoebe y ella la habían dejado con ansias de que le prestaran atención, situación que se agravó con mi llegada cuando Sabina apenas había cumplido dos años. Dije:
—Por eso te llamé a ti y no a ella. Sabía que no le haría ninguna gracia mi visita, y eso es muy triste, Phoebe. Middle River es donde yo crecí. Mi familia está aquí. ¿Por qué tiene que sentirse amenazada?
Phoebe no se había movido del sofá, pero su mirada era tan aguda como la de mamá cuando se preocupaba por si habíamos hecho algo malo.
—Ya no tiene nada que ver contigo. Y yo tampoco.
—Soy vuestra hermana.
—Eres escritora. Vives en una ciudad y no paras de viajar. Comes más veces fuera que en casa. Conoces a celebridades. —Sus ojos se abrieron de par en par al recordar algo más—. Y tu media naranja aparece constantemente en la televisión.
—No es mi media naranja —le recordé.
—Bueno, con quien compartes casa —admitió, y aspiró aire con dificultad—. Pero Middle River es totalmente diferente. Aquí las mujeres solteras no compran casas a medias con hombres solteros.
—Greg y yo nos protegemos mutuamente… pero eso no tiene nada que ver. Soy tu hermana, Phoebe —insistí, en tono suplicante, porque aquella discusión me estaba haciendo sentir incluso más sola que cuando entré en la cocina y no encontré a mamá—. He intentado ceder durante los últimos años. ¿Acaso nuestras vacaciones no eran para eso? ¿Y el dinero para la furgoneta nueva? Incluso la cocina nueva —añadí, aunque yo solo había pagado los electrodomésticos—. ¿Por qué iba a intentar llevarme lo que es tuyo?
Phoebe sacó un brazo de debajo de la manta, otra vez como atontada. Se apretó los ojos, se los frotó con el índice y el pulgar.
—No lo sé. Yo no hago listas.
—Phoebe… —dije en tono crítico.
—Supongo que no, pero Sabina dice que…
—No me hables de Sabina —la interrumpí—. Tú. ¿También tú desconfías de mí?
Contestó con voz estentórea:
—A veces me siento confusa.
Dejó caer la mano. Abrió los ojos, con una expresión lastimera, y se me volvió a caer el alma a los pies. No cabía duda de que algo pasaba.
—Es por el resfriado —razoné, pero de repente algo me distrajo. Con la manta quitada, vi lo que llevaba Phoebe. Sonriendo, le dije en broma—: ¿Es un pijama?
Se puso inmediatamente a la defensiva.
—¿Qué tienen de malo los pijamas?
—Nada. Solo que eran cosas de mamá.
—Ella tenía frío y ahora yo tengo frío.
En la habitación no hacía frío; si acaso, más bien calor. Yo había entrado en el pueblo con la capota bajada, y Phoebe tenía las ventanas cerradas a cal y canto. En la casa no había aire acondicionado. Incluso el ligero calor de fuera habría agitado un poco el aire de la habitación, y la humedad de la noche habría contribuido a aliviar el resfriado de Phoebe. Volví a pensar que parecía muy pálida.
—¿Llevas mucho tiempo enferma? —le pregunté.
Suspiró y dijo:
—No estoy enferma. Es solo un resfriado. Son cosas de la vida. Los clientes me lo pegan constantemente en la tienda. Es tarde. Será mejor que me vaya a la cama.
Me levanté del sofá, me eché al hombro las bolsas y miré hacia atrás. Phoebe estaba sujetándose a un brazo del sofá con una mano mientras se apoyaba en la otra para levantarse. Me recordó a mamá la última vez que la había visto. Era mala señal.
—En serio, Phoebe, ¿te encuentras bien?
Ya de pie, levantó las dos manos.
—Sí. Estoy bien. Vamos. Yo apago la luz.
Yo estaba en el pasillo cuando la sala quedó a oscuras, con la escalera iluminada por una lámpara del piso de arriba. Subí y seguí por el pasillo hasta la habitación que siempre había sido la mía. Dejé el equipaje y me volví para esperar a Phoebe. Caminaba lentamente, y parecía un poco inestable. ¿El típico atontamiento de medianoche? Posiblemente. Pero la inquietud que yo había sentido después de la última vez que estuve allí ya no podía abandonarme.
Phoebe se acercó, con su estatura casi como la de mamá, unos centímetros menos que yo, y dijo:
—Tu habitación está igual. No he tocado nada.
—No me preocupaba lo más mínimo. ¿Y tu habitación? ¿Sigues durmiendo allí?
—¿Y dónde iba a dormir si no?
—En la habitación de mamá. Es la más grande. Ahora es tu casa, y tienes derecho a esa habitación. ¿No lo sugirió Sabina la última vez que yo estuve aquí?
—Supongo que sí —contestó Phoebe, de nuevo confusa—. Pero tendría que cambiar de sitio todas mis cosas, y llevo tanto tiempo en mi habitación que… —Sus ojos tenían una expresión lastimera—. Además ¿tengo fuerzas para todo eso?
Debería haberlas tenido. Contaba solo treinta y seis años, pero saltaba a la vista que estaba agotada física y emocionalmente. Pensé en cómo conseguiría llevar la tienda. En lugar de expresar dudas cuando parecía tan vulnerable, dije:
—Bueno, ¿a qué hora te vas a levantar mañana?
—A las siete. Abrimos a las nueve.
—Si te pones peor, ¿puedes quedarte en casa?
—No me voy a poner peor.
—Vale. ¿Nos vemos en el desayuno?
Asintió, frunció el ceño y añadió:
—A menos que duerma hasta más tarde. Estoy muy cansada. A lo mejor es por el resfriado, o a lo mejor porque echo de menos a mamá.
Con una sonrisa extrañamente compungida, se me adelantó por el pasillo.
—¿Quieres que apague la lámpara? —pregunté.
Miró hacia atrás.
—¿La lámpara?
Señalé la que estaba en lo alto de la escalera.
Se quedó mirándola con sorpresa.
—No. Déjala. Si hubiera estado encendida aquella noche, mamá no habría tropezado. Estaba oscuro. Si hubiera podido ver, no se habría caído, y si no se hubiera caído, aún estaría viva.
—Estaba enferma —le recordé—. No fue tanto por la oscuridad como por el equilibrio.
—Fue por la oscuridad —aseguró Phoebe, y desapareció en su habitación.
No dormí bien. Tras abrir las ventanas, retirar las mantas y quitarme toda la ropa, fui capaz de soportar el calor, pero la chica urbanita que había llegado a ser no estaba acostumbrada al ruido. Al tráfico, sí. A las sirenas, sí. A los camiones de la basura, también; pero a las ranas y a los grillos, no. Naturalmente, al estar despierta, pensé en mamá, en si Phoebe también estaría enferma y, en tal caso, si se debería al plomo o a algo peor, y cada vez que me despertaba volvía a pensar en lo mismo. Llegó el amanecer y se apagaron los ruidos nocturnos, con lo que resurgió el río. Nuestra casa estaba a la orilla. Las aguas pasaban raudas por allí, arrastrando seres acuáticos, hojas y hierbas de las orillas que se precipitaban por entre las piedras.
Dieron las siete, y presté oídos para saber si Phoebe se había levantado, pero no oí señales de vida en la casa hasta las siete y veinte. Llevaba un camisón corto y estaba sentada en el borde de la cama, a punto de ponerme de pie cuando entró Sabina.
Sabina y yo éramos Barnes, con el pelo negro como ala de cuervo, la piel pálida y la boca de labios gruesos de papá. Cuando éramos pequeñas, esos rasgos lucían mucho más en ella que en mí. Sabina era guapa y caía bien a todos. A mí me ocurría lo contrario. Las dos medíamos 1,68, aunque Sabina se empeñaba en que me sacaba un centímetro. Yo no me peleaba por eso. Ya había suficientes cosas por las que pelearse. Mientras se aproximaba a la cama, noté lo que iba a pasar.
Intenté difuminarlo con una sonrisa.
—Hola. Iba a llamarte. ¿Se ha despertado Phoebe?
—No —contestó Sabina en voz baja. Cruzó los brazos y los pegó al cuerpo—. Primero quería hablar contigo. Lo ha pasado muy mal, Annie. No quiero que la incordies.
Consternada por su brusquedad, dije amablemente:
—Yo estoy bien, gracias. ¿Y tú?
Ni pestañeó.
—Podemos dedicar cinco minutos a los cumplidos, pero esto es realmente importante. A Phoebe le cuesta trabajo aceptar que mamá ha muerto. No sé por qué has venido, pero si estás pensando en hacer algo para crear problemas, te ruego que no lo hagas.
Me molestó tanto que contraataqué.
—A Phoebe no solo le cuesta trabajo aceptar la muerte de mamá. Parece enferma. Dice que es un resfriado, pero yo creo que es algo más.
—Claro que es algo más, pero no se puede hacer nada —replicó Sabina—. Su forma de actuar… ¿como la de mamá? Es algo natural que pasa a veces cuando muere un ser querido. He hablado sobre ello con Marian Stein.
—¿Quién es Marian Stein?
—Una terapeuta de aquí. Yo lo estoy controlando todo, Annie.
—¿Está tratando a Phoebe?
—Por supuesto que no. Phoebe no necesita ninguna terapia; solo tiempo. Se le pasará.
—¿Ha ido al médico?
—No hace falta. Los resfriados se pasan y los síntomas también.
Sabía que no debía mencionar el plomo. A Sabina no le iba a gustar. Así que dije:
—A mamá le diagnosticaron Parkinson. Puede ser cosa de familia.
La mirada de Sabina se endureció.
—Y por eso no deberías estar tú aquí —replicó, aún en voz baja pero salpicada de malevolencia—. Necesita que la animen, y tú eres tan negativa que la hundirás más.
—Vamos, Sabina —dije en tono burlón—. Tengo suficiente sentido común como para no decir nada delante de ella. Pero averigüé cosas sobre el Parkinson en Google después de que se lo diagnosticaron a mamá. Si mamá lo tenía y también lo tiene Phoebe, tú o yo podemos correr el mismo riesgo. ¿Es que no te preocupa?
—¿Cómo que si mamá lo tenía? —arremetió Sabina, con los brazos cruzados sobre la cintura.
—Sus síntomas pueden deberse a otras causas —le espeté, e inmediatamente me arrepentí.
—¡Ya lo sabía yo! ¡Ya sabía yo que meterías las narices en esto! A ver, ¿dónde estabas tú el año pasado o el anterior? Muy bonito eso de venir a criticarnos ahora…
—No estoy criticando a nadie.
—… pero no estabas aquí. Nosotras sí, Annie. Phoebe y yo llevábamos a mamá al médico, le comprábamos las medicinas, nos asegurábamos de que las tomase porque a ella se le olvidaba. Phoebe lleva al frente de la tienda los últimos cinco años…
—¿Cinco?
—Sí, cinco. Hacía años que mamá no se sentía con fuerzas para trabajar.
Cinco años suponía un obstáculo para la teoría del plomo. Significaba que mamá había enfermado mucho antes de que la tienda se llenara del polvo de la pintura con plomo. Podía existir relación, sobre todo en el caso de Phoebe, pero habría que investigar.
Me enfadé.
—¿Por qué no me lo dijisteis en su momento?
—¡Porque no estabas aquí! —gritó Sabina, e inmediatamente bajó la voz—. Y porque los síntomas eran leves y al principio pensamos que era la edad, y porque Phoebe podía encargarse del trabajo, y porque a mamá le habría horrorizado que hablásemos a sus espaldas. Por eso no te lo contamos, ni se lo contamos a nadie hasta que los síntomas fueron evidentes; incluso entonces tú no viniste. Así que no nos critiques, Annie. No tienes ni idea de cómo ha sido. Hicimos lo que pudimos.
Guardé silencio. ¿Qué podía decir? Sí, me sentía culpable. Me sentía culpable desde el momento en que me enteré de que mamá había muerto. Me decía una y otra vez que había ido allí a cumplir una misión; esa era la premisa inicial. Pero quizá la misión iba a ser más amplia de lo que había calculado. De modo que corregí mentalmente esa premisa con la VERDAD N.o 1: sí, había ido a Middle River para averiguar si mamá había muerto de algo que estaba afectando a Phoebe, pero también estaba allí por mi sentimiento de culpa. Les debía algo a mis hermanas. Quería compensarlas por no haber ayudado cuando mamá estaba enferma. Pero no podía decírselo a Sabina. Se me habrían atragantado las palabras. En su lugar pregunté:
—¿Cómo están Lisa y Timmy?
Eran los hijos de Sabina, de doce y diez años, respectivamente. En realidad sabía cómo estaban; manteníamos una relación continua por correo electrónico y me había puesto muchas veces en contacto con ellos el mes anterior, aunque pensaba que Sabina no lo sabía. Sus hijos eran listos; sabían que había tensiones entre Sabina y yo. Mi relación con sus hijos era un pequeño secreto entre nosotros. Ninguno de los tres quería arriesgarse a provocar las iras de Sabina dejándola que metiera las narices en el asunto.
Al oír el nombre de los niños se relajó unos momentos.
—Están bien. Encantados de que hayas venido. A lo mejor vienen más tarde en bicicleta. Quieren saber cuánto tiempo te vas a quedar.
—¿Son ellos los que quieren saberlo o tú? —pregunté, imprudente.
Sabina no lo negó.
—Yo. Y también Phoebe. Esta es su casa.
Un recordatorio definitivo.
—Que conste que yo no quiero la casa —dije—. Ni quiero la tienda, ni el dinero de mamá. Lo único que quiero, y te lo dije en junio, es poder quedarme en esta habitación cuando venga aquí.
Sabina tenía una expresión desdeñosa, y saltaba a la vista que dudaba de que estuviera diciendo la verdad.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
—Suponiendo que Phoebe no tenga ningún inconveniente, hasta el día de los Trabajadores.
—¿Un mes entero? —dijo, asustada—. ¿Y qué vas a hacer durante todo ese tiempo?
—Tengo trabajo, pero sobre todo quiero relajarme un poco, y echarle una mano a Phoebe. Ayudarla a recuperarse. Y hablar con la gente del pueblo.
—¿Con quién?
La brusquedad de la pregunta nos devolvió al cuadrilátero de boxeo.
—Pues todavía no lo he pensado.
—¿En serio? ¿Que Annie Barnes todavía no lo ha pensado? Yo sé para qué has venido, Annie: para crear problemas. Irás inocentemente por el pueblo como cuando éramos pequeñas, haciendo preguntas que no son asunto tuyo, fastidiando a la gente, y después volverás a Washington y nosotras tendremos que arreglar las cosas. Y además, lo de escribir. Dices que tienes trabajo. ¿Qué trabajo?
—Aparte de la revisión, mi editora quiere un adelanto del libro de la próxima primavera. Entrevistas por escrito que van a necesitar. Preparar otro libro…
Sabina apretó los labios.
—¿Tienes intención de escribir sobre nosotros ahora que mamá ha muerto?
—No.
—Pues yo creo que sí. Harás preguntas y nos fastidiarás a todos, y después, cuando estés en Washington y nosotros tengamos que arreglar el lío que hayas montado, escribirás algo y el lío será todavía peor. —Levantó las manos, con las palmas hacia fuera—. Te lo pido por favor, te lo ruego, Annie. No te metas donde no te llaman.
Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando se dio la vuelta, se dirigió con decisión a la puerta y la abrió de un tirón.
Phoebe estaba allí. Al parecer totalmente ajena a la situación, solo sorprendida al ver a Sabina, dijo:
—No sabía que estuvieras aquí, pero estoy haciendo… esto… creo que… ¿qué estaba haciendo? Ah, sí, creo que voy a hacer unos huevos para desayunar. ¿Hago para las tres?